Relación entre
el Estado descentralizado y la sociedad civil territorial: contexto, bondades y
limitaciones en América Latina
The relationship between the descentralised
State and the territorial civil society: context, benefits and limitations in
Latin America
Carlos Mascareño Quintana*
Abstract
Even
though in Latin America it is possible to observe processes of descentralisation emerging from the articulation of State
and society, it is necessary to recognise that there
are still a number of practices and cultures that can be described as populist,
patrimonialist and clientelist,
which hinder the efforts of the citizen participation. This paper analyses the
origin and development of the relationship between State and civil society, emphasising the territorial dimension associated to the democratisation and consolidation of social movements in
Latin America. We also explore the performance of the descentralisation
processes and some of their characteristics in relationship to the political
discourses from which they emerged. Finally, we evaluate the benefits of this
relationship and most importantly the limitations regarding its contribution to
the democratic process in the region.
Keywords:
descentralisation, State, civil society, Latin America.
Resumen
Si bien es
cierto que en América Latina se advierten procesos de descentralización
surgidos de la articulación Estado-sociedad, es preciso reconocer que aún
prevalecen prácticas y culturas políticas populistas, patrimonialistas y
clientelares que disminuyen (e incluso invalidan) el efecto de los esfuerzos de
participación ciudadana. El presente trabajo analiza el origen y desarrollo de
la relación Estado-sociedad civil, enfatizando la dimensión territorial
asociada a la democratización y la consolidación de los movimientos sociales en
América Latina. Posteriormente explora el desempeño de los procesos de
descentralización y algunas de sus particularidades, en relación con el
discurso político que los justificó. Por último, evalúa las bondades de dicha relación
y, sobre todo, las limitaciones en cuanto a su contribución a los procesos
democráticos de la región.
Palabras clave:
descentralización, Estado, sociedad civil, Latinoamérica
*
Universidad Central de Venezuela, Venezuela. Correo-e: mascaren@cantv.net
Introducción
La necesidad de
dirigir las repúblicas hacia un estadio de democracia política y social se
constituyó en una de las principales inspiraciones de los procesos de
descentralización en América Latina, tanto en el plano de la discusión de las
ideas iniciada en los años setenta como en su posterior y progresiva
implementación. Esta reforma se convirtió en una respuesta frontal a la amplia
vigencia de regímenes autoritarios que se habían constituido en límite para
avanzar hacia la implantación de un Estado que sea más sensible a la población.
En ese contexto,
la descentralización del Estado se explicaba y se requería como reacción
natural ante el largo predominio del Estado centralizado, modelo funcional del
proceso de crecimiento hacia adentro en crisis que ya no satisfacía a la
mayoría de los latinoamericanos. Así, la descentralización vino de la mano de
la democratización, en tanto instrumento del cual se esperaba que facilitara la
cercanía de los habitantes a las estructuras de gobierno y, con ello, a la toma
de decisiones, con lo que se intentaría neutralizar la excesiva
discrecionalidad de los funcionarios y se enfrentaría el autoritarismo asociado
a la centralización del poder.
De manera
concomitante, el declive del modelo centralizado de Estado y de economías
sustitutivas de importaciones, así como el crecimiento y consolidación de las
ciudades, determinó la aparición de nuevos actores sociales, diferentes a los
que habían formado parte de los pactos corporativos –partidos, sindicatos y
empresarios–, que reclamaban su inclusión en el debate de los grandes asuntos
nacionales, cuestionando los consensos tripartitos que monopolizaban las
decisiones públicas. En esa perspectiva, las esperanzas transformadoras que se
colocaron sobre los hombros de los nuevos movimientos sociales eran el factor
que alimentaba la reflexión en el inicio de la transición. Uno de los elementos
que resaltaron en ésta fue la imperiosa necesidad de introducir cambios
sustantivos que impidieran regresar a los férreos autoritarismos militares o
permitieran avanzar hacia una mayor apertura democrática en aquellos países
donde ya existían democracias representativas –Colombia, Costa Rica y
Venezuela– o donde predominaba un autoritarismo de partido único, como en
México. Por ello, revisar la relación entre el Estado autoritario y la sociedad
civil latinoamericana se convertía en una tarea colectiva y de cumplimiento
obligatorio.
Democratización,
creación y desarrollo de nuevas formas de organización social y descentralización
del Estado constituyeron procesos que fueron parte de una misma dinámica de
cambio y se imbricaron hasta construir un discurso alrededor de la
participación ciudadana como medio redentor para superar las prácticas
dominantes en la relación Estado autoritario-sociedad civil. En este contexto,
las múltiples formas de organización ciudadana que surgieron en los territorios
subnacionales –municipios o entidades intermedias
(provincias, regiones, estados)– han transitado un largo camino de interacción
con las estructuras del Estado descentralizado –sean alcaldías, gobernaciones o
entes legislativos locales–, con la esperanza de que sus aportaciones puedan
contribuir al mantenimiento y profundización de las democracias
latinoamericanas.
Casi tres
décadas han transcurrido desde el inicio de esta dinámica y, sin duda, América
Latina muestra hoy un rostro más democrático y más descentralizado. Sin
embargo, las preocupaciones acerca de las limitaciones que se observan en la
relación Estado descentralizado-sociedad civil territorial, plagada de
autoritarismos, patrimonialismo y resistencias a la transparencia y el control
ciudadano, hacen dudar de la eficacia de la descentralización como mecanismo
democratizador y propician interrogantes acerca de si este proceso posee la
suficiente capacidad para propiciar una rearticulación entre el Estado y la
sociedad, sobre todo a través de los mecanismos de participación local que han
plagado la escena institucional latinoamericana.
El presente
artículo intenta ofrecer una perspectiva de la dinámica latinoamericana
respecto de la relación en cuestión. Para ello, en un primer apartado se
desarrolla una breve discusión contextual acerca de las ideas iniciales sobre
los movimientos sociales, las sociedades civiles y el inicio de las democracias.
En la segunda parte se discuten de manera sintética los orígenes de la
descentralización asociados a la democratización de América Latina. En la
tercera sección se aborda el tema central de este trabajo: la relación entre el
Estado descentralizado y la sociedad civil territorial, con énfasis en las
realidades predominantes tanto desde la oferta de participación del Estado como
desde la que plantea la sociedad civil, sus bondades y las limitaciones que se
advierten. En el último punto se presentan comentarios de cierre sobre el tema
de reflexión.
1. Transición
democrática y movimientos sociales: la difícil rearticulación Estado-sociedad
en América Latina
Como dijo Alfred Stepan en los ochenta, “la sociedad civil se convirtió en
la celebridad política de muchas y recientes transiciones latinoamericanas de
mandatos autoritarios” (citado en Escobar et al., 2001: 39). En esa línea de
pensamiento, se reconocía cómo las múltiples y variadas organizaciones sociales
conformadas en los setenta, en medio de férreos regímenes autoritarios, se
habían convertido en un nuevo sujeto de la política, por lo que se imponía la
necesidad de aprovechar las posibilidades de la democracia liberal para
construir una alternativa de cambio social (Pease
García, 1983). La idea de transición aludía a la necesidad de superar las
dictaduras latinoamericanas, sobre todo las de Brasil, el Cono Sur y
Centroamérica. Lechner (1994) recordaría tiempo
después cómo la conferencia de Clacso de 1978, en
Costa Rica, había marcado un hito al plantear la democracia (y con ella la
presencia de nuevas organizaciones sociales) como el eje del debate político
intelectual de América Latina.
Al inicio de la
transición, los nuevos movimientos sociales representaban una ascendente y
decisiva fuerza social estructurada como frentes, organizaciones de base y
comités de defensa que actuaban independientemente de los partidos y que se
proponían una permanente lucha por la sobrevivencia y por la eliminación de las
condiciones políticas y económicas que los enajenaban (Kärner,
1983). Ante esta perspectiva optimista, Gorlier
(1992) advirtió acerca de la sobreexpectativa que se
le daba a estos grupos, de los cuales se esperaba un comportamiento
democratizador, de influencia política y que, en definitiva, se convirtiesen en
actores centrales de una nueva megahistoria cuya
acción estaba asociada a una diversidad de aspectos tales como asuntos de
identidad, autonomía territorial, democracia de base, ciudadanía social,
cotidianidad, entre otras áreas del acontecer colectivo. Por su parte, Mainwaring (en Gómez-Calcaño, 1992) introdujo ajustes en
sus hipótesis optimistas sobre el potencial democratizador de los movimientos
sociales, cuando observó –a partir de las realidades de Brasil y Argentina–
cómo estos países, lejos de reagruparse luego de iniciada la transición y
luchar por el mantenimiento de la democracia, actuaban de manera dispersa y
competitiva por el acceso a los recursos del Estado. A pesar de esta
perspectiva, se sostenía que no había que perder de vista las contribuciones de
los movimientos sociales que surgieron en los ochenta, los cuales representaban
canales para incorporar y ampliar los temas de la agenda política democrática.
Por otro lado, si bien se reconocía el carácter democratizador de las organizaciones
sociales en ascenso, se recomendaba colocar en el centro del debate la
desconfianza por la implantación de una especie de ideología de la
participación que provenía de los gobiernos, ahora democráticos y varios de
ellos descentralizados, con lo cual se intentaba absorber el potencial de
protesta de los movimientos sociales (Uribe, 1987)
¿Sería entonces
posible, en esa tendencia a la debilidad de la sociedad civil representada en
los movimientos sociales, superar el estadocentrismo
asociado al autoritarismo latinoamericano y lograr una esfera pública autónoma?
¿Cómo transitar desde una sociedad con una conciencia colectiva fundada en el estadocentrismo y el autoritarismo como forma normal de
vida hacia otra en la cual se recompusieran los mapas cognitivos, las viejas
adhesiones ideológicas y las visiones acerca de lo que debería ser la comunidad
de ciudadanos? Ese era, en consecuencia, el reto que atravesaban las
democracias emergentes y su intento por rearticularse
con las múltiples y crecientes organizaciones sociales.
La matriz estadocéntrica en América Latina, como lo argumenta Cavarozzi (1995), no tuvo flexibilidad. Fue frágil y rígida
al mismo tiempo y, al debilitarse sus mitos fundacionales, los procedimientos
para la toma de decisiones no contribuyeron a reforzar la legitimidad de los
regímenes nacientes en los que se apoyaban los procesos de abajo
hacia arriba. Alberto
Olvera y Leonardo Avritzer (1992), al analizar la
realidad mexicana, afirman que, precisamente, la secular fusión entre economía,
sociedad y Estado hizo que el protagonismo de los cambios de la historia se le
asignara al Estado y, por ello, fue convertido “en el portador del proyecto,
alma de la revolución y punto de equilibrio de las anárquicas fuerzas sociales.
La tradición estatólatra de la ciencia social
mexicana en particular y latinoamericana en general, tiene que ver con el
enorme peso del Estado en nuestras sociedades, con su carácter patrimonial y
con el atraso relativo de la organización independiente de la sociedad” (Olvera
y Avrit-zer, 1992: 227).
En cuanto a las
transiciones políticas en México y Perú, Morgan Quero (2004) se pregunta hasta
dónde la vigencia del modelo contractualista que
deriva en relaciones clientelares dominantes, no resulta ser la mayor limitación
para una sociedad civil vigorosa capaz de ser interlocutor del gobierno sin que
necesariamente quiera ser gobierno. Efectivamente, las relaciones de las
organizaciones sociales con las élites en las transiciones (México desde 1988 y
Perú desde 1990), rememoran al contractualismo en el
final del régimen colonial en el cual se pudieron establecer numerosos pactos
políticos con los municipios para defender sus autonomías, redefiniéndose, de
este modo, la ciudadanía liberal por parte de las culturas locales para
enfrentar los dilemas de la futura gobernabilidad republicana, tal como lo
sostiene Annino (citado por Quero, 2004: 8).
Esta debilidad
en la relación de los movimientos sociales que alimentan la sociedad civil
latinoamericana en las últimas décadas con el Estado democrático, tiene su
origen, desde la perspectiva de Philip Oxhorn (2003),
en las limitaciones de la esfera pública, lo que contribuye a una creciente
distancia entre una élite política y la gente que supuestamente representa. En
América Latina, insiste el autor, la falta de impacto de los movimientos
sociales puede alimentar la frustración, a la vez que la heterogeneidad social
limita la acción colectiva y termina reforzando las jerarquías sociales. De la
misma forma, los actores locales, que representan la mayoría de las actividades
organizativas de base identitaria, no logran
trascender hacia la agenda pública nacional en una región en la cual
“centenarias tendencias centralizadoras aún predominan, a pesar de los
recientes esfuerzos para descentralizar al Estado en muchos países” (Oxhorn, 2003: 135).
¿Cómo se hace,
entonces, para que la transición democrática sea posible en medio de una clara
debilidad de la sociedad civil expresada en numerosos y crecientes grupos que
actúan aisladamente? ¿Cómo hablar de consolidación democrática en un mar de
desencuentros entre la sociedad política y la sociedad civil?
En los primeros
tiempos de la redemocratización latinoamericana, la palabra emblemática fue transición y las nuevas formas de hacer y pensar
la política se convirtieron en obsesión para el pensamiento ideológico en el
subcontinente (Rabotnikof, 1992). ¿Podrían sobrevivir
las frágiles y nacientes democracias latinoamericanas y extender los principios
básicos de ciudadanía a las esferas económica y social o correrían el riesgo de
su desconsolidación?, se preguntaba Terry Karl
(1995). Las respuestas no podrían lograrse por la vía de los análisis
convencionales que buscaban el cumplimiento de los requisitos de la democracia
sino, en otra visión, habría que asumir el carácter contingente de los procesos
en marcha, cuya posibilidad de éxito dependería de factores adoptados en las
distintas realidades nacionales. Así, las perspectivas formuladas por Karl para
Perú eran descorazonadoras y tuvo razón: Fujimori se convirtió en el nuevo
autócrata y la relación democrática con la sociedad peruana de nuevo se hundió
en las formas históricas dominantes.
Lo que entonces
sucedió, de acuerdo con Alberto Olvera (2003), es que las múltiples y complejas
relaciones entre la sociedad civil y los gobiernos, si bien pueden producir
interesantes procesos de participación –sobre todo en los gobiernos locales–,
terminan insertas en la reproducción de las formas de dominación tradicional de
la sociedad civil por parte de la sociedad política. En esa dinámica destaca,
sobre todo, la falta de ideas sobre lo que significa el ejercicio democrático
del poder, por lo que los actores al final atraviesan un largo y conflictivo
proceso de interacción que no necesariamente propicia aprendizaje.
