El rol del capital social en los procesos de desarrollo
local. Límites y alcance en grupos indígenas
Laura Mota Díaz
Eduardo A.
Sandoval Forero*
Abstract
There is
the idea – encouraged by international organisations
and the State – that the social capital contributes to
the strengthening of democracy, equality, participation culture and therefore,
development. Nevertheless, it is necessary to ponder the concept of indigenous
social capital which embraces three elements: a) the capacity of economical and
cultural survival, b) the possibility of establishing an organisation
structure, fighting mechanisms, resistance and adjustment to a society and to a
national project in a situation of subordination and high vulnerability; and c)
the effects that the hegemonic structures have on the weakening of the
indigenous social capital and its transformation into new expressions of social
capital or even its loss and absence.
Keywords: social capital, local development, poverty, social
policy, indigenous population.
Resumen
Hay una idea,
promovida por los organismos internacionales y el Estado, en torno a que el
capital social contribuirá al fortalecimiento de la democracia, a la equidad, a
la cultura de participación y, consiguientemente, al desarrollo. No obstante,
es necesario detenernos en la noción de capital social indígena, que pasa por
tres elementos: a) la capacidad para sobrevivir
económica y culturalmente; b) la posibilidad de conformar
organización, mecanismos de lucha, resistencia y ajuste a una sociedad y a un
proyecto nacional, en medio de una relación de subordinación y vulnerabilidad
alta, y c)
los efectos que las estructuras hegemónicas tienen en el debilitamiento del
capital social indígena y su transformación en nuevas expresiones de capital
social o incluso en su pérdida y ausencia.
Palabras clave: capital social, desarrollo local, pobreza, política
social, población indígena.
*
Centro de Investigación en Ciencias Políticas y Administración Pública,
Facultad de Ciencias Políticas y Administración Pública, Universidad Autónoma
del Estado de México. Correos-e: lmd@politicas.uaemex.mx y esandovl@uaemex.mx.
Introducción
Desde los años
ochenta, en toda América Latina se han implantado diversas reformas tendentes a
conciliar el desarrollo económico con el desarrollo social. Las reflexiones más
frecuentes que anteceden a este proceso se sitúan en el origen de los problemas
de gobernabilidad, en la propia complejidad del ejercicio de un poder
omnipresente, pero también, y fundamentalmente, en la falta de legitimidad que
implica, de cara a los ciudadanos, la incapacidad para llevar a buen término
los programas políticos y para propiciar un crecimiento económico y por tanto
el bienestar de la sociedad. En este proceso, diversas han sido las fórmulas aplicadas,
sin que ello contribuya a aminorar los fenómenos de pobreza, marginación,
desigualdad y exclusión que afectan a una gran parte de los habitantes de la
región.
Las llamadas
reformas de primera generación, cuyo origen se derivó del Consenso de Washington,
y que se sintetizaron como menos Estado y más mercado, se orientaron fundamentalmente a la
apertura y estabilización económica, como respuesta a las condiciones impuestas
por la globalización económica y financiera. Mientras tanto, en el ámbito de la
función del Estado, se orientaron a la reducción del aparato burocrático.
En su
desarrollo, dichas reformas mostraron su ineficiencia para lograr –como se
esperaba– una reducción significativa de la pobreza, y en forma casi
automática, una mejora en la distribución del ingreso; tampoco dieron respuesta
al problema central de cómo generar en el Estado una nueva institucionalidad
que promoviera la mayor equidad y el desarrollo democrático. Fue entonces
cuando se plantearon las reformas de segunda generación, que, en esencia, se
orientaron a la redefinición de la relación Estado-sociedad con el objetivo de
establecer condiciones de gobernabilidad democrática que garantizaran la
relegitimación del Estado como un medio para superar la crisis social.
Tales reformas
se encaminaron a la promoción de la descentralización, la participación y el
control ciudadano sobre la gestión de los gobiernos, de acuerdo con diversos
objetivos, entre ellos: lograr un crecimiento económico sostenido, reducir los
niveles de pobreza, mejorar el desempeño de las instituciones, reformar el
sistema de justicia, así como los de salud y educación, y recuperar la
importancia de los espacios locales.
En este
contexto, el debate de los años noventa sobre el desarrollo –concebido a partir
de entonces como desarrollo humano– puso énfasis en los recursos humanos y en
los procesos políticos y sociales que se construyen a su alrededor, a partir
del postulado de que los seres humanos no son sólo un medio del desarrollo sino
su fin último. En tanto, la corriente del neoinstitucionalismo
argumentó que las instituciones y las organizaciones determinan en gran medida
el desempeño económico y social.
Fue en este
debate donde los conceptos de capital humano y capital social se tornaron
relevantes y se incorporaron a las políticas públicas, en el supuesto de que su
promoción y ampliación contribuyen a superar el subdesarrollo y permiten la
integración al modelo global. Por un lado, se planteó que el capital humano es
una vía para alcanzar productividad, progreso tecnológico y competitividad en
los escenarios económicos actuales. Por otro lado, se estableció que el capital
social contribuye al fortalecimiento de la democracia, al logro de la equidad y
a la cultura de participación, elementos que, en conjunto, conducirán al
ansiado desarrollo.
A pesar de los
argumentos y los méritos que se le atribuyen al capital social, existen muchas
imprecisiones en su definición y operación, así como en su supuesta
contribución a la reducción de la pobreza y al fortalecimiento de la
participación y la democracia, pues hay espacios que han sido poco explorados,
como el de las comunidades indígenas, que hoy día siguen siendo las más
marginadas, pobres y excluidas y que, paradójicamente, son las poblaciones que
poseen un mayor potencial para el capital social.
El objetivo en
este artículo es discutir, en una primera parte, la noción de capital social,
sus principales postulados y la contribución que se le atribuye en los procesos
de desarrollo. En una segunda parte, la discusión sobre el capital social se
traslada al ámbito del desarrollo local, especialmente hacia los municipios y
comunidades con población indígena, para mostrar los límites que encuentra para
la promoción de la participación social y el potenciamiento[1] de
las comunidades.
Partimos de la
hipótesis de que la noción de capital social indígena pasa por un balance de
tres elementos:
a) La
habilidad para sobrevivir económica y culturalmente.
b) La
capacidad de propiciar mecanismos de lucha, resistencia y ajuste a una sociedad
y a un proyecto nacional, en medio de una relación de subordinación y alta
vulnerabilidad.
c) Los
efectos que las estructuras hegemónicas tienen en el debilitamiento del capital
social indígena y su transformación en nuevas expresiones de capital social o
incluso en su pérdida y ausencia.
1. Orígenes y
desarrollo del concepto
Aunque la
discusión teórica y la utilización del concepto de capital social en las
políticas públicas orientadas a la superación de la pobreza son relativamente
recientes, podemos afirmar que hay raíces históricas del término en algunos
escritos del siglo xix. Por
ejemplo, Alexis de Tocqueville ([1840] en Fukuyama,
2000: 31), en su Democracia en América, observó que, a diferencia de
Francia, América poseía un arte de asociación valioso, y aunque no aludía
explícitamente a capital social, sí hacía referencia a la noción de
voluntariado. Émile Durkheim ([1893] en Toledo, 2004:
155), en La división del trabajo social, planteó que la conciencia colectiva
es la base para entender los procesos que constituyen la cohesión social. Según
este autor, la conciencia colectiva comprende la totalidad de las
representaciones que los individuos se hacen sobre su vida misma en sociedad y,
por tanto, también sobre las relaciones entre individuos. En la obra de Karl
Marx ([1894] en Toledo, 2004: 175), cuando aludía a las relaciones sociales de
producción, quedaba implícito el hecho de que las sociedades están cruzadas por
relaciones de grupos que se sitúan en diferentes posiciones estructurales dentro
del proceso productivo.
Ya en las
primeras décadas del siglo xx,
Lydia Judson Hanifan
([1920] en Ostrom y Ahn,
2003: 159), se refirió al papel de las comunidades en la satisfacción de las
necesidades sociales de los individuos; destacaba la existencia de elementos
como la buena voluntad, el compañerismo, la empatía y las relaciones sociales
entre individuos y familias, que conforman una unidad social (Ostrom y Ahn, 2003: 159).
En gran parte de
la literatura reciente sobre el concepto y desarrollo del capital social pueden
apreciarse tres vertientes que le otorgan a este concepto un carácter
multidisciplinario: la antropológica, la sociológica y la económica.
1.1. La vertiente
antropológica
Diversos estudios
de corte antropológico y etnológico han analizado las relaciones de
reciprocidad, confianza y solidaridad dentro de las comunidades rurales y
urbanas para referirse al funcionamiento de los sistemas sociales comunitarios.
