La privatización de la expansión
metropolitana en Buenos Aires
Pedro Pírez*
Abstract
In this paper, we present a description of some concrete processes that
made up the transformations in the metropolitan configuration and functioning
in Buenos Aires in the 1990s during the 20th Century. We are referring to
components related to the impact of processes at the macro level (national and
international) pertaining to restructuring and globalisation.
We aim to understand the “forces” that mediate between the global and the local
arenas, identifying the actors and the relationships behind metropolitan
changes as well as searching for the meaning that the city acquires and which
is understood as “privatisation”. In the first
section of the paper, this concept is made explicit.
Keywords: metropolitan expansion, privatisation, urban soil, urban services, closed urbanisation.
Resumen
En
este trabajo se presentan de manera descriptiva algunos procesos concretos que
integran las transformaciones ocurridas en la configuración y funcionamiento
metropolitanos de Buenos Aires en los años noventa del siglo xx. Se trata de componentes del impacto
de procesos de nivel macro (internacionales y nacionales) propios de la
reestructuración y la globalización. Se intenta conocer las ‘fuerzas’ que
operan como mediaciones concretas entre lo global y lo local, identificándose
los actores y las relaciones que están detrás de los cambios metropolitanos, y
buscándose la significación que adquiere la ciudad, en este caso entendida como
“privatización”. En la primera parte del artículo se hace explícito ese
concepto.
Palabras
clave: expansión metropolitana, privatización, suelo
urbano, servicios urbanos, urbanizaciones cerradas.
*Universidad
Nacional de San Martín, Argentina. Correo-e: ptpirez@mail.retina.ar.
1.
¿De qué privatización hablamos?[1]
Es
ya un lugar común referir a la privatización de nuestras ciudades a partir de
los cambios ocurridos (reestructuración y globalización) tanto en el ámbito
internacional como en cada uno de los países de América Latina en las últimas
décadas.
Para
entender de qué se trata, es preciso recordar que esas ciudades, en general, se
produjeron en un contexto de predominio de lógicas privadas. Esa producción se
realizó fundamentalmente por procesos dirigidos y ejecutados por actores
privados capitalistas que la orientaron, por un lado, por sus intereses
particulares en el logro de beneficios en cada una de las operaciones
(producción de suelo, de vivienda, de construcciones para actividades económicas,
o para infraestructuras y equipamientos) y, por otro lado, por sus intereses
generales, si puede utilizarse dicho término, para garantizar el funcionamiento
de las actividades económicas en su conjunto y las condiciones de reproducción
de la fuerza de trabajo.
El
Estado intervino intentando limitar la subordinación de la producción urbana a
los intereses particulares de cada productor. Ese intento se orientaría a
mantener el llamado interés general (la ciudad como objeto de negocio versus la ciudad como ámbito de los negocios); a
garantizar las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo, en su
asentamiento y acceso a bienes y servicios; igualmente, a fortalecer su
legitimidad en un sentido más amplio. La intervención estatal dependía en cada caso
de los actores presentes, de sus relaciones y contradicciones. El resultado fue
una tensión hacia resultados de integración social y territorial para el
conjunto de las actividades económicas y de la población, en procesos de
producción metropolitana privada.
Cuando
se habla particularmente de privatización puede referirse tanto a los procesos
de producción urbana (suelo y construcciones) como a sus resultados o
productos. La privatización de la producción urbana implica su subordinación a
decisiones de actores que se mueven en razón de una lógica de acumulación
particular de capital y que se orientan por la obtención de ganancia en primer
término, quedando en segundo lugar su posible vinculación con intereses
generales, como sería la atención de intereses o necesidades de otras unidades
económicas o de la fuerza de trabajo o de la población en general.
La
privatización de los productos se refiere a la capacidad de inclusión
territorial y social de éstos y a la tendencia a dejar fuera de su consumo a
segmentos importantes de la población. Esos efectos se relacionan, sin duda,
con los procesos de producción, pero además tienen que ver con las condiciones
de la población en general o de algunos de sus grupos en particular. Los
cambios en esas condiciones pueden deberse tanto a modificaciones en el mercado
de trabajo y en las relaciones de distribución social que dejan fuera del
acceso a los bienes urbanos a sectores importantes de la población (desempleo,
precarización del empleo, condiciones de pobreza, etc.), como a políticas
estatales que no se hacen cargo de esos cambios o a la disminución de las
políticas de apoyo a la reproducción de la población.[2]
Todo
esto es parte de una particular relación mercado-Estado, donde el mayor
predominio privado está asociado con tres situaciones: a) el Estado disminuye o debilita su intervención,
con un sesgo en favor de la producción privada del espacio urbano; b) el Estado modifica el sentido de su intervención,
orientándose no ya en razón de los “intereses generales” sino en favor de
intereses económicos particulares, y c) la emergencia de un
desequilibrio en la relación mercado-Estado por la transformación de los
actores capitalistas, como puede ser un proceso de internacionalización, que
altera su peso relativo frente al Estado y al resto de los actores sociales.
2.
La expansión metropolitana en Buenos Aires
2.1. Antecedentes
Desde
el comienzo de la expansión metropolitana de Buenos Aires, a principios del
siglo xx, la producción urbana se
diferenció en sus dos territorios significativos: centro y periferia (Pírez, 1994).
En
la ciudad central, la ciudad de Buenos Aires,[3] la
producción se basó en algunas políticas del gobierno municipal,[4] fundamen-talmente el diseño de un plano que estableció una
cuadrícula completa para toda la ciudad (1889-1904) y orientó una ocupación
relativamente homogénea del territorio desde principios de siglo (Gorelik, 1998:24); la producción de obras públicas que
dieron una fuerte centralidad,[5] y
la producción privada con regulación municipal de los servicios, especialmente
energía eléctrica y transportes (ferrocarriles, tranvías y autobuses), así como
la producción y gestión estatal de la red de agua y saneamiento. Sobre esa base
se expandió la ciudad incorporando suelo producido privadamente, estando a
cargo de los ocupantes la iniciativa para completar el medio construido (Dupuy, 1987; Pírez, 1994 y 1999).
