De las mujeres indígenas en el Estado de México

 

González Ortiz, Felipe e Ivonne Vizcarra Bordi (2006), Mujeres indígenas en el Estado de México. Vidas conducidas desde sus instituciones sociales, El Colegio Mexiquense-Universidad

Autónoma del Estado de México, Zinacantepec, México, 247 pp. isbn 9706690832

 

Entre las muchas facetas que puso de manifiesto el movimiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) desde 1994, una muy importante fue la que tiene que ver con las condiciones terribles en las que han vivido las mujeres indígenas, no sólo en Chiapas sino en todo el país. Opresión, miseria, desnutrición, derechos elementales negados o restringidos –como el acceso a la escuela y a los servicios de salud–, negación de su derecho a decidir con quién casarse y cuántos hijos procrear, muy poco reconocimiento social a sus derechos de herencia como propietarias de una parcela (ejidal o de pequeña propiedad), puertas cerradas para su participación política en defensa de sus derechos, entre otros muchos males, constituyen el cuadro general en el que, lamentablemente, las mujeres indígenas de México viven de manera cotidiana, desde hace varios siglos.

Si hace unas décadas el feminismo mostró con claridad la invisibilidad de la mujer en la historia y la escasa atención social prestada a su vida y actividades cotidianas, con la consiguiente desvalorización de los trabajos desempeñados por mujeres (en el ámbito doméstico, pero también en las esferas del mercado en que la mujer tenía opciones de trabajo), el movimiento zapatista, por su parte, mostró a México, y al mundo entero, la situación lacerante en la que están confinadas las mujeres indígenas del país.

Las repercusiones de este hecho son múltiples y están presentes en todos los ámbitos de la vida social: incorporación de la problemática femenina indígena en las agendas legislativas; diseño de políticas públicas para atender a estas mujeres; surgimiento de movimientos sociales centrados en hacer visibles a las mujeres indígenas, por ejemplo, el caso del movimiento mazahua de Villa de Allende en defensa de sus recursos naturales como el agua; creación y desarrollo de organizaciones no gubernamentales encaminadas a atender de manera integral o parcial la problemática mencionada; redefinición de las relaciones de género en muchos pueblos indígenas, entre otras muchas.

La academia no fue ajena a estos efectos. Por el contrario, en diversos centros de investigación y universidades de México se han venido impulsando programas de investigación que buscan contribuir a conocer mejor las dimensiones de la problemática y con ello aportar a la solución de algunas dificultades que sufren las mujeres indígenas. De esta manera se renuevan, de forma más institucionalizada, los objetivos de investigación que sociólogas, antropólogas, médicas, nutriólogas y pedagogas tenían desde la década de 1970 y que hicieron posibles los primeros e importantes resultados de investigación sobre estos temas, muchos de los cuales fueron más resultado del compromiso de estas profesionales que consecuencia de una política académica institucionalizada.

En los últimos años fue posible emprender proyectos de investigación en ciencias sociales con más apoyos institucionales para realizar trabajo de campo y difundir los resultados obtenidos, a la vez que se propiciaron redes de colaboración interinstitucional para fomentar estudios de carácter comparativo, lo que ha obligado a trabajar en equipo.

En este contexto aparece, y es bienvenido, el libro Mujeres indígenas en el Estado de México. Vidas conducidas desde sus instituciones sociales de Felipe González Ortiz e Ivonne Vizcarra Bordi, coedición de dos de las instituciones académicas más importantes de la entidad, El Colegio Mexiquense y la Universidad Autónoma del Estado de México. Sus autores, estudiosos del mundo indígena en la entidad, coinciden en la preocupación por contribuir a mejorar las condiciones de vida de las mujeres indígenas que viven en dicho estado. Las dos preguntas que recorren el ordenamiento del libro, ¿qué pueden hacer las instituciones sociales de atención a las mujeres? y ¿cuáles y cómo las políticas públicas promueven la equidad de género en las poblaciones indígenas?, son muestra de esta legítima preocupación.

La investigación realizada por estos dos antropólogos está cimentada en la perspectiva de género, la cual consideran como “la guía que nos permitirá construir y desconstruir las representaciones múltiples que conducen simbólica y normativamente las vidas de las mujeres indígenas del Estado de México” (González y Vizcarra, 2006: 26).

Para entender y explicar las condiciones socioculturales de las mujeres indígenas que habitan en el Estado de México, los autores parten de suponer que “es la organización social la instancia que asigna a las mujeres una posición subordinada, explicada por la patrilinealidad en la que se socializan”; a partir de esta posición social subordinada, la que se debe a la lógica patriarcal, consideran Felipe González e Ivonne Vizcarra que las mujeres indígenas aparecen “en una condición vulnerable al asignárseles funciones de fertilidad en la sociedad, cuyo espacio privilegiado para la reproducción se da en el hogar”, espacio en “donde ellas son más fáciles de ser controladas, y no sólo por el poco valor que en las sociedades contemporáneas se le asigna al hogar, sino también porque allí se las incapacita de actividades dignificantes tanto en la autoestima individual como en la sociedad en su conjunto” (p. 34).