Uno de los primeros trabajos fue el que desarrolló Marcel Mauss
([1996], en Durston, 2000: 9), en su Ensayo
sobre el Don, en el
que hace referencia al concepto de reciprocidad, a la que identifica como un
principio regidor de las relaciones institucionales formales e informales en la
comunidad. A partir de ello describe cómo en las sociedades premercantiles
operaban sistemas de intercambio basados en obsequios, que funcionaban como una
compensación de carácter obligatorio recibida por un favor y que consistía en
objetos, ayuda, o bien, otro favor. Tales relaciones –de acuerdo con Gauss–
sucedían en todos los ámbitos e instituciones de la vida humana: religioso,
político, jurídico, familiar y económico (citado en Durston,
2000: 9). Desde luego, ese comportamiento se deriva de factores culturales y
actualmente se percibe todavía en comunidades con presencia indígena.
En la década de
los sesenta, otros trabajos antropológicos trataron el concepto de
reciprocidad: los de Raymond Firth (1961), quien
basado en su concepto de organización social, mostró cómo a partir de
relaciones sociales regulares se generan instituciones y estructuras sociales;
y los de George Foster (1961), particularmente en sus conocidos escritos Los
contratos diádicos, a
los que se refiere como base de la interacción entre pares y redes de
relaciones recíprocas.
A partir de los
estudios descritos podemos decir que Mauss, Firth y Foster fueron precursores de la introducción de uno
de los términos que posteriormente daría forma al concepto de capital social:
la reciprocidad.
En los años
setenta, diversos trabajos antropológicos analizaron el tema de la migración
campo-ciudad, donde destacaban las condiciones marginales que adquirían los
migrantes en las urbes. Así, emplearon los términos de confianza y solidaridad
para referirse al funcionamiento de las redes sociales que se conformaban como
producto de las estrategias de sobrevivencia desplegadas por los pobres en las
ciudades.[2]
Hasta aquí
podemos observar la existencia de cuatro elementos que dieron forma a los
posteriores desarrollos teóricos del capital social: reciprocidad, confianza,
solidaridad y redes sociales.
1.2. La vertiente
sociológica
La introducción
del término, tal como se conoce en el debate contemporáneo, se debe a la
sociología. Durante las décadas de los ochenta y los noventa, las
investigaciones sociológicas se abocaron al análisis y redimensionamiento del
capital social, al que calificaron como un recurso que, combinado con otros
factores, produce ciertos beneficios y cuya base constituyen las relaciones
sociales que se fundamentan en normas comúnmente aceptadas.
Entre los
sociólogos más notables que estudian el concepto de capital social, destaca
Pierre Bourdieu (1983: 78), quien lo define como “el agregado de los recursos
reales o potenciales ligados a la posesión de una red durable de relaciones más
o menos institucionalizadas de reconocimiento mutuo”. De acuerdo con este
autor, es dentro del contexto de las relaciones y redes sociales donde un actor
puede movilizarse en beneficio propio. En su análisis, Bourdieu se refiere a
las relaciones sociales desiguales como campos, y sostiene que éstos conforman los
espacios de luchas donde los grupos intentan apropiarse de las posiciones
dominantes para obtener los beneficios que trae aparejados el mismo campo. Este grupo de beneficios propios de
un campo
conforman los capitales que, según Pierre Bourdieu, adoptan tres formas
esenciales: capital económico (constituido por rentas y fortunas), capital
social (compuesto por las redes y relaciones sociales) y capital cultural
(determinado por el grado de escolaridad y también por las prácticas). La
preocupación de Bourdieu se concentró en evaluar la manera en que los tipos de
capital se subordinan al capital económico y cómo interactúan con estructuras
más amplias que producen desigualdades sociales (Baquero, 2001).
Otro autor que
subraya en esta vertiente es James Coleman (1990), para quien el capital social
son “los recursos estructurales que constituyen un activo de capital para el
individuo y facilitan ciertas acciones de individuos que están adentro de esa
estructura”. Según este autor, el capital social es productivo en la medida que
posibilita el logro de ciertos fines que no serían alcanzables en su ausencia,
y se presenta tanto en el plano individual como en el colectivo. En el primero
tiene que ver con el grado de integración social de un individuo y su red de
contactos sociales; implica relaciones, expectativas de reciprocidad y
comportamientos confiables; mejora la efectividad privada, pero también
conforma un bien colectivo (citado en Durston, 2000:
9). La atención de Coleman está dirigida a la importancia de las obligaciones
mutuas, de las normas sociales y de las relaciones de confianza que revisten la
vida social.
Tanto Bourdieu
como Coleman se refieren al capital social como un atributo de grupos sociales,
colectividades y comunidades teniendo en cuenta que el rol de las instituciones
sociales en su establecimiento es importante. Por ello, puede decirse que ambos
autores son los que expresaron por vez primera, y de forma relativamente
detallada y completa, el concepto de capital social, pues los trabajos
antropológicos que les antecedieron, si bien aportaron elementos para la
construcción del concepto, no lo introdujeron en los términos actualmente
conocidos.
A partir de los
trabajos de Bourdieu y Coleman fue conformándose una gran cantidad de
investigaciones teóricas y empíricas sobre el capital social y creció
–especialmente entre los generadores de políticas– la atracción por el
concepto. Uno de los estudiosos más citados en el debate reciente es Robert
Putnam (1993: 67), para quien el capital social son los “rasgos de la
organización social, tales como las redes, las normas y la confianza, que
facilitan la acción y la cooperación para el mutuo beneficio”. A partir de su
investigación sobre los gobiernos locales en Italia, Putnam estableció que
dicho capital está constituido por el grado de confianza entre los actores
sociales, las normas de comportamiento cívico practicadas y el nivel de asociatividad que caracteriza a la sociedad, todo lo cual
fortalece la confianza social y alimenta, a su vez, las redes sociales que
hacen posible esas diversas formas de participación ciudadana.
Puede decirse
que los postulados de Putnam con relación al capital social configuran el punto
de partida para que se considere actualmente un elemento importante en el
desarrollo, ya que en sus trabajos este autor enfatiza en el hecho de que la
eficiencia de la acción y el logro de ciertos objetivos de interés nacional
están fuertemente influidos por la implicación de los ciudadanos en los asuntos
que conciernen más bien a sus comunidades. Así, destaca el aspecto de la
participación ciudadana y su promoción a partir de las redes sociales
existentes.
Otro autor
recurrente en los análisis teóricos del capital social es Alejandro Portes
(Portes y Landolt, 1996). Señala que el capital
social no es la única variable explicativa de los efectos benéficos que suelen
atribuírsele, pues la posesión de recursos materiales es tanto o más relevante
que el acceso a capital social; esto es, que si se tiene una red social
recíproca y rica en capital social pero se carece de recursos económicos,
difícilmente se logrará el éxito. Portes destaca que en el marco de las
relaciones sociales, los efectos del capital social pueden ser tanto positivos
como negativos.
1.3. La vertiente
económica
En la perspectiva
económica del capital social destaca Mark Granovetter
(1985), para quien los actores económicos no son átomos aislados sino que sus
interacciones económicas están inmersas en las relaciones, redes y estructuras
sociales. La idea central de este postulado es que las relaciones sociales son
activos económicos importantes de los individuos y de los grupos. De acuerdo
con este autor, el comportamiento racional de las personas abarca no sólo objetivos
económicos sino también la sociabilidad, la aprobación, el status y el poder; y, a la inversa, las
relaciones sociales y la estructura social juegan un papel central en el
comportamiento económico.
Desde el
institucionalismo económico, Douglass North (1990)
alude de modo implícito en la mayoría de sus escritos a la noción de capital
social. En su opinión, las instituciones son conjuntos de normas y valores que
facilitan la confianza entre los actores, pero son abstractas; mientras que las
organizaciones son manifestaciones concretas de cooperación basadas en la
confianza. En este caso, el autor destaca la importancia de las instituciones
para el fomento del capital social, pero deja claro que las organizaciones son
fundamentales, en tanto que en ellas se produce y reproduce la confianza y la
reciprocidad.
Otro de los
aportes económicos procede del estudio realizado por Stephen Knack y Philip Keefer (1997),
quienes presentan evidencia, para un amplio conjunto de economías de mercado
desarrolladas, de que el capital social, entendido a partir de la confianza y
la cooperación cívica, constituye uno de los determinantes clave del desempeño
económico.
Las tres
vertientes expuestas forman el marco teórico y el punto de partida de muchos de
los trabajos desarrollados en la actualidad sobre capital social.
1.4. Las
definiciones contemporáneas
En el debate
contemporáneo, donde el centro del capital social es el de su contribución al
desarrollo social, en la medida que puede aportar avances en la reducción de la
pobreza y lograr la gobernabilidad democrática, destacan autores como John Durston (2000: 9-10), para quien el capital social
constituye “un paradigma emergente rico en conceptos que corresponde a
realidades sociales altamente relevantes para diseñar programas orientados a
promover la participación social y superar la pobreza”. Según este autor, “el
capital social es el contenido de ciertas relaciones y estructuras sociales, es
decir, las actitudes de confianza que se dan en combinación con conductas de
reciprocidad y cooperación” (Durston,
2002: 15).