El centro metropolitano se configura con una calidad urbana relativamente alta:
cobertura de servicios y normas de uso del suelo que, más allá de sus
limitaciones, sientan la base de una producción con capacidad de integración
social.
Por
otra parte, la periferia metropolitana,[6]
que en la primera mitad del siglo xx
creció por la expansión de las recientes clases medias[7] y
luego, a partir de los años cuarenta, de los sectores populares[8]
(en gran medida obreros industriales), contó con una infraestructura que quedó
rezagada respecto de la expansión territorial, y casi sin normas que regularan
la producción del suelo. De todas formas, el mercado del suelo, por medio del
llamado “loteo popular” (Clichevsky, 1990), permitió
el asentamiento regular de la población que se incorporaba a la ciudad. Desde
los años cuarenta, con la estatización de los servicios urbanos, si bien la
cobertura siguió siendo limitada, las tarifas bajas, y sobre todo la
‘permisibilidad’ de los consumos clandestinos, redundaron en una relativa
integración, aunque de baja calidad urbana.
El
resultado fue una ciudad que integraba en forma regular, aunque segregada y muy
desigual, a la población de menores recursos. Esos procesos se modificaron en
las últimas décadas.
2.2. La configuración metropolitana en los noventa
En
la Argentina, las políticas coherentes con el proceso de reestructuración
económica[9]
comenzaron con el gobierno militar implantado con el golpe de marzo de 1976. Se
revertió el modelo de industrialización por sustitución de importaciones,
provocando desempleo y fuerte deterioro de la distribución económica. El
gobierno central se retiró de las políticas sociales más importantes en
infraestructura (agua y saneamiento y distribución eléctrica), salud y
educación, descentralizando en primer lugar hacia los gobiernos provinciales y
luego hacia los municipios. Se inició un proceso general de disminución del
Estado,[10]
con la baja de su gasto social.
Esas
políticas se consolidaron y ampliaron durante el gobierno del presidente Carlos
S. Menem en los años noventa, en un proceso de desregulación y apertura de la
economía.
A
continuación mencionamos los aspectos más relevantes para nuestro razonamiento.
En
un contexto de reforma y achicamiento del aparato estatal, con disminución de
funciones y recursos, se transfirieron tareas a otros niveles estatales
(descentralización) y hacia empresas privadas (privatización). Se modificó el
papel del Estado, con un peso mucho menor en la aplicación de políticas y
recursos para la población de bajos ingresos y una creciente orientación hacia
la promoción de los negocios en diferentes campos (entre ellos el
inmobiliario). Esos años mostraron la presencia cada vez mayor del capital
transnacional en la economía del país, y particularmente el peso del capital
financiero, así como el predominio económico del sector terciario (finanzas y
servicios) y el crecimiento de las actividades destinadas a la exportación
(productos agropecuarios y energéticos) (Ciccolella,
2000). Los cambios provocados en el mercado de trabajo fortalecieron
relativamente algunos pocos puestos de gran calificación y remuneraciones muy
altas (generalmente en el sector terciario) y deterioraron las ocupaciones
industriales, promovieron el desempleo y el aumento de las desigualdades en la
distribución del ingreso, con una creciente polarización. De allí la emergencia
de una clase media alta con fuertes ingresos y gran capacidad de consumo y,
como contraparte, el aumento de la población bajo la línea de pobreza e
indigencia, con brechas cada vez más amplias entre ambos sectores, y el
debilitamiento de la clase media tradicional. Entre 1991 y 2002, la diferencia
entre los recursos recibidos por 20% de la población con menores ingresos y 20%
de la población con mayores recursos pasó de 9.2 a 14.5 veces. Entre 1992 y
2001, la población bajo la línea de pobreza e indigencia pasó de 27.4% a 52.4%
(Pírez, 2004: 120 y 125).
En
el ámbito metropolitano, todo ello supuso
importantes modificaciones: se transformaron los actores que producían la
ciudad. Por un lado, aparecieron nuevos actores económicos de gran poder y
capacidad de decisión sobre la configuración metropolitana, con una verdadera ‘superciudadanía’ que superaba la capacidad de regulación y
control de los usuarios y del Estado, en particular en los servicios urbanos (Pírez, 1994 y 1999; Pírez et al., 2003) y la producción del suelo. Coherentemente,
desde el Estado se promovieron las actividades privadas en la producción
urbana.[11]
Por otro lado, los grupos de menores ingresos vieron afectada su capacidad de
reproducción por la disminución de la oferta estatal de bienes urbanos (suelo,
vivienda, servicios),[12]
en momentos en que crecían el desempleo y la pobreza, y comenzaron a producir
de manera directa esos bienes, en una situación de ‘subciudadanía’
(Kovarik, 2000). Se produjo, también, un cambio en
los patrones de asentamiento residencial de las clases media alta y media, en
un proceso de suburbanización a partir del consumo de
‘urbanizaciones cerradas’.
El
resultado, en términos agregados, fue una mayor privatización de la ciudad en
el doble sentido mencionado. Para estudiar ese proceso observaremos lo que
sucedió con la producción de la expansión metropolitana.
3.
La privatización de la expansión metropolitana
En
este análisis revisaremos la producción del suelo y de las infraestructuras
urbanas atendiendo a la periferia, sin mencionar los procesos que ocurren en la
ciudad central.