Esa debilidad se
sustenta en el hecho de que, en general, las formas de participación se
institucionalizaban desde la perspectiva de la oferta oficial tanto en el
ámbito de las políticas nacionales como de las regionales y locales. Si bien
era deseable la oferta estatal de participación, “en la mayoría de los casos,
es el Estado quien decide la legitimidad de los intereses de los grupos
sociales y determina el acceso diferencial que cada uno tiene a sus centros de
decisión” (Cunill, 1991: 187), por lo que los medios
existentes de relación Estado-sociedad asomaban sus limitaciones para
contribuir con la democratización de América Latina. En un trabajo posterior,
la misma autora se plantearía, tratando de ir más allá de los enfoques autocentrados en la relación misma, la siguiente
interrogante: “¿cómo el Estado puede desarrollar condiciones favorables para la
acción privada, que preserven a la vez la autonomía social y el ejercicio de la
responsabilidad pública?” (Cunill, 1995: 49).
La reflexión
sobre la rearticulación del Estado y la sociedad, a propósito de los procesos
de la democratización en marcha en Latinoamérica, entraron en el terreno de las
dudas –cuando no de las frustraciones– desde el momento en que las ofertas de
participación y presencia ciudadana en los asuntos públicos continuaban
circunscritas al control del Estado y a la instrumentalización mediante la
oferta de los programas de ajuste, sobre todo en el campo de la política
social.
En medio de
aquellas dificultades, los procesos de reforma del Estado latinoamericano
continuaron impulsándose como medio para crear un ambiente institucional que
facilitara mayor acceso de los ciudadanos a las decisiones públicas. A su vez,
era innegable la irrupción de diversas organizaciones sociales, al calor de los
procesos democráticos en casi todos los países de la región. En ambos casos, se
iba tras la pista de una nueva articulación entre el Estado y la sociedad,
camino en el cual habían surgido prescripciones y utopías que representaban la
carta de navegación intelectual para intervernir y
construir tal proceso de rearticulación. Sin embargo, a pesar de las
argumentaciones anteriores, la esfera pública continuaba débil y, en
consecuencia, las bases de la democracia.
Para amortiguar
el férreo carácter estadocéntrico de nuestras
repúblicas se utilizaron las reformas para descentralizar al Estado y, en su
rol de acompañantes de las transiciones, tratar de introducir formas más
democráticas en la relación de las organizaciones sociales, en particular las de
carácter territorial, con las estructuras de gobierno que se han consolidado
con el tiempo. Así, la descentralización es una pieza clave en las relaciones
del Estado con la sociedad, por lo que es necesario discutir su origen y
relación con las variables antes abordadas.
2. La
descentralización latinoamericana: una nueva manera de concebir la relación
Estado-sociedad civil
De manera notable
y dominante, el discurso que justifica la descentralización del Estado
latinoamericano en los ochenta se basó, entre otras perspectivas, en una visión
política del asunto.[1]
Dentro de este pensamiento, la relación entre democracia y descentralización
era el pilar fundamental del argumento. Así, se esperaba que la reforma en
cuestión ampliara los horizontes democráticos al acercar a los ciudadanos a sus
gobernantes, permitiéndoles un mayor acceso a las decisiones sobre los asuntos
públicos y, con ello, lograr una mejor calidad democrática e impedir la
regresión autoritaria. Esta expectativa incluía, a su vez, otra argumentación
fundamental: si la descentralización es lo antes anunciado, los movimientos
sociales –fraguados al calor de la prolongada crisis política de los sesenta y
setenta– pasarán a ser actores clave en la rearticulación del Estado y la
sociedad, aprovechando un marco constitucional y jurídico descentralizado que
confiere ventajas para la estrategia en cuestión.
Era tan
contundente la visión sobre la relación entre democracia y descentralización
que se argumentaba que, en mayor o menor medida, América Latina había tenido un
nuevo punto de partida en su retorno a la democracia, lo cual suponía una
revisión profunda del régimen territorial del Estado. Esa revisión, a su vez,
se inscribió en un debate que en el ámbito mundial se venía suscitando sobre la
revaloración de lo local en la búsqueda de nuevos paradigmas de desarrollo y de
nuevos vínculos entre el Estado y la sociedad. Ello suponía, en consecuencia,
el fortalecimiento de las identidades locales y la presencia de distintas
formas de representación y gestión de intereses a partir de la presencia de las
organizaciones de base territorial (Bervejillo,
1991).
Tan cierta y
determinante era la idea sobre la relación en cuestión, que para el caso
brasileño, país con una tradición federal republicana asfixiada bajo la
impronta de los regímenes militares, se afirmaría lo siguiente:
En el Brasil
contemporáneo […] hay la concepción generalizada de que existe una relación
directa entre descentralización y democratización. La historia de la lucha por
la democracia en nuestro país en las tres últimas décadas, envolvió y se basó
en gran proporción en la conquista de la autonomía municipal y la autonomía de
los estados de la Federación […] Una de las primeras conquistas en el reciente
proceso de redemocratización en el Brasil fue la elección directa de los
gobernadores de los estados de la Federación (1982), prohibida durante los
gobiernos militares y, después, la elección directa de los alcaldes de las
capitales estadales (1985). Estos alcaldes, como los gobernadores, eran
escogidos personalmente por los generales-presidentes […] esta ausencia de
autonomía real caracterizaba la federación en el Brasil antes de la
Constitución de 1988 (Maranhao, 1991: 284).
Tal era la
simbiosis entre descentralización y democracia que en la Argentina de los
ochenta se llegó a hablar de refederalización del
sistema político, como una expresión que denotaba la pérdida del sentido
federal que tuvo este país a lo largo de su historia republicana. En esa línea
de pensamiento, afirma Martha Díaz de Landa (1991), la profundización
centralista de la Argentina llevó a la desfederalización
del sistema político y el estancamiento de zonas geográficas a favor de Buenos
Aires. Al respecto, afirma la autora, la centralización más acabada se logró
durante los gobiernos militares. Por ello, una de las tendencias naturales
durante la actual apertura democrática, es la refederalización
del sistema político y la democratización de la relación entre el Estado y la
sociedad. Por ello, para que exista una asociación entre democratización y
ampliación de los grados de participación política y social, necesariamente
tiene que existir algún grado de descentralización para las decisiones y la
instrumentación de las políticas públicas (Ibidem).
El camino argentino no fue fácil. Si bien era posible constatar intentos,
avances y retrocesos en el proceso de distribución de los recursos,
atribuciones y poder, no fue sino hasta la Ley de Transferencias de Servicios
de 1991 que pudiera hablarse con propiedad de un proceso de reforma de segunda
generación, inicio que se reforzará por los pactos federales de 1991, 1993,
1999 y 2000 (Smulovitz y Clemente, 2004).
México, con su
federalismo centralizado y de partido único, introdujo reformas tendentes a
vigorizar la vida municipal y ampliar las fronteras del desarrollo regional en
los años ochenta. Estos primeros impulsos transcurrieron entre la retórica y la
normatividad, situación que termina por convertirse en la descentralización centralizadora experimentada en el periodo del presidente
Carlos Salinas, sobre todo por la concentración asumida en función de cómo
ejercer los recursos transferidos por el gobierno federal (Mizrahi,
2004). Sin embargo, ya que los procesos de descentralización suelen ser
asimétricos, es posible destacar la amplia descentralización de la educación
básica a partir de 1992, transferencia que afectó sensiblemente las relaciones
intergubernamentales mexicanas (Gómez Álvarez, 2002). La apertura hacia los
poderes territoriales mexicanos supuso un debilitamiento de las bases de apoyo
del Partido Revolucionario Institucional (pri) lo que, a la postre, llevaría al Partido Acción Nacional (pan) a la presidencia de la República en
el año 2000 con el triunfo de Vicente Fox.
Sin duda,
comparado con 1982, los estados y municipios mexicanos gozan hoy día de mayores
atribuciones, facultades y recursos para su desempeño. Sin embargo, México
todavía es un país fuertemente centralizado. En comparación con otros países de
América Latina, tanto el gasto como los ingresos públicos siguen muy
concentrados en la federación en una proporción mayor que la de naciones
unitarias (Díaz Cayeros, citado en Mizrahi, 2004: 137).
Para mediados de
los setenta nadie hubiera apostado a una apertura del rígido poder central
bipartidista de Venezuela, sobre todo porque se vivía un momento de bonanza
petrolera que permitía oxigenar al sistema político dominante. Sin embargo, una
década después, las propuestas para descentralizar el poder se colocaron en la
agenda de la discusión para que, finalmente, se impusiera la tesis de la
elección de los gobernadores de estado y la creación de la figura del alcalde y
su elección, mandatarios territoriales que inician su legítima gestión en enero
de 1990. En efecto, la reflexión venezolana incorporó –entre otros elementos–
la necesidad de relegitimar el sistema político y la democracia que se
encontraban en abierta crisis, la importancia de las reivindicaciones
provinciales y sus movimientos sociales locales preteridas en el modelo
centralizador y la búsqueda de la efectividad del Estado en su conjunto a
través de políticas públicas sentidas como cercanas por el ciudadano de estados
y municipios (Mascareño, 2000). Para ese momento,
Venezuela transitaba una etapa de efervescencia de la sociedad civil, muy
vinculada con los movimientos de base territorial. En este sentido, se afirmaba
que la ampliación de los espacios democráticos sería posible a través de un
ejercicio micropolítico propio del desarrollo local.
De allí que “el nuevo localismo (que se vivía en el país), a través de
múltiples y pequeñas redes de acción social que ‘existen’ en localidades:
asociaciones de vecinos, grupos ecológicos, cooperativas, grupos de mujeres,
organizaciones de cultura popular, asociaciones deportivas, etc., significarían
el comienzo de una organización a escala humana, manejable, cercana, útil”
(Salamanca, 1989: 464). Sin embargo –advierte el autor–, para que ello sea
cierto es necesario generar una nueva cultura política que evite que las
organizaciones se conviertan en grupos auxiliares de la acción del Estado o en
organizaciones funcionales de los partidos y, por el contrario, puedan
profundizar su carácter transformador de la relación Estado-sociedad.
El entusiasmo
por descentralizar el poder del Estado también se hizo presente en países de
corte unitario. Colombia, por ejemplo, avanzó hacia la descentralización en los
ochenta, orientada sobre todo a la reforma del poder municipal. Sin embargo,
poco tiempo después, la Constituyente de 1991 tendió a fortalecer el espacio
provincial con un gobierno central jugando a la promoción del federalismo
(Jaramillo, 1992). Con ello, Colombia lograría tempranamente uno de los más
altos niveles de descentralización fiscal en América Latina (Cabrero Mendoza,
1996). Si bien se asumía que la reforma permitiría acercar el Estado a la
sociedad civil, este cálculo estaba íntimamente relacionado con el
encauzamiento de las protestas y movilizaciones locales y regionales desde los
años setenta. En consecuencia, era indispensable su incorporación a los canales
institucionales y, con ello, lograr tanto la modernización del Estado como la
legitimación del sistema político.
Bolivia,
república unitarista por historia y convicción, se planteó la reforma en
cuestión. En su caso, el centro de la discusión fue promover la participación
popular en los niveles locales y de la sociedad civil, proceso que se normó
tardíamente en 1994 con la promulgación de la Ley de Participación Popular,
cuyo impacto en la dinámica política es innegable (Molina, 1997a; Barbery, 1998).
Según Roy Rivera
(2004), las propuestas de reestructuración en Centroamérica se presentaron como
parte de los proyectos de modernización de los distintos países para mejorar
los niveles de gobernabilidad e integración social. Allí, descentralización y
participación fueron los pilares para constituir el Estado moderno y, con ello,
dinamizar las instituciones públicas y los medios de gestión de lo público.
Siendo Centroamérica una región que arrastra una larga historia de
autoritarismo oligarca y exclusión, no es posible encontrar un sistema
estructurado de actores intermediarios de la descentralización, por lo que las
iniciativas son desacompasadas y de bajo consenso social. Con todo, afirma
Rivera, dentro del juego geopolítico de la zona la descentralización constituye
una suerte de ideología en toda América Central. Esta impresión la comparten Saldomando y Cardona (2005), quienes advierten que la
descentralización centroamericana –a pesar de que su origen se vincula a los
procesos revolucionarios y ello marca su naturaleza política y conflictiva– ha
permeado en todos los países de la región en los últimos quince años, sobre
todo ante la implantación de reformas constitucionales que reconocen su
vigencia.
Como se observa,
a pesar de las limitaciones de la reforma descentralizadora en América Latina,
existe una expectativa esperanzadora sobre sus virtudes y alcances, sobre todo
en lo que concierne tanto a la ampliación de las bases democráticas y su
legitimación como a la rearticulación de la sociedad civil y el Estado en la
vía de construir una nueva ciudadanía. Los años ochenta y noventa fueron
tiempos en que se difundieron ideas alrededor de la descentralización como
parte sustantiva de la reforma del Estado. No hubo país en el que no se abriera
el debate –muchas veces intenso y conflictivo– sobre la necesidad de desagregar
territorialmente el poder, aumentar la eficiencia del Estado o propiciar la
participación ciudadana, según fuera la perspectiva conceptual o ideológica de
donde proviniera el discurso.
Las formas y los
fondos de los procesos de descentralización en América Latina se nutrieron de
las ideas de las diversas escuelas y enfoques que trataron de incidir en la
reforma. Por una parte, las ideas liberales insistieron en el diseño
institucional de la cuestión, donde prevalecieron las referidas al arreglo
fiscal. Por su parte, tanto la perspectiva estructuralista como la marxista se
orientaron hacia la arista política con énfasis en la participación (Von Haldenwang, 1990). En todo caso, el transcurrir del tiempo
fue dibujando el verdadero comportamiento de la descentralización
latinoamericana, proceso complejo, diverso, signado por avances y retrocesos,
con características y resultados diferentes dependiendo del país que se
analizara. En este sentido, se puede afirmar que la descentralización registró
un perfil propio a partir de factores contingentes que determinaban las
diferencias entre los países, como la asincronía
temporal de los pactos políticos, la diversidad de grados de fiscalidad
territorial, el nivel de transferencia de los servicios centrales, los tipos de
cultura política, las ideas dominantes sobre la forma de Estado (más
liberal-menos liberal), las modalidades de participación política, la
diversidad de tipos de territorios intranacionales y
de organización de ese territorio, el comportamiento de la presión de los
grupos locales, el nivel de organización de la sociedad civil o la presencia
empresarial en el desempeño de la descentralización.