Francis Fukuyama (2000: 28) afirma que el capital social puede ser
definido como un conjunto de valores o normas informales, comunes a los
miembros de un grupo, que permiten la cooperación entre ellos. Sin embargo,
subraya que la existencia pura y simple de valores comunes no produce capital
social, pues se requieren virtudes como honestidad, cumplimiento de
obligaciones y reciprocidad.
Otros autores,
citados por Kliksberg y Tomassini
(2000: 29), que destacan las potencialidades del capital social para contribuir
al desarrollo mediante la cooperación y la participación social son: Kenneth
Newton, quien sostiene que el capital social puede ser visto como un fenómeno
subjetivo, compuesto de valores y actitudes que influyen en cómo las personas
se relacionan entre sí. Incluye confianza, normas de reciprocidad, actitudes y
valores que ayudan a las personas a trascender relaciones conflictivas y
competitivas para establecer relaciones de cooperación y ayuda mutua. Otro investigador
es Stephan Baas, para quien el capital social tiene
que ver con la cohesión social, con identificar las formas de gobierno, con
expresiones culturales y comportamientos sociales que le dan a la sociedad
mayor afinidad y hacen de ella algo más que una suma de individuos. En tanto,
James Joseph lo percibe como un vasto conjunto de ideas, ideales, instituciones
y arreglos sociales, por medio de los cuales las personas encuentran su voz y
movilizan sus energías particulares para causas públicas. Finalmente, Bullen y
Onyx lo ven como redes sociales basadas en principios de confianza,
reciprocidad y normas de acción.
Destaca en años
recientes la perspectiva de los organismos internacionales que, en ese afán por
encontrar respuestas a los múltiples problemas de desigualdad, exclusión y
pobreza que privan en los llamados países en desarrollo, se han dado a la tarea
de fomentar la utilización del capital social en los proyectos de desarrollo.
El Banco Interamericano de Desarrollo (bid) se coloca como una de las
instituciones líderes en esta visión. Así, ese organismo define el capital
social como las variadas formas de organización social que han existido a lo
largo de la historia y que han sido utilizadas por generaciones para movilizar
recursos y atender fines de orden social, económico y político. Incluye
instituciones comunitarias, autoridades tradicionales, redes de parentesco y
vecinos, organizaciones religiosas de servicio, y otras formas de asociaciones
voluntarias y de autoayuda (bid,
2001).
Para el Banco
Mundial (bm)
(2001a), el capital social se refiere a las instituciones, relaciones y normas
que conforman la calidad y cantidad de interacciones sociales de una sociedad.
No es sólo la suma de las instituciones que configuran una sociedad, sino la materia
que las mantiene juntas.
En todas las
definiciones reseñadas podemos encontrar elementos de consenso en torno al
concepto de capital social:
a) En
lo general, es concebido como el conjunto de normas de confianza, valores,
actitudes y redes entre personas e instituciones en una sociedad que definen el
grado de asociatividad entre los diferentes actores
sociales y facilitan acciones colectivas.
b) El
capital social existe en el plano colectivo y en el individual.
c) Su
utilización genera beneficios tanto individuales como colectivos.
d) Es
útil para el diseño de políticas sociales.
Sin embargo, a
pesar de ser un concepto que ha ido perfilándose durante varias décadas,
actualmente la noción de capital social se encuentra aún en formación y
discusión en su aplicación concreta al desarrollo, por el hecho de que las
sociedades han experimentado una cantidad de transformaciones que las han
llevado a una mayor complejidad, tanto en sus instituciones como en sus
organizaciones y relaciones sociales.
Por lo pronto,
asumimos que la reciprocidad, cooperación y confianza son elementos que dan
contenido al capital social, y que éstos forman un importante recurso
sociocultural en cualquier grupo humano; aunque no siempre puede producir
efectos benéficos, ya que el capital social existe también en un conjunto de
acciones individuales o colectivas que no necesariamente se orientan al bien
común. A esto agregamos el hecho de que tal recurso se transforma en capital
sólo cuando existen oportunidades que permitan la producción de beneficios.
2. Formas y tipos de
capital social
Los desarrollos
teóricos actuales han permitido ampliar la noción de capital social, al grado
que puede distinguirse una tipología.
Durston (2000: 21) plantea dos tipos de
capital social: el individual y el comunitario. El primero se manifiesta
principalmente en las relaciones sociales con contenido de confianza y
reciprocidad que posee la persona, y se extiende mediante redes egocentradas. En este caso no se persiguen objetivos
comunes para el beneficio de una colectividad, sino más bien el beneficio de
una persona usando las relaciones sociales que ha establecido con otras. En
cambio, el segundo se expresa en instituciones complejas con contenido de
cooperación y gestión que sí persiguen beneficios para la colectividad.
En el mismo
sentido, Deepa Narayan
(1999) distingue dos tipos de capital social: uno que genera lazos de unión
entre los miembros de una misma comunidad, al que denomina capital social
horizontal, y otro que genera sinergia entre grupos disímiles, al que llama
capital social vertical. El primero se limita a potenciar el bienestar de los
miembros pertenecientes a una misma comunidad, mientras que el segundo es el
tipo de capital que abre oportunidades económicas a quienes pertenecen a los
grupos menos poderosos o excluidos.
Grootaert y Van Bastelaer
(2001) distinguen tres dimensiones del capital social: su alcance (o unidad de
observación) en niveles micro, meso y macro; sus formas (o manifestaciones),
que pueden ser estructurales o cognitivas, y los canales por medio de los
cuales el capital social afecta el desarrollo, como la diseminación de
información valiosa y la toma de decisiones colectivas mutuamente provechosas.
Para Molinas
(2002), el capital social puede distinguirse en dos formas:
1. Según la relación de los
involucrados, y agrupa tres tipos: a) aglutinador, por las relaciones que se establecen
entre familiares, vecinos y amigos; b) de puente, conforme a las conexiones
horizontales entre personas con características similares, independientemente
de lo bien que se conozcan y c) Vinculante, por la capacidad de movilizar
recursos, ideas e información más allá de la comunidad por medio de
interacciones con personas en posición de poder.
2. Según su forma, agrupa dos tipos: a) cognitivo, según las normas, valores,
confianza, actitudes y creencias compartidas; es decir, se trata de un capital
subjetivo e intangible, y b) estructural, se refiere principalmente a
organizaciones –formales e informales– y a redes organizacionales y asociativas.
Cabe destacar
algunas de sus especificidades con relación a otros tipos de capital, así como
algunas limitaciones del capital social para mejorar las condiciones de vida de
las personas. Entre las características peculiares del capital social, podemos
citar lo siguiente: a) a diferencia del capital físico, que
se deprecia con el uso, el capital social se acrecienta con su uso y se
deprecia sólo si no se lo usa (Putnam, 1993); b) a diferencia de inversiones en
capital humano (y en muchos casos de los físicos), los resultados en el aumento
de productividad del capital social pueden verse en un plazo muy corto; c) el capital social no es la propiedad
privada de ninguna de las personas que se benefician de él, y d) el capital social no puede ser prestado
internacionalmente, debe producirse localmente.
De acuerdo con Grootaert y Van Bastelaer (2001),
es difícil medir el capital social. No existe aún un consenso sobre cuál es el
mejor indicador para medirlo, como lo hay en relación con el capital humano. No
obstante, pueden identificarse tres tipos de indicadores principales: a) membresía en asociaciones locales y
redes: es un indicador de capital social estructural; b) indicadores de acción colectiva:
indicadores de cohesión social que se ven reflejados en la medida que se
obtiene la provisión de servicios con base en la acción colectiva de un grupo
de individuos, y c) indicadores de confianza y
adherencia a normas: indicadores de capital social cognitivo.
En estos avances
del concepto, es posible observar el surgimiento paralelo de una corriente
crítica del capital social que se sintetiza en los siguientes puntos:
a) Que
el concepto es ambiguo y ambicioso y como tal no constituye una teoría.
b) Que
se trata de un discurso que le pone etiquetas nuevas a ideas viejas.
c) Que
en sentido estricto, no constituye una forma de capital.
d) Que
es intangible, lo que dificulta su medición.
e) Que
no hay una elaboración metodológica para saber cómo afecta cada forma de
capital social al desempeño económico y político.
f) Que
presenta un lado negativo, en tanto que es un atributo de organizaciones
delictivas, lo que, por supuesto, ya no garantiza el bien común.
A partir de
estas críticas y de otros elementos que más adelante examinamos, el
planteamiento de que el capital social puede ayudar a superar los problemas de
pobreza y a lograr la gobernabilidad democrática es cuestionable.
3. Capital social,
pobreza y desarrollo
En los últimos
cincuenta años, los enfoques sobre la pobreza y el desarrollo han venido evolucionando
a medida que las sociedades se han vuelto más complejas por los avances
científicos y tecnológicos; pero también en la medida que la pobreza y la
desigualdad se han profundizado en algunas regiones del planeta, como es el
caso de América Latina.