3.1. La privatización de la producción del suelo metropolitano
Diferenciaremos
dos situaciones: suelo urbano para los sectores de menores recursos y
residencia de las elites.
3.1.1. El suelo
de los pobres
Desde
los años cuarenta, la población de menores recursos se asentaba en “loteos populares” y “villas de emergencia” o “villas
miseria”.
Estas
últimas fueron ocupaciones ilegales de tierras con la construcción de viviendas
muy precarias sin ninguna urbanización. Se formaron por primera vez en los años
treinta con inmigrantes desocupados (De la Torre, 1983), y ya en 1956 se
censaron allí 112,350 personas que representaban 1.9% de la población
metropolitana (Yujnovsky, 1984).
Los
“loteos populares” permitieron a la población de
bajos ingresos acceder en forma legal[13] a
la tierra urbana producida en la periferia por promotores privados, en general
sin infraestructura, a veces inundable, que se pagaba en cuotas mensuales y que
era ocupada lentamente por casas autoconstruidas (Clichevsky,
1990: 5; Prévot y Schneier,
1990: 131). Todo ello fue posible por la falta de regulaciones y el contexto de
amplia incorporación al mercado de trabajo y de redistribución económica.
Las
políticas del gobierno militar iniciado en 1976 alteraron esas condiciones, más
allá de medidas generales que disminuyeron la orientación pública de la
producción de la ciudad.[14]
En 1976 se suspendió la subdivisión de loteos y en
1977 se reguló el ordenamiento territorial y el uso, subdivisión, ocupación y
equipamiento del suelo. Fueron obligatorios requisitos de infraestructura
básica para los loteos, dimensiones y equipamientos
mínimos (Decreto Ley 8912). El efecto más importante fue la limitación de los loteos y un fuerte encarecimiento de la tierra (Clichevsky, 1999).
Esas
normas se sumaron al impacto de las políticas económicas que incrementaban la
desocupación y disminuían el salario. La consecuencia fue la crisis y
desaparición del submercado legal de loteos populares. La ciudad dejó de ofrecer suelo legal a
los pobres urbanos y éstos debieron resolver por sí mismos esa necesidad. En
los años ochenta comenzó la toma ilegal de tierras públicas y privadas y la
formación de “asentamientos”[15]
(Izaguirre y Aristazabal, 1988; Merklen,
1991 y 2000). La población excluida se organizó para ocupar (ilegalmente)
tierras y construir fraccionamientos, con base en una previa planificación que
definía áreas privadas y públicas a ser desarrolladas. Se sustituyó la acción
estatal por una planificación urbana popular orientada a la satisfacción
directa de la necesidad de quienes se organizan, planifican y construyen.
Todo
eso incrementó el deterioro del hábitat popular, tanto en términos formales
(localización ilegal en tierra y edificios privados o públicos, loteos clandestinos, etc.) como urbano-ambientales (áreas
inundables y contaminadas, sin infraestructuras ni servicios, pésima
accesibilidad, sin conexión con áreas centrales, etcétera).
En
la década del ochenta se iniciaron algunas políticas orientadas
fundamentalmente a la regularización dominial (Clichevsky, 1999). Atendieron en forma limitada el problema
sin hacerse cargo de las condiciones económicas de la población, que veía
aumentar sus gastos: pago de la tierra, impuestos prediales y tasas
municipales, y costos de los servicios urbanos privatizados. Luego de la crisis
de fines del año 2001, los municipios metropolitanos se incluyeron en el
Programa de Mejoramiento de Barrios aplicado con recursos del Banco
Interamericano de Desarrollo y con fondos nacionales. Actualmente se están
ejecutando proyectos que incluyen a 3,200 familias en seis de esos municipios.[16]
La
ausencia de procedimientos legales para resolver la necesidad de suelo
consolidó un universo irregular en la periferia y promovió la expansión
metropolitana en búsqueda de tierras para invadir o con precios accesibles para
las mínimas ofertas públicas. Para fines de los años noventa, más de un millón
de personas vivían en condiciones de irregularidad legal y de precariedad
urbano-ambiental,[17]
mientras continuaban las invasiones (Clichevsky,
1999).
3.1.2. La
residencia de los ricos
En
los años noventa se inició un proceso de suburbanización
de clases medias altas y medias que, en un contexto de fuerte desempleo,
pobreza y exclusión social, se concretó en las llamadas “urbanizaciones
cerradas”. En este texto analizamos ese proceso solamente como parte de una
planificación privada de la producción del suelo metropolitano asociada con:
· Cambios en las condiciones de la
demanda. Como consecuencia de las modificaciones económicas y del mercado de
trabajo creció y se fortaleció una clase media alta con gran capacidad de
consumo.[18] Esos grupos, insertos en
las actividades más ligadas al mercado internacional (finanzas, servicios a las
empresas, etc.), desarrollaron un estilo de vida donde el consumo ostentoso se
convirtió en elemento de identidad.[19]
Dos bienes eran esenciales: el automóvil y la residencia. Al mismo tiempo, la
producción pública de la ciudad, crecientemente debilitada, se alejó cada vez
más de sus demandas.
· Cambios en las condiciones de la producción.
Con el fin de los loteos populares quedaron reservas
de suelo que en un primer momento se destinaron a country clubs y a cementerios jardín (Prévot y Schneier, 1990: 124), y
luego a la producción de urbanizaciones cerradas. Todo eso en un contexto de
debilidad normativa: ausencia de normas metropolitanas y limitación a la
aplicación por los municipios de la Ley 8912 mencionada.
Cambian
los actores que producen suelo, se profesionalizan y concentran, e intervienen
capitales y tecnologías extranjeros (Mignaqui y Szajnberg, 2003). Se desarrolla una gran campaña de marketing[20] que fortalece el prestigio de la
residencia suburbana cerrada como parte de un estilo solamente accesible para
quienes tienen altos ingresos.