El desarrollo de
la descentralización latinoamericana ha estado enmarcado dentro de los límites
que le imponen las posibilidades de la cultura política
hispánica-centralizadora dominante, los rezagos de caudillismo y
patrimonialismo, las crisis fiscal y social, la deslegitimación de los partidos
políticos y de la política, así como el impacto en la economía territorial de
las nuevas formas de producción y circulación de bienes y servicios en el
ámbito global. Así, en medio de tal complejidad de factores, la relación
Estado-sociedad –ahora redefinida al incorporarse la variable territorial en su
comportamiento– ha evolucionado hacia formas múltiples de interacción entre la
esfera de lo estatal y la esfera de lo civil. El desempeño de dicha relación
luego de casi tres décadas de descentralización, es el tema del que nos
ocuparemos en el siguiente apartado de este trabajo.
3. La relación entre
el Estado descentralizado y la sociedad civil territorial latinoamericanos:
bondades y limitaciones
Han transcurrido
casi tres décadas desde que las primeras discusiones sobre la crisis del Estado
centralizado de América Latina cristalizaron en tímidas reformas para
incorporar la visión territorial, sobre todo del ámbito local,[2] en
el manejo de los asuntos públicos. En cada uno de los países se narraba una
historia republicana plena de personalismos, autocracias, dictaduras o
militarismos que colocaba un dique cultural a la posibilidad de ampliar los
espacios públicos civiles a partir de una nueva forma de Estado menos
centralizado. A pesar de los antecedentes culturales, los países
latinoamericanos –con sus indiscutibles diferencias– hoy pueden mostrar avances
nada desdeñables en el cambio de la forma territorial del Estado a la vez que
asoman un rostro inequívocamente diferente en lo que concierne a las formas y
contenidos de las democracias. ¿Es posible hablar de cambios significativos y
duraderos en la dirección de una nueva relación entre el Estado en su
perspectiva descentralizada y las múltiples formas organizativas de la sociedad
civil en su expresión territorial? Esta interrogante se discutirá en este
apartado del artículo.
Para tal
cometido, primero es conveniente reconocer la proliferación y consolidación de
un número significativamente importante de organizaciones civiles de base
territorial a lo largo de Latinoamérica, como un dato importante en el nuevo
mapa sociopolítico. Al respecto, hacemos uso de una vieja propuesta de Albert Hirschman quien se apartó por un corto tiempo de su intenso
trabajo conceptual y se dedicó –en unas vacaciones sabáticas en 1983– a
recorrer un conjunto de experiencias de organización popular en América Latina.
En una obra elaborada a partir de su recorrido de catorce semanas, el autor
expresa su asombro por lo que encontró: en América Latina existía un complejo
cuadro de desarrollo popular, el brote de un número importante de
organizaciones intermedias que participaban en la ayuda a personas de menores
recursos y, en función de ello, especula sobre los efectos sociales y políticos
de lo que él denomina “una densa red de esfuerzos por el desarrollo popular” (Hirschman, 1986: 116). Organizaciones relacionadas con la
tierra, centros educativos urbanos y rurales, microempresas, academias de
mujeres, cooperativas, promoción comunitaria cultural y deportiva, desarrollo
de vivienda y desarrollo económico y social fueron vistas y analizadas en
aquella incursión. A pesar de los avatares de los regímenes autoritarios, ese
movimiento de base, mayoritariamente de corte territorial, pudo avanzar por
causa de su naturaleza descentralizada y pluralista. Esta peculiaridad en la
extensión de la sociedad civil territorial pudiera tratarse de “una corriente
mundial, pues un movimiento similar parece estar desarrollándose en la India” (Hirschman, 1986: 116). En esa perspectiva, el autor refiere
lo que Chandra Shekhar
–político hindú en ascenso– pensaba al respecto de la proliferación de grupos
sociales activistas en la India: “Las previsiones de la ciencia política dicen
que hay miles de tales grupos que forman un movimiento descentralizado en lo
que es una sociedad descentralizada. Afirman que el activismo social está
ocupando el vacío dejado por la decadencia de otras instituciones políticas” (Hirschman, 1986: 116). Hirschman
veía el nacimiento y desarrollo de un muy diverso esfuerzo local por reducir la
distancia entre una gran masa poblacional latinoamericana respecto de lo que se
tenían como derechos de todos y que representaba la fuente de enormes tensiones
en el continente.
La crónica y
análisis referidos se suscitaron en una época en la cual coincidían, como se
dijo antes, tres fenómenos en América Latina: un movimiento hacia la
democracia, otro hacia la consolidación de redes sociales –sobre todo locales–
y una apertura hacia la descentralización del poder.
Casi un cuarto
de siglo después de estos acontecimientos, la extensión y activismo de las
organizaciones civiles –tanto de base territorial como organizaciones no
gubernamentales (ongs)
dedicadas al desarrollo– forman parte del diagnóstico y estrategias en todos
los países latinoamericanos. La Fundación Interamericana, tras evaluar sus
programas luego de veinticinco años en América Latina, determinó que más de
seis mil ongs
en cuatro países (Ecuador, República Dominicana, Costa Rica, Uruguay), la
mayoría de base local, incorporaron metodologías innovadoras para tratar de
interactuar con el Estado. Al respecto, se destacó que “resulta especialmente
interesante en esta época de democratización y descentralización el grado en
que las organizaciones donatarias de la Fundación interactúan con los gobiernos
y otras entidades de la sociedad civil a nivel municipal y nacional” (Ritchey-Vance, 1996: 7).
Así, en toda la
región es posible encontrar fenómenos de organización social –sobre todo de
base local– como expresión de cambios sustantivos en la configuración ciudadana
para acceder a los asuntos públicos. En este sentido es notable la
proliferación de ofertas de espacios que pretenden articular al Estado con la
sociedad civil, especialmente en los ámbitos territoriales de gobierno en una
doble vertiente: desde la oferta del Estado y desde las propuestas de la
sociedad civil. Este fenómeno representa lo que podemos denominar las bondades
de esta dinámica. Por otro lado, sin embargo, persisten resabios y prácticas
que frenan la incidencia de la acción de las organizaciones sociales en la
profundización de las democracias latinoamericanas. Ésas son las limitaciones
de la relación. En las páginas siguientes se ofrece un panorama general de
estas realidades.
3.1 Bondades de la
relación: la expansión de espacios de articulación
Es imposible dar
cuenta de las innumerables formas de interacción entre las organizaciones
civiles territoriales y las estructuras del Estado descentralizado, las cuales
se pueden estimar en función del número de estados y municipios multiplicados
por el total de sectores organizados que participan en estos niveles
territoriales. Este ejercicio arroja una cantidad tal que, con toda seguridad,
no existe un inventario exhaustivo de las relaciones en cuestión. Si nos
referimos a la sociedad civil mexicana en general, por ejemplo, el estudio de
los encuentros e interrelaciones entre los gobiernos y las formas de sociedad
civil conducen a una complejidad tal que, ciertamente, “es posible incrementar ad
infinitum la lista de
actores, espacios y modos de interacción” (Olvera, 2003: 19). Ante esta
realidad y de acuerdo con los propósitos del presente estudio, sólo comentamos
un número muy limitado de esos espacios con la finalidad de mostrar sus
principales características, tanto desde la perspectiva del Estado en su afán
de crearlos como desde la posición de la sociedad civil en su búsqueda de
autonomía.
3.1.1 La oferta desde el Estado
En las últimas
décadas Brasil ha obtenido renombre en materia de rearticulación entre el
Estado y la sociedad, producto de dos realidades que sirven de modelo para
otros países. Por una parte, el establecimiento de un marco regulatorio de
tales relaciones y, por la otra, la introducción del presupuesto participativo
como instrumento de democratización de las decisiones locales.
En el año 1999,
el parlamento brasileño aprobó la Ley 9.790/99 que calificó a las personas
jurídicas de derecho privado sin fines de lucro como Organizaciones de la
Sociedad Civil de Interés Público (oscip), a partir de un consenso logrado entre
organizaciones de la sociedad civil y los poderes ejecutivo federal y el
legislativo. Esta iniciativa partió del Consejo de la Comunidad Solidaria[3] en
1997, instancia que se propuso reformular el marco legal del Tercer Sector,
como lo señala Elisabete Ferrarezi
(2001). Llegar a este acuerdo fue producto de un largo camino recorrido en
Brasil desde la década de los ochenta, cuando se inicia el debate sobre la
reforma del Estado cuyos ejes eran la democratización, la equidad y la
descentralización, siendo el principal reto superar el modelo de intervención
estatal. Llevar a la práctica esta ley no ha sido fácil; representa un adelanto
en la concepción del interés público y todavía no termina de ser asimilada
tanto por el Estado como por la sociedad civil. En ello incide la larga
tradición clientelar, patrimonial y corporativa presente en las políticas
públicas.
En el ámbito
local, el Presupuesto Participativo (pp) que promovió la prefectura municipal de Porto
Alegre desde 1989, se ha convertido en una modalidad de gestión pública que
funge como guía para muchos municipios de América Latina. El pp está
asentado en una estructura y un proceso de participación de la población en
función de tres principios básicos: reglas universales de participación; un
método objetivo de definición de recursos de inversión y un proceso decisorio
descentralizado (Fedozzi citado en Araujo, 2001:
241). El pp
de Porto Alegre se reconoce como una experiencia de mayor participación de la
población en los procesos de decisión. Por ello, siendo un instrumento que
favorece la apropiación de la cosa pública por parte de los ciudadanos –a pesar
de sus limitaciones y máculas–, el pp ha conferido alto grado de legitimación a las
autoridades locales que lograron hasta el año 2000 el triunfo electoral en
cuatro mandatos consecutivos.
Este caso es
apenas una muestra de la proliferación de medios e instrumentos para la
participación en al ámbito local, que desde el Estado o a través de acuerdos
con la sociedad civil se han puesto en práctica en Latinoamérica. Audiencias
públicas, cabildos abiertos, leyes de participación ciudadana, promoción del
voluntariado, revocatorias de mandato y referéndums (Ziccardi,
1999; Spehar, 2001) son parte de la lista de
instrumentos que se agregan a los presupuestos participativos para abrir la
compuerta de la presión ciudadana en el ámbito territorial del Estado.
Una de las
principales reformas para la participación ciudadana es la Ley de Participación
Popular boliviana (lpp)
de 1994. En atención a miles de organizaciones campesinas, indígenas y
vecinales –extendidas por toda la geografía del país–, la Ley les confirió
personería jurídica de base, creando las llamadas Organizaciones Territoriales
de Base (otb).
Se trataba, según José Carlos Campero y George Gray (2000), de saldar una deuda
histórica del Estado boliviano con la población crecientemente organizada y con
mayor capacidad de presión. En el ámbito municipal, la Ley de Participación
boliviana ha incentivado la conformación de diferentes espacios de articulación
de la sociedad civil con el Estado. Los Comités de Vigilancia de la gestión
pública, por ejemplo, funcionan como un instrumento de apoyo a las otb. A su vez,
al instituirse la planificación municipal participativa, se han elaborado
planes tanto operativos como de desarrollo municipal bajo la regla de la
participación en su elaboración (Thevoz y Velasco,
1998; Molina, 1997a; Molina, 1997b; Barbery, 1998; Verdesoto, 1998). Philip Oxhorn
(2001) cataloga este notable esfuerzo de reforma como una ambiciosa tarea en el
plano de la participación ciudadana. Tal adjetivación se refiere tanto a la
instauración de gobiernos locales (311) inexistentes antes de la Ley, como a la
legalización de más de 16 000 otb para 1997. “De un solo golpe, la lpp ofrecía
soluciones institucionales para empezar a atender los numerosos problemas que
aquejaban a Bolivia, desde la fortaleza del Estado y la penetración territorial
hasta la construcción de una sociedad multiétnica” (Ibidem:
8).
Colombia, con
una dilatada tradición municipalista, también muestra
una amplia gama de medios para articular a la sociedad con el Estado. En Cali y
Armenia, por ejemplo, los gobiernos locales se afianzan en la formulación de
políticas públicas sociales dentro de una perspectiva de descentralización de
las decisiones (Varela, 2000). De igual manera, el plan local de desarrollo
participativo es de cumplimiento obligatorio en los gobiernos locales
colombianos, en función de la instrumentación de talleres temáticos
participativos, además de que la Ley 134 establece mecanismos de consulta
popular como los cabildos abiertos, los consejos de planeación, las juntas de
educación o los comités de control de los servicios públicos (Betancourt, 2001;
Londoño, 1998).
En el ámbito de
los gobiernos intermedios (provinciales, estatales y departamentales), también
es posible señalar un conjunto amplio de medios de articulación. En Argentina,
país con tradición federal, la provincia de Mendoza utiliza los consejos
sociales departamentales como vía para la concertación. Sectorialmente es
posible encontrar comunidades de usuarios de agua que participan en las
inspecciones de cauces y en la administración de la red de irrigación. En esta
provincia la Ley 23696 reconoció la presencia activa de individuos y sociedad
en los asuntos públicos como una vía para profundizar la reforma de gestión
pública (Quesada y Cuello, 1999; Magnani, 1992;
Arroyo, 1997). En Córdoba, la acción de las ong se reconoce como parte
fundamental de la gestión pública. Así, existen instituciones de democracia semidirecta como la iniciativa popular, las consultas, la
revocatoria o el referéndum. De igual manera, el Consejo Económico y Social de
la provincia actúa junto con las mesas de concertación como canales de control
social sobre las instancias de poder (Rey, 1992; López, 1997; Carrizo, 1997).
México ha
instituido medios de participación en las entidades federales y en los
gobiernos locales. Es importante recordar cómo la movilización de la sociedad
civil mexicana en los años ochenta y noventa, en particular la territorial,
incidió en la caída del autoritario régimen del pri, con lo cual se creaban
expectativas para cambiar profundamente las relaciones Estado-sociedad. Esas
luchas permitieron –según Alberto Olvera (2003)– que las élites surgidas de la
sociedad civil accedieran a los gobiernos municipales y estatales,
trasladándose a este campo liderazgos e iniciativas de cambio. En ese contexto,
en el estado de Chihuahua, a partir de la descentralización del sistema
educativo, se crearon espacios de reflexión y discusión de propuestas de las
agendas educativas con la sociedad civil, a partir de lo cual se inicia un
proceso de autonomización de las unidades educativas
con la presencia de los grupos civiles organizados de la entidad (Cavo, 1998).