Por varias
décadas predominó la noción de que el crecimiento económico llevaría por sí
solo al desarrollo; tanto así que las acciones del Estado se abocaron a
invertir en capital físico e infraestructura. Con esta idea, en América Latina
la industrialización se convirtió en la estrategia más importante del
desarrollo donde la década de los cuarenta hasta la de los setenta. Para
entonces, la pobreza se concebía como la insuficiencia de ingresos económicos
para satisfacer necesidades esenciales de alimentación (Mota, 2002: 47). Según
esta visión, los pobres eran aquellos que no tenían los recursos monetarios
suficientes para adquirir una canasta básica de alimentación (Mota, 2002: 47).
En la década de
los setenta, cuando se hicieron evidentes las mayores desigualdades regionales,
la marginalidad urbana y la pobreza rural como consecuencia de los efectos que
produjo la localización industrial, comenzó a reflexionarse en el sentido de
que no era suficiente el crecimiento para lograr el desarrollo; a partir de esto
se consideró que era importante dar atención a variables como la salud y la
educación, que, para entonces, se constituían como graves problemas sociales
que limitaban el acceso al empleo y, por consiguiente, al ingreso, lo que
generaba mayor pobreza. Durante esa década se consideró que los pobres eran
aquellos cuyos ingresos resultaban insuficientes para satisfacer necesidades de
alimentación y que además carecían de satisfactores básicos como la salud, la
educación, la vivienda y servicios de agua, luz y drenaje, entre otros
elementos.
Durante todos
esos años, las acciones del desarrollo fueron competencia exclusiva del Estado;
a éste le correspondía diseñar políticas y programas, así como destinar
recursos y decidir sobre lo que consideraba prioritario. Pero la ineficiencia
mostrada hizo que a fines de los setenta el mito del Estado se derrumbara y
diera paso a una nueva discusión sobre el enfoque del desarrollo, a partir de
lo cual se planteó la necesidad del cambio de modelo económico y la reforma del
Estado.
Así, la década
de los ochenta se orientó a la puesta en práctica de los planteamientos
económicos neoliberales y de transformación del Estado. En ese entonces se
inició el proceso de democratización en América Latina y resurgió el tercer
sector, que obligó a los organismos internacionales –impulsores de la reforma–
y al propio Estado a orientar sus acciones en favor de la participación social
y la descentralización en el proceso de políticas públicas.
No obstante, al
terminar la década de los ochenta el sentimiento de retroceso en lo tocante a
las condiciones de vida era innegable, pues la expresión más dramática del
ajuste y de las secuelas del pago de la deuda fueron precisamente la pobreza y
la desigualdad, lo que generó un sentimiento de que todavía faltaba mucho por
hacer y de que había que seguir replanteando las acciones del desarrollo.
Así, en los
siguientes diez años la idea del mercado se afianzó más en el enfoque del
desarrollo, pero también cobró importancia la idea de la democratización como
un elemento indispensable. Se trataba ahora de aumentar la inserción de los
países en los mercados mundiales, enfatizar la importancia de los mecanismos de
mercado en la asignación de recursos y atribuir un nuevo papel al Estado como
regulador y supervisor antes que como productor y oferente de recursos. Esa
profunda transformación se tornaba urgente en una situación caracterizada por
interdependencias crecientes de las economías nacionales, progresiva apertura
comercial, integración de los mercados financieros mundiales y acelerado cambio
tecnológico.
Con relación al
tema de la democratización, hacia 1993 los informes mundiales de desarrollo
humano llegaron a la conclusión de que el desarrollo sólo es posible y
sostenible en la medida que la sociedad o los grupos sociales sean los
diseñadores y actores de ese proceso. De este modo se planteó que la
participación social es un elemento importante tanto para la democracia como
para la equidad (Mota, 2002: 49-59).
A mediados de
los noventa, cuando se verificó la Cumbre de Copenhague, la pobreza y el
desarrollo se colocaron como temas prioritarios en las agendas de los
organismos internacionales. En la cumbre se afirmó que el mercado por sí solo
no sería la fórmula para erradicar la pobreza, ni lograría la equidad ni la
igualdad necesarias para el verdadero desarrollo; se enfatizó así la
importancia de las personas como individuos y como actores capaces de hacer el
cambio en sus comunidades, con lo que se propuso sustituir el enfoque paliativo
por el del desarrollo de capacidades. En estos términos, el objetivo de la
erradicación de la pobreza se precisaba como una forma clara de poner en
práctica los derechos sociales y económicos señalados en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos (unesco, 2001).
Así, el concepto
de pobreza adquiere también otras dimensiones. Ya no se considera pobre sólo a
aquel que carece de ingresos suficientes para satisfacer necesidades básicas o
al que carece de servicios básicos indispensables para llevar una vida digna,
tal como se le definió en décadas anteriores, y aún en los inicios de los
noventa, cuando el Banco Mundial todavía definía la pobreza como la
imposibilidad de alcanzar un nivel de vida mínimo, refiriéndose más a la
pobreza en sentido absoluto, a la que conceptuó como la insatisfacción de
necesidades básicas según un patrón mínimo basado en el escaso nivel de
ingreso, o bien, como la insatisfacción en el acceso a servicios básicos, que
incluyen educación básica, salud, alimentación y vivienda (Banco Mundial, 1990).
A partir de la
Cumbre de Copenhague, y con base en los planteamientos de Amartya
Sen en torno a que la pobreza significa carencia de
derechos, se consideró que los pobres son aquellos que:
[…] no sólo
carecen de ingresos, sino también de las atenciones sanitarias mínimas, de la
posibilidad de acceso a la educación e incluso de agua. Carecen de
oportunidades, viven aislados y sin ningún poder. A menudo están marginados por
cuestiones de etnia, casta, geografía, género o discapacidad. Y sobre todo, no
pueden ser oídos en los sitios donde se toman las decisiones que afectan a sus
vidas (unesco, 2001:
12).
Con este enfoque
surgió una cantidad de conceptos en torno a la pobreza. Por ejemplo, el
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) introdujo varios
indicadores socioeconómicos en su definición sobre el desarrollo humano[3] y
la pobreza, al asentar que ésta tiene muchos rostros y abarca más que un nivel
bajo de ingresos, pues refleja también mala salud y educación, la privación de
conocimientos y comunicaciones, la incapacidad para ejercer derechos humanos y
políticos, y la falta de dignidad, confianza y respeto por sí mismo (pnud, 1997).
Paul Spicker (1999) propuso once posibles formas de interpretar
la pobreza: necesidad, estándar de vida, insuficiencia de recursos, carencia de
seguridad básica, falta de titularidades, privación múltiple, exclusión,
desigualdad, clase, dependencia y padecimiento inaceptable.
A partir de los
nuevos enfoques de pobreza, los términos de exclusión social y vulnerabilidad
cobran vigencia y significan los retos mediante políticas de ataque a la
pobreza. En este entendido se plantea que tales políticas deben favorecer la
equidad, la participación ciudadana y la justicia social.
No obstante
todos estos replanteamientos, la pobreza y la desigualdad continúan siendo
graves problemas, pues la consolidación de la democracia, la equidad y la
justicia social son anhelos aún no alcanzados en los países en vías de
desarrollo, en los que las estructuras políticas constituyen un enorme
obstáculo para estos alcances. Por tal razón, en los inicios del actual siglo
se mantiene vigente la discusión en torno al desarrollo y la pobreza, centrada
en los principios de equidad y democracia pero ahora con un enfoque hacia el
fortalecimiento del capital humano y particularmente del capital social.
Cabe decir que
desde 1996, los informes de desarrollo humano comienzan a utilizar el concepto
de capital social para mostrar que los procesos económicos son sostenibles y
dinámicos, no sólo en la medida que hay capital humano y financiero, pues
reconocen que no es suficiente aumentar las capacidades personales de los
individuos si no hay un conjunto de tramas sociales que hagan que esas
capacidades puedan efectivamente ponerse en juego. Desde entonces, el capital
social forma parte de las condiciones centrales del desarrollo humano, pero
adquiere mayor importancia al finalizar la década de los noventa y actualmente
se mantiene vigente en los debates sobre el desarrollo. Según esta perspectiva,
las personas, las familias y los grupos constituyen capital social por
excelencia y representan una fuente potencial para el desarrollo social y
humano.
El desarrollo
humano entraña más que el simple aumento o disminución del ingreso nacional.
Significa crear un entorno en el que las personas puedan hacer plenamente
realidad sus posibilidades y vivir en forma productiva y creadora de acuerdo
con sus necesidades e intereses. Los pueblos son la verdadera riqueza de las
naciones y por ende, el desarrollo consiste en la ampliación de las opciones
que ellos tienen para vivir de acuerdo con sus valores (pnud, 2001: 1).
Junto a esta
nueva concepción del desarrollo humano, los derechos humanos comparten una
visión común en la medida que ambos plantean como objetivo la libertad humana,
la cual resulta vital para el desarrollo de las capacidades y el ejercicio de
los derechos.