La
transformación de la red de accesos a la ciudad de Buenos Aires, privatizada a
comienzos de los años noventa, permitió conectar rápidamente al centro
metropolitano con la periferia más lejana, junto con el gran crecimiento del
uso de automóviles.[21]
Como
resultado se produjo un ámbito urbano segregado y altamente vigilado que
introdujo discontinuidad en el tejido urbano, fragmentando el espacio
metropolitano, con una frontera que no puede ser atravesada salvo por quienes
están autorizados (los propietarios y sus invitados). Ese territorio cerrado
ofrece infraestructuras, servicios urbanos (redes de electricidad, gas,
teléfono, internet, pavimentos, alumbrados, mantenimiento, espacios verdes,
vigilancia), áreas comerciales y recreativas, oficinas, servicios educativos y
centros médicos y culturales. Producen un excluyente fragmento privado de
ciudad de alta calidad. Para fines de siglo habría entre 300,000 y 500,000
personas residiendo en unas 400 unidades de esa naturaleza, más de 130 en el
municipio de Pilar, en donde cerca de 30% de la superficie es de acceso
restringido (Janoschka, 2003). Lo anterior es
particularmente significativo en las llamadas “ciudades pueblos” o “megaurbanizaciones cerradas”. Son urbanizaciones de entre
400 y 1,600 hectáreas, que incluyen a muchos barrios, con más de 2,000
viviendas y con una población potencial de cerca de 200 mil personas en la más
grande (Janoschka, 2002; Vidal-Koppmann,
2004).[22]
Al
observar la producción de esos territorios se percibe la configuración de un
proceso privado de planificación que introduce una dura racionalidad en el
emprendimiento y olvida al resto de la ciudad en la cual se asienta.
Debe
recordarse la ausencia de una planificación[23]
territorial metropolitana estatal que reconozca dicha unidad territorial de
funcionamiento. Podría suponerse que la ley provincial 8912 tendría ese
carácter, pero es una norma ‘abstracta’ hecha para la totalidad de los
municipios de esa provincia que ellos deben aplicar. Por lo demás, se reforma
en esos años para permitir este nuevo uso de suelo (Mignaqui
y Szajnberg, 2003). En consecuencia, los municipios
tienden a dirimir el asunto en relación con sus intereses particulares,
económicos y políticos. Los municipios metropolitanos periféricos (como Pilar y
Tigre), con menor ocupación del suelo, definen como ventajosas las propuestas
de los productores privados y facilitan sus proyectos. El resultado es el peso
creciente de los actores privados en las decisiones de producción inmobiliaria
(Janoschka, 2002; Núñez et al., 1998). Como dice uno de ellos, “realmente hoy lo
que permite el capital privado es determinar y regular normas” (citado por Jacky y Triegerman, 2000).
Esas
urbanizaciones son el resultado de una planificación privada que sustituye a la
inexistente o muy débil planificación estatal. La ciudad se produce en una
‘racionalización’ mercantil de operaciones individuales. Ello implica una
fuerte planificación ‘interna’ de los componentes de cada operación y un
sistema de control de su cumplimiento, con la finalidad de aumentar la calidad
del producto inmobiliario y su rentabilidad.
Esa
operación se limita a los territorios privados donde “se trata de planificar
cuidadosamente una ciudad desde su punto cero” (Clarín, 30/10/99). Como apunta el titular de la empresa a
cargo de Nordelta:[24]
[…]
la ciudad se diseña teniendo en cuenta el equilibrio entre espacios verdes,
agua y zonas urbanas; el paisaje, la forma de las calles, la localización de
los barrios, colegios, universidades, clubes, zonas comerciales… Se le da al
entorno una armonía estética y urbanística, con distintas densidades de
población y una adecuada distribución del tráfico.
De
esa forma, continúa el periodista que lo entrevista, se evitarán los problemas
de las ciudades, donde a causa de un desarrollo desordenado, el crecimiento de
la población se dispara a niveles impensados y produce inconvenientes como
embotellamiento de tránsito (Clarín,
30/10/99).
Lo
anterior muestra una operación intelectual que produce dos rupturas: a) la producción de una parte de la ciudad es
transformada en ‘la ciudad’. La parte se postula como el todo, escondiendo que
sólo es posible ‘dentro’ de una ciudad real que le ‘provee’ de las condiciones
(fuentes de trabajo, infraestructuras troncales, servicios generales) para su
existencia, aunque sea ‘autoexcluida’, y b)
el desorden urbano que resulta de la producción pública de la ciudad se reduce
a las dificultades para la vida de los grupos de mayores ingresos. Desaparece
la falta de condiciones para que la población de menores recursos pueda
asentarse regularmente.
Como
consecuencia, el ‘resto’ de la ciudad, la ciudad real que sustenta a las
urbanizaciones cerradas, queda reducida a una suerte de limbo.
Estamos
ante una planificación que niega la planificación urbana pública, desconociendo
la posibilidad de introducir una racionalidad global, diferente de la del
mercado. La ciudad se piensa cada vez más como resultado de la suma de
operaciones privadas y sus ‘intersticios’. Operaciones privadas que se
implantan en un medio “caótico, lleno de contradicciones y desventajas”. Medio
que no se percibe como objetivo de acción para su mejoramiento.
Si
avanzamos un poco, podemos ver los componentes de esa planificación:
· Un sistema normas que emanan de un
documento privado (contrato de compra-venta) y que se imponen como cláusulas de
adhesión. Estrictas normas urbanas: de zonificación, uso del suelo y
edificación. Lugares para residencia y para actividades. Los primeros
diferenciados por estratos económicos con distinta cantidad y calidad de
tierra, y por ende de precios;[25]
los segundos diferenciados por tipo de actividad. Normas de comportamiento
social a las que se comprometen quienes acceden a esas urbanizaciones.
