Élites, alternancia y partidos políticos en el Estado de
México: entre la pluralidad, la búsqueda del voto y el debilitamiento
institucional
Javier Arzuaga-Magnoni
Orlando
Espinosa-Santiago
José Javier Niño-Martínez*
Abstract
This
paper analyses the difficulties encountered by the parties’ elite in the
increase of competition in the Governor’s election in the State of Mexico.
Starting from the elite centrality in competitive democracy, this paper revises
the favourable relationship between socio-economical
development and alternation. It shows how in spite of the existence of an
encouraging panorama for the success of the opposition against pri (Partido Revolucionario Institucional -
Institutional Revolutionary Party) alternation is not achieved. Furthermore,
the paper examines the distancing process observed in the different political
parties facing increasing political complexity and their difficulties for
cohesion during electoral disputes. Finally, we present the behaviour
of the local parties’ elite in the 2005 election and their impact on the
results
Keywords:
parties’
elite, competitive democracy, elections.
Resumen
Este trabajo
analiza las dificultades que enfrentaron las élites partidarias ante el
incremento de la competencia de cara a la elección por la gubernatura
mexiquense. Partiendo de la centralidad de las élites en la democracia
competitiva, se revisa la relación favorable entre desarrollo socioeconómico y
alternancia; y se muestra cómo la alternancia no se alcanza, a pesar de que
exista un panorama alentador para el arribo de la oposición al pri. Se
examina el proceso de distanciamiento observado en los partidos políticos ante
el incremento de la complejidad política y sus dificultades para cohesionarse
durante las disputas electorales. Por último, se presentan los comportamientos
de las élites partidarias locales en la elección de 2005 y los efectos de éstos
en los resultados.
Palabras clave:
élites partidarias, democracia competitiva, elecciones.
*
Universidad Autónoma del Estado de México. Correos-e: arzuaga.javier@gmail.com,
maffesoli@hotmail.com, xhamaco@hotmail.com
Introducción
México está
viviendo transformaciones derivadas de su arribo a la tan prometida democracia.
Si bien es cierto que su transición fue larga y sui
generis, ahora
enfrenta el dilema de una consolidación donde se pone a prueba la eficacia de
las instituciones y de las reglas.
En el presente
trabajo se abordan los dilemas que enfrentaron los partidos políticos, en tanto
que instituciones, y sus dirigencias para sobrevivir y consolidarse como
actores centrales de la competencia política en ambientes regionales,
particularmente en el Estado de México.
La singular
institucionalización de los partidos en la transición mexicana los expone a
riesgos muy fuertes de división y colapso, al tiempo que, gracias a la
competencia política, se refuerza el papel de las élites partidarias para que,
en su búsqueda de ascenso y poder, se fortalezcan como actores estratégicos. En
este contexto, la competencia política electoral se ve determinada por un
momento previo que tiene que ver con los procesos internos que llevan a los
partidos a proponer candidatos y la eficacia con que evitan que los mismos
socaven sus propias bases para la unidad.
El argumento
central es que las élites partidarias locales pueden garantizar la unidad y
disciplina de los políticos en los momentos de elegir candidatos, en función de
su capacidad para distribuir recursos atractivos entre ellos, con la promesa de
prolongar sus carreras con relativo éxito. En el caso que estamos analizando,
ofrecer expectativas de crecimiento en la política nacional puede garantizar la
unidad y disciplina, a pesar de las manifestaciones y riesgos de ruptura. A su
vez, la unidad y disciplina de la élite partidaria puede ser un recurso
decisivo para el triunfo electoral, en ausencia de la función unificadora de
las dirigencias y de las ideologías, y en tiempos en que la competencia
electoral debilita sus mecanismos tradicionales de cohesión.
Como señala Przeworski (1995), la posibilidad de que un grupo en
particular imponga sus resultados y neutralice a los demás utilizando a las
instituciones, provocaría su caída. Sin embargo, como lo muestra la coyuntura
electoral del 2005 en el Estado de México, en ese ambiente competitivo donde se
utiliza la institución política a favor de un grupo dominante en particular, es
la posibilidad de que todos salgan ganando mediante algún recurso
extraordinario lo que permite mantener sólidamente unidas las estructuras de
los partidos. La institución a la que no se le presenta ese factor de unidad y
expectativa se debilita en un ambiente de competencia. Aquí radica la paradoja
de los partidos y sus élites en un ambiente competitivo y democrático.
La democracia
contemporánea no ha eliminado el margen de acción de las élites partidarias
locales, más bien las ha hecho funcionales en la medida en que reclaman para sí
un espacio de dominio y un control sobre las instituciones políticas y,
específicamente, sobre los partidos políticos.
1. Democracia
competitiva: reglas, instituciones y recursos
La democracia en
las sociedades contemporáneas es un régimen político donde ningún actor tiene
la certeza acerca de los resultados en una contienda electoral. Particularmente
hay una vertiente teórica que enfatiza el valor de la competencia de las
fuerzas políticas como el acto más significativo de la fortaleza democrática de
un país. En la versión clásica de la democracia competitiva, el pueblo sólo se
limita a crear un gobierno del conjunto de élites políticas, a través de
elecciones que garanticen la competencia por el voto popular y la alternancia
de aquéllas en el poder (Schumpeter, 1983).
Para la
vertiente competitiva lo interesante es que las élites políticas luchen por
ganarse el apoyo del electorado y por ello presenten diversas propuestas
dirigidas a un conjunto de problemáticas y asuntos que la ciudadanía y los
medios de comunicación tienen como prioritarios. La finalidad es que el
electorado sancione y legitime la propuesta de gobierno y a los candidatos que
determinado partido político proponga. Lo importante es que se garantice la
imparcialidad de las instituciones encargadas de organizarlo, que no se
excluyan las incipientes organizaciones políticas que quieran participar y
promover sus intereses, que nadie tenga la posibilidad de imponer su llana
voluntad al conjunto de la sociedad y que se observen las reglas que establecen
los requisitos y las conductas esperadas.
En este
contexto, los actores políticos tratan de maximizar sus ventajas y optimizar
sus recursos. Entran en un escenario donde ponen en marcha diversas estrategias
para ganar y obtener el mayor apoyo del amplio espectro del electorado, pero a
su vez para fortalecer a sus propias instituciones partidistas en aras de
lograr la adaptación a la competencia.
Así, señala Przeworski (1995), los resultados en una democracia
dependerán de las instituciones que regulan la competencia y los recursos
específicos con los que cuenten los actores, y obviamente de las estrategias
prácticas que pongan en marcha en los procesos políticos. En este sentido, las
élites políticas y su competencia facilitarían la pluralidad y por ende la
alternancia en un contexto de reformas político-electorales, modernización
económica y avance político opositor en el ámbito nacional. Ahí se pondría a
prueba la capacidad de los actores por identificar las demandas del electorado.
2. La alternancia que
no llega
México transitó a
la democracia de una manera poco ortodoxa, si es que tal cosa existe, lo cual
se manifestó en la diversidad de interpretaciones que de ella se hicieron.