Por su parte, en el estado de Baja California, los convenios de desarrollo
social, junto con los consejos agropecuarios, la comisión para la promoción de
las exportaciones o el Fondo de Financiamiento de las Empresas de Solidaridad,
son expresiones de medios de articulación, desde la oferta del Estado, entre
sociedad territorial y Estado (Mercado y Olmos, 1997). De manera particular, en
el estado de Morelos fue posible ver importantes cambios políticos en los
cuales se redefinió la relación entre la sociedad civil de esa entidad y la
construcción de gobernabilidad territorial, que culminó con la instauración de
un gobierno del pan y la propuesta
de nuevos espacios de encuentro Estado-sociedad por parte de los nuevos
gobernantes (Quero, 2003). En el ámbito urbano-local,
el estudio sostenido por Cabrero Mendoza (2005), a lo largo de diez años
continuos en varios municipios mexicanos,[4]
muestra el desarrollo y consolidación de espacios de acción pública en los
cuales la trama de relaciones entre la sociedad civil territorial y el Estado
cuenta con una oferta que, en su mayoría, proviene de las estructuras de
gobierno y que se transforman en incentivos para la inserción de actores
sociales locales.
En
Centroamérica, por su parte, se han creado una cantidad notable de formas de
articulación Estado-sociedad local. Los consejos escolares directivos en
Nicaragua (Rivarola y Fuller, 1998), los consejos
locales en República Dominicana (Calderón, 2001), los consejos locales de
desarrollo en Guatemala (Saldomando y Cardona, 2005)
o la propuesta de Contraloría Ciudadana en el ámbito local en El Salvador
(Cummings, 2002) representan apenas algunos ejemplos de diversos esfuerzos en
la dirección de revalorar la dimensión territorial como espacio para ensayar el
acercamiento entre la sociedad organizada y las estructuras de gobiernos
descentralizados en esta región latinoamericana.
Perú reinició su
camino a la descentralización en el año 2002 con la elección de los presidentes
regionales y la promulgación de la Ley de Bases de la Descentralización,
seguidas de la Ley que norma los gobiernos regionales y, en el 2003, la
aprobación de la Ley de Municipalidades. Se trató efectivamente de un
relanzamiento político entusiasta que permitió –negociación y presión de la
sociedad civil de por medio– aprobar las figuras de los consejos de
participación regional y de los consejos de participación municipal (Mascareño 2005a). En ambos casos, la sociedad civil
territorial posee presencia activa en la deliberación e incidencia sobre las
políticas y decisiones de cada nivel de gobierno. Para observar su
cumplimiento, el Grupo Propuesta Ciudadana (2003, 2004), consorcio que reúne
once ongs
peruanas de gran peso en la vida nacional y regional, mantiene un programa de
vigilancia y control ciudadano sobre la gestión regional. El propósito de este
ambicioso programa es que la participación ciudadana en el ámbito territorial
se convierta “en un mecanismo imprescindible para construir condiciones de
gobernabilidad regional y local” (Azpur, 2003: 3).
En cada país, en
cada provincia o en cada municipio latinoamericano es posible encontrar hoy día
alguna expresión de oferta estatal para la incorporación de grupos civiles
organizados en la gestión descentralizada. Independientemente de las
limitaciones y resabios que se hacen presentes cuando se formula la propuesta
de participación desde los aparatos de gobiernos, es necesario aceptar que algo
está pasando, algún tipo de apertura ha ocurrido en las últimas décadas. Como
todos sabemos, no se trata de una oferta gratuita ni voluntaria. Existe otra
cara de la moneda que hace posible, de manera unívoca, que tales espacios tomen
su lugar en la trama institucional y puedan avanzar más allá de las estrechas
paredes del Estado.
3.1.2. Los espacios
de participación desde la sociedad civil
territorial:
la otra cara de la moneda
La Organización
Panamericana de la Salud (ops) –en el documento promocional de sus
100 años– establece con claridad que los espacios de participación para
enfrentar los problemas de salud locales y definir las respectivas políticas
públicas, no pertenecen sólo al gobierno local sino, sobre todo, a las
comunidades y sus respectivos intereses. De allí que el documento elaborado
para tales efectos lo hayan denominado “Municipios y comunidades saludables” (ops, 2002) y
no como años antes, cuando se hacía referencia sólo al municipio. Es un cambio
lento pero visible. Por ello, se reconoce la existencia de una tendencia global
hacia la descentralización de las políticas sociales, con un papel
preponderante en el liderazgo de las autoridades locales pero con la
corresponsabilidad de todos los ciudadanos y sus familias (Alleyne
citado en ops,
2002: iv).
¿Dónde comienza y dónde termina el espacio del Estado descentralizado y la
sociedad territorial en las políticas sociales? No hay una respuesta
satisfactoria, como no sea la de la construcción de espacios de
corresponsabilidad. Pero, de nuevo, surge otra interrogante, ¿cuándo comienza a
perderse la autonomía de las organizaciones civiles en virtud de la mayor
fortaleza del Estado a la hora de la negociación? Tampoco existe un límite
claro que no se defienda con la idea de que la sociedad civil debe continuar
avanzando en su nivel ciudadano para advertir y sortear los peligros que ello
encierra.
Como explican
Adriana Rofman y Marisa Fournier
(2004), la expansión de programas de desarrollo local no se explica solamente
como un efecto discursivo o producto de la difusión de las innovaciones. Este
fenómeno refleja una redefinición en las formas y contenidos de la intervención
social que hace que, finalmente, las organizaciones civiles –sean sociales o
empresariales– se apropien de la dinámica del desarrollo local. Allí comienza a
percibirse un cambio sustantivo en la direccionalidad de la oferta que ya no
sólo pertenece al Estado o a los gobiernos, sino que comienza a fluir desde los
espacios ciudadanos. Las experiencias de promoción del desarrollo local que se
registran actualmente en la zona conurbana noroeste de Buenos Aires, muestran
cómo las iniciativas de articulación entre los actores estatales y civiles no
provienen sólo del aparato gubernamental ni tampoco, de manera exclusiva, del
terreno de lo civil. El trabajo conjunto del municipio Moreno, la Universidad
Nacional Gral. Sarmiento y la experiencia comunitaria de los Aguante de la
Cultura, hace pensar en una perspectiva diferente del problema. En ese sentido,
una conclusión importante es que, para los efectos de la rearticulación
Estado-sociedad vista territorialmente, “no es posible señalar previamente cómo
debería conformarse la instancia de articulación local que lidere el proceso. La
constitución de este espacio, y la identificación de los actores que lo
conforman forma parte del mismo proceso de cambio [negritas en el texto], y estas
experiencias resaltan que cabe aportar a este proceso desde distintos ámbitos
institucionales: académico, de gobierno y organizaciones sociales” (Rofman y Fournier, 2004: 217).
Meses antes de
que se promulgara la Ley de Bases de la Descentralización de Perú, la Red Perú
llevó a efecto su v Encuentro
Nacional, en abril de 2002. Con la presencia de 160 representantes de
experiencias de concertación provenientes de 14 regiones peruanas, el encuentro
se desarrolló bajo el lema “Construyendo la gobernabilidad democrática desde
los espacios regionales y locales” (Red Perú, 2002). La sociedad civil reunida
en este foro se propuso objetivos muy concretos: la institucionalización de la
Red y de los espacios de concertación regional y local, la incorporación de los
planes concertados de desarrollo y los presupuestos participativos, así como la
promoción de mecanismos de vigilancia ciudadana. En buena medida, aquellas
propuestas se recogieron posteriormente en la Ley de descentralización, la de
los Gobiernos Regionales y la Ley de Municipalidades. Este tipo de propuestas
provenientes de los espacios civiles parten de diagnósticos que esclarecen la
futura acción para incidir en las políticas públicas del Estado, en especial en
la de descentralización. Para Red Perú era claro que “uno de los problemas más
importantes es la falta de identidad institucional, porque quienes tienen la
capacidad de decisión no siempre participan en los procesos de concertación.
Por un lado, existe desconocimiento acerca del proceso y los objetivos de la
descentralización y, por el otro, no ha sido bien definido el rol que deben
cumplir los espacios de concertación en este proceso” (Red Perú, 2002:
89).
Como señala
Adriana Clemente (2000), la década de los noventa fue escenario de permanentes
conflictos en la relación Estado-sociedad, envueltos en una búsqueda de nuevos
consensos y medios para lograr una mayor gobernabilidad con las organizaciones
de la sociedad civil. Esta difícil dinámica permitió una suerte de reconversión
de la gestión local que concitó múltiples articulaciones y procesos de mutua
influencia. En este marco, el Programa ficong,[5]
ejecutado entre 1991-1998, fue escenario de un conjunto denso de experiencias
de incidencia desde la sociedad civil territorial en las respectivas políticas
públicas. En la publicación hecha especialmente para difundir los resultados[6] es
posible encontrar experiencias como las que se reseñan a continuación. La
concertación entre la cooperativa de intermediación financiera (Cofac), el Centro Latinoamericano de Economía Humana (claeh), el Centro Cooperativo Uruguayo (ccu) y el
departamento de extensión de la Universidad de la República permitió el
desarrollo de una experiencia que durante dos años se ejecutó en el
departamento de Colonia, Uruguay. Si bien es complejo el proceso para concretar
las iniciativas de desarrollo, sobre todo por los largos tiempos de aprendizaje
y la demanda de recursos de sostenimiento que ellas suponen, la aparición de
algunos resultados en ámbitos familiares para los actores locales hace que
surja una nueva forma de hacer las cosas, aceptando que los procesos de
desarrollo local son exigentes tanto en recursos como en conocimiento (Marsiglia, 2000: 55-61). Como se sabe, la experiencia de
Villa El Salvador, en Lima, representa un paradigma de iniciativa ciudadana local
en busca de una mejor articulación con el gobierno local. Surgida en 1971, La
Villa es hoy una ciudad popular dentro de una gran metrópoli, con más de
trescientos mil habitantes y un tejido social complejo y organizado. La
experiencia de este mundo urbano limeño ha implicado que el plan de desarrollo
se convierta en el plan de todos y no en algo que ejecuta la municipalidad
(Llona y Zolezzi, 2000: 18-22).
Este tipo de
oferta desde la sociedad civil para el desarrollo local abunda en América
Latina, sobre todo dirigidas desde ongs que han incursionado en el ámbito de acción
social. Y así se entiende en tanto que potenciar la vida local con mayor
participación y representación supone “un estilo de gobernar diferente y […] un
desarrollo de la tarea educadora de la ciudadanía local y de su cultura cívica”
(Friedmann y Llorens, 2000: 4). No cabe duda de que,
entendiendo la descentralización como una institucionalidad que potencia la
concertación de los actores, su viabilidad se dará por el grado de confianza mutua
entre los órganos representativos del Estado y los representantes civiles. Es
una doble búsqueda tanto por el lado político como por el económico y social (Göske, 1999). En lo social, la búsqueda se orienta hacia la
autonomía de la actuación de las organizaciones civiles como parte activa de la
gestión de lo público. En lo económico, no cabe duda de que la relación entre
empresarios y autoridades locales exige una redefinición que apunte hacia la
cooperación público-privada (Hengstenberg, 1999). Más
que un conflicto entre polos irreconciliables, el desarrollo territorial
descentralizado como marco para una rearticulación Estado-sociedad supone la
creación de espacios concertados entre actores sociales públicos y privados,
así como a una nueva institucionalidad que responda a la modernización de los
ámbitos productivos locales (Alburquerque, 1999).
Son indudables
los avances en la construcción de espacios públicos de rearticulación del
Estado descentralizado y la sociedad civil en los territorios subnacionales. Sin embargo, persiste un alto de grado de
reserva respecto de los resultados obtenidos tanto en la satisfacción ciudadana
como en los esperados aportes al desarrollo y consolidación de las democracias
latinoamericanas. En este sentido, en consecuencia, es necesario plantearse la
siguiente interrogante: ¿cuáles son las limitaciones que dificultan el logro de
un cambio sustantivo en la calidad de esa articulación Estado-sociedad en
América Latina, tanto por la vía de la democratización como de la descentralización?
Intentaremos algunas aproximaciones en el siguiente apartado.
3.2 Limitaciones en
la relación Estado descentralizado-sociedad territorial
En las últimas
tres décadas, en América Latina ha surgido una profusión de ideas sobre la
rearticulación del Estado con la sociedad en busca de horizontes de democracia
y ciudadanía. En ellas, la descentralización del poder ha sido la invitada de
honor al lado de la democratización del continente. En este mismo lapso,
Latinoamérica ha visto aparecer y desarrollar un número impresionante de
organizaciones civiles que, con sus virtudes y perversiones, se han instalado
en la agenda de los asuntos públicos. Ambas realidades son loables, sin
embargo, persisten aspectos propios del secular estadocentrismo
latinoamericano, asociado con un patrón cultural patrimonialista que devino en
relaciones clientelares entre quienes detentan el poder del Estado y la
sociedad que pugna por hacerse de un espacio de autonomía. Esta huella perenne
introduce severas limitaciones a los intentos de creación de nuevos espacios
públicos democráticos. Algunas de sus limitaciones se analizan a continuación.
3.2.1 ¿Incide la relación Estado
descentralizado-sociedad territorial en el mejoramiento de las democracias
latinoamericanas?
Esta pregunta se
puede reformular de la siguiente manera: ¿existirá una influencia de la
descentralización sobre los grados de democracia y, particularmente, sobre la
posibilidad de auspiciar relaciones Estado-sociedad más democráticas? Dentro
del espacio democrático, asumiendo que existen varios grados de calidad
democrática en América Latina, la respuesta no resulta automática. Algunos
estudios recientes (Giannoni, 2004) recomiendan
precaución por las siguientes razones: a) no existe una fuente definitiva que
ofrezca un marco conceptual que permita afirmar acerca de la relación directa
entre descentralización y democracia, pues la primera se asumió como producto
de una mala práctica del centralismo pero no necesariamente reduce la tiranía
de los líderes y tampoco aumenta el control de los ciudadanos sobre las élites
gobernantes; b) los resultados empíricos de esta
relación en 18 países latinoamericanos (donde la hipótesis era: a mayor
descentralización, mayor fortaleza democrática) muestra que en la mayoría de
los países, la relación ha sido inversa. Por ejemplo, Argentina –a pesar de su
grado de federación– no ha conducido a un buen sistema de representación ni al
logro de un mejor balance del poder. En Costa Rica, por el contrario, aun con
su alto grado de centralismo, la democracia permanece como una de las de mayor
eficacia en el continente. En contraparte, Ryan (en Gianonni, 2004) advierte que un mayor grado de
descentralización en Costa Rica podría tener un efecto desestabilizador sobre
la democracia y c) la descentralización es una buena
política pero no hay que esperar que ella, por sí sola, resuelva los problemas
de desbalance de poder, las resistencias de las culturas políticas
patrimonial-clientelares de los líderes locales ni la real efectividad de los
gobiernos por la vía de la participación ciudadana, toda vez que ésta en sí
misma no crea un gobierno efectivo.