Reglamentos de ética y de convivencia que funcionan como una suerte de derecho
de admisión (o de exclusión). Esto muestra el uso de instrumentos mercantiles
para el logro de finalidades sociales que tienden a consolidar la identidad de
cada proyecto.
· Amplia oferta de infraestructuras y
servicios de alta calidad vinculados con la “reproducción de la población” que
hace innecesario salir del territorio cerrado, salvo para ir a trabajar.
· Subordinación de recursos naturales a la
valorización del emprendimiento, tanto por la promoción de la expansión
metropolitana con un uso dilapidatorio del suelo,
como por una utilización arbitraria del suelo ocupado, como sucede con la ‘polderización’ de áreas sin control público ni estudios del
impacto sobre los residentes anteriores.
· ‘Gravámenes’ financieros para los
residentes destinados a sostener la producción y mantenimiento de infraestructura
y servicios. Esa suerte de impuestos privados tienen también la función de
diferenciar económicamente los territorios, en primer lugar en relación con el
afuera, y luego entre los diferentes “adentros”.
· La existencia de sanciones por
incumplimientos de normas que pueden llegar a multas y que son decididas por la
conducción privada de la urbanización.
· Un sistema de toma de decisiones que
somete a la población y que se estructura (administrativamente) con limitada
participación de los residentes y el predominio formal de los propietarios
originales del emprendimiento (gobierno privado-mercantil).
En
suma, se reproduce en la producción de la ciudad la lógica global del mercado:
competencia desordenada frente a una fuerte racionalidad (planificación) en
cada unidad individual, orientada al cumplimiento de condiciones de
comercialización para el logro de calidad para algunos.
3.2. La privatización de las infraestructuras urbanas
Desde
la década de 1940, los servicios urbanos del Área Metropolitana de Buenos Aires
quedaron a cargo de empresas públicas del gobierno federal (Pírez,
1999). Para fines de los años ochenta, el deterioro de esas empresas era tal
(en gran medida debido a la mala gestión de la dictadura militar) que mostraban
baja cobertura, problemas financieros e incapacidad de realizar inversiones,
mala calidad y, en algunos casos, corrupción en sus relaciones con sus
sindicatos y empresas privadas que proveían bienes y servicios. Recordemos que
esa gestión fue permisiva con los consumos clandestinos de la población de
bajos recursos, evitando en cierta medida su exclusión del servicio.
La
asociación de la crisis de las empresas con el déficit de las cuentas estatales
y con la inflación fue la gran justificación para su privatización. Ésta se
realizó velozmente a principios de los años noventa, transfiriéndose[26] a
empresas privadas la gestión de los servicios de infraestructura (teléfonos,
electricidad y gas natural, agua y saneamiento), los transportes ferroviarios
de superficie y subterráneos (los autobuses ya lo eran), y la infraestructura
vial de acceso a la ciudad.[27]
La privatización modificó a los actores y sus relaciones: el Estado se excluyó
como objeto de relaciones reivindicativas, reducido a asegurar el cumplimiento
de las relaciones de mercado, aun en su desigualdad. El ciudadano pasó a ser un
cliente frente a las empresas. Los derechos de los usuarios sobre el servicio
se diluyeron: el cliente solamente tiene derechos sobre el producto como un
equivalente del precio que paga.
Como
consecuencia de eso, los servicios dejaron de ser públicos en el sentido de un
derecho, para ser considerados actividades económicas reguladas para lograr
condiciones análogas a la competencia. Se convirtieron en una relación
comercial privada. Mejoraron en su calidad, por el aumento de su eficiencia,
pero el incremento de las tarifas tendió a dejar fuera de ellos a la población
de menores recursos.[28]
Las empresas de servicios, por lo general de origen internacional, se
convirtieron en actores con gran peso económico y político. La debilidad de los
marcos de regulación y de los organismos de control contribuyó a ello. En
algunos casos se sumaron las presiones de los gobiernos de los países de
origen.
Los
principales efectos de ese proceso son:
· Acentuación de la concentración y
exclusión económica y social. La regulación generó condiciones de muy limitado
riesgo empresario y permitió exorbitantes tasas de rentabilidad (Aspiazu y Schorr, 2003: 21).
Indexaciones basadas en la inflación de Estados Unidos,[29]
prohibidas por la Ley de Convertibilidad, dolarización y sucesivas
renegociaciones, permitieron el crecimiento de las tarifas muy por encima de la
inflación.[30] En algunos servicios como
en el gas y la electricidad, las tarifas de los usuarios residenciales aumentaron
más que las de los grandes usuarios; como consecuencia, y a diferencia de lo
que sucedía en el modelo estatal, se produjo un sesgo regresivo, con lo que
parecía un subsidio implícito en favor de los grandes consumidores industriales
(Aspiazu y Schorr, 2003:
19). Dado el incremento de la tarifas y el fin de los subsidios y de los
mecanismos permisivos que existían en la gestión estatal, la población de bajos
recursos vio dificultado su acceso y permanencia en los servicios (Pírez, 2000). Eso no solamente afectó a los usuarios
individuales, sino que alteró las condiciones urbanas para el desarrollo de las
actividades, “afectando negativamente la competitividad de numerosos sectores
económicos –en particular, aquellos, con predominancia productiva de pequeñas y
medianas empresas, vinculados a la elaboración de bienes transables– y la
distribución del ingreso” (Aspiazu y Schorr, 2003: 38).