Menos diferencias generó la idea de que las reformas y la competencia
electorales tuvieron un papel central en el proceso. En cambio, donde parece no
haber discrepancia entre los múltiples estudios sobre este fenómeno político,
es en el proceso de transformación de largo plazo donde se inscriben los
cambios institucionales que caracterizaron a la transición mexicana. En efecto,
hasta donde hemos podido documentar, es unánime la opinión de que un cambio en
la estructura socioeconómica y demográfica de la sociedad mexicana explica, en
última instancia, el camino hacia la democratización del régimen político
mexicano posrevolucionario.[1]
Esta estrategia
de explicación, seguida por los estudiosos de la transición mexicana, fue
igualmente utilizada por la mayoría de quienes hicieron investigaciones más
específicamente electorales. Estos estudios han intentado dar cuenta no sólo a
escala nacional, sino en el ámbito de las entidades federativas, que era ésta
una realidad que se repetía sistemáticamente.[2]
Si seguimos la
lógica de estas argumentaciones en el terreno electoral, deberíamos percibir un
incremento en la competitividad electoral, primero, y de la alternancia
política, después, en buena parte del territorio nacional, iniciando con
aquellos estados más modernos y desarrollados, entre los que el Estado de
México debería estar. La pluralización del electorado y la desintegración de la
coalición social que fundamentó la hegemonía priísta,
en el marco de instituciones que amplían las posibilidades de la competencia
electoral, deberían generar en el mediano plazo alternancia en el poder.
Con el objeto de
analizar la particularidad del caso mexiquense, en el cuadro 1 se muestran las
entidades federativas del país distribuidas de acuerdo con dos variables: la
primera, en el eje vertical divide al conjunto de entidades según su ubicación
por debajo o por encima de la mediana en cuanto a modernización y desarrollo,
medidos a partir del índice de marginación del Consejo Nacional de Población (Conapo); la segunda, en el eje horizontal, divide en dos
dicho conjunto de acuerdo con que haya presentado, o no, alternancia en la
gubernatura.
Dispuestos los
datos de esta manera, nos encontramos con que, si bien la relación no es
demasiado fuerte, alrededor de 53% de las entidades federativas que presentan
alternancia en la gubernatura se encuentran por debajo de la mediana del índice
de marginación; mientras que alrededor de 54% de las que no presentan
alternancia se encuentra por encima de la mediana de dicho índice. Entre los
estados más desarrollados y modernos, 62.5% muestra alternancia, mientras que
37.5% no. En este último grupo se encuentra el Estado de México, cuando, de
acuerdo con las previsiones de la teoría, debería presentar alternancia en el
ámbito de la gubernatura.
Cuadro 1
Alternancia
en la gubernatura de los estados según
grado de marginación hasta 2006
|
Con alternancia |
Sin alternancia |
Estados con grado de |
Chiapas |
Campeche |
marginación por |
Guanajuato |
Hidalgo |
encima de la mediana |
Guerrero |
Oaxaca |
|
Michoacán |
Puebla |
|
Nayarit |
Sinaloa |
|
Querétaro |
Tabasco |
|
San Luis Potosí |
Veracruz |
|
Yucatán |
|
|
Zacatecas |
|
Estados con grado de |
Aguascalientes |
Coahuila |
marginación por debajo |
Baja California |
Durango |
de la mediana |
Baja California Sur |
Estado de México |
|
Chihuahua |
Quintana Roo |
|
Colima |
Sonora |
|
Distrito Federal |
Tamaulipas |
|
Jalisco |
|
|
Morelos |
|
|
Nuevo León |
|
|
Tlaxcala |
|
Fuente: Elaboración propia con datos del Conapo (1995), Banamex (2005), Cidac
(2006).
Algunos
elementos adicionales hacen particularmente atípica la falta de alternancia en
la gubernatura mexiquense. De las tres elecciones presidenciales celebradas
entre 1988 y 2000, los electores mexiquenses prefirieron a un partido distinto
del pri
en dos ocasiones (1988 y 2000). Los datos preliminares de las elecciones
presidenciales del pasado 2 de julio incrementarían este número a tres de
cuatro. Lo cual, en cambio, respalda la teoría.
Si tomamos los
resultados electorales por entidad federativa de las elecciones de diputados federales
entre 1991 y 2003, el Estado de México se encuentra siempre entre las entidades
en las que el pri
obtiene menor porcentaje de votos. En 1991 la entidad estuvo siete puntos
porcentuales por debajo del total nacional y se ubicó como la tercera donde el pri consiguió
menor porcentaje de votos; entre 1994 y 2000 se mantuvo siempre cuatro puntos
porcentuales por debajo del total nacional, quedando en cuarto sitio en 1994,
en tercero en 1997 y en sexto en el 2000; en 2003 se ubicó en noveno sitio, dos
puntos porcentuales por debajo del total nacional (Banamex, 2005). Nuevamente
aquí los datos respaldan la teoría.
Los cuadros 2 y
3 nos permiten visualizar la situación de las legislaturas locales. En el
cuadro 2 se distribuyen las entidades federativas a partir de dos variables: en
el eje vertical mantenemos la división de acuerdo con la mediana del índice de
marginación, y en el eje horizontal se dividen dichas entidades en virtud de
haber tenido o no legislaturas sin mayoría absoluta priísta.
Si bien la mayor
parte de las entidades federativas tuvieron al menos una legislatura sin
mayoría absoluta priísta (75%), la proporción es
mayor entre las más modernas y desarrolladas.[3]
Por su parte, si tomamos en cuenta sólo la columna que contiene los estados con
al menos una legislatura sin mayoría absoluta priísta,
54.2% se encuentra entre las más modernas y desarrolladas. En este caso, el
Estado de México tampoco es excepción.
El cuadro 3
reúne sólo las entidades federativas que tuvieron al menos una legislatura sin
mayoría absoluta priísta y se dividen de acuerdo con
dos variables: en el eje vertical continuamos con la división de acuerdo con la
mediana del índice de marginación, y en el horizontal, se dividen de acuerdo
con que su primera legislatura sin mayoría absoluta priísta
se haya presentado antes o después de 1997.[4]
Cuadro 2
Estados según grado de marginación y existencia de
legislaturas sin mayoría priísta hasta 2006
|
Con
legislaturas |
Con
legislaturas |
|
sin mayoría priísta |
sólo de mayoría priísta |
Estados con grado de |
Chiapas |
Campeche |
marginación por encima |
Guanajuato |
Hidalgo |
de la mediana |
Guerrero |
Oaxaca |
|
Michoacán |
Puebla |
|
Nayarit |
Sinaloa |
|
Querétaro |
|
|
Quintana Roo |
|
|
San Luis Potosí |
|
|
Tabasco |
|
|
Veracruz |
|
|
Yucatán |
|
|
Zacatecas |
|
Estados con grado de |
Aguascalientes |
Coahuila |
marginación por debajo |
Baja California |
Durango |
de la mediana |
Baja California Sur |
Tamaulipas |
|
Chihuahua |
|
|
Colima |
|
|
Distrito Federal |
|
|
Estado de México |
|
|
Jalisco |
|
|
Morelos |
|
|
Nuevo León |
|
|
Sonora |
|
|
Tlaxcala |
|
Fuente: Elaboración propia con datos del Conapo (1995), Banamex (2005), cidac (2006).
En este caso, el
cuadro nos permite observar que todas las entidades federativas menos modernas
y desarrolladas tuvieron su primera legislatura sin mayoría priísta
en 1997 o en años posteriores; las más modernas y desarrolladas, en cambio, se
dividen por mitades. El Estado de México se encuentra entre las primeras seis
en tener una legislatura sin mayoría priísta, en este
caso tampoco es excepción.
Los datos
precedentes sirven para mostrar que en el único ámbito en que el pri no ha sido
derrotado en la entidad es en la gubernatura y el carácter excepcional de este
hecho. El resto de las elecciones reflejan una pluralidad que no se ha
transformado en alternancia en el gobierno estatal, incluso las elecciones para
gobernador presentan a favor del pri los márgenes de victoria más abultados. De hecho,
de acuerdo con las tendencias electorales de los últimos años, la elección
propicia para el triunfo de la oposición en la gubernatura era la del 2005, y
en ese caso el pri
mostró como nunca a lo largo de la última década un triunfo por más de 20
puntos porcentuales. La pregunta es: ¿qué lo hizo propicio?