Un factor que
determina la mayor o menor incidencia en los procesos democráticos es la
supeditación de los territorios al poder de los líderes centrales cuando
ocurren procesos de re-centralización del poder una vez que un país alcanzó
niveles de descentralización. Este aspecto ha estado presente en los últimos
tiempos. En los casos de Brasil y Argentina, Kent Eaton
y J. Tyler (2004) advierten que la recentralización comenzó a posicionarse como
parte de la agenda política, sobre todo por el pronunciado protagonismo
presidencial que intenta revertir las reformas que propiciaron la autonomía de
los gobiernos subnacionales y que determina la pugna por
el control de los recursos fiscales. En Venezuela, el gobierno de Hugo Chávez
ha dado muestras evidentes de una vocación recentralizadora
tanto por el control de las transferencias como por el ataque constante a las
autonomías de las entidades federales y, además, del municipio como nivel de
gobierno (Mascareño 2005b). El caso colombiano llama
la atención –sobre todo porque muestra que sí es posible revertir la
descentralización– dentro de situaciones contingentes que conduzcan hacia ese
destino. Efectivamente, ya que Colombia es el país que ha alcanzado uno de los
mayores grados de descentralización de América Latina, hoy se hacen presentes
medidas que atentan contra esos logros. Las políticas gubernamentales en ese
sentido son producto de la presión del déficit fiscal, de la pobreza creciente
que demanda soluciones, del conflicto armado que requiere medidas
centralizadoras y la presión de los organismos multilaterales (Velásquez,
2004). Si la dominación del poder se inclina hacia una mayor centralización, en
esa medida la relación entre la sociedad civil territorial y las estructuras de
gobierno descentralizadas sufrirán una inexorable mediatización y
debilitamiento, ya que las organizaciones dirigirán su interés hacia la oferta
que provenga de las agencias centrales.
En definitiva,
la contingencia a la que se encuentran sometidas las relaciones en estudio
determina, en buena medida, sus posibilidades de contribución a los procesos
democráticos. En la medida en que los territorios adquieren niveles de autonomía
que facilitan la consolidación de espacios públicos, el aprendizaje de la
sociedad civil territorial incrementa la probabilidad de mejoramiento
democrático. En caso contrario, los liderazgos centrales mantienen su perfil
tradicional de élites autoritarias en permanente ejercicio de control sobre la
sociedad civil.
3.2.2 Los límites
que impone la cultura patrimonial y clientelar
Existe una vieja
pero muy actual tensión entre las formas de dominación tradicional y la
racionalización moderna del poder. Max Weber (1992) estableció con claridad que
la dominación patrimonial es aquélla orientada sobre todo por la tradición y
ejercida en virtud de un derecho que se asume como propio. Dentro de esta
tradición, la administración se la apropia quien ejerce la dominación, operando
sobre la naturaleza de la economía y, en particular, de la economía fiscal,
impidiendo la preeminencia de reglas legales racionales. Precisamente por eso,
el patrimonialismo se opone al establecimiento de relaciones impersonales donde
reinaría la dominación racional, que descansa en la legalidad de ordenaciones
estatuidas.
No existen
sociedades donde imperen modelos puros de patrimonialismo o de dominación
racional. Sin embargo, en la modernidad la lucha por la secularización del
poder ha sido la marcha de las sociedades modernas hacia formas menos
patrimoniales y más impersonales en su ejercicio.
Por su parte, la
permanencia de la relación clientelar representa un viejo problema en
sociedades con aspiraciones igualitarias: se trata de la persistencia bajo
distintas formas del homo hierarchicus.
En una perspectiva
que va más allá del inmediatismo sociologista, afirma
José González (1997), el clientelismo social constituye un universal
antropológico, lo que no debe confundirse con la naturalidad del clientelismo. Si así fuera, la
historia social de la humanidad no hubiera podido trascender los límites de lo
estático constituido y, a partir de la tensión moral del hombre por construir
mundos ideales, no hubieran sido posibles la modernidad y la democracia
contemporánea. En la vigencia del clientelismo político, González observa la
confluencia de varios vectores: su vínculo con el intercambio de bienes; su
relación con el parentesco y el territorio; un ethos nucleado alrededor del honor y el intercambio
simbólico como basamento ideológico; su constitución en la vida política
municipal y su vínculo con el Estado nacional a través de los partidos y la
burocracia. Como en todos los clientelismos, en consecuencia, prima el
horizonte pragmático sobre el normativo (Ibidem).
Para el caso
latinoamericano, el estudio de la cultura política cobra indudable valor ya que
la misma se caracteriza precisamente como clientelar, patrimonial y, en
consecuencia, poco proclive al civilismo y sus valores. Y es necesario insistir
en el tema cuando se habla de descentralización porque, como se dijo, una de
las esperanzas puestas sobre ella era la posibilidad de constituirse en medio
para un mayor accountability
y, con ello, lograr
una gestión más transparente de cara al ciudadano.
Ese ideal social
se encuentra en entredicho a la luz de las realidades políticas
latinoamericanas en las cuales, ante la fragmentación de las organizaciones
populares y sociales (la mayoría de ellas de corte localista o de ámbito
territorial), el poder real lo asumen las élites que se convierten en actores
dirigentes de la sociedad civil (Quero, 2004). Éstas,
por su mayor capacidad de negociación, terminan siendo depositarias del
discurso democrático que se pretende desde el espacio civil, para repetir –de
manera consuetudinaria– la dependencia clientelar que culmina por excluir a las
organizaciones civiles de la esfera de la influencia en las decisiones
públicas. En este sentido, el neopluralismo
latinoamericano –como afirma Oxhorn (2003)– tiende
más bien a fragmentar y atomizar a la sociedad civil, sobre todo porque los
líderes públicos, una vez electos, poco o nada se someten a la inspección sobre
su poder. Ante esta perspectiva, las identidades grupales y los intereses
colectivos pierden su valor intrínseco y adoptan decisiones individuales y de
interés propio. Así, “la descentralización de los servicios de bienestar social
[…] pueden fragmentar aún más a potenciales movimientos sociales populares,
restringiendo la actividad organizativa del sector popular a comunidades
bastante limitadas” (Ibidem:
153).
Esta dinámica
encierra riesgos mayores. Como afirma Norbert Lechner (1992), una de las principales demandas hacia la
política moderna y que la democracia no puede ignorar, es la pertenencia
a una comunidad,
búsqueda que se torna más angustiante a medida que la fragmentación de espacios
y tiempos diluye las identidades colectivas. Allí, cuando el sentimiento de
desamparo domina la escena, las mayorías terminan prefiriendo el refugio en
certezas absolutas e identidades cerradas. Ante una realidad imponente, surge
un dilema: o el Estado se reforma de manera tal que restaure una nueva noción
de comunidad o, en su defecto, las sociedades latinoamericanas terminarán bajo
el cobijo de movimientos populistas o fundamentalistas. Esta misma advertencia
la formuló recientemente Pierre Rosanvallon (2006)
cuando, al hablar de los peligros y limitaciones de las actuales democracias,
insiste en la necesidad de construir la Comunidad Política como uno de los posibles
antídotos contra los rezagos y resurgimientos patrimoniales en el uso del poder
del Estado. Por ello, insiste, la Política no puede quedar reducida a una
gestión de los problemas cotidianos (que es la tendencia con los procesos de
descentralización) porque, en definitiva, la Política no puede ser una gestión
de copropietarios en la cual la Democracia participativa queda reducida a la
administración de esos problemas diarios y nos olvidamos de la recreación de la
Comunidad de intereses.
En este momento
del análisis es conveniente introducir la siguiente pregunta de Douglas Chalmers (2001): ¿Qué tipo de instituciones que conectan a
la sociedad civil con el Estado fomentan los valores democráticos? Además de
las instituciones constitucionales liberales, tradicionalmente –como ya se
apuntó– han sido el clientelismo, el corporativismo y el partidismo las formas
de intermediación dominantes en la relación Estado-sociedad civil. Cuando éstas
se han debilitado (que es el caso de América Latina), el patrón de instituciones
de intermediación se torna más abierto, buscando un cierto grado de autonomía y
fluidez. Por ello, existió la época, dice Chalmers,
en la que las organizaciones de base y no gubernamentales se consideraron la
solución a los problemas que generaba el Estado centralizado, por lo cual el
concepto de capital social se convirtió en medida de éxito y en consigna de
moda. Pero, ¿hasta dónde los regímenes abiertos son más democráticos? Este
régimen, bajo determinadas circunstancias, puede ser elitista, no igualitario.
En América Latina, por su parte, se instaló un fuerte sentimiento de que la
sociedad civil pudo haber desempeñado un importante rol en la democratización
pero, a su vez, esta sociedad civil no tiene espacio en un Estado ordenado
porque sus características de ciudadanía y trabajo voluntario no forman parte
de la cultura latina. Como lo señala Pranab Bardhan (2002) al estudiar el federalismo fiscal, las
culturas predominantes en los países con menor nivel de desarrollo exigen una
revisión de los incentivos que encierran las reformas que pretenden
implantarse, la mayoría de ellas pensadas desde y para culturas de países
desarrollados.
Así, referimos
nuevamente otra pregunta de Lechner (2000), ¿Cómo
debería ser una política no dirigista que enfrente la
orientación clientelar y populista desde el poder central y los caciques
locales en América Latina? No hay respuestas directas. En consecuencia, ya que
la descentralización es una vía de acción colectiva, ¿tendrá la capacidad para
realizar aportes a la transformación del capital social en acción ciudadana?
3.2.3 Los límites de la participación
A pesar de que
poseen una realidad de Estados unitarios fuertemente centralizados, los países
centroamericanos han avanzado desde los años ochenta –dentro de sus
determinantes histórico-políticas y las limitaciones propias de una zona de
alta conflictividad y desestabilización institucional– hacia formas
descentralizadas del poder con base en el ámbito municipal de gobierno. Este
camino ha sido, sin duda, convergente con la democratización de esta subregión
latinoamericana, al cual la ciudadanía le ha apostado mayoritariamente. En esa
apuesta, los ciudadanos le otorgan una alta valoración a la participación
ciudadana. Sin embargo, a pesar de la proliferación de mecanismos que crean
espacios para la participación, se registra un notable contraste con los bajos
niveles de participación real (Saldomando y Cardona,
2005).
Colombia es uno
de los países latinoamericanos con mayor profusión de medios e instancias para la
participación ciudadana, sobre todo luego de la Constituyente de 1991. En
virtud de ello, los ciudadanos colombianos han reclamado de manera creciente su
presencia en el manejo de las políticas públicas. Sin embargo, advierte Darío
Restrepo (2003), es notable la carencia de una sistematización analítica acerca
del verdadero alcance de aquella participación y, por el contrario, se han
entronizado discursos ideológicos sobre la democracia participativa, el
establecimiento de normas, programas y medios en la esfera estatal y proliferan
manuales de adiestramiento para el logro de una buena participación.
Efectivamente,
la participación como acto que busca redimir a la sociedad de las deficiencias
de la representación política, cuyas vituperadas instituciones son casi
condenadas al papel de jarrones chinos cuando no al rincón de los recuerdos en
las democracias latinoamericanas, ha tomado su lugar en la conciencia colectiva
de nuestras sociedades.
La popularidad
de la democracia participativa –evidente, incesante y creciente– termina
vinculada al malestar ciudadano con la democracia representativa. Así, cada
crítica a la representación se espera resolver con la democracia participativa.
Se trata, como lo define Restrepo (2001), de enfrentar un prontuario antirrepresentación sin percatarse de que la opción de
participación también posee un límite para resolver las desigualdades sociales
y, lo más grave, en nombre de ella (la participación) se fortalecen procesos de
fragmentación que atentan contra la posibilidad de crear referentes comunes y
colectivos. Se trataría, en la versión de Lechner
(2000), de disminuir las posibilidades para recrear una comunidad política que
enfrente la siempre ventajosa presencia (por su mayor probabilidad de conexión
subjetiva con las preteridas expectativas de la población latinoamericana) de
los movimientos populistas y fundamentalistas.
Si bien la
descentralización se ha legitimado en el discurso de la participación, es en
esta materia donde claramente se observan debilidades en tres sentidos: la
vigencia del centralismo y la cultura de relaciones verticales, la
fragmentación del tejido social luego de los autoritarismos y las fallas de la
reforma misma que, en la práctica, deja de lado la participación. De allí que,
en la inmensa mayoría de las ciudades latinoamericanas, los procesos de
participación son de poco impacto y, la más de las veces, de carácter
consultivo (Gallicchio y Camejo,
2005).
Luego de tres
décadas de discurso de participación, buena parte del cual se ha asociado a la
descentralización del poder en América Latina, las certezas que éste ofrecía se
han diluido y las limitaciones y perversiones de las prácticas de participación
salen a flote. Es necesario, entonces, repensar la noción de lo público y
recuperarlo como un asunto de la sociedad y no sólo como un espacio de
realización del Estado, sugiere Nuria Cunill (1997).
En esa perspectiva, la participación ciudadana en tanto que reclamo de libertad
e igualdad de los sujetos sociales para lograr su presencia en la acción pública,
supone construir una ciudadanía que, en tanto entidad política, “no se resuelve
automáticamente en el establecimiento de oportunidades para la participación en
deliberaciones democráticas y en la toma de decisiones público-estatales, ni
queda restringido a su ámbito. Supone, sí, un contexto institucional que
realice el principio de autonomía, permitiendo a la vez el ejercicio de la
ciudadanía en relación con la subjetividad” (Cunill,
1997: 144). En ese sentido, ya que la autonomía es un principio fundamental
para la ciudadanía, “la concreción de las condiciones para la aplicación de
este principio equivale a la concreción de las condiciones para la
participación de los ciudadanos en las decisiones sobre cuestiones que son
importantes para ellos” (Held citado en ibidem: 145).