Como resultado, las empresas de servicios
recibieron ganancias sumamente altas.[31]
· La definición de componentes importantes
de la planificación urbana por parte de las empresas. Se les transfirió a las
empresas la capacidad de definir la política y sobre todo la planificación de
los servicios, teniendo un papel clave en la configuración urbana (Pírez et al.,
1999). Cada empresa toma decisiones de acuerdo con sus necesidades mercantiles,
sobre qué territorios cubrir, qué procesos desarrollar y en qué orden hacerlo.
Se atienden poblaciones y territorios, y se realizan las operaciones que
resultan de mayor y más rápida rentabilidad (por ejemplo, la expansión de la
red de agua y no la de red de cloacas y el tratamiento del agua servida). El
Estado no cumple un rol de planificador. La posibilidad de ampliar el servicio
surge del mercado, de las relaciones entre las empresas prestadoras y los
usuarios, lo cual supone un poder de decisión privado. Como consecuencia,
dependen de las decisiones de esas empresas tanto el mercado del suelo como la
calidad de vida urbana.
· La privatización de la relación con los
usuarios. Esto es evidente en los procesos de negociación entre las empresas y
los usuarios clandestinos que se desarrollaron sin intervención de autoridad
gubernamental alguna y con manejo discrecional, pudiendo convenir soluciones
diferentes para casos análogos. La participación gubernamental ocurre solamente
cuando emerge un conflicto político (Pírez, 2000).
Tal parece ser el nuevo rol del Estado como regulador: ejercer el poder de
policía sobre las adjudicatarias de los servicios, conformando un escenario
donde el ciudadano devenido en cliente está supeditado al poder de las empresas
en una relación asimétrica.
Tal asimetría es muy clara al observar
las políticas de las distribuidoras de electricidad con la población de bajos
recursos que no puede cumplir con los pagos. Las empresas prefieren no cortar
el servicio por los costos que ello supone y porque es muy probable la
posterior conexión clandestina. En consecuencia, negocian con esos usuarios,
individual o colectivamente, diferentes formas de pago, sin la intervención de
ningún organismo estatal. Así, cobran una parte de total facturado en cada
periodo, adeudando los usuarios el resto que mes a mes se incrementa, sin que
se sepa cuándo, cómo ni quién se hará cargo de esa deuda.[32]
Conclusiones
La
producción de la periferia metropolitana de Buenos Aires vio modificar sus
procesos y sus resultados como parte del efecto de las políticas vinculadas con
la reestructuración económica, en un sesgo de incremento de la privatización en
el doble sentido mencionado.
Por
una parte, y como resultado general, se ampliaron las desigualdades
socioeconómicas, con una fuerte concentración de los ingresos y el crecimiento
de la pobreza.
De
manera más específica, aumentó la participación del capital privado. Esa
ampliación se debió a la participación de grandes actores económicos con
conexiones internacionales (capital, dirección, tecnología, financiamiento) que
organizaron operaciones altamente rentables. La producción urbana (suelo,
construcciones, servicios) tendió a organizarse por la ganancia de cada
operación particular, contribuyendo al proceso de concentración económica
indicado.
El
asentamiento en la ciudad quedó librado al esfuerzo de cada familia o grupo
social. Ya no dispuso de lugares para los pobres. La periferia metropolitana se
segmentó y segregó más. Se ampliaron las diferencias entre los respectivos
medios construidos y se profundizaron las distancias sociales.
El
espacio de la expansión metropolitana quedó marcado por la presencia dominante
de dos lógicas ‘no estatales’: la de los sectores excluidos del mercado formal,
en la satisfacción directa de su necesidad; y la producción privada capitalista
para los grupos de mayores ingresos. Como consecuencia, se dio una clara
diferenciación entre cada territorio particular producido y el resto de la
periferia. Los territorios producidos por la lógica de la necesidad, pese al
intento de adecuación formal a la urbanización regular (lotes, calles, zonas
para usos públicos, etc.), logran solamente muy baja calidad, a la vez que se
insertan en medios hostiles, donde difícilmente se producen las
infraestructuras y los servicios necesarios para su funcionamiento.
Los
ámbitos internos de la producción capitalista, las “urbanizaciones cerradas”,
parecen reproducir lo que Robert Fishman (1987) llamó
bourgeois utopias: alta calidad del hábitat, segregación basada en la
identidad social para proteger a la familia separándola de la amenaza de la
vida urbana y de los otros, particularmente los pobres, viviendo en contacto
con la naturaleza. La ciudad restante solamente parece percibirse como
condición de los flujos que permiten funcionar a esas urbanizaciones. Su
ocupación se concreta en la conectividad y su consecuencia de acceso a lugares
de trabajo y de consumo calificado, y está garantizada por la presencia de las
empresas privatizadas de servicios (accesos viales y ferrocarriles, en
particular). Por lo demás, ese ‘resto’ parece no existir. Esa calificación
implícita de “tierra de nadie” es, paradójicamente, coherente con la ocupación
(ilegal) de suelo por familias de muy bajos ingresos para construir sus
“asentamientos” de ínfima calidad urbana.
De
alguna manera, en ambas situaciones el ‘resto’ de la ciudad parece quedar
librado a las fuerzas de cada uno de los actores sociales o económicos que lo
ocupan (reproduciendo las relaciones de mercado). Las empresas que producen los
servicios de infraestructura operan y consolidan allí su capacidad de decidir
la configuración metropolitana, fortaleciendo su orientación privada en la
búsqueda de ganancias particulares. Los sectores populares, intentando vencer
su hostilidad, aplican la misma lógica de necesidad para superar su
aislamiento, produciendo servicios en ese ‘resto’.[33]
Se
produce un efecto que puede considerarse paradójico. La expansión metropolitana
resultante tiende a localizar con cierta cercanía física a los asentamientos
precarios y a las urbanizaciones cerradas de las elites. La periferia
metropolitana parece conformar un conjunto descentralizado de unidades
territoriales homogéneas hacia dentro y heterogéneas entre sí. Eso supone un
doble movimiento: pérdida de la heterogeneidad de la ciudad clásica que hacía
posible los contactos entre grupos diferentes (por la segregación y el
‘cierre’), y la emergencia de una nueva heterogeneidad (con grandes distancias
socio-económicas) en una suerte de articulación de fragmentos, en lo que hemos
llamado “microfragmentación” (Pírez,
2004: 123). Los dos extremos de la pirámide social que ocupan la periferia
quedan colocados muy cerca en el espacio, siendo posibles sus relaciones:
servicios sin calificación, aprovechamiento de residuos sólidos y otros como,
por qué no, delitos. No es ya la heterogeneidad de la integración. Es, por el
contrario, la heterogeneidad de la exclusión.