Cuadro 3
Estados
según grado de marginación y año de instalación
de legislaturas sin mayoría priísta
|
Con legislaturas |
Con legislaturas |
|
sin mayoría priísta |
sin mayoría priísta |
|
antes de 1997 |
a partir de 1997 |
Estados con grado de |
|
Chiapas |
marginación por encima |
|
Guanajuato |
de la mediana |
|
Guerrero |
|
|
Michoacán |
|
|
Nayarit |
|
|
Querétaro |
|
|
Quintana Roo |
|
|
San Luis Potosí |
|
|
Tabasco |
|
|
Veracruz |
|
|
Yucatán |
|
|
Zacatecas |
Estados con grado de |
Aguascalientes |
Colima |
marginación por debajo |
Baja California |
Distrito Federal |
de la mediana |
Baja California Sur |
Morelos |
|
Chihuahua |
Nuevo León |
|
Estado de México |
Sonora |
|
Jalisco |
Tlaxcala |
Fuente: Elaboración propia con datos del Conapo (1995), Banamex (2005), cidac (2006).
3. La cartelización
de los partidos mexicanos
Resulta un hecho
evidente que el pri
no ha perdido nunca la gubernatura del Estado de México. El apartado anterior
buscó documentar que se trata de un hecho excepcional en el ámbito nacional y
que la entidad cuenta con las bases sociales para la alternancia. La ausencia
de ésta debe explicarse más por la dinámica del sistema político mexiquense que
por las condiciones sociales que la hacen posible.
En este sentido,
es pertinente abandonar hasta cierto punto el ambiente y dirigirnos hacia la
organización, composición y reglas al interior de los partidos. En este caso,
las condiciones sociales presionan hacia la dispersión y pluralidad políticas,
pero no bastan para que se vean reflejadas automáticamente en la alternancia en
el gobierno. Los partidos deben tener la capacidad para unificar a sus grupos y
con ello reducir la complejidad del ambiente, con el propósito de ganar el
poder y poner en marcha sus proyectos.
La ruta de la
cartelización[5] de los partidos políticos,
no obstante permitir su profesionalización electoral, no les proporciona
cohesión y convicción de unificarse para enfrentar con eficacia la contienda
política.
El hecho que se
quiere destacar es que en los partidos cárteles, el aparato pierde importancia,
los dirigentes se transforman en políticos profesionales o especialistas que
buscan puestos en el gobierno; estos líderes, en la medida en que ganan votos,
se vuelven autónomos de las estructuras partidarias e influyen en ellas desde
afuera mucho más que los representantes de la estructura. La estructura
partidaria debilitada se vuelve incapaz de asegurar la lealtad de sus miembros
y, más allá de los políticos profesionales, el partido sólo apela a los
electores, se dedica a intensas campañas electorales y enfatiza su
especialización y eficiencia para gobernar; función principal es la de asegurar
su acceso o permanencia en el gobierno (Reveles, 2005).
En México la
cartelización de los partidos políticos fue producto de las reformas
electorales. A partir de ellas, los partidos se hicieron de amplios recursos
públicos y la mayor equidad en la competencia los llevó a aspirar a los incentivos
materiales que otorga el acceso al poder. Si antes la clase política priísta tenía una gran capacidad para amalgamarse con
disidencias de signo ideológico diverso, pero proclives a la negociación, ahora
los privilegios de los cuales disfrutaba el pri fueron también compartidos
por sus adversarios, especialmente, los partidos Acción Nacional (pan) y el de la Revolución Democrática (prd). El
elevado monto de las remuneraciones para los funcionarios públicos y su manejo
discrecional contribuyeron a fortalecer a los partidos políticos en tanto
vehículos para acceder al poder. Pero debilitó sus vínculos con la sociedad y a
los líderes partidistas, transformándose así en partidos cárteles (Reveles,
2005).
4. Las élites
partidarias en la competencia electoral
La cartelización
de los partidos políticos mexicanos nos acerca al centro de nuestra
argumentación. Lejos de contar con sólidas estructuras políticas con amplias
bases de militantes, las élites de los partidos cártel han apostado todo a la
movilización de recursos para ganar elecciones. El triunfo electoral, por su
parte, se ha convertido en la única condición de supervivencia de los partidos
y el ocupar cargos públicos en la única razón de ser de los políticos
profesionales. A su vez, la electoralización de los
comportamientos partidarios genera una actuación instrumental de los votantes
que refuerza la importancia de lo electoral como único referente de la acción
de los políticos (Peschard, 2005).
En este
contexto, la dinámica de las élites partidarias empieza a ser vital para su
supervivencia. Todavía hace pocos años, para formar parte de la llamada clase
política, y en consecuencia para tener una carrera política exitosa, había que
sumarse a las filas del pri,
no hacerlo significaba cerrar las posibilidades de triunfo tanto a corto como a
largo plazo. Sin embargo, actualmente al haber una dinámica de competencia
electoral (en la que militar y contender por otro partido también representa
posibilidades reales de obtener triunfos en las urnas), la ecuación se ha
vuelto más compleja, ya no basta ser postulado por el pri para tener un triunfo
automático; más aún, el hecho de tener asegurado el triunfo de la elección
permitía que los interesados en ocupar algún cargo público pudieran circular
fácilmente en los puestos (presidencias municipales, diputaciones federales y
locales), pero ahora la incertidumbre en los resultados se ha extendido a la
incertidumbre para elegir candidatos debido a que la rotación en los cargos de
elección se ha ampliado a otros institutos políticos que también pueden ganar
elecciones. La dirigencia de los principales partidos políticos tendrá éxito en
tanto pueda atenuar las luchas de intereses y cohesionar a los competidores
alrededor de reglas claras, pero hay que reconocer que actualmente las demandas
de representación y la cada vez más cuestionada disciplina partidista
dificultan la posibilidad de tomar acuerdos en torno de dichas reglas.
En virtud de la
competencia política, las carreras personales de los políticos entran en
oposición con la unidad partidaria, orillándolos a la dinámica descrita por Olson en relación con las organizaciones: “si los miembros
de un grupo grande tratan racionalmente de maximizar su bienestar personal, no
actuarán para favorecer sus objetivos comunes o de grupo a menos que haya
coacción para obligarlos a hacerlo o a menos que se les ofrezca individualmente
algún incentivo por separado, distinto de la satisfacción del interés común o
de grupo, con la condición de que ayuden a soportar los costos o las cargas que
implica el logro de los objetivos del grupo” (Olson,
1992: 12). Desde nuestro punto de vista, las élites partidarias se mantienen
unidas en una competencia electoral si las posibilidades de tener carreras
políticas más exitosas, que las que tendrían si hubiesen actuado de manera no
cooperativa, se ofrecen a sus integrantes a cambio de la disciplina; de lo
contrario éstos actuarán de manera tal que en la búsqueda de su beneficio
propio provocarán la desintegración de la unidad partidaria produciendo una
catástrofe colectiva desde el punto de vista de los intereses del partido como
organización.
La revisión de
las actuaciones de las élites de los tres principales partidos políticos parece
corroborar las dificultades que enfrentan para lograr la unidad, a pesar de las
condiciones favorables en el terreno electoral y de sus expectativas en las
dirigencias nacionales.