Por tanto, después de ofrecer en el primer capítulo una radiografía sociodemográfica que permite ubicar geográficamente a los y las hablantes de alguna lengua indígena en el Estado de México y saber su número y distribución municipal, y de mostrarlas en sus variadas jornadas de trabajo (capítulo dos), los autores ponen atención en tres instituciones de la organización social de las comunidades indígenas: 1) la familia, 2) el parentesco y 3) el sistema de cargos, para estudiar de forma analítica las condiciones de estas mujeres.

Para ordenar el análisis y el relato etnográfico, los autores se centran en el ciclo de vida de las mujeres indígenas, pues explican que éste se encuentra “inextricablemente sujeto al mundo institucional indígena, es decir, conforme se desarrolla su ciclo de vida, ellas se van insertando en roles y creencias específicas que las reglas de parentesco asignan” (p. 37), aspectos que se muestran en el tercer y último de los capítulos que componen el libro.

El primer nivel institucional que los autores trabajan es, como se mencionó, la familia, la cual es vista como la principal institución de asignación de símbolos según el género. En el análisis de ésta se señala que “se hace hincapié en las formas organizacionales para el trabajo; recaen aquí las estrategias económicas y los deberes de mujeres y hombres para reproducir el orden familiar, y se ilustran los espacios de socialización femeninos que van definiendo y proyectando roles genéricos desde el día del nacimiento” (p. 35).

La segunda dimensión institucional estudiada es la que se refiere a los lazos de parentesco, que son los sistemas vinculantes y de enlace de la familia ampliada. Así se ve “la organización espacial y territorial al interior de las comunidades, los distintos sistemas de culto que definen parentescos y asignan la rotación de mujeres por la comunidad según su elección matrimonial, las reglas de filiación, los sistemas de herencia de la tierra, y los conflictos que derivan del proceso de modernización que ha entrado a las comunidades”, todo lo cual permite ver “los desplazamientos, por cambio de hogar, de las mujeres en la comunidad dadas las reglas del matrimonio en sociedades patrilineales” (p. 36).

En relación con el ciclo de vida de la mujer indígena, su inicio está en la familia, donde la mujer es hija a la que se la asigna el papel de cuidadora (de los hermanos pequeños o de los animales). En el caso de los lazos de parentesco, la mujer está en el umbral del matrimonio y pasa de ser hija a ser madre y esposa, también con tareas asignadas de acuerdo con esta condición (procreadora y proveedora de alimentos preparados).

La escuela, institución que los autores no analizan con profundidad, representa “un momento de la vida de las niñas y las jóvenes en que el espacio del hogar es rebasado; es, por decirlo de alguna manera, la ocasión en el ciclo de crecimiento de la mujer para tomar la calle, espacio privilegiadamente masculino”, por lo que, según ellos, la escuela “es central en la vida de las mujeres indígenas, pues representa la ocasión para salir del espacio doméstico, aunque coloca expectativas en ellas que generalmente no se logran debido al sistema patriarcal en el que viven y la pobreza rural que les concierne” (p. 114). Si la escuela –que ya forma parte de la cultura indígena pues tiene varias décadas de existir en los pueblos indios– resulta así de importante en una etapa de la vida de las mujeres indígenas en el Estado de México, quizás los autores debieron analizarla con detenimiento y comprobar su afirmación anterior.

La tercera institución tratada en el libro es el sistema de cargos, el cual “se refiere al ámbito de la organización social que involucra al total de la comunidad”; se trata, dicen los autores, “de la institución indígena mayor que involucra al total de las familias nucleares de la comunidad e incorpora los lazos y vínculos que proyecta el sistema de parentesco, incluyendo las relaciones de género en la comunidad” (pp. 135-136). A diferencia de los temas anteriores, éste se desarrolla menos en el libro, probablemente debido a que en todas las comunidades los cargos los asumen los hombres, pero permite a los autores reafirmar su convicción de que “las comunidades indígenas no se salen del modelo patriarcal” (p. 138).[1]

Esa idea se reitera en diversas partes del libro pero es cuestionable. En el propio libro los autores ofrecen ejemplos de que las mujeres pueden salirse del modelo patriarcal, dentro de límites precisos, pero muestra que ellas suelen ser eficaces cuando se trata de contar con una cierta autonomía en sus decisiones o en sus prácticas, sin que esto sea suficiente para romper el modelo de dominación que los autores caracterizaron como patriarcal.