Debe
tenerse en cuenta que las condiciones de consumo de la población, que dependen
del mercado de trabajo y de las relaciones de distribución económica, son
fundamentales para definir la significación incluyente o excluyente de los
productos urbanos. La exclusión supone una sociedad que no garantiza a todos
sus miembros la adecuación entre ingresos y costos de su reproducción. De allí
que, por ejemplo, el incremento de las tarifas de los servicios no tiene los
mismos efectos en una ciudad donde todos obtienen en el mercado de trabajo los
recursos suficientes, que en otra (como en Buenos Aires) donde es cada vez
mayor la cantidad de población que no logra obtener esos recursos. Igualmente,
la obligación de mejorar la calidad del suelo que se produjo impuesta en 1977,
cuando sus demandantes no podían afrontar los mayores costos, tuvo el
resultado, paradójico, de eliminar el mercado formal del suelo para la
población de bajos ingresos.
En
suma, los cambios ocurridos en la sociedad argentina y en el Área Metropolitana
de Buenos Aires, desde mediados de los años setenta y particularmente en los
noventa del siglo pasado, caracterizados por la privatización de la producción
y de los productos, dieron lugar a una ciudad más desigual, concentradora y
segregada.
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Recibido:
21 de junio de 2005.
Aceptado:
14 de noviembre de 2005.
Pedro
Pírez es
doctor en derecho y ciencias sociales por la Universidad Nacional de Córdoba,
donde se graduó como abogado y realizó un posgrado en sociología. Actualmente
es investigador de carrera del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas (Conicet) con sede en el Centro de Estudios de Desarrollo y
Territorio de la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de
San Martín (Unsam). Es profesor titular de Gobiernos
Locales en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires,
de Sociología Urbana en la Maestría en Economía Urbana en la Universidad
Torcuato Di Tella, y de Gestión Metropolitana en la Maestría en Desarrollo
Local de la Unsam. Ha sido profesor en la Universidad
Nacional de Córdoba (Argentina); profesor-investigador en El Colegio de México,
y profesor-investigador en el Doctorado en Urbanismo de la Universidad Nacional
Autónoma de México. Ha dictado cursos de posgrado en universidades de América
Latina y de España. Lleva publicados unos 80 artículos en revistas académicas y
compilaciones. Entre los últimos se encuentran: “Instituciones políticas y
gestión urbana en el Área Metropolitana de Buenos Aires, Cuadernos Prolam/
usp, Sao Paulo, año 3, vol. 2, 2004;
“Acumulación política municipal, fragmentación metropolitana y debilidad de lo
público en Buenos Aires”, en Juan de D. Pineda y Rita Grandinetti
(coords.), La gestión pública en gobiernos locales. Experiencias latinoamericanas, Universidad Nacional de
Rosario-Universidad Autónoma de Tabasco, México, 2004; “Descentralización,
gobierno colegiado y gobernabilidad urbana. Algunas reflexiones”, en M.
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(eds.), Federalismo y
descentralización en grandes ciudades. Buenos Aires en perspectiva comparada, Banco Ciudad-Prometeo Libros, Buenos
Aires, 2004; “Buenos Aires metropolitana: expansión y privatización de una
ciudad fragmentada”, Anales Americanistas. Revista
de Ciencias Sociales, Oviedo, año 1, núm. 1, 2005. Ha publicado ocho libros,
entre los que pueden citarse: con G. Gamallo, Basura privada, servicio público, Centro Editor de América Latina,
Buenos Aires, 1994; Buenos Aires Metropolitana. Política y gestión de la ciudad, Centro Editor de América Latina-centro, Buenos Aires, 1994; con E. Rosenfeld, J. L. Karol y G. A.
San Juan, El sistema
urbano regional de redes de servicios e infraestructuras. Materiales para su
estudio, Universidad de La
Plata, La Plata, 2003.
[1] Este trabajo forma parte del proyecto ubac y t SO12 “La configuración urbana en la
Región Metropolitana de Buenos Aires en los años noventa. Bases para la
gestión”. Una versión anterior fue presentada en el Seminario Buenos Aires Metropoli Locale. Racconti de una Citta en Transformazione, Universitá degli Studi, Roma Tre, mayo, 2005.
[2] Existe una amplia literatura al
respecto. Vale la pena mencionar los trabajos de Loic
Wacquant (2001) sobre el impacto de esos procesos
combinados en el caso de las sociedades avanzadas.
[3] La ciudad de Buenos Aires, Capital
Federal desde 1880 y ciudad autónoma desde 1994, ocupa un territorio de 200 km2
desde 1887. En 2001 tenía casi 2.8 millones de habitantes.
[4] Entre 1882 y 1994, la ciudad de
Buenos Aires fue gobernada por la Municipalidad de Buenos Aires, que dependía
del gobierno federal. El presidente elegía al ejecutivo local (intendente),
mientras que el Congreso delegaba en el Concejo Deliberante, de elección
popular, atribuciones locales. Actualmente, como ciudad autónoma, elige al jefe
de gobierno y a la Legislatura.