5. La mítica unidad
del pri
mexiquense
Si hay algo que
se dice de los políticos priístas del Estado de
México es que han sabido mantenerse unidos frente a los distintos sucesos que
han amenazado su supervivencia a lo largo de la historia. Esto ha dado lugar,
de acuerdo con Hernández (1998, 1999), al mito del dominio, homogeneidad y
control político del Grupo Atlacomulco. Este mito,
ampliamente sostenido por los medios de comunicación y por buena parte de la
opinión pública, fue potenciado desde un conjunto de estudios que buscaban dar
cuenta de la autonomía y unidad de una clase política que conseguía extender su
supremacía en escenarios de profundos cambios. En términos generales, las
clases políticas locales en México (incluida la mexiquense antes del desembarco
de Isidro Fabela) habían conseguido la estabilidad a
cambio de la pérdida de autonomía, o ésta a cambio de la inestabilidad y el
caudillismo. Estabilidad, institucionalización y autonomía, características
todas de la clase política mexiquense, eran su distinción y su enigma.
Salazar (1993)
sostiene que la unidad se originó ante la necesidad de encontrar canales
institucionales para dirimir los conflictos y lograr el irrestricto apoyo a los
proyectos del gobernador en turno, incluidos por supuesto, los electorales.
Para lograrlo, “en el Estado de México los grupos y liderazgos tienden a
mezclarse. Es posible, por lo tanto, encontrar a miembros prominentes, y aun
dirigentes de un determinado grupo, como integrantes de otro distinto”
(Salazar, 1993: 36).
Es decir, la
definición de ciertas reglas políticas propició la formación de una red, y no
un grupo, lo que permitió la flexibilidad y durabilidad de la clase política
ante las distintas coyunturas o periodos de gobierno. Salazar (1993) resalta el
importante papel del establecimiento de las reglas para lograr la unidad y con
ello, mantenerse en el poder:
…la clase
política del Estado de México se ha distinguido por su cohesión interna y por
la ausencia –generalmente– de contradicciones irreconciliables entre los
distintos equipos. Es así que el arribo al poder de uno de ellos, no suele
significar el radical desalojo del grupo precedente o de los demás en el nuevo
gabinete. Normalmente el gobernador en turno invita a colaborar en su
administración a conspicuos miembros de otros grupos, como una fórmula eficaz
de equilibrio entre ellos (Salazar, 1993:36).
Hernández (1998
y 1999) coincide en que existe una basta red de
grupos políticos que efectivamente han sabido conservar lealtades, no siempre
con la misma eficacia ni con iguales fórmulas. En la medida en que no se trata
de un solo grupo capaz de mantener a sus miembros en la gubernatura estatal, es
posible comprender la valía y la complejidad de la unidad que han sostenido por
décadas.
A su vez, la
dinámica de expansión de la red de políticos priístas
mexiquenses estuvo ligada a la estrategia seguida por los gobernadores,
consistente en el reclutamiento de jóvenes políticos que con el tiempo formaron
sus propias redes y grupos, fincados más en una visión de liderazgo estatal que
en un control férreo sobre las carreras de nuevas generaciones (Hernández,
1999).
Particularmente
desde mediados del siglo xx,
la relación constante de tensión entre la élite local y la nacional, ubicada
ésta en el Distrito Federal, hizo que la unidad y la disciplina fueran factores
importantes para el éxito y la estabilidad de la primera. Sobre todo porque
sólo así se evitarían de nuevo imposiciones del centro al margen de los
políticos mexiquenses.
Los años ochenta
fueron escenario de sucesos hasta entonces poco comunes para el país e
insospechados para el Estado de México. Por un lado, la eficacia de los
políticos mexiquenses los había puesto, nuevamente, en la antesala del poder
ejecutivo federal. Continuos traslados de los máximos referentes locales hacia
las oficinas del Distrito Federal provocaron, paradójicamente, un
debilitamiento de la gubernatura. Los permanentes cambios en Toluca y las
dificultades para producir sustitutos igualmente eficaces, aunados a los golpes
recibidos por las disputas en el ámbito federal terminaron por producir un
acontecimiento que desde la aparición de Isidro Fabela
en el escenario político estatal no acontecía: la irrupción de un político con
poco arraigo local en la gubernatura mexiquense. A la llegada de Mario Ramón
Beteta los mexiquenses imputaron la debacle electoral del pri en 1988 en la entidad. La
posterior recomposición de dicho partido y la recuperación electoral de 1991 y
1993 parecieron ratificar el diagnóstico.
Según Hernández,
Mario Ramón Beteta es muestra de la “mayor dispersión política y falta de
liderazgo que se tradujo en un desastre local y nacional al coincidir con los
disputados comicios de 1988” (1999: 469). Al finalizar este desastroso periodo,
Pichardo Pagaza fue llamado por el presidente Salinas de Gortari para
reunificar a la élite y encauzar de mejor manera los destinos electorales de la
entidad, respetando la representatividad de los grupos, pero sin poder evitar
la creciente heterogeneidad política y sin haber construido un grupo apropiado
para tales circunstancias.
Según el mismo
autor, Emilio Chuayffet fue quien violentó las normas
de comportamiento y observancia de la élite, pues marginó a miembros de la
clase política tradicional y sólo incluyó en su gabinete a quienes le mostraban
lealtad probada y fácil control. Con este hecho, los riesgos de fractura de la
élite cada vez fueron más palpables.
A pesar de las
advertencias de Hernández (1999), lo cierto es que la élite priísta,
con todo y su desgaste a lo largo de este tiempo, ha dado muestras de que puede
mantenerse unida en cierto tipo de circunstancias. La llegada al gobierno
estatal de Arturo Montiel, político cuya trayectoria era muy pobre comparada
con la de los anteriores mandatarios, sucedió en un momento en que los
liderazgos sólo se mantenían a partir de apropiarse del partido y de una
conocida habilidad para conciliar.
A pesar de las
similitudes de la unidad de mediados de siglo, lo cierto es que estamos
presenciando una unidad distinta. Ahora la competencia política ha trastocado
las viejas lealtades. En el marco de elecciones competidas, las expectativas
individuales de los priístas mexiquenses no resultan
necesariamente funcionales con la unidad de la clase política partidaria. La
razón fundamental para ello es que en la medida en que no se dispone para
repartir la totalidad de los cargos, se cuenta con una menor capacidad de
inclusión de los perdedores. Ganar o perder pasó a ser así determinante para
las expectativas a futuro. Lo llamativo de todo esto es que la unidad se
mantiene sólo cuando se trata de una elección para gobernador y no para las
presidencias municipales o diputaciones, donde el pri ha sufrido un constante
declive.
Esto dirige la
mirada hacia las reglas políticas diseñadas por Fabela.
Éstas fueron creadas en una época de crisis política y cuando estaba
consolidado el dominio del partido oficial, pero ante el proceso de modernización,
la pluralidad comenzó a crecer y a salirse de las manos de la élite local. Con
el tiempo fue más difícil mantener la unidad en un medio más complejo y plural.
Sin embargo, si bien la modernización política socavó la hegemonía electoral
del partido oficial, las reglas no se han agotado.
Los triunfos en
las elecciones para gobernador parecen indicar que ese es un ámbito respecto
del cual la élite priísta local, a pesar de sus
diferencias internas, guarda especial celo. En cambio, la dispersión de intereses
y la pluralidad política intra y extra partidaria
afloran en las elecciones intermedias, en las que la élite priísta
local ha perdido la capacidad para observar las reglas que tanto tiempo le
rindieron frutos. En suma, si bien la modernización minó las bases de dominio
autoritario del priísmo local, no agotó las reglas
que ponen en marcha cuando se trata de conservar su razón de ser como clase
política.