A sabiendas,
como advierte Cunill, de que la publificación de la administración pública trasciende lo mero
organizacional y se inserta en el vigor de lo institucional y, sobre todo, de
lo político, con lo cual se trataría de publificar al Estado en la búsqueda de un modelo
de gobernabilidad democrática, ¿cómo se comportan en la práctica los procesos
de participación ciudadana en América Latina? Busquemos una aproximación a
algunas respuestas por la vía del análisis de dos casos emblemáticos: el
presupuesto participativo brasileño y la Participación Popular de Bolivia.
Como lo analizan
Elvia Cavalcanti y Reynaldo Maia
(2000), la innovadora propuesta de presupuesto participativo amparada en la
Constitución brasileña de 1988, se ha difundido como una alternativa a los
modelos tradicionales de gestión de ciudades, con la cual se espera establecer
nuevos patrones de articulación entre los intereses organizados y el Estado y,
con ello, alcanzar nuevas condiciones de gobernabilidad y governance local. Si bien se acepta que esta
técnica de gestión posee indudables aspectos positivos y que supone un salto
respecto de las modalidades convencionales de relaciones con la sociedad local,
existen limitaciones y perversiones que es necesario señalar. En primer
término, quienes han impulsado su uso, en este caso el Partido de los
Trabajadores de Brasil y sus liderazgos municipales, han terminado revistiendo
a esta técnica de consulta con virtudes trascendentes como sería la
profundización de la democracia; con ello, se aspira a reforzar la vía de la
democracia participativa que superaría a la democracia representativa. De esta
manera, quienes lo propugnan logran dos resultados perversos: el proceso de
consulta se convierte en un medio de legitimación del liderazgo que lo dirige
y, a la vez, al presentarse como la expresión más legítima de la voluntad
general en manos del ejecutivo, se promueve el desgaste del parlamento local[7]
como el locus de
la democracia liberal en el que se forja, legítimamente, la voluntad popular (Cavalcanti y Maia, 2000). En
definitiva, se crea un clima de confrontación entre el Consejo del Presupuesto
Participativo y la Cámara de ediles, con la consecuente superposición de las
atribuciones de ambos espacios de decisión (Araujo, 2001). En segundo lugar, ya
que la movilización poblacional se estimula con fines de democracia directa y
no de control y presión sobre la representación constituida, se oxigena la
dictadura de las minorías activas, una de las imperfecciones de la democracia
liberal (Dahl citado en ibidem:
150). En tercer
lugar, el mecanismo de participación corre el riesgo de incentivar el uso de
las tácticas de cooptación de los liderazgos comunitarios, siendo un campo
fértil para el amiguismo al imponerse la lógica del intercambio de favores para
el mantenimiento del poder del voto. En ese sentido, las instancias del
presupuesto participativo, al constituirse en los espacios que legitiman las
reivindicaciones sociales en materia de equipamientos y programas sociales, terminan
asfixiando la dimensión contestataria de los movimientos sociales y compromete
el principio de autonomía de las organizaciones civiles (Araujo, 2001).
Finalmente, advierten Cavalcanti y Maia, es necesario reconocer la verdadera dimensión de este
mecanismo de participación: se trata de un reparto de recursos limitados que,
aunque necesarios, se alejan demasiado de las necesidades reales de recursos
para que tengan efecto en las exigencias populares. Eufemísticamente, concluyen
los autores, se termina “dividiendo correctamente lo que sobra” (2000: 150),
con lo cual es, por lo menos, ingenuo esperar que el presupuesto participativo
posea un carácter pedagógico para el perfeccionamiento de la democracia. En
todo caso, terminaría cumpliendo el rol de deseducar a la población en la
medida en que ésta entraría en una atmósfera de confusión respecto de cuáles
son los procedimientos decisorios legítimos, por lo menos en lo que a un
sistema democrático liberal se refiere.
Para tener una
dimensión sobre el significado de la Ley de Participación boliviana es
necesario observar la siguiente afirmación: “la participación popular es lo
mejor que hemos hecho los bolivianos en los casi últimos cincuenta años de
historia republicana” (Rojas Ortuste: 2003: 7). Muy
alta fue y ha sido la expectativa puesta sobre esta reforma. Sin embargo, al
transcurrir del tiempo, surgen sus limitaciones. Con datos en mano, el autor
informa acerca de la persistencia de los rasgos patrimoniales y caudillistas en
el manejo municipal, con incrementos de corrupción sin sanción legal, toda vez
que la sociedad apenas había puesto en práctica –luego de nueve años de gestión
popular– el voto de censura en apenas 19% de los municipios. Para Miguel Urioste (2003), la descentralización municipalista
con participación ciudadana directa fue una medida radical en el contexto
político boliviano, inspirada en la experiencia de la diversidad de actores
sociales y políticos. Como ya se señaló, el principal sujeto de dicha reforma
radical fueron las comunidades indígenas, campesinas y juntas vecinales,
reconocidas jurídicamente con el término de Organizaciones Territoriales de
Base (otb).
A pesar de sus potenciales y evidentes bondades, el proceso ha sido objeto de
numerosas críticas las cuales se resumen a continuación. En primer lugar, las
instituciones previstas para la participación no están funcionando según las
expectativas ideales, sobre todo por la mediatización de la cual han sido
objeto producto del monopolio político partidista. Esta situación ha llevado a
la cooptación de los Comités de Vigilancia, convertidos en espacios de reparto
partidario. Una segunda limitación se encuentra en las estructuras de gobierno
local. La mayoría de ellas son débiles tanto en su vertiente fiscal y de
servicios como en las capacidades para conducir un proceso complejo de
participación. En tercer lugar, persisten problemas en cuanto a la redefinición
de lo público dentro del proceso de participación. Luego de una primera etapa,
la Ley generó un efecto centrífugo cuando logró movilizar a centenas de
organizaciones populares en el camino hacia la apropiación del proceso. Sin
embargo, pasada la efervescencia inicial, se observa una etapa centrípeta donde
el poder central se convierte en protagonista, aunado a una tendencia a la
fragmentación institucional de la sociedad civil. En un escenario pesimista,
señala Urioste, a pesar de la existencia de una incontestable
realidad municipal en Bolivia, pudiera producirse un proceso de modernización
incorporativa, con lo cual se destruirían herencias indígenas y
culturales, a pesar de la retórica de la participación popular.
Es evidente
cómo, en ambos casos, la práctica real de la participación termina envuelta en
y supeditada a los usos y costumbres que son dominantes en la relación Estado-sociedad
(o gobierno-pueblo) en el acontecer histórico latinoamericano: la relación
populista. Este modelo relacional construido en función de una política
explícita de participación popular desde las décadas de los treinta y cuarenta,
produjo una categoría de pueblo que se constituye dentro de una
participación de carácter heterónomo que “se valida únicamente a través de la
presencia de líderes políticos situados por encima del mundo popular. El pueblo
no está constituido, pues, de un modo democrático como apropiación de un
derecho de ciudadanía anterior al Estado […] el pueblo existe sólo como masas
confinadas en un estado de naturaleza (miseria) y desprovistas de lenguaje (como no
sea la violencia), cuyo principio de organización debe provenir desde fuera”
(Valenzuela, 1991: 12-13). En esta perspectiva, el concepto o noción de
sociedad civil como esfera autónoma del Estado resulta absolutamente extraña y
contrapuesta a este modelo de relación entre el Estado y la sociedad. Así, ante
la permanente presencia de culturas populistas dominantes en la sociedad
política latinoamericana, ¿es posible hablar de creación de ciudadanía en
función de los procesos de participación? He aquí, en consecuencia, una de las
limitantes centrales de la participación puesta en marcha, con base en la
oferta desde el Estado descentralizado, desde hace tres décadas. ¿Será posible
su superación?
Comentarios finales
Alexis de Tocqueville (1993) decía que lo que más le chocaba a los
europeos cuando recorrían los Estados Unidos era la ausencia de gobierno o
administración. En la tradición estadounidense, el derecho de aplicar la ley se
encontraba repartido entre tantas manos que el poder existía, más no se sabía
dónde se encontraba. Además, se quería que la autoridad de la sociedad fuera
grande y el funcionario público pequeño, a fin de que la sociedad siguiera
libre. Por ello, eran los municipios quienes –con los jueces de paz– regulaban
los detalles de lo local mientras que, por el contrario, “el gobierno central
no está representado por ningún hombre encargado de confeccionar reglamentos
generales de policía u ordenanzas para la ejecución de leyes, estar en
comunicación habitual con los administradores del condado y del municipio,
inspeccionar su conducta, dirigir sus actos o castigar sus faltas” (Ibidem: 70).
Eran los usos y costumbres fundacionales de la relación entre el Estado y la
sociedad local que tanto admiraron a Tocqueville.
Como sabemos, en
la tradición hispanocatólica la omnipresencia del
Estado central monárquico en todos los actos de la vida de los territorios
latinoamericanos fueron la norma, fueron los usos y costumbres, a pesar de la
existencia de la institución municipal que funcionara con gran autonomía, ante
la lejanía de las autoridades de mayor jerarquía.
Siglos después,
en América Latina nos encontramos discutiendo cómo hacemos para que la sociedad
adquiera una autonomía tal que pueda contrarrestar la omnipresencia del Estado.
La impronta del tipo de Estado y, desde él, de construcción de la sociedad,
mantiene su huella perenne en el comportamiento de la sociedad respecto del
Estado y viceversa.
Entre una y otra
tradición existen marcadas diferencias que conducen a prescripciones actuales
también diferentes. Al respecto, Jean Cohen y Andrew Arato (2000) –al reflexionar
sobre la realidad estadounidense– plantean la necesidad de recuperar la idea de
sociedad civil de la tradición de la teoría política clásica, mediante un
programa que persiga la representación de los valores e intereses de la
autonomía social entre el Estado y la economía, siendo este camino la mejor
manera de autoorganización y autoconstitución.
En cuanto a la realidad latinoamericana, los autores ubican el resurgimiento de
la sociedad civil en el marco de los regímenes autoritario-burocráticos, término clave para la autocomprensión de los actores democráticos y su transición
a la democracia. Este nuevo estadio pareciera representar una superación de la
tradición que en América Latina condujo a una sociedad sin profundas raíces
organizativas, aunque movilizada por los populismos, condición que abonó el
camino de su supresión por parte de los regímenes autoritarios.
Entre una y otra
realidad, ¿algo ha cambiado? Ubiquémonos, por un instante, en un discurso omniabarcante: el de la modernidad. De acuerdo con Renato
Ortiz (2000), se puede decir que en América Latina se levanta una tradición
de la modernidad. A
esta conclusión llega el autor al comparar las visiones y vivencias
latinoamericanas de los años treinta, cuarenta y cincuenta cuando la modernidad
era todavía un proyecto por construir respecto de la realidad de los setenta y
ochenta en las que mucho de lo que se reclamaba se realizó. “La modernidad se
vuelve así algo presente, en un imperativo de nuestros días, y ya no más una
promesa deslocalizada en el tiempo. Modernidad
problemática, controvertida, pero sin duda parte integrante del día a día” (Ibidem: 166).
Aquel salto vino acompañado de un intenso proceso de racionalización impuesto
consistentemente en una conjunción activa de las instituciones que se
encargaran de ello: el Estado, las empresas, las universidades, los sindicatos
(agrego los partidos políticos) quienes hicieron que América Latina se
distanciara de manera sustancial de su pasado rural y arcaico, forjado en
función de relaciones exclusivamente filiales y cercanas. A ello contribuyó, en
definitiva –sostiene Ortiz–, la implantación de las industrias culturales.
Cuando aquello se estaba formando, pasamos, de una vez, a una modernidad-mundo,
cuando la nuestra todavía era una modernidad incompleta.
Es quizás el
relato alrededor de la modernidad el que nos pueda ayudar a ensayar alguna
inacabada respuesta final. Sin lugar a dudas, la democratización de
Latinoamérica formó parte de aquella aspiración de modernidad de la primera
mitad del siglo xx
como también lo fue la aspiración de una sociedad a ejercer su autonomía de la
esfera del poder. Décadas más tarde, el subcontinente entra en una oleada de
democracias como reacción ante los autoritarismos dominantes, y luego de casi
30 años, se puede afirmar que el espectro político dominante es el de las
instituciones democráticas, con lo que de asunción de valores ello implica. Sin
embargo, no existe satisfacción con las democracias actuales; hay, por el
contrario, un profundo desagrado. Así quedó revelado en el reciente informe del
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud, 2004): 54% de los ciudadanos latinoamericanos prefieren
mantener algún nivel de satisfacción material, sobre todo la económica, aunque
sea en regímenes me-nos democráticos. Es decir, no importan tanto las formas y
fondos democráticos, siempre y cuando el autoritario de turno pueda satisfacer
las expectativas más inmediatas. Y no debemos olvidar que, en definitiva, son
los propios ciudadanos quienes legitiman al régimen de turno, sea de la
orientación que fuese en cuanto a la preservación y los derechos de esos mismos
ciudadanos.
Estas
democracias incompletas se han nutrido de cambios en la complejidad de los
patrones de asociatividad y organización de las
sociedades latinoamericanas. De una lógica dominantemente arcaica, de vínculos
familiares y de escasa o ninguna expresión de formas modernas, hemos asistido a
una proliferación de estructuras sociales que tratan de incursionar en todos
los ámbitos de la vida y de la acción pública. No se quiere decir que los
patrones filiales han desaparecido y entramos en el terreno de la absoluta
racionalidad weberiana, en el reino de lo impersonal.
Sin embargo, hay que aceptar que la diferenciación funcional[8] de
las sociedades contemporáneas, proceso presente en América Latina a propósito
de su inserción (incompleta) en la modernidad, ha hecho emerger una
multiplicidad de organizaciones sociales que se desparraman a lo largo de la
trama institucional. De este fenómeno forman parte los esfuerzos por
descentralizar el poder del Estado, en una reacción para responder a ese
desborde que amenazaba (y amenaza constantemente) con convertir en obsoleto al
denostado Estado latinoamericano. Y dentro de ese fenómeno habrá que tratar de
comprender también el establecimiento de múltiples conexiones de la sociedad
con el Estado, aun proviniendo la oferta de conectividad fundamentalmente desde
el Estado, pero que no existiría sin la presión de las organizaciones sociales.
No se trata de
un dilema, tampoco de un juego suma cero. Conviene mirar la relación entre la
sociedad civil y el Estado descentralizado como parte de una realidad
cambiante, que arrastra lastres de premodernidad,
sobre todo de relaciones patrimoniales asimétricas, pero que en ningún momento
es igual a las relaciones exclusivamente filiales cuando apenas se aspiraba a
incorporar los patrones de modernidad, donde destacaba la aspiración a la
democracia.