La lectura del libro permite conocer los diferentes grupos indígenas que habitan en la entidad. Aquí se reconoce y estudia a quienes desde “tiempos inmemoriales” han vivido en el territorio: mazahuas, otomíes, matlatzincas y atzincas, todos ellos hablantes de lenguas pertenecientes a la familia otomiana, además de los nahuas; pero también se estudia a otros grupos que han emigrado desde sus pueblos de origen para asentarse en diversos municipios de la entidad mexiquense, como los mixtecos, zapotecos, mazatecas, totonacas, entre otros.[2]

Los autores utilizan una doble vertiente de información. La primera fuente, de tipo cuantitativo, proviene del xii Censo General de Población y Vivienda 2000, mientras que la segunda es de corte etnográfico (observaciones y entrevistas). Los datos cuantitativos los agrupan bajo diversas variables como fecundidad, índices de masculinidad, situación laboral, educación, alfabetismo, salud, entre otras. En la parte final del libro se incluye una serie de anexos estadísticos que permiten al lector confirmar los análisis de los autores y generar nuevas interpretaciones analíticas. La información etnográfica se utiliza a lo largo del libro para mostrar la situación de mujeres y hombres indígenas con respecto a las tres instituciones analizadas y en lo referente a la condición de la mujer y su ciclo de vida. Ambos tipos de información permiten formular comparaciones entre los diferentes grupos indígenas estudiados para fundamentar algunas de las generalizaciones realizadas y/o para matizar otras y distinguir peculiaridades propias de algún grupo en particular.

Si bien hay un cuidadoso manejo de la información, también se observan algunas cuestiones que se escapan de la mirada analítica de los autores. Dos ejemplos sobresalen al respecto. El primero tiene que ver con su explicación sobre la vasta distribución geográfica de los nahuas en el territorio nacional. Los autores suponen que ésta se explica por “las migraciones, en una suerte de dispersión centrífuga que se inició durante la conquista española” (p. 62). Si bien el fenómeno tiene raíces históricas profundas (sobre todo en el periodo colonial y no sólo en la conquista), en las que la migración es un componente de la explicación, habría que mencionar también que el náhuatl durante los tres siglos coloniales (e incluso en tiempos prehispánicos) se constituyó en una lengua franca, alentada por los propios españoles en su tarea evangelizadora, que se extendió en el territorio de lo que hoy es México.

El segundo ejemplo se refiere a una omisión de los autores cuando analizan el estado civil de los indígenas asentados en el Estado de México. En el cuadro 25 que contiene información acerca de este tema, llama notoriamente la atención el porcentaje mínimo de divorcios entre mazahuas, otomíes, nahuas y mixtecos (inferior en todos los casos a 1%). ¿Qué explicación puede sugerir este dato tan contundente? Hubiese sido una veta interesante de explotar, a partir incluso de las propias premisas de los autores (perspectiva de género, ciclo de vida de la mujer, instituciones sociales propias) pero, en esta ocasión, escapó a su mirada y atención. Sin duda se trata de un fenómeno social especial que requiere estudiarse para entenderlo de manera adecuada. Seguramente, dado que se trata de investigadores serios y persistentes, en futuros trabajos lo abordarán y continuarán contribuyendo, como en el caso de este libro, al conocimiento riguroso de uno de los grupos sociales importantes en la vida plural del país en general y del Estado de México en particular. Lo importante es que este libro constituye una contribución a ese conocimiento necesario y una invitación a que otros colegas recuperen las justas preocupaciones de los autores y se apoyen en el conocimiento que ellos han generado en esta obra.

 

 

Recibido: 10 de abril de 2007.

Aceptado: 20 de julio de 2007.

 

Carlos Escalante-Fernández

El Colegio Mexiquense, a.c.

Correo-e: cescalante@cmq.edu.mx

 

Carlos Escalante Fernández. Es maestro en ciencias sociales con especialidad en desarrollo municipal. Actualmente es investigador de El Colegio Mexiquense y encargado de la Coordinación de la Maestría en Ciencias de la misma institución. Su línea de investigación se centra en la historia social de la educación en México e historia de la educación indígena. Su publicación más reciente es “Educación, historia y región: la escala municipal”, en Lucía Martínez Moctezuma y Antonio Padilla Arroyo (coords.), Miradas a la historia regional de la educación, Universidad Autónoma del Estado de Morelos-Miguel Ángel Porrúa, 2006, pp. 77-91.

 



[1] Para los autores, en el ámbito del sistema de cargos “se definen en buena medida los espacios y roles para hombres y mujeres; lo público y lo privado. La autoridad recae sobre los hombres y el espacio doméstico sobre las mujeres” (p. 37).

[2] Felipe González Ortiz fue el primero en incluir estos otros grupos indígenas en el estudio y análisis de la composición étnica de esta entidad, en su libro Estudio sociodemográfico de los pueblos y comunidades indígenas del Estado de México, coeditado por El Colegio Mexiquense y el Consejo Estatal para el Desarrollo Integral de los Pueblos Indígenas del Estado de México en 2005.

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