Dicho de otra
manera, sólo cuando está en competencia por la gubernatura, la élite priísta local logra el control de la red y distribuye las
aspiraciones según códigos de autoridad y representación grupal. En las
elecciones intermedias, y en general en aquellas contiendas donde no existe un
bien u objetivo único, los grupos tienden a dispersarse y se niegan a negociar
porque pueden prescindir en parte o totalmente del resto de los grupos para
mantener su dominio en una demarcación electoral. La clase política priísta termina dividiéndose cuando considera innecesarias
la disciplina y las reactualizadas reglas de cohesión partidista. Resulta
ventajoso para sus integrantes competir en lugar de observar las viejas
lealtades. De todos modos, estas reglas han ido perdiendo su validez intrínseca
y requirieron de incentivos adicionales para garantizar su eficacia.
6. Los panistas:
doctrina y pragmatismo
Desde su
fundación, el Partido Acción Nacional operó bajo la premisa de que “la lucha
por el cambio político en México comienza con movimientos de defensa
territorial desde el norte en contra del centro, esto es, contra el gobierno
federal y el centralismo político y económico (Loaeza,
1999: 96). Ello explica el hecho de que en sus inicios haya buscado orientarse prioritariamente
hacia un crecimiento regional para después buscar ganar la presidencia de la
República. Se intentaba acceder al centro del sistema político mexicano (la
presidencia) a través de estrategias regionales, presentándose como una opción
política viable primero en el ámbito local.
Desde que Manuel
Gómez Morín fundó el partido, se aprovecharon los lazos de amistad que éste
tenía con personalidades de diferentes regiones del país, así formaron algunos
liderazgos locales que favorecieron la presencia del partido en regiones en las
que los cacicazgos afines al pri
lo permitían. En virtud de eso,
... en 1939 el
partido se inició como una convocatoria de Manuel Gómez Morín y Efraín González
Luna a sus redes de relaciones personales, a los notables locales de la época
en ciudades como Chihuahua, Guadalajara, Mérida, Monterrey, Morelia, Oaxaca,
Querétaro, San Luis Potosí, Tampico y, desde luego, el Distrito Federal, de
suerte que desde su fundación el pan
contaba con una infraestructura de organización fuera de la capital de la
República, aunque débil y limitada (Loaeza, 1999:
98).
Años más tarde,
a mediados de la década de los cuarenta, el pan
“optó por la conquista del municipio como la vía de acceso al poder; por
consiguiente, se propuso a sí mismo como el principal abanderado de la causa municipalista en México” (Loaeza,
1999: 216).
Lo anterior explica
porqué Acción Nacional durante muchos años propuso autonomía en la hacienda de
los partidos políticos, lo que suponía independencia del gobierno central, esto
con el fin de neutralizar a los poderosos cacicazgos locales. A pesar de ello,
Reveles (2002) distingue una paradoja en esta causa regionalista, ya que a
pesar de buscar convertirse en una opción de poder local como medio de
expansión política, persistía un férreo control centralizado tanto en las
dirigencias estatales como en la dirigencia nacional.
Aun cuando su
constitución a nivel nacional data de 1939, fue durante la década de los
sesenta que, apoyados por el Comité Ejecutivo Nacional, Víctor Guerrero y Astolfo Vicencio fundaron el
Partido Acción Nacional (pan) en
el Estado de México.
Los panistas fundadores en la entidad se caracterizaron por
su perfil doctrinario, con un fuerte apego a los principios y valores de su
partido. De cierto modo fueron los ideólogos de Acción Nacional que difundieron
los valores partidistas a los nuevos simpatizantes. Por otro lado, resultaba
muy común la vinculación del partido con organizaciones católicas, las cuales
representaban un medio de socialización ideológica e intercambio de ideas y
proyectos.[6]
Sin embargo, es precisamente durante la época en que mayor vinculación existía
entre ellos cuando los resultados electorales eran cada vez menos alentadores
tanto en el Estado de México como en el resto del país.
El estancamiento
electoral del pan, durante ese
periodo de radicalización católica se puede explicar en gran medida por la
mezcla de política y religión en un país en el que el gobierno se había
pronunciado por un laicismo exacerbado (Martínez Valle, 2000), a pesar de ello,
es necesario reconocer que el componente católico en los inicios de Acción
Nacional tuvo una función dual: por un lado “fue la espina dorsal que sostuvo a
la titubeante organización partidista en un medio hostil, pero fue también un
obstáculo para que el partido se desarrollara como una organización política
autónoma” (Loaeza, 1999: 24).
Para los
integrantes del pan representar a
la oposición era un reto y requería una gran vocación para seguir en el
partido. Como muy pocas personas tenían la intención de competir por una
candidatura de oposición cuya derrota estaba asegurada, resultaba relativamente
sencillo ser favorecido con la nominación o tener un cargo dentro del partido,
incluso algunos candidatos competían casi a la fuerza. Ganar un escaño
(generalmente por vía plurinominal) era causa de gran orgullo y responsabilidad
para con el partido (Niño Martínez, 2004).
La supervivencia
ante un panorama tan adverso permitió la construcción de una gran unidad a lo
largo de la geografía estatal, forjada a través de los conflictos con el
régimen y la defensa del voto, por lo que desde entonces se distingue una
colaboración entre panistas de diferentes regiones. También la unidad y
estabilidad interna se definieron por la confianza en los procedimientos para
la selección de candidatos, a quienes no se les exigía de manera exhaustiva
debido a las pocas oportunidades de triunfo a la que se enfrentaban los
candidatos.
El hecho de que
no hayan existido rupturas graves en el partido se atribuyó a que los
militantes se sumaban a un proyecto político institucional e ideológico y no en
favor de un grupo o líder en específico, luego entonces, la suma de apoyos a un
candidato era más de tipo coyuntural (Niño Martínez, 2004).
La unidad
partidaria del panismo mexiquense, sostenida desde la rigidez doctrinaria y el
pedigrí político, comenzó a verse seriamente amenazada casi al mismo tiempo en
que se hizo más notable su presencia electoral. Hasta entonces dicho partido
gozó de una estabilidad tal que fue controlado por una especie de dualidad de
liderazgo entre Víctor Guerrero y Astolfo Vicencio. Estos dos personajes se mantuvieron cinco
periodos al frente de la dirigencia, aproximadamente 15 años, lo cual se
explica porque siendo un partido que tenía las derrotas electorales aseguradas,
difícilmente los adeptos se sumaban a participar de manera activa en los trabajos
del Comité Directivo Estatal.
Desde inicios de
los noventa, la presencia electoral del pan
en el Estado de México se hizo más sólida y constante. El Valle de México se
convirtió en una trinchera desde la cual los panistas aprendieron a combatir de
forma eficaz la hegemonía del pri. Municipios como Cuautitlán, Naucalpan, Atizapán
y Tlalnepantla gradualmente pasaron a ser gobernados por panistas formando el
“corredor azul”.
Cuando las
candidaturas panistas empezaron a convertirse en recursos apetecibles desde el
punto de vista de las carreras políticas, los viejos mecanismos de selección de
candidatos comenzaron a dar muestras de cierta ineficacia. Las posibilidades
efectivas de triunfar en la gubernatura estatal –aunada a la forma en que se
resolvió la candidatura presidencial de Vicente Fox, la cual se anticipó a los
mecanismos partidarios y terminó por imponerse a las estructuras formales de
decisión panista– obligaron al partido en la entidad a modificar el
procedimiento, dando paso a un proceso de selección por medio de elecciones
entre todos los militantes activos, en lugar de la tradicional asamblea.