¿Hasta qué punto
es posible generar una representación perdurable de la sociedad civil
latinoamericana en la arena de los asuntos públicos? Existe un reto teórico y
práctico para repensar la conexión entre la representación política y los
movimientos sociales, de manera que se pueda conservar la apertura de ambas
esferas, sostienen Levine y Romero, toda vez que “los
lazos entre los espacios civiles de empoderamiento y los espacios públicos de
representación política, por un lado, y el poder estatal, por otro, siguen
siendo problemáticos” (2004: 58). La ya vieja
aspiración de los movimientos sociales a una pretendida autonomía fue
exagerada, por lo que no germinó una nueva clase política de las semillas
sembradas por esos movimientos. Las fronteras entre empoderamiento y
clientelismo siguen siendo frágiles y borrosas. El surgimiento de regímenes
autocráticos como los de Fujimori y Chávez hacen retroceder la independencia de
los movimientos sociales y los procesos de descentralización. Por tales
razones, sostienen Daniel Levine y Catalina Romero,
no es fácil ser optimista respecto del futuro de los movimientos urbanos. Pero
ante el poco optimismo o el mucho pesimismo, es conveniente tener presente que
ese espacio de la sociedad civil no resulta ser “un campo ordenado donde cada
actor conoce sus límites e interactúa por medio de instituciones estables [toda
vez que] la transición produce actores híbridos y muchas veces efímeros que
disuelven las fronteras entre el ‘movimiento social’, el grupo de presión y la
organización política, que en algunos casos se enfrentan radicalmente al Estado
y en otros dependen de su protección para sobrevivir” (Gómez Calcaño, 2006: 2).
De allí que las organizaciones civiles han enfrentado el dilema de ocupar
amplias y ambiguas zonas entre lo social y lo político, donde surgieron
organizaciones sociales promovidas por el propio Estado o aparecieron espacios
locales para la deliberación y la decisión.
Como si poca
fuera la complejidad que se adueña de este campo, hay algo más que comprender:
las agendas de los movimientos han cambiado. No sólo se demanda tierra, agua,
vivienda, transporte, educación o seguridad, sino que se imponen reclamos por
el acceso a la representación política. Esta aspiración supone relaciones
viables con los distintos niveles de gobierno. Allí, entonces, la conexión con
las formas de representación descentralizadas –concluimos–, continúa siendo una
arena conveniente e indispensable para articular a la sociedad civil
territorial en condiciones de mayor autonomía. Así, la respuesta final es muy
modesta y sencilla: algo está cambiando. Pero no un cambio radical, como muchos
ilusoriamente esperarían. Se trata de cambios con altas dosis de contingencia,
realidad en la cual los resultados que se obtienen no necesariamente complacen
de manera cabal las expectativas formadas alrededor de los procesos de
descentralización, tal como fueran diseñados y argumentados inicialmente.
Pareciera que nos moveremos, permanente y crecientemente, en una constante
insatisfacción y ello forma parte de la incorporación de los valores de la
modernidad en América Latina.
Bibliografía
Albuquerque,
Francisco (1999), “Gobiernos locales y desarrollo económico en América Latina y
el Caribe”, en La dimensión de lo local: enfoque
territorial, tejido productivo local, concertación de actores y aprendizaje
para la acción,
Fundación Friedrich Ebert, Santiago de Chile, Chile,
pp. 35-51.
Araujo, María
Ceci (2001), “La relación entre ciudadanía activa y administración municipal en
la configuración de una formación político-organizacional: los casos del
Proyecto de Salud Mental de Belo Horizonte y del Presupuesto Participativo de
Porto Alegre”, Reforma y Democracia, 21, clad, Caracas, Venezuela, pp. 189-226.
Arroyo, Daniel
(1997), “Estilos de gestión y políticas sociales municipales en Argentina”, en
Daniel García D. (comp.), Hacia
un nuevo modelo de gestión local: municipio y sociedad civil en Argentina, flacso-Universidad de Buenos
Aires-Universidad Católica de Córdoba, Buenos Aires, Argentina, pp. 315-328.
Azpur, Javier (2003), “Luces y sombras de
una posibilidad democratizadora”, Foro Descentralista, 2, Grupo Propuesta Ciudadana, Lima,
Perú, pp. 4-10.
Barbery, Roberto (1998), “Una revolución en
democracia”, en Nueva Sociedad, El pulso de la democracia.
Participación ciudadana y descentralización en Bolivia, Nueva Sociedad, Caracas, Venezuela,
pp. 59-74.
Bardhan, Pranab (2002), “Decentralization of governance and
development”, The
Journal of Economic Perspectives, 16(4), American Economic
Association, Pittsburgh, Estados Unidos,
pp. 185-205.
Bervejillo, Federico (1991), “Gobierno local en
América Latina. Casos de Argentina, Chile, Brasil y Uruguay”, en Dieter Nohlen (ed.), Descentralización
política y consolidación democrática. Europa-América del Sur, Nueva Sociedad, Caracas, Venezuela,
pp. 279-300.
Betancourt,
Mauricio (2001), Elementos a tener presentes en la
construcción de metodologías participantes en el proceso de la planificación
del desarrollo local para municipios pequeños, medianos y comunas o localidades
de las grandes ciudades colombianas,
Escuela Superior de Administración Pública, Bogotá, Colombia, mimeo.
Cabrero-Mendoza,
Enrique (1996), “Las políticas descentralizadoras en el ámbito internacional.
Retos y experiencias”, Nueva Sociedad, 142, Caracas, Venezuela, pp. 72-95.
Cabrero-Mendoza,
Enrique (2005), Acción pública y desarrollo local, México, Fondo de Cultura Económica.
Calderón, Jorge
(2001), Balance de la descentralización y la reforma
municipal en Centroamérica y República Dominicana, San José, República Dominicana,
oea,
mimeo.
Campero, José
Carlos y George Gray-Molina (2000), “Proyecto de investigación sobre el proceso
de participación popular en Bolivia”, París, Francia, mimeo.
Carrizo, Cecilia
(1997), “Intervención estatal y organizaciones sociales. El Consejo Económico y
Social de la provincia de Córdoba, 1985-1993”, Administración
Pública, 10,
Universidad de Córdoba, Córdoba, Argentina, pp. 122-147.
Cavalcanti, Elvia y Reynaldo Maia
(2000), “Contradicciones en un proceso democrático: la práctica del presupuesto
participativo en las ciudades brasileñas”, Reforma y
Democracia, 18, clad, Caracas,
Venezuela, pp. 131-154.
Cavarozzi, Marcelo (1995), “Más allá de las
transiciones a la democracia en América Latina”, en José Luis Reyna (comp.), América Latina a fines de siglo, Fondo de Cultura Económica, México, pp.
460-485.
Cavo P., Beatriz
(1998), Nuevas formas de gestión escolar: experiencias en el
estado de Chihuaha, México, México, Universidad Autónoma de
Ciudad Juárez-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
Social, mimeo.
Clemente, Adriana
(2000), “La relación Estado y sociedad. Enfoque y procedimientos para el
consenso”, Pobreza Urbana y Desarrollo, año 9, 20, iied, Buenos Aires, Argentina, pp. 3-4.
Cohen, Jean y
Andrew Arato (2000), Sociedad civil y teoría
política, México,
Fondo de Cultura Económica.
Cummings, Andrew
(2002), Contraloría social en el ámbito local en El Salvador.
Lecciones y propuesta metodológica,
San Salvador, funde-cdc-Fedecoopades-Las Dignas-Oxfam
América.
Cunill-Grau, Nuria (1991), Participación
ciudadana. Dilemas y perspectiva para la democratización de los Estados
latinoamericanos, clad,
Caracas, Venezuela.
Cunill-Grau, Nuria (1995). “La
rearticulación de las relaciones Estado-sociedad: en búsqueda de nuevos
sentidos”, Reforma y Democracia, 4, clad, Caracas, Venezuela, pp. 25-58.
Cunill-Grau, Nuria (1997),
Repensando lo público a través de la sociedad. Nuevas formas de gestión pública
y representación social,
Caracas, Venezuela, clad-Nueva Sociedad.
Chalmers, Douglas (2001), “Vínculos de la
sociedad civil con la política. Las instituciones de segundo nivel”,
Nueva Sociedad, 171,
Caracas, Venezuela, pp. 60-87.
Díaz de Landa,
Martha (1991), “Descentralización nacional y provincial en el marco de la
reforma del Estado en Argentina”, en Dieter Nohlen (ed.), Descentralización política y
consolidación democrática. Europa-América del Sur, Nueva Sociedad,
Caracas, Venezuela, pp. 301-322.
Eaton, Kent y J. Tyler Dickovick
(2004), “The politics of Re-centralization in Argentina and Brazil”, Latin American Research Review,
39(1), lasa,
University of Texas Press, pp. 90-112.
Escobar, Arturo,
Sonia Álvarez y Evelina Dagnino (2001), “Lo cultural
y lo político en los movimientos sociales latinoamericanos”, en Arturo Escobar, Sonia Álvarez, Evelina Dagnino,
Política cultural y cultura política,
Taurus, Bogotá, Colombia, pp. 15-50.
Ferrarezi, Elisabete
(2001), “El nuevo marco del tercer sector en Brasil”, Reforma
y Democracia, 20, clad, Caracas, Venezuela, pp. 35-72.
Friedmann, Reinhard y
Margarita Llorens (2000), “Ciudadanización y empowerment. Formas alternativas de participación
ciudadana local”, Cuadernos de Análisis, 4, Universidad Central de Chile,
Santiago, http://www.chasque.apc.org.
Gallicchio, Enrique y Alejandra Camejo (2005), Desarrollo local y descentralización
en América Latina. Nuevas alternativas de desarrollo, Montevideo, Uruguay, claeh-Diputació
Barcelona.
Giannoni, Tonya
(2004), Decentralization
and Democracy, xxv lasa Congress,
Las Vegas, mimeo.
Gómez-Álvarez,
David (2002), “Reconstruir el federalismo: relaciones intergubernamentales y
descentralización educativa en México”, en Sonia Ospina y Michael Penfold (eds.), Gerenciando
las relaciones intergubernamentales.
Experiencias en América latina, Nueva Sociedad, Caracas, Venezuela,
pp. 59-92.
Gómez-Calcaño,
Luis (2006), La disolución de las fronteras:
sociedad civil, representación y política en Venezuela, Caracas, Área de Desarrollo
Sociopolítico-Centro de Estudios del Desarrollo-Universidad Central de
Venezuela, mimeo.
Gómez-Calcaño,
Luis (1992), “Movimientos sociales y democratización en América Latina”, Cuadernos
del Cendes,
19, cendes, Caracas, Venezuela, pp. 9-40.
González-Alcantud,
José (1997), El clientelismo político.
Perspectiva socioantropológica, Barcelona, España, Antrophos.
Gorlier, Juan Carlos (1992), “Democratización
en América del Sur: una reflexión sobre el potencial de los movimientos
sociales en Argentina y Brasil”, Revista Mexicana de Sociología, año liv, 4, México, pp. 119-152.
Göske, Joachim
(1999), “Desarrollo territorial: hacia un enfoque sistémico integrador”, en La
dimensión de lo local: enfoque territorial, tejido productivo local,
concertación de actores y aprendizaje para la acción, Fundación Friedrich
Ebert, Santiago de Chile, pp. 5-34.
Grupo Propuesta
Ciudadana (2003), Vigila Perú. Sistema de
vigilancia ciudadana de la descentralización, Reporte Nacional, 1, primer semestre,
Lima, Perú.
Grupo Propuesta
Ciudadana (2004), Vigila Perú. Sistema de
vigilancia ciudadana de la descentralización, Reporte Nacional, 3, cuarto trimestre 2003, Lima, Perú.
Haldenwang, Christian von (1990), Hacia
un concepto politológico de la descentralización del Estado en América Latina, Eure, bd, 16, H.50.
Hengstenberg, Peter (1999), “La política comunal
como área de trabajo de la Fundación Friedrich
Ebert”, en Fundación F. Ebert, Descentralización y autonomía
comunal: la creación de espacios para un nuevo estilo de política, Fundación Friedrich
Ebert, Santiago de Chile, pp. 11-45.
Hirschman, Albert O. (1986), El
avance en colectividad. Experimentos populares en la América Latina, México, Fondo de Cultura Económica.
Jaramillo, Iván
(1992), “El nuevo sistema financiero de las entidades territoriales”, en fescol, Estado
y nuevo régimen territorial,
fescol-faus, Bogotá, Colombia, pp. 87-116.
Karl, Terry Lynn
(1995), “Dilemas de la democracia en América Latina”, en José Luis Reyna (comp.), América Latina a fines de siglo, Fondo de Cultura Económica, México,
pp. 432-459.
Kärner, Hartmut
(1983), “Los movimientos sociales: revolución de lo cotidiano”, Nueva
Sociedad, 64,
Caracas, Venezuela, pp. 25-32.
Lechner, Norbert
(1992), “Reflexión acerca del Estado democrático”, Leviatán, segunda época, Editorial Pablo
Iglesias, Madrid, España, pp. 87-94.
Lechner, Norbert
(1994), “Los nuevos perfiles de la política. Un bosquejo”, Nueva
Sociedad, 130,
Caracas, Venezuela, pp. 32-43.
Lechner, Norbert
(2000), “Desafíos de un desarrollo humano: individualización y capital social”,
Instituciones y Desarrollo, 7, Instituto Internacional de
gobernabilidad, www.iigov.org.
Levine, Daniel y Catalina Romero (2004),
“Movimientos urbanos y desempoderamiento en Perú y
Venezuela”, América Latina Hoy, 36(99), Universidad de Salamanca, España, pp. 47-77.
Londoño, Juan F.
(1998), “La promoción de la participación en el nivel local”, en Ministerio del
Interior, Democracia
participativa y fortalecimiento de la sociedad civil, Ministerio del Interior, Bogotá,
Colombia, pp. 147-152.
López, Silvana
(1997), “La revocatoria popular: un instrumento que amplía y fortalece la
democracia”, Córdoba, 10, Universidad Nacional de Córdoba,
España, pp. 93-100.
Luhmann, Niklas
(1998), “Diferenciación social y sociedad moderna”, en Josetxo
Beriain y José María García Blanco, Complejidad
y modernidad, de la unidad a la diferencia, Trotta, Madrid, España, pp.
71-214.