En este sentido,
la actual discusión plantea que el cumplimiento de derechos económicos,
sociales y culturales permite avanzar hacia una mayor igualdad de
oportunidades, tanto para tener acceso al bienestar como para afirmar la
diferencia en el campo de la identidad. Se sostiene, así, que el desarrollo en
el ejercicio efectivo de estos derechos debe complementarse con nuevas formas
de ciudadanía, vinculadas con el acceso al intercambio mediático y la mayor
participación de la sociedad.
Hay que decir
que la ciudadanía ha sido entendida desde los orígenes del Estado de derecho
como la posesión y el ejercicio de derechos inalienables por parte de los
sujetos que integran la sociedad, y la obligación de cumplir deberes y respetar
los derechos de los demás.[4]
Tales derechos comprenden los de autonomía individual frente al poder del
Estado y de participación en las decisiones públicas, además de los derechos
económicos, sociales y culturales que responden a los valores de igualdad,
solidaridad y no discriminación.[5]
Así, en el
debate reciente se plantea como hipótesis que una distribución más justa en el
ejercicio de la ciudadanía permite que los sectores excluidos tengan mayor
presencia en las decisiones políticas y da más viabilidad al pleno ejercicio de
los derechos sociales y culturales, lo cual redunda en un mayor bienestar
social y mejor calidad de vida (Cepal, 2000a: 302).
La ciudadanía, entonces, se percibe no sólo como una condición de libertad
privada y de derechos políticos básicos, sino también como una condición que
atañe a la calidad de vida de todos aquellos que forman parte de la sociedad.
En este supuesto:
El ciudadano
deja de ser un mero depositario de derechos promovidos por el Estado de Derecho
o el Estado Social, para convertirse en un sujeto que, a partir de lo que los
derechos le permiten, busca participar en ámbitos de “empoderamiento” (empowerment) que va definiendo según su capacidad de gestión y
también según su evaluación instrumental de cuál es el más propicio para la
demanda que quiere gestionar (Hopenhayn, 2001: 119).
Según este
planteamiento, en la medida que la sociedad sea más capaz de moldear –dentro de
ciertos límites– el funcionamiento de los sistemas, lo será más para establecer
espacios para la propia realización de necesidades y aspiraciones subjetivas.
Esto explica el uso del término “más sociedad” o “sociedad más fuerte”, puesto
que se trata precisamente de pensar cómo una sociedad, en las actuales
condiciones históricas, es capaz de aumentar su capacidad de autodeterminación.
En estos
términos se enmarca el actual discurso en torno a la lucha contra la pobreza y
el desarrollo, pues se entiende ahora que “la pobreza no es sólo un problema de
falta de ingresos o de desarrollo humano: pobreza es también vulnerabilidad e
incapacidad de hacerse oír, falta de poder y de representación” (Banco Mundial,
2001b: 14).
Conforme a esta
visión, se plantea que el ciudadano es el actor participante, en tanto que el
pobre representa al inmóvil social, pues por su misma condición carece de todas
las oportunidades para participar de manera activa en asuntos que tienen que
ver con su calidad de vida, no sólo en el sentido material sino también en el
simbólico.[6]
Por ello se concluye que:
La manera de
hacer frente a esta complejidad es el potenciamiento y la participación –local,
nacional e internacional. Los gobiernos nacionales deben dar cuenta completa a
la ciudadanía acerca del camino del desarrollo que están siguiendo. Los
mecanismos de participación pueden ofrecer a los hombres y mujeres una
oportunidad de expresar su opinión, especialmente cuando se trata de los pobres
y de los segmentos excluidos de la sociedad (Banco Mundial, 2001b: 14).
Con base en
estos planteamientos se postula al capital social como la estrategia para
superar la pobreza, fortalecer la participación ciudadana y lograr la equidad,
ya que desde distintas perspectivas se le ve como la oportunidad para
fortalecer las capacidades de la sociedad civil. Así, la recomendación es
reforzar el capital social de los pobres a partir de la implantación de
acciones que fortalezcan su capacidad de influir en las políticas estatales y
nacionales y vincular las organizaciones locales a organizaciones más amplias.
Para promover
la ciudadanía en un sentido más republicano, los Estados y sistemas políticos
deben ser capaces de absorber y reflejar las nuevas prácticas de los
movimientos sociales y combinar las políticas públicas con el capital social
que la propia sociedad a través de sus organizaciones va forjando
(Cepal,
2000a: 803).
En 1999, el
“desafío de la inclusión” dio origen al Marco Integral del Desarrollo, cuyo
acento se sitúa tanto en la consideración de elementos macroeconómicos como en
la necesidad de establecer vínculos con estrechas relaciones de colaboración
entre organismos multilaterales de desarrollo, gobiernos, sociedad civil y
sector privado. Se destaca que la participación de la sociedad civil en los
proyectos y programas de desarrollo conduce a mejores resultados en su diseño y
ejecución (Stein, 2003: 30).
En este sentido,
el bid
(2001) sostiene que el fortalecimiento de los procesos de gobernabilidad y
desarrollo participativo son necesarios para una reducción sostenida de la
pobreza. A partir de ello, afirma que el aumento de la ‘voz’ de los pobres, por
medio de la construcción de su capital social y el fortalecimiento de su
capacidad organizativa, promueve los cambios de política y el apoyo político
necesario para reducir la pobreza. Según este organismo, el capital social
contribuye a la construcción de economías competitivas, sistemas políticos
democráticos y sociedades más solidarias, sin pobreza ni exclusión.
Por su parte, en
su Informe sobre el Desarrollo Mundial 2000/2001, el bm privilegia una estrategia
contra la pobreza centrada en el desarrollo humano sostenido, la movilización
social y la potenciación de la gente, especialmente de aquella con menores
recursos; respecto a lo último, afirma que las normas y redes sociales son una
forma de patrimonio que puede ayudar considerablemente a los necesitados a
salir de la pobreza.
De igual manera,
el pnud
plantea en su Informe sobre desarrollo humano
2001 que las
transformaciones tecnológicas actuales tienen enormes posibilidades de ayudar a
erradicar la pobreza, pero reconoce que para eso es necesario construir capital
social e incrementar las capacidades institucionales.
Si el
desarrollo implica hoy capacidad para procesar información y conocimiento y
aplicarlos a la mejora de la producción y de la calidad de vida, su producción
efectiva exige disponer de la infraestructura de comunicación y del capital
humano capaz de utilizarla. Nada de eso es posible sin construir el capital
social y las capacidades institucionales necesarias al respecto (pnud, 2001:
37).
Según Durston y Miranda (2001), en la tarea de determinar los
aportes del capital social a la superación de la pobreza se mantienen al menos
dos supuestos:
a) Que
el capital social permite explorar y complejizar las dimensiones de la pobreza,
enfatizando los mecanismos culturales que la reproducen y que la mitigan. Se
destaca por ello el rol del capital social en tanto redes y normas sociales que
permiten a los grupos movilizar y acumular activos que les permitan mantener
posiciones de poder dentro de la estructura social (reproduciendo los niveles
de pobreza ya existentes). Asimismo, permite a los desposeídos desarrollar
estrategias que puedan mitigar los efectos de la pobreza mediante acciones
colectivas que les posibiliten mayores niveles de participación y protagonismo
en la solución de los problemas que enfrentan.
b) Que
el capital social permite explorar y complejizar indicadores de pobreza que
posibilitan el desarrollo de nuevas metodologías participativas, las cuales
problematicen el rol del capital social en la reproducción y mitigación de la
pobreza, al tiempo que su misma aplicación implique reforzar los niveles de
capital social ya existentes.
Ambas líneas,
según los autores citados, permiten analizar el fenómeno de la pobreza y de las
acciones consensuadas entre el Estado y la sociedad civil, incluyendo factores
de participación y fortalecimiento organizacional de los pobres.
Como puede
verse, hoy día la noción de capital social ha cobrado especial relevancia en
las discusiones y propuestas acerca del desarrollo y la superación de la
pobreza, especialmente dentro de las políticas de los organismos
internacionales, por lo que se constituyen en un paradigma vigente que se hace
presente en todos los discursos, planes y programas de desarrollo actuales.
4. Pobreza indígena y
capital social
Una vertiente del
capital social, que consideramos ha sido poco explorada, es la que tiene que
ver con los grupos indígenas de América Latina, particularmente si analizamos
el concepto de capital social de acuerdo con el supuesto de sus aportes a la
superación de la pobreza y la gobernabilidad democrática, pues hasta ahora los
indígenas continúan siendo los más pobres entre los pobres; sufren de
discriminación y exclusión social, y la violación a sus derechos humanos más
elementales sigue siendo una constante.
La crítica y
desigual situación de los pueblos indígenas tiene su origen en factores
socioculturales y económicos de larga tradición histórica, donde la
discriminación étnica juega un papel central como fuente de exclusión, pobreza
y marginalidad (Álamo, 2003: 1).