Algunos
investigadores tienden a afirmar que las elecciones recientes podrían dar
alguna cohesión hacia el interior del partido, debido a que “el éxito electoral
ha jugado un papel funcional para que la coalición dominante permanezca sin
rupturas graves. Dadas las expectativas de triunfos, los panistas están poco
dispuestos a la lucha interna y más orientados a la búsqueda de cargos de
elección popular” (Reveles, 2002: 164), sin embargo, esta apreciación tan
favorable no explica, entre otras cosas, ¿qué actitudes y compromisos mantienen
aquellos grupos que no resultan beneficiados con las decisiones de las
dirigencias nacional y estatal?, sobre todo considerando que entre los panistas
no existe la tradición disciplinaria propia de los políticos del pri.
Sin duda este
nuevo pragmatismo predominante entre los políticos exitosos del pan tiene como característica principal
que los grupos internos tienden a estar poco cohesionados y a ser más
coyunturales que los del régimen priísta. Esto
representa un arma de dos filos ya que permite un reacomodo constante, pero por
otro lado impide la formación de grupos políticos con vínculos fuertes, capaces
de diseñar proyectos a largo plazo y sobre todo de favorecer la circulación de
líderes tanto en el ámbito local como en el nacional, es por eso que “la
posibilidad de conflicto, potencial y real, ha aumentado en el pan desde que este partido dejó de ser
oposición prácticamente permanente y pasó a ser una oposición real de poder”
(Reynoso, 2005: 163).
7. La elección de
2005: fracturas y unidades
A pesar de que el
abanderado panista Rubén Mendoza Ayala contó con el apoyo de Francisco Gárate Chapa, dirigente estatal del partido, fue incapaz de
generar consenso alrededor de su candidatura. Peor aún, las acusaciones
internas subieron de tono de forma sistemática, haciendo imposible una
candidatura de unidad. El otro precandidato, José Luis Durán Reveles, manifestó
su inconformidad ante la aparente parcialidad por parte de Francisco Gárate Chapa, líder estatal electo poco antes de la
elección interna del partido, acusaciones éstas que fueron subiendo de tono
conforme las internas del pan se
desarrollaban.[7]
El Comité
Directivo Estatal del pan padecía
una gran fragmentación como consecuencia de las pugnas internas y los
escándalos en torno de varias administraciones municipales de militantes de
Acción Nacional, mismas que se veían ensombrecidas por hechos de corrupción y
salarios estratosféricos (Tulti-tlán, Ecatepec,
Atizapán, etc.). Incluso poco antes de la elección de su candidato, se conformó
el nuevo Comité Directivo Estatal y dejó de operar la delegación del Comité
Ejecutivo Nacional encabezada por el senador Héctor Larios,
misma que se encargó temporalmente de coordinar los trabajos políticos en la
entidad como consecuencia de la disolución del Comité Directivo Estatal por
parte de la dirigencia nacional del pan.[8]
El proceso de
selección del candidato panista a la gubernatura profundizó la desconfianza y
los recelos entre dos grupos ya definidos con anterioridad, uno más apegado a
los principios y valores históricos de Acción Nacional (representado por el
grupo de José Luis Durán Reveles) y otro menos ideológico (personificado por
Rubén Mendoza Ayala). Un ejemplo de lo anterior son las diferencias entre Juan
Carlos Núñez Armas, colaborador de José Luis Durán Reveles durante su
precampaña y ex presidente municipal de Toluca (2000-2003), y Armando Enríquez,
alcalde de la capital estatal (2003-2006) y uno de los principales promotores
de la candidatura de Mendoza Ayala.
Un elemento de
singular importancia en este proceso fue que ambos precandidatos se encontraban
fuertemente vinculados con los precandidatos panistas a la presidencia de la
República. En este sentido, la unidad partidaria no constituía un bien común en
la medida en que no sólo era importante ganar la candidatura al gobierno
estatal sino que era, más importante aún, dirimir la candidatura federal. Así,
las elecciones internas panistas del Estado de México fueron un escenario de
prueba de la contienda federal y la derrota en el ámbito estatal no constituía
el fin del proceso federal. No había pues, razones de peso para evitar que la
contienda interna acabara en un acto de unidad partidaria frente a la elección
estatal.
En el caso de
Acción Nacional, el hecho de convertirse en la principal oposición partidista
en sólo tres años representó una transformación muy importante, ya que en 1993,
cuando el dirigente estatal era Noé Aguilar Tinajero, gobernaba sólo seis
municipios y tenía tres diputados de representación proporcional (Niño
Martínez, 2004). Ante este panorama, se diseñaron nuevas estrategias para
contrarrestar el dominio abrumador que ejerció el pri en las elecciones de 1996,
sobresaliendo la creación de 10 centros regionales que les permitieron
desconcentrar el trabajo político y fortalecer la presencia municipal y
regional de Acción Nacional.
Sin embargo, el
presentarse como una opción política con posibilidades reales de ganar trajo
consigo otro tipo de problemas: uno de ellos definir en adelante quiénes serían
los abanderados en las contiendas electorales, debido al incremento exponencial
de aspirantes. Si bien antes esto no resultaba muy complicado para el Comité Estatal,
la situación se había transformado radicalmente. Hubo entonces que modificar el
proceso de selección de candidatos, lo cual significaba un reto formal para la
estructura partidaria, que se podría sintetizar en la inclusión de los nuevos
cuadros políticos jóvenes, con un proyecto que buscaba mayor impacto social que
el de los panistas doctrinarios. De esta manera, ahora la posibilidad de elegir
una alternativa ganadora incluía al menos dos opciones: pri o pan.
Finalmente, en
el caso del pri,
las elecciones locales garantizaban el triunfo a quien fuera candidato, sin
embargo, al consolidarse la competencia electoral y presentarse al menos otra
alternativa de triunfo partidista diferente, las cosas fueron cambiando
sistemáticamente. El partido enfrentó la necesidad, inédita hasta entonces, de
que los aspirantes derrotados en las internas manifestaran su lealtad hacia el
partido y sobre todo a la decisión del gobernador saliente, en el sentido de
que una de las prácticas comunes de los gobernadores que terminaron su mandato
ha sido la de nombrar a su sucesor, Arturo Montiel no fue la excepción y desde
que se abrió el proceso para elegir al candidato priísta
a la gubernatura dejó ver su preferencia por su paisano Enrique Peña Nieto.
A diferencia de
Acción Nacional, para el caso del pri, las expectativas de los aspirantes en la
elección interna se solventaron gracias a que éstas podían atenuarse por la
posición que garantizaba al gobernador saliente ser un competidor importante en
la carrera hacia la presidencia del país.
Los demás
precandidatos acataron la decisión del gobernador saliente respecto de la
preferencia que éste tenía para que Enrique Peña Nieto fuera el candidato del pri al
gobierno estatal, todos, excepto Isidro Pastor, líder estatal del partido,
quien al no disciplinarse automáticamente cerró las puertas de la negociación
si acaso Arturo Montiel resultaba electo candidato presidencial. Este proceso
no fue fácil, pues desde 1999, cuando por primera vez se llevaron a cabo
elecciones internas en el pri
para la designación de su candidato, fue evidente la falta de madurez para
disciplinar a los grupos perdedores. Sin embargo, el hecho de que dicho partido
todavía contara con la presidencia, le facilitó unir a los grupos en torno a
una candidatura. Posteriormente, y tras la pérdida de la presidencia, llegan
Roberto Madrazo, otrora precandidato presidencial derrotado, y Elba Esther
Gordillo a la dirigencia del partido, superando a Beatriz Paredes, cuyo apoyo
de los políticos del Estado de México fue contundente.