Llona, Mariana y
Mario Zolezzi (2000), “Planes estratégicos de
desarrollo local. La experiencia de Villa El Salvador, Lima”, Pobreza
Urbana y Desarrollo,
año 9, 20, iied, Buenos Aires, Argentina, pp. 18-22.
Magnani, César (1992), La
descentralización administrativa y la participación de los usuarios en la
administración hídrica mendocina,
Mendoza, s.e., mimeo.
Maranhao, Pedro (1991), “Descentralización en
Brasil”, en Comisión Presidencial de la Reforma del Estado, La descentralización y las
autonomías territoriales. La experiencia internacional, copre, Caracas, Venezuela, pp.
281-288.
Marsiglia, Javier (2000), “Desarrollo local en
Colonia”, Pobreza Urbana y Desarrollo, año 9, 20, iied, Buenos Aires, Argentina,
pp. 55-61.
Mascareño, Carlos (2000), Balance
de la descentralización en Venezuela: logros, limitaciones y perspectivas, pnud-Nueva Sociedad, Caracas, Venezuela.
Mascareño, Carlos (2005a), “Federalismo
unitarismo: semejanzas y diferencias de los procesos de descentralización de
Venezuela y Perú”, Territorios, 14, Bogotá, Colombia, pp. 83-104.
Mascareño, Carlos (2005b), “Descentralización,
recentralización y sociedad civil”, en Cendes-bid, Venezuela
visión plural, una mirada desde el Cendes, Cendes-bid, Caracas, Venezuela, pp.
146-163.
Mercado, José F.
y Heber Olmos V. (1997), “La participación social en
la administración pública: caso de estudio del estado de Baja California”, Gaceta
Mexicana de Administración Pública Estatal y Municipal, 58, México, pp. 75-81.
Mizrahi, Yemile (2004),
“Mexico: Decentralization from Above”, en Joseph Tulchin
y Andrew Selee (eds.), Decentralization and democratic governance in Latin
America, Woodrow Wilson Center, Washington D. C., pp.
137-166.
Molina, Carlos
Hugo (1997a), La participación en el sistema
educativo de Bolivia,
La Paz, Ministerio de Desarrollo Humano, Documentos Relaciones Internacionales,
mimeo.
Molina, Carlos
Hugo (1997b), “Participación popular y descentralización: instrumentos para el
desarrollo”, en El pulso de la democracia.
Participación ciudadana y descentralización en Bolivia, Nueva Sociedad, Caracas, Venezuela,
pp. 39-44.
Olvera, Alberto
(2003), “Introducción”, en Alberto Olvera (coord.), Sociedad
civil, esfera pública y democratización en América Latina, Fondo de Cultura Económica, México,
pp.13-39.
Olvera, Alberto
y Leonardo Avritzer (1992), “El concepto de sociedad
civil en el estudio de la transición democrática”, Revista
Mexicana de Sociología,
4, México, pp. 227-248.
ops (Organización
Panamericana de la Salud) (2002), Municipios y comunidades
saludables. Celebrando
100 años de salud,
Washington, D. C., ops.
Ortiz, Renato
(2000), “América Latina. De la modernidad incompleta a la modernidad-mundo”, Nueva
Sociedad, 137,
Caracas, Venezuela, pp. 44-61.
Oxhorn, Philip (2001), La
construcción del Estado por la sociedad civil: la Ley de Participación Popular
de Bolivia y el desafío de la democracia local, Documentos de trabajo del inde-bid, Washington, D. C.
Oxhorn, Philip (2003), “Cuando la democracia
no es tan democrática. La exclusión social y los límites de la esfera pública
en América Latina”, Revista Mexicana de Ciencias
Políticas y Sociales,
187, México, pp. 131-176.
Pease García, Henry (1983), “Vanguardia
iluminada y organización de masas”, Nueva Sociedad, 64, Caracas, Venezuela, pp. 33-38.
pnud (Programa
de las Naciones Unidas para el Desarrollo) (2004), La
democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, Washington, D. C., pnud.
Quero, Morgan (2004), “De la ley de la
calle a la ley de las élites: la sociedad civil en la encrucijada en América
Latina”, Economía, Sociedad y Territorio, 16, El Colegio Mexiquense, México,
pp. 657-670.
Quero, Morgan (2003), “El arte de la
asociación o una periferia que puede ser centro. Sociedad civil y
gobernabilidad en Morelos”, en Alberto Olvera (coord.), Sociedad
civil, esfera pública y democratización en América Latina, Fondo de Cultura Económica, México,
pp. 149-204.
Quesada, Silvia
y Alberto Cuello (1999), Gestión para la reforma del
Estado. Análisis y evaluación de los programas sociales descentralizados a
través de los Consejos Sociales departamentales, nivel municipal, Mendoza, Universidad Nacional de
Cuyo, Argentina, mimeo.
Rabotnikof, Nora (1992), “El retorno de la
filosofía política: notas sobre el clima teórico de una década”, Revista
Mexicana de Sociología,
4, México, pp. 209-225.
Red Perú (2002),
Construyendo la gobernabilidad democrática desde los
espacios regionales y locales, v
Encuentro Nacional de Iniciativas de Concertación para el Desarrollo Local, Lima, Red Perú.
Restrepo, Darío
(2003), “Las prácticas participativas: entre la socialización y la
privatización de las políticas públicas”, Reforma y
Democracia, No. 25, clad, Caracas,
Venezuela, pp. 87-124.
Restrepo, Darío
(2001), “Eslabones y precipicios entre participación y democracia”, Revista
Mexicana de Sociología,
3, México, pp. 167-191.
Rey, Eduardo
(1992), Participación ciudadana y gestión pública: una
sistematización de experiencias emergentes del constitucionalismo provincial, Paraná, Brasil, s.e.,
mimeo.
Ritchey-Vance, Marion (1996), El
capital social, la sostenibilidad y la democracia en acción: nuevas medidas
para la evaluación del desarrollo de base, Arlington, Virginia, Fundación Interamericana.
Rivarola,
Magdalena y Brice Fuller (1998), “El experimento en
Nicaragua para descentralizar las escuelas: perspectivas desde los padres,
maestros y directores”, Revista Paraguaya de Sociología, año 35, 103, Asunción, Paraguay, pp.
11-51.
Rivera, Roy
(2004), “Centroamérica: entre el discurso de la modernización institucional y
las resistencias del centralismo”, Quórum, 8-9, Universidad de Alcalá, Alcalá
de Henares, España, pp. 34- 45.
Rofman, Adriana y Marisa Fournier
(2004), “El desarrollo local como modelo alternativo de política social: una
reflexión sobre modelos, estrategias y territorios”, en Desarrollo
local/regional y descentralización,
Arequipa, i Cumbre
Latinoamericana, Ceder-Diputació Barcelona-iaf, España,
pp. 198-219.
Rojas-Ortuste, Gonzalo (2003), Evaluación
de la democracia boliviana y prospectiva, Seminario Internacional Balance de la democracia en la
región Andina, Lima, Perú, Grupo Propuesta Ciudadana-alop, mimeo.
Rosanvallon, Pierre (2006), “La crisis de la
democracia”, conferencia en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales,
Universidad Central de Venezuela, Venezuela, 17 de noviembre.
Salamanca, Luis
(1989), “¿Dónde están los nuevos movimientos sociales?”, Revista
sic, 520, Centro Gumilla,
Caracas, Venezuela, pp. 464-466.
Saldomando, Ángel y Rokael
Cardona (2005), Descentralización, desarrollo
local y gobernabilidad en Centroamérica, San Salvador, Confedelca.
Smulovitz, Catalina y
Adriana Clemente (2004), “Decentralization and social expenditure at the
municipal level in Argentina”, en Joseph Tulchin y
Andrew Selee (eds.), Decentralization and democratic governance in Latin
America, Woodrow Wilson Center, Washington D. C., pp.
101-136.
Spehar, Elizabeth (2001), Perspectivas
comparadas de los procesos de descentralización en el hemisferio: lecciones
aprendidas y desafíos futuros,
Washington, D. C., oea-Unit
for the Promotion
of Democracy, versión preliminar, mimeo.
Thevoz, Laurent y Ernesto Velasco (1998),
“La dinámica de los procesos municipales de implementación de la lpp”, en Participación
popular: una evaluación-aprendizaje de la Ley 1994-1997 Bolivia, Viceministerio
de Participación Ciudadana y Fortalecimiento Municipal, La Paz, pp. 201-222.
Tocqueville, Alexis de (1993), La
democracia en América,
Madrid, España, Alianza.
Uribe, Gabriela
(1987), “Nuevos movimientos sociales, tejido social alternativo y desarrollo
científico-tecnológico: algunas tesis prospectivas”, David
y Goliat, 51, Clacso, Buenos Aires, Argentina, pp. 48-55.
Urioste, Miguel (2003), Descentralización
municipal y participación popular,
Seminario Internacional “Balance de la democracia en la región Andina”, Grupo
Propuesta Ciudadana-alop,
Lima, Perú, mimeo.
Valenzuela,
Eduardo (1991), “La experiencia nacional-popular”, Proposiciones,
20, Ediciones Sur,
Chile, pp. 12-33.
Varela, Édgar
(2000), Los gobiernos locales como ejecutores de la política
social y la promoción del desarrollo: el caso colombiano, Universidad del Valle, Cali, Colombia,
mimeo.
Velásquez, Fabio
(2004), “Colombia: ¿de regreso a un esquema centralista?, Quórum 8-9, Universidad de Alcalá, Alcalá de
Henares, pp. 46-57.
Verdesoto, Luis (1998), “Los conceptos de
participación y descentralización mirados desde el caso boliviano”, Reforma
y Democracia, 12, clad, Caracas, Venezuela, pp. 109-142.
Weber, Max
(1992), Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica.
Ziccardi, Alicia (1999), Comentarios
sobre las posibilidades de la gestión local del desarrollo: ciudades y
ciudadanía, México,
Universidad Nacional Autónoma de México, mimeo.
Recibido:
26 de septiembre de 2006.
Reenviado:
16 de marzo de 2007.
Aceptado:
4 de junio de 2007.
Carlos
Mascareño Quintana. Es doctor en estudios del desarrollo
por el Centro de Estudios del Desarrollo (Cendes), de
la Universidad Central de Venezuela; master en
planificación y actualmente realiza un PostDoctoral Fellowship en el Latin American Studies Center (lasc), en la Universidad de Maryland. Es profesor
titular del Cendes. Sus líneas de investigación se
centran en: descentralización, sociedad civil y políticas públicas. Sus
publicaciones más recientes son: “Venezuela: no se hacen revoluciones sin
unidad de mando”, en Darío Restrepo (coord.), Historias
de la descentralización: transformación del régimen político y cambio en el
modelo de desarrollo, Bogotá,
Universidad Nacional de Colombia, pp. 137-177 (2007); “Die Dezentralisierung
in Venezuela unter der Chavez-Regierung”,
en coautoría con Beate Jungeman,
en Kersting et
al., Kulturgeographische
Regionalstudien. Festscrhift
zum 60. Geburrtstag von Heinrich
Pachner. Regiones im Fokus der Forschung (Riff) Band
6, Rotemburgo, pp. 181-206 (2006); “Consenso político para
descentralizar el federalismo centralizado venezolano”, Politeia, 37-38, ucv, Caracas, pp. 113-169 (2005); “Descentralización,
recentralización y sociedad civil”, en cendes/ucv, Venezuela:
visión plural,
Caracas, Cendes, pp. 146-165 (2005);
“Descentralización, empresariado y economía territorial”, Revista
Banco Central de Venezuela,
Foro 11, Caracas, pp. 85-102 (2005); “Federalismo y unitarismo: semejanzas y
diferencias de los procesos de descentralización de Venezuela y Perú”, Revista
Territorios, 14, Universidad de Los Andes, Bogotá, pp. 83-104 (2005).
[1] Es innegable la presencia de una
perspectiva económica en el discurso descentralizador latinoamericano, articulado
sobre la base de una mayor eficiencia y eficacia en los servicios públicos
centralizados. Sin embargo, el mismo terminó formando parte de la esfera de lo
político, en tanto que esos objetivos, al pretender atacar la crisis del
abultado e ineficiente Estado central, abonaron el camino para pactar una nueva
distribución del poder en la mayoría de los países latinoamericanos.
[2] En Colombia se introdujeron las
primeras reformas en materia municipal en la década de los setenta. En
Venezuela se aprobó la Ley Orgánica de Régimen Municipal en 1978, luego de un
largo debate sobre su conveniencia. En el Chile de Pinochet se aprobaron
reformas de reforzamiento municipal, en la perspectiva de una mayor eficiencia
y eficacia, más no en la vía de la autonomía y la democratización.
[3] Este Consejo tenía los siguientes
objetivos: diseñar e implantar programas innovadores en la asociación
Estado-sociedad; desarrollar iniciativas para fortalecer a la sociedad civil y
promover la interlocución política sobre temas estratégicos de desarrollo
social.
[4] Toluca, León, Aguascalientes y San
Luis Potosí.
[5] Programa de Fortalecimiento
Institucional y Capacitación de Organizaciones no Gubernamentales para América
Latina, ejecutado por el Instituto Internacional de Medio Ambiente y Desarrollo,
iied-América
Latina, con sede en Buenos Aires.
[6] Revista Pobreza
Urbana y Desarrollo,
“Planes y programas participativos para el desarrollo local”, año 9, 20, abril
de 2000, Buenos Aires.
[7] Este resultado, visto desde la
perspectiva de los liderazgos de izquierda, sobre todo de inspiración marxista,
que impulsan al presupuesto participativo, es un resultado deseable pues se
trataría, con ello, de contribuir a la superación de la democracia formal
burguesa e instaurar una democracia real, la participativa. Para llegar a ella,
los líderes preclaros desde el Estado aspiran dirigir las masas prevalidos de
la idea de que ellos conocen lo que más conviene al pueblo y al país. Esta
forma de pensamiento se encuentra en la raíz de los movimientos populistas
latinoamericanos, con lo cual sería imposible rearticular
al Estado y la sociedad civil dentro de nuevas ciudadanías, dando al traste con
el principio de autonomía antes señalado.
[8] El fenómeno de la diferenciación funcional de los sistemas sociales modernos lo ha desarrollado ampliamente Niklas Luhmann en varias de sus obras. Uno de los trabajos que aborda el tema de manera extensa es el capítulo “La diferenciación de la sociedad”, en Complejidad y modernidad. De la unidad a la diferencia, editado por Trotta bajo la coordinación de Josexto Beriain y José María García Blanco, Madrid, 1998.