En el proyecto
moderno de constitución y formación del Estado-nación, los pueblos indígenas
quedaron simbólicamente integrados, pero excluidos en la práctica, pues su
consideración en el proyecto de nación significó su sometimiento, en una lógica
de barbarie y civilización. Fue así que el Estado asumió el rol de civilizador
y orientó sus políticas a la asimilación e incorporación de los indígenas en
los patrones de la sociedad nacional, lo cual ha significado para ellos, a lo
largo de los años, el despojo de sus bienes simbólicos y materiales, el
desconocimiento y la supresión de sus derechos colectivos y la negación de su
cultura.
Dos siglos de
construcción de las naciones de Latinoamérica han estado marcados por la
ausencia y, en muchos casos, por la oposición a lo indígena. La no aceptación a
la diferencia ha sido la constante en los proyectos nacionales, aunque también
se han presentado políticas indigenistas que protegen y multiplican la
diferencia cultural a grados tan extremos que impiden la participación de lo
indio en el Estado-nación” (Sandoval, 2001: 23).
Los grupos
indígenas de América Latina son descendientes de las extraordinarias
civilizaciones prehispánicas, herederos de una vasta cultura ancestral que se
truncó con el desembarco de los europeos en este continente.
La mayoría de
los cálculos realizados coincide en señalar que en América Latina existen 40
millones de indígenas, lo que equivale a más de 10% del total de la población
de la región. En el mismo sentido se menciona que existen alrededor de 400
grupos étnicos diferentes, cada uno de los cuales habla un idioma distinto,
tiene cosmovisión y organización social distinta, así como distintas formas de
organización económica y modos de producción adaptados a los ecosistemas que
habitan.
Bolivia,
Guatemala, Perú, Ecuador y México son los países en los que se concentra 90% de
los indígenas de la región, aunque la mayor proporción de dicho porcentaje se
ubica en sólo dos de estos países: México y Perú. No obstante, hay que decir
que en el caso de Bolivia, Guatemala, Perú y Ecuador, la población indígena
representa entre 50 y 70% de la población total que habita en cada uno de esos
países, lo que no ocurre para el caso de México, donde dicho sector representa
poco más de 10% de la población total.
En 1989, el
convenio 169 sobre los pueblos indígenas de la Organización Internacional del
Trabajo (oit),
definió a los indios como los descendientes de los habitantes originales de una
región geográfica antes de la colonización y que han mantenido total o
parcialmente sus características lingüísticas, culturales y de organización
social.
En 1991, el
Banco Mundial definió a los indígenas a partir del idioma, autoidentificación
y área geográfica, así como de la presencia de costumbres sociales y de
instituciones políticas propias, y de la existencia de una economía orientada a
la subsistencia.
José Martínez
Cobo se refiere a los pueblos indígenas como aquellas comunidades que se
consideran diferentes de los restantes sectores de la sociedad y que se
encuentran determinadas por el hecho de conservar, desarrollar y trasmitir a
las generaciones futuras sus territorios ancestrales y su identidad étnica,
considerados ambos como base de su existencia.
En nuestro
entender, los pueblos indígenas son poblaciones que además de su propia lengua
comparten un pasado histórico, territorio, valores, tradiciones, costumbres y,
por supuesto, un gran sentido de pertenencia.
4.1. Pobreza
indígena
“El común
denominador de los pueblos indígenas de América Latina sigue siendo la pobreza,
marginación, humillación y exclusión de los contextos nacionales e
internacionales, ello se refleja también en la ausencia del poder indígena y en
el no reconocimiento pleno de sus derechos, dentro de los marcos
constitucionales y legales de cada país” (Sandoval, 2001: 45).
Los pueblos
indígenas tienen los más altos niveles de analfabetismo, desnutrición, así como
elevadas tasas de mortalidad infantil y de fecundidad. A menudo sufren
discriminación, opresión y violaciones a sus derechos humanos por parte de los
sectores no indígenas y de los propios gobiernos, al grado que podría decirse
que hoy día representan uno de los grupos sociales que mayor represión ha
sufrido por parte de las fuerzas de los Estados. Entre las violaciones más
comunes a sus derechos podemos contar, entre otras, el despojo e invasión de
sus tierras comunales; la persecución a sus organizaciones tradicionales,
sociales y políticas; el no reconocimiento a sus culturas; el desprecio por sus
idiomas; la no aceptación y la sanción a sus sistemas culturales-jurídicos; el
diseño y aplicación de políticas públicas dirigidas a exterminar a la población
indígena; la prohibición de prácticas de medicina tradicional, y la aplicación
de juicios en tribunales exclusivos en idioma español, sin traductores y sin
peritajes antropológicos que contextúen los delitos cometidos por los
indígenas.
De tal modo,
sostenemos que la pobreza indígena es una pobreza condicionada por múltiples
formas de exclusión. Se trata de una pobreza no sólo de orden material sino
también y, si acaso más, de orden simbólico; es un tipo de pobreza que puede
medirse por los escasos años de escolaridad, los elevados niveles de desnutrición,
la falta de información y acceso a los medios de comunicación, y la falta de
acceso al poder, a las decisiones públicas y a la promoción social y
profesional. Dicho de otro modo, las causas fundamentales de la pobreza
indígena están enraizadas en las relaciones sociales y económicas desiguales
que ocurren entre la población indígena y los sectores no indígenas de la
sociedad.
Conforme a lo
anterior, podemos afirmar que existe una alta correlación entre la pertenencia
a un grupo indígena y los elevados niveles de pobreza. Uno de los ejemplos más
claros se encuentra en los municipios mexicanos, donde los niveles de pobreza
son casi cuatro veces más elevados en aquellos de mayor población indígena (con
niveles de casi 80%) que en los que no tienen ese tipo de población, mientras
que los niveles de pobreza extrema son 20 veces más elevados (40%). En Bolivia,
más de la mitad de la población total se encuentra en situación de pobreza; en
Guatemala, casi dos tercios de la población sufre de esa situación; en Perú, el
nivel de pobreza es de 79% entre indígenas y de 49.7% entre no indígenas
(Álamo, 2003).
Sin embargo, a
pesar de que se construyen Estados-nación con políticas de discriminación y
desigualdad sociocultural de una nacionalidad dominante sobre los grupos
étnicos –y la persistencia de este hecho en el contexto actual–, los indios han
sobrevivido. Ello se debe a que los pueblos indígenas han ofrecido resistencia,
la que se ha estructurado a partir de sus organizaciones, normas comunales,
costumbres, cultura e identidad, que reflejan un potencial rico para la
promoción y fortalecimiento del capital social.
4.2. Capital social
indígena
El mundo de los
indígenas sigue guiándose por principios de tipo colectivo, ritual y
espiritual, en oposición al mundo moderno, que promueve el individualismo, la
secularización y la materialización a partir de los bienes y el dinero. La
economía indígena está fundada en las relaciones sociales y se caracteriza más
por las nociones de reciprocidad que por los valores de mercado. De la misma
manera, la organización social tradicional se basa en el parentesco, es de
carácter informal y no se ha desarrollado en respuesta a las demandas de la
economía de mercado.
Para mostrar
estos aspectos, nos remitimos a las investigaciones que hemos desarrollado en
el Estado de México sobre los grupos indígenas, particularmente sobre los
mazahuas (la etnia más numerosa en la entidad).
El Estado de
México es la entidad más poblada del país; en el año 2000, según el Censo de
Población, tenía un total de 13’083,359 habitantes distribuidos en 124
municipios.
Se trata de una
entidad caracterizada por su diversidad social, política, cultural y étnica. En
su territorio podemos encontrar municipios altamente industrializados y
urbanizados, en los que se concentra un alto porcentaje de la población. Pero
también pueden observarse municipios semiurbanizados
y rurales con grados altos de marginación y pobreza; en estos últimos se
localiza una gran parte de la población indígena de la entidad.
La resistencia
cultural de los indígenas entrelaza lo tradicional con lo moderno en todos los
ámbitos de la vida cotidiana. Sus estrategias de supervivencia han estado
fincadas en la organización social tradicional, en la adaptación de algunos
elementos no indios, en la relación permanente con su territorio, en la
adscripción a su grupo étnico y, por supuesto, en la reactivación de los
componentes culturales más interiorizados y expresados por su población.
La eficacia ha
consistido en cambiar, adaptar y mantener sus formas de vida, producción,
relación con la naturaleza y organización social. Al mismo tiempo, la capacidad
de adaptación les ha impuesto costos culturales, sociales, familiares y
comunitarios; pero también esa versatilidad en la incorporación de lo ajeno y
en la conservación de elementos determinantes de la cultura les ha posibilitado
vivir en medio de las adversidades (Sandoval, 2001:86).