Estas
diferencias entre el pri
nacional y el del Estado de México se manifiestan nuevamente en el contexto de
la carrera presidencial de 2006. Madrazo quería la candidatura de su partido
para la presidencia de la República, pero una de sus mayores dificultades es
que no disponía de la colaboración de los mexiquenses cuya fuerza electoral,
después del Distrito Federal –perteneciente al prd- es decisiva.
La confrontación
entre Madrazo y Montiel terminó unificando a la élite priísta
mexiquense. Las diferencias entre ambos eran tan profundas, y las cuentas
pendientes tan abultadas, que sólo una posible candidatura de Montiel a la
presidencia de la República podía garantizar a la élite local recursos a
futuro.
Conclusiones
Hemos partido del
principio según el cual en la democracia los gobiernos se crean a partir de la
competencia entre las élites políticas partidarias, que éstas luchan por
ganarse el apoyo del electorado y que en esa búsqueda las élites tratan de
maximizar sus ventajas y optimizar sus recursos. Desde este punto de partida
afirmamos que la unidad de las élites partidarias constituye un recurso
fundamental para la competencia, y por ello, en particular pretendimos analizar
en las páginas precedentes la importancia de la existencia de factores de
cohesión de las élites partidarias en la contienda por la gubernatura del
Estado de México de julio de 2005.
Tomamos dicha
elección por lo imprevisto del resultado. Los resultados electorales previos y
los posteriores así lo colocan. En una perspectiva de 10 años, podemos
percibir, sin embargo, que sólo las dos últimas elecciones para gobernador en
la entidad produjeron resultados inesperados en el mismo sentido, lo cual fue
especialmente atractivo para nuestro análisis.
El que en la
gubernatura mexiquense no se hubiese presentado la alternancia resultaba
igualmente atípico por otras razones. Así como en otros ámbitos los resultados
electorales en la entidad producen una integración de los poderes públicos que
siguen patrones observables en otras entidades federativas de la República, las
elecciones por la gubernatura se apartaron visiblemente de esos patrones.
Si el caso,
entonces, se apartaba de la norma, la explicación de esta atipicidad debía
buscar canales diferentes a los que la sustentaba. La búsqueda de perfiles sociodemográficos, culturales y políticos respecto del
electorado resultaban, por ello, verdaderamente insuficientes. Si bien el
Estado de México muestra transformaciones socioeconómicas que, de acuerdo con
la visión dominante respecto de las causas de la transición, debieron favorecer
la alternancia en el ejecutivo estatal, los análisis basados en dichas
transformaciones sólo sirvieron para explicar el avance del pan y del prd en las otras elecciones
(tanto locales como federales) celebradas en la entidad, pero no en las de la
gubernatura.
Nuestra búsqueda
se dirigió, entonces, a los partidos políticos. En este terreno sostuvimos que
las particularidades de la competencia política en México y, en especial, las
del sistema electoral, favorecieron la cartelización de los partidos políticos.
Como consecuencia de ello, se desplegó un proceso de profesionalización de las
élites partidarias que minaron la fortaleza de los recursos cohesivos de los
partidos políticos, como la ideología, las lealtades y la disciplina.
Este hecho
resulta ampliamente significativo para nuestro estudio debido a que la falta de
unidad de las élites partidarias mexiquenses había sido un rasgo distintivo de
las campañas electorales para los comicios del 2005. No obstante, percibimos
que, si bien la cartelización de los partidos resultaba un hecho generalizado,
los recursos para procurar la unidad de las élites partidistas se mostraban
diferentes en cada caso.
Para poder
evaluar la disponibilidad de los recursos de unidad con que contaban las élites
partidistas y sus particularidades, recurrimos a la reconstrucción de la
evolución de la institucionalización de los principales partidos en la entidad.
Como resultado
de ese ejercicio, detectamos que el recurso de unidad más importante para el pri en el
Estado de México era el acuerdo tácito sobre unas reglas del juego que suponían
la inclusión de los diferentes grupos que componen su élite. En la medida en
que las reglas permitían el reconocimiento de espacios para ganadores y perdedores,
la búsqueda de estrategias competitivas radicales entre los integrantes de la
élite carecía de sentido, fortaleciendo la unidad.
Mientras las
características de la competencia política permitieron al pri conquistar prácticamente la
totalidad de los espacios político-institucionales, la disposición de
incentivos suficientes desalentó la competencia interna excluyente y se
destinaron la mayor parte de los esfuerzos a desincentivar la competencia
externa y la distribución de los espacios de poder. En el momento en el que
dicho partido no pudo evitar la pluralidad política partidista, la reducción de
los espacios y el carácter selectivo de los incentivos, se disparó la
competencia interna.
En el caso del pan mexiquense, la fortaleza de los
recursos de cohesión institucional no descansaba, como en el caso del pri, en el
control poco menos que absoluto de los puestos públicos y/o de elección
popular, sino, por el contrario, en la imposibilidad poco menos que absoluta de
acceder a los mismos. La dificultad para ganar las elecciones desalentaba la
competencia interna por las candidaturas, que adquirían un valor exclusivamente
simbólico y al que sólo por razones ideológicas era razonable aspirar.
La pluralización
de la competencia política tuvo un efecto igualmente corrosivo para la unidad
partidaria. En la medida en que triunfar en una elección era posible, la
competencia por las candidaturas se veía incentivada por las recompensas
asociadas al puesto. Si había recursos para distribuir de manera selectiva, la
aspiración a obtenerlos desató la competencia interna. Así, de un partido cuasi monolítico, el pan se convirtió en uno surcado por
grupos y debilitado en su unidad. Si bien su alto grado de institucionalización
le permitió canalizar la competencia interna por el sendero del respeto a las
reglas, éstas debieron ajustarse progresivamente no siempre generando
consensos, las conductas desleales afloraron y la búsqueda de los intersticios
reglamentarios se volvió práctica generalizada.
Los dos partidos
llegaron, pues, a los comicios de julio del 2005 con similares potencialidades
centrífugas en lo que hace a la competencia entre los grupos que conforman sus
élites partidarias. Los antecedentes electorales, a su vez, dispararon la
existencia de condiciones para el éxito de los dos partidos, lo cual alentaba
conductas no cooperativas. Sin embargo, el pri fue el único que logró de
manera más o menos exitosa conservar la unidad.
El breve espacio
de tiempo que separa la elección presidencial de la de gobernador en la entidad
y lo anticipado de las campañas y precampañas federales tuvieron su influencia
en la elección local. De modo que por momentos fue difícil distinguir las
campañas en uno y otro ámbito. En los tres casos, los procesos de selección de
candidatos a la gubernatura estuvieron fuertemente influenciados por los
alineamientos en torno de las precandidaturas presidenciales de sus respectivos
partidos.
El priísmo, en el ámbito federal, se encontraba fuertemente
dividido desde la precampaña electoral del 2000 y la posterior derrota en la
elección presidencial. Desde ese momento, y en especial desde que el priísmo mexiquense apoyó a Beatriz Paredes para la
presidencia del Comité Ejecutivo Nacional del partido, las relaciones con el madracismo se encontraban muy deterioradas. De esa manera,
y en la medida en que el gobernador saliente competía contra Madrazo por la
candidatura presidencial del pri,
la élite partidaria local sabía que la única manera de obtener beneficios
políticos de corto plazo pasaba por apoyar las intenciones de Arturo Montiel
con todas las capacidades institucionales del priísmo
local (el del estado más importante gobernado por este partido). Y ese fue su
mayor recurso de unidad, complementado por una larga tradición política que,
aunque debilitada profundamente, seguía siendo valorada por los políticos
mexiquenses priístas y por el temor a las sanciones
en el caso de que no lo apoyaran y Arturo Montiel llegara a la candidatura
presidencial del pri.