[5] Paradigmáticamente, la Avenida de
Mayo.
[6] Integrada por municipios de la
provincia de Buenos Aires que, en número creciente en el tiempo, suman unos 30
en 2001, con una población de casi nueve millones de habitantes.
[7] Formadas por los inmigrantes de
ultramar que se integran económica y socialmente (Lattes
y Lattes, 1992; Germani,
1987).
[8] A partir de las migraciones internas
y de algunos países limítrofes (Lattes y Lattes, 1992).
[9] Tres son sus rasgos fundamentales: a) apropiación por el capital de cada
vez mayor excedente, aumentando la productividad y la explotación, con
reestructuración del proceso de trabajo y del mercado laboral; b) cambio en el modelo de intervención
estatal, en detrimento de la legitimación y la redistribución, y c) internacionalización de los procesos
económicos para incrementar rentabilidad y abrir mercados (Castells,
1995: 52-57).
[10] El lema repetido hasta el cansancio
fue: “Achicar el Estado es agrandar la Nación”.
[11] El Estado hace posibles operaciones
inmobiliarias nuevas: la gran cantidad de excepciones al Código de Planeamiento
en la entonces Municipalidad de Buenos Aires y la promoción de grandes
proyectos inmobiliarios desde el gobierno federal o en asociación con la
Municipalidad, el establecimiento de la Corporación Antiguo Puerto Madero, las
condiciones para la construcción del proyecto Abasto, los proyectos frustrados
de Retiro y Ciudad Judicial, las condiciones para la realización del
emprendimiento de Santa María del Buen Ayre,
etcétera.
[12] Se trata de la práctica eliminación
del Fondo Nacional de la Vivienda (Fonavi), de la
privatización del Banco Hipotecario y de los servicios urbanos.
[13] Entre 1947 y 1960, los propietarios
aumentaron de 43 a 67% (Clichevsky, 1999)
[14] Eliminación del congelamiento de
arrendamientos urbanos; indexación de los contratos de compra-venta de tierras,
entre ellos los loteos populares; erradicación
autoritaria y represiva de las villas miseria de la ciudad de Buenos Aires (Pírez, 1994).
[15] Así llamados para diferenciarlos de
las villas miseria y de su estigmatización social.
[16] Cfr.
www.promeba.org.ar/avance/index800.html, 11 de noviembre de 2005.
[17] Aproximadamente 10% de la población
del área.
[18] Entre 1998 y 2001, 20% de la población
de mayores ingresos recibió, respectivamente, 70.5, 70.7, 69.7 y 70.6% del
total de los ingresos metropolitanos.
[19] Proceso trabajado para los países
avanzados, por ejemplo, por Saskia Sassen (1991).
[20] Un buen ejemplo es la publicación en
los dos diarios más importantes del área metropolitana (Clarín y La Nación) de suplementos semanales destinados
a ese mercado, cubriendo además de lo inmobiliario, información sobre
construcciones, insumos para la vida suburbana, con información sobre la vida
social, deportiva y cultural de esos “barrios”.
[21] Unos tres millones de automóviles
representan 37% de los viajes en 1997. En 1970, los viajes en ese medio
ascendían a 15.4%.
[22] Actualmente se desarrollan ocho en el
Área Metropolitana de Buenos Aires (Vidal-Koppmann,
2004).
[23] Entendemos planificación como el
intento de introducir una orientación pública (integradora) por medio del
establecimiento de parámetros para el comportamiento de los actores estatales y
no estatales, sea que se haga desde intentos tradicionales, como la imposición
técnico-política de un modelo, o bien con formas no tradicionales, que integren
en la formulación y ejecución a los actores de la sociedad civil (Klink, 2003).
[24] La mayor de esas megaurbanizaciones.
[25] En Pilar del Este, una ‘ciudad cerrada’
que prevé 12 barrios privados, “pueden convivir casas de 100 mil dólares con
otras de un millón. Por eso nosotros preferimos tener sectores diferenciados.
Pero por una cuestión urbanística, no social” (Jorge Álvarez, apoderado general
de Inversiones Los Andes, s.a., en
Clarín,
27/11/1999). ¿Cuál será esa cuestión urbanística no social? No será simplemente
el fortalecimiento de la “natural” segregación social de nuestras ciudades.
[26] En diferentes modalidades que no es
relevante desarrollar ahora.
[27] Esta sección se basa en gran medida
en Pírez, 1999; y Pírez et
al., 2003, cap. 2.
[28] En las distribuciones de electricidad
y gas natural se prohibieron los subsidios cruzados, con el argumento de que
cada quien debe pagar su consumo.
[29] Entre septiembre de 1996 y diciembre
de 2001, el Índice de Precios al Consumidor en Estados Unidos se incrementó en
12%, mientras que en Argentina sufrió una deflación de 3% (Aspiazu
y Schorr, 2003: 24).
[30] La tarifa de agua, por ejemplo, se
incrementó 88.2% entre mayo de 1993 y enero de 2002, mientras que el Índice de
Precios al Consumidor aumentó 7.3% (Aspiazu y Schorr, 2003: 32).
[31] Entre 1993 y 1997, la cúpula empresaria argentina obtuvo una rentabilidad promedio de
5%, mientras que la distribución del gas logró una de 11.6%, y las telefónicas,
una de 15.6% (Pírez, 2000: 51).
[32] En algunos casos utilizan mecanismos
de “energía prepaga” por medio de tarjetas para las familias, y cabinas de
recarga.
[33] Es el caso de la cooperativa de transporte El Colmenar, que permite a los habitantes pobres de la periferia del municipio de Moreno ir a lugares de trabajo y de consumo de servicios.