Es importante
tener en cuenta que los indios de hoy no son sólo agricultores, también son
obreros, comerciantes, albañiles, artesanos, migrantes definitivos o
temporales, vendedores ambulantes, prestadoras de servicios domésticos y, en
menor medida, profesionales. En estos procesos de transformación social,
algunos abandonan la identidad étnica, y en otros ésta se transforma; en otros
casos intentan reconstruir su condición india en su nuevo entorno formando
organizaciones que reivindiquen su cultura, necesidades materiales y derechos a
participar.
La etnia mazahua
conforma una etnorregión por sus aspectos de
identificación colectiva de indígenas contemporáneos, sin perder de vista su
devenir histórico, pero sí remarcando los actuales contextos económicos y
sociales que los obligan a readecuar la percepción del mundo, así como su
vivencia en él. La adaptación y resistencia de los mazahuas se ha conformado a
partir del sistema de organización tradicional, y en particular a partir del
sistema de cargos, que les ha servido para defender sus derechos como grupo y
desarrollar una fuerza cohesionadora intracomunitaria.
Las relaciones
sociales de los mazahuas en la cooperación y el trabajo mutuo, cuyo control se
ejerce principalmente por el sistema de cargos, apuntan a la participación
igualitaria de todos los integrantes de la comunidad. De esta forma, la
identidad de los actuales mazahuas se forja en sus prácticas culturales
colectivas, que de manera permanente se repiten y reacondicionan en tres
ámbitos de la cotidianidad indígena: la etnorregión,
los ciclos y ritos agrícolas, y las festividades mítico-religiosas.
Los espacios utilizados
para las festividades indígenas son siempre públicos: el patio de la iglesia,
las canchas deportivas, el tianguis, las calles, el cementerio y los parques.
Las procesiones, la presencia masiva de la población y las cuadrillas de
danzantes son los aglutinadores y la expresión de la sociabilidad mazahua, con
todo y sus sentimientos de pertenencia a los objetos y sujetos ceremoniales.
Estas prácticas
de sociabilidad en espacios públicos dan continuidad no sólo a las tradiciones
culturales y religiosas de las comunidades, sino también al sistema de
organización tradicional y a su constante lucha por preservar espacios que les
son inherentes a su pasado y presente indígena.
La vida
cotidiana de los mazahuas se encuentra intensamente relacionada con la vida
natural: tierra, siembra, cuidado y cosecha con todos sus ritos y fiestas en
los diversos ciclos. A partir de esto se generan códigos y lazos sociales que
le dan cohesión al grupo. Igual sucede con los diferentes periodos de la vida,
cuyas expresiones en rituales y símbolos estructuran vínculos afectivos
familiares y sociales que, junto con elementos del entorno como el espacio,
ordenan la vida individual y social.
Sin duda alguna,
la primera instancia de socialización de la cultura y de relaciones de autoridad
se genera en el grupo doméstico; ahí, el niño o niña aprende la lengua indígena
asociada a un conjunto de normas culturales y ciertas pautas de comportamiento
referidas a los roles de edad, sexo y autoridad que, posteriormente, se
desplazan al ámbito comunitario. Así, el grupo doméstico junto con todas sus
estructuras de parentesco ampliado son los que inducen a los descendientes a
colaborar en su sociedad interiorizando valores culturales que, incluso, se
oponen a los que imparten las instituciones que representan a la sociedad
nacional, como la escuela, la Iglesia y los partidos políticos.
Podemos asegurar
que el sistema de organización comunitaria compensa la inestabilidad de los
miembros del grupo doméstico y las influencias de la cultura occidental, pues
genera una gran cohesión social, definida por las diversas redes sociales,
culturales y religiosas que se entretejen en cada comunidad y que incluso se
trasladan a otros espacios como las ciudades, donde los migrantes tienden a la
conformación de redes de asistencia, cooperación y ayuda mutua para sobrevivir
en un espacio donde son explotados, marginados, humillados y discriminados.
No obstante,
podemos afirmar que la existencia de estos elementos, por sí sola, no
constituye capital social, pues si bien dichas prácticas generan la
participación en la consecución de objetivos colectivos, no contribuyen al
beneficio, porque en el contexto nacional los indígenas mantienen su posición
de subordinación con el poder político. Es decir, sus prácticas les han
permitido refuncionalizar su cultura y sobrevivir en
un mundo ajeno, pero no los conducen a superar sus situaciones de pobreza,
exclusión y marginalidad.
En todos los
casos, la autoridad y el control interno de la comunidad, o más precisamente la
gobernabilidad intracomunitaria, tienen una doble función: la reproducción
cultural y el control social indígena, por una parte; y, por otra, la
legitimación de la sujeción y dominación de la población indígena al poder de
los no indios (Sandoval, 2001: 106).
A esto se suma
la tendencia de desestructuración que están sufriendo las comunidades indígenas
por varios factores, como la introducción de grupos religiosos no católicos en
sus comunidades, el aumento de la migración y el desplazamiento por la
violencia que ejerce, de forma legítima, el Estado.
5. Capital social
indígena y desarrollo local: algunas limitantes
El contexto
signado por nuevas amenazas a la sostenibilidad del desarrollo humano ha
obligado a reconsiderar la importancia de la gestión local ante la emergencia
de desafíos que trascienden su papel tradicional, a fin de promover las
oportunidades de desarrollo de la gobernabilidad y la participación
comunitaria.
El término
desarrollo local es utilizado y entendido, a menudo, de forma ambigua, lo cual
obliga a un esfuerzo previo de conceptuación con el fin de precisar su utilidad
en la práctica. A veces por desarrollo local se entiende exclusivamente el
desarrollo de un ámbito territorial inferior, como puede ser el desarrollo de
un municipio; otras veces se utiliza para resaltar el tipo de desarrollo
endógeno que es resultado del aprovechamiento de los recursos locales de un
determinado territorio. En otras ocasiones hay quien lo presenta como una forma
alternativa al tipo de desarrollo concentrador y excluyente predominante, que
se basa esencialmente en un enfoque vertical en la toma de decisiones.
Para nosotros,
el enfoque del desarrollo local toma como unidad de actuación principal al
territorio o ámbito de una determinada comunidad; se basa en la movilización y
participación de los actores territoriales públicos y privados como
protagonistas de las iniciativas y estrategias de desarrollo local; se refiere
a territorios y actores reales, no sólo a tendencias generales que ayudan poco
al diseño de políticas de actuación en los diferentes ámbitos territoriales; y
supone el abandono de las actitudes pasivas, ya que se basa en la convicción
del esfuerzo y decisión propios para establecer y concertar localmente la
estrategia de desarrollo.
El tema indígena
también ha recuperado importancia en las discusiones recientes sobre el
desarrollo. Durante las últimas dos décadas ha habido cambios importantes en
los enfoques relativos a la identidad y los derechos indígenas. En el ámbito
internacional existen cambios que incluyen nuevos y evolucionados estándares
internacionales y un nuevo interés en el proceso.
En América
Latina, el problema indígena toma dimensiones especiales, entre otras razones
por el hecho de que la mayoría de sus países presenta la más grande diversidad
étnica del mundo, y porque, históricamente, las etnias tienen una larga
tradición de lucha. Los movimientos indios en América Latina han dejado claro
que el derecho dominante, como instrumento normativo para la convivencia
social, está rebasado por la realidad actual, pues el modelo de nación y la
concepción de Estado que originaron las constituciones políticas de América
Latina ya no corresponde a los tiempos de hoy, cuando las sociedades reclaman
pluralismo, democracia, participación social y política, justicia y respeto a
los derechos humanos.
En la década de
los ochenta, los indígenas estuvieron presentes de manera importante en
movimientos armados; los casos más significativos fueron Colombia, Guatemala y
El Salvador. A principios de la década de los noventa, la movilización y las
luchas indias en el continente se centraron en el reconocimiento de sus
culturas, de sus tierras y en general de sus derechos como pueblos. En los
primeros años del presente siglo hemos podido ver la persistencia de esta lucha
con el incremento de organizaciones indígenas.
Teniendo en
cuenta la vigencia que cobra el tema del desarrollo local y el problema
indígena, los planteamientos actuales –provenientes, en su mayoría, de
organismos internacionales– se han orientado a la búsqueda de la solución de
los problemas de pobreza y exclusión indígena, a la promoción del capital
social y al “empoderamiento” de los indígenas para hacerlos partícipes de su
propio desarrollo.
Frente a ello,
las estrategias se orientan a promover y fortalecer el capital social de estos
grupos, lo que lleva a reflexionar en distintos sentidos sobre la efectividad
de tales planteamientos en el ámbito de las comunidades indígenas, sobre todo
si consideramos el papel del Estado, pues muchas veces éste, en lugar de
promover el capital social, tiende a su desestructuración.
Algunas
reflexiones se sintetizan en los siguientes puntos que presentamos como
limitantes para el capital social indígena y el desarrollo de las comunidades.