En el caso del
panismo no existió tal factor de cohesión. Las precandidaturas a la gubernatura
reprodujeron las pugnas federales y puede decirse que fueron su escenario de
pruebas. Al mismo tiempo, el panismo mexiquense no encontraba incentivos para
concentrar todos sus esfuerzos en una única opción. Por el contrario, la élite
local panista tenía fuertes estímulos para disgregarse entre las diferentes
opciones federales porque en todas encontraba oportunidades de rendimientos
futuros. De este modo, el panismo trasladó, hasta el día mismo de la elección
mexiquense, las señales y alineamientos de la contienda federal.
Desde nuestro
punto de vista, un aspecto que la democracia competitiva provoca en los
partidos políticos y sus élites es que si bien incentiva a competir en la
búsqueda del voto, paradójicamente esto mismo los enfrenta con sus debilidades
estructurales.
En el caso
estudiado, el paso de un sistema no competitivo a uno competitivo puso en
contradicción la racionalidad individual de los políticos mexiquenses con la
racionalidad colectiva de sus respectivas élites. Los comportamientos de los
políticos liberados de la necesidad de las viejas lealtades pluralizaron al
sistema político al tiempo que debilitaron la unidad de los partidos. No
obstante las ventajas que en lo individual obtuvieron algunos políticos al
desconocer las viejas lealtades y compromisos, lo cierto es que en el mediano
plazo la falta de cohesión de las élites políticas debilitó la posición de los
partidos en el mercado electoral.
Inservibles los
viejos mecanismos de unidad, sólo la apelación a recursos extraordinarios
lograron restaurarla temporalmente, lo cual redundó en un reposicionamiento en
el mercado electoral. Así, ante las potencialidades centrífugas de las élites
políticas locales, la del pri
consiguió, a partir de factores externos y coyunturales, una candidatura de
unidad en la que concentró todos sus esfuerzos, los demás partidos no tuvieron
recursos semejantes, lo cual resultó coyunturalmente decisivo.
No obstante, si
los partidos no encuentran razones y mecanismos más sólidos para garantizar la
unidad como un bien colectivo, estarán expuestos a la necesidad de encontrar
recursos extraordinarios para imponerse en los sucesivos comicios o a perder
las elecciones, lo cual puede redundar en una espiral de debilitamiento organizacional
que haga cada vez más difícil su permanencia institucional.
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Toluca, El Sol de Toluca y La Jornada
Recibido: 13 de septiembre de 2006.
Aceptado: 29 de enero de 2007.
Javier Ariel Arzuaga Magnoni. Es doctor en ciencias sociales.
Actualmente se encuentra adscrito a la Facultad de Ciencias Políticas y
Administración Pública, uaem.
Sus líneas de investigación se centran en: elecciones y élites políticas en el
Estado de México. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Reflexiones
de política democrática (2006), en coautoría con Ramiro Medrano
González, Ivett Tinoco García e Igor Vivero Ávila (comps.), vol. 1, Instituto Electoral del Estado de México,
Universidad Autónoma del Estado de México; “Democracia y consenso. Una apuesta
al gobierno de lo local” (2001), Espacios Públicos, Universidad Autónoma del Estado de
México (Facultad de Ciencias Políticas y Administración Pública), Año 4(7),
Toluca, pp. 67-74; Razones del cambio en las
elecciones presidenciales en el Estado de México” (2002) en coautoría con Javier y
Carlos Alberto Sara Gutiérrez, Economía, Sociedad y Territorio, El Colegio Mexiquense, a.c., iii(ii), Zinacantepec, pp. 441-470.
Orlando Espinosa Santiago. Es maestro en sociología política;
actualmente se encuentra adscrito a la
Facultad de Ciencias Políticas y Administración Pública, uaem. Su línea
de investigación se centra en caudillismo y élites políticas.
José Javier Niño
Martínez. Es maestro en
sociología política. Actualmente se encuentra adscrito a la Facultad de Ciencias Políticas y
Administración Pública, uaem. Su línea de
investigación se centra en élites políticas partidarias en el Estado de México.
[1] Como casos paradigmáticos de estas
interpretaciones pueden verse los trabajos de Becerra, Salazar y Woldenberg (2000), Cansino (2000) o Molinar Horcasitas (1991).
[2] En este caso pueden resultar ilustrativos
los trabajos de Peschard (1988) y Pacheco (2000).
[3] El 81.3% de los estados con grados de
marginación por debajo de la mediana han tenido al menos una legislatura sin
mayoría priísta. Dicho porcentaje se reduce a 70.6%
en el caso de los estados con grados de marginación por encima de la mediana.
[4] Tomamos esta fecha dado que en ese
año la Cámara de Diputados federal tuvo esas características.
[5] Entendemos por cartelización de los
partidos políticos un proceso de transformación que va de su estructuración
como partidos de masas, en el sentido descrito por Duverger
(1981), a partidos cártel o en public
office, pasando por
una forma de organización como atrapa todo, estos dos últimos tipos de acuerdo
con las descripciones de Katz y Mair
(citados por Reveles, 2005).
En particular
queremos hacer referencia a un conjunto de cambios en la estructura de los
partidos que podrían sintetizarse de la siguiente manera: a) abandono del financionamiento
de la estructura partidaria y de las campañas electorales por parte de la base
militante y su reemplazo por la recaudación con base en gestores, primero, y el
financiamiento público, después; b) la sustitución de una amplia y
compleja trama organizacional por una dirigencia reducida y profesionalizada,
primero, y por los gobernantes y parlamentarios provenientes del partido,
después; c)
el reemplazo de los discursos dirigidos a públicos ideológicamente
identificados con el partido a discursos dirigidos a públicos más amplios
(Reveles, 2005).
[6] Para nadie es un secreto la
identificación que tiene el pan
con los postulados de la Iglesia católica, este vínculo data de los inicios del
partido, tan es así que José González Torres, dirigente nacional del partido de
1959 a 1962 “quiso acercar todavía más al partido hacia una posición más
abiertamente católica que se identificara políticamente con la democracia
cristiana” (Martínez Valle, 2000: 52).
[7] Los diarios locales dieron cuenta de
esta situación, un ejemplo de los reclamos por parte de Durán hacia el
dirigente estatal de su partido fue cuando afirmó que el Comité Directivo
Estatal respaldaba a Mendoza Ayala, el cual, según él, había cometido
violaciones al Código de Ética de Acción Nacional, exigiendo una sanción para
su contrincante en las internas. El Sol de Toluca, 28 de octubre de 2004.
[8] Esta disolución se llevó a cabo con la mayor discreción, pero resulta muy importante distinguir que los entonces dirigentes estatales acataron sin protestar la decisión del Comité Ejecutivo Nacional (cen). La delegación llevó a cabo los trabajos de organización para la designación de un nuevo dirigente, Juan Carlos Núñez Armas (identificado plenamente como colaborador de José Luis Durán Reveles), quien fue derrotado por una diferencia de sólo cuatro votos por Francisco Gárate Chapa, ex dirigente estatal (la desintegración del Comité Directivo Estatal se dio precisamente bajo su gestión) identificado con Rubén Mendoza Ayala.