5.1. Con relación al
empoderamiento
Si el
empoderamiento significa la expansión de la libertad de elección y acción, y,
por ende, el ejercicio pleno de los derechos humanos, consideramos que en la
población indígena éste encuentra limitaciones por los siguientes aspectos:
a) Hay
países en los que el Estado sigue implicado directamente en las violaciones de
derechos humanos de los indígenas. En México este caso es muy representativo
con los sucesos de violencia que han estado ocurriendo en Chiapas y otros en
poblaciones indígenas de Oaxaca y Guerrero.
b) Asimismo,
estamos en una época en la que si bien los avances tecnológicos e informáticos
evolucionan día con día, todavía hay muchos derechos humanos elementales que no
se cumplen cabalmente para una gran mayoría de la población, como el derecho a
la salud, educación, alimentación y vivienda, por lo que resulta paradójico
pensar que pueda ejercerse plenamente la ciudadanía.
c) En
el sistema actual no hay organismos representativos de las comunidades
dedicados a hacer valer las normas o a aplicar sanciones que se relacionen con
lo social, económico, político, de orden civil o público. Los seudoconsejos supremos instaurados en el Estado de México,
con supuesta representación, han sido controlados y puestos al servicio de los partidos
políticos: Partido Revolucionario Institucional, Partido Acción Nacional y
Partido de la Revolución Democrática, por lo que se han convertido en
verdaderos instrumentos dóciles e interlocutores de éstos y no de los
indígenas.
d) Muchas
organizaciones indígenas –que han tenido como fundamento una supuesta
representación y participación de los indígenas en los asuntos del Estado– se
desarrollaron de manera vertical: comenzaron como consejos de consulta nacional
y sólo después establecieron presencia en el ámbito local. Como consecuencia,
tales organizaciones han sido normalmente más exitosas en lograr objetivos
políticos que en conseguir desarrollo social o económico comunitario. En México
es muy clara su utilización con fines clientelares. La manipulación, el
acarreo, el soborno, la desmovilización, y todas las prácticas características
de la antidemocracia son el mejor acicate de los partidos políticos.
e) De
la misma manera, las organizaciones indígenas actuales están siendo
representadas por indígenas profesionales, lo que hace suponer que habría una
mayor posibilidad para que éstas sean representativas en el contexto nacional y
puedan interactuar en planos de igualdad. Sin embargo, lo que puede verse es la
actitud prepotente de líderes que lucran con los intereses y necesidades de los
demás indios, y obtienen recursos de instituciones y organismos
internacionales.
Los pobres son
quienes menos han podido incidir en las políticas, programas y proyectos que
los afectan, pues su participación enfrenta fuertes limitaciones debido a la
exclusión que también sufren; si a esto sumamos que los pobres están
representados por la totalidad de los grupos indígenas, el asunto es más grave
por la discriminación que enfrentan y por el status inferior que ocupan sus derechos
respecto de los derechos universalmente reconocidos.
Si el
empoderamiento se logra con el cumplimiento de los derechos y el ejercicio
pleno de la ciudadanía, vemos entonces que aún quedan muchos vacíos para lograr
tales condiciones. La participación social sigue siendo sólo parte de los
discursos políticos y la gobernabilidad democrática es aún asunto pendiente.
5.2. Con relación al
fortalecimiento del capital social
En lo que atañe
al fortalecimiento del capital social, encontramos una cantidad de
contradicciones.
a) Los
organismos estatales encargados de atender al sector indígena y de orientar
políticas públicas para la promoción de su desarrollo no han tenido más
práctica que la del control social y político de los pueblos indígenas, lo que
ha dado como resultado una atomización política de la organización indígena
independiente y la carencia de participación étnica propia (en México, el
Instituto Nacional Indigenista, por ejemplo).
b) Las políticas actuales que se
orientan a los grupos indígenas mediante la ejecución de los programas como el
Programa Nacional de Solidaridad, el Programa de Educación, Salud y
Alimentación, y actualmente Oportunidades, en México, son estrictamente
asistencialistas y poco o nada promueven la participación social.
c) La
focalización de recursos y programas ha contribuido en parte a desestructurar
comunidades, pues la selección de beneficiarios excluye a familias que las
comunidades consideran que deberían recibir el apoyo. Las comunidades indígenas
tienen un sistema de redistribución igualitaria por diferentes mecanismos de
control social, y este hecho está generando alteraciones en el orden interno (Nahmad et al., 1998: 106).
d) Los
grandes proyectos de desarrollo (como el Plan Puebla-Panamá) tienen muchas
veces consecuencias negativas para las poblaciones indígenas en tanto que
devastan su entorno y llevan también a la desestructuración de las comunidades.
La relación de los indígenas con la tierra tiene un significado que no sólo se
reduce a factores de carácter económico-productivo, sino que se trata de un
vínculo que conjuga aspectos sociales, culturales, espirituales, religiosos y
económicos.
Existen también
dificultades para el fortalecimiento del capital social, lo que se atribuye a
la creciente desconfianza de los ciudadanos hacia la efectividad de las
instituciones democráticas.
El papel del
Estado, según los postulados del capital social y su contribución al
desarrollo, debe ser promover y fortalecer el capital social, pero esto ha
quedado en el discurso, pues en la práctica poco se ha avanzado para lograr una
verdadera participación de la población indígena. Lo que puede verse, entonces,
es una tendencia a generar capital social desigual.
5.3. Con relación al
fortalecimiento local
Uno de los
argumentos más recurrentes para justificar la importancia de lo local se
refiere a que éste constituye el espacio más propicio para la participación
social en la toma de decisones. No obstante,
encontramos también varias contradicciones, especialmente cuando se trata de
poblaciones indígenas.
a) La
racionalidad para la exclusión es quizá más crudamente expresada en el nivel
local, donde las autoridades municipales o las agencias locales omiten las
necesidades de los indígenas o se rehúsan a trabajar con ellos con el argumento
de que son ignorantes y atrasados.
b) Los
pueblos indígenas han sido tradicionalmente excluidos de los procesos políticos
y esto ha limitado su capacidad de gestionar recursos. Sufren una desventaja
doble, como población rural y como grupos étnicos diferenciados con sus
intereses a menudo representados por organismos no gubernamentales.
c) La
capacidad institucional en el ámbito local es crítica para alcanzar un
desarrollo económico y social sostenible. Los procesos de capacitación y
fortalecimiento institucional, más que los ingresos o la provisión de
servicios, constituyen la esencia del desarrollo de base, ya que eso posibilita
a los indígenas tratar con otros sectores de la sociedad en términos de
igualdad. Sin embargo, podemos observar que en las comunidades indígenas
mexicanas es evidente la ausencia de capacitación de todas sus instituciones,
por lo que su actuación e interacción con otros miembros de la sociedad
continúa siendo total asimetría.
d) En
el ámbito de la gestión, se hace poco uso de técnicas y métodos para
identificar el capital social disponible antes de la formulación y evaluación
de proyectos. En México, en muchos municipios rurales sigue utilizándose el
modelo de planeación tradicional y no el de la planeación estratégica, que
supone los principios de la Nueva Gestión Pública.
e) En
el plano político, la comunidad desempeña un papel dependiente de los poderes
locales, de la penetración de los partidos políticos, de los cacicazgos, de la
lucha de clases y de la manera en que la problemática regional, estatal y
nacional incide en cada una de las poblaciones.
Aunque existen
experiencias relativamente exitosas de gestión local alternativa, cabe destacar
que hay limitantes importantes para reproducirlas en otros contextos, en lo referente
a su capacidad de impulsar el desarrollo local, pues no todas las localidades
están en condiciones de enfrentar ese reto.
Aunado a todo lo
anterior, encontramos que a los tradicionales problemas de baja integración
social como son la pobreza, la discriminación étnica y la segmentación social,
entre otros, se agregan ahora nuevos fenómenos entre los que predominan la
violencia, la inseguridad ciudadana, el narcotráfico y la corrupción, con lo
cual se debilitan, o incluso se anulan los lazos de pertenencia y el ejercicio
de una ciudadanía efectiva, lo que viene a cuestionar la tan citada democracia.
Conclusiones
Si bien
actualmente el concepto de capital social tiene relevancia para una nueva
conceptuación de las políticas públicas, por sus implicaciones para una mayor
participación de la sociedad civil y la democratización, también es cierto que
enfrenta todavía diversos obstáculos y limitantes que hacen cuestionables los
efectos que se le atribuyen en relación con el logro de la equidad, la igualdad,
la democracia y la superación de la pobreza, particularmente cuando se traslada
al espacio indígena.
Sin lugar a
duda, desde la mitad de la década pasada se ha producido un cambio marcado en
la retórica de los organismos internacionales, al introducir en sus programas
la noción de pobreza asociada con la cuestión étnica. Sin embargo, existe aún
un abismo entre la retórica y la realidad, pues no ha habido reformas serias y
profundas para lograr las condiciones en que sea posible el funcionamiento del capital
social como fuente de desarrollo.
En tanto, la
globalización continúa su camino ascendente, contradictorio, antidemocrático y
desventajoso, que afecta principalmente a los países pobres. Frente a esto,
cabe preguntarse si es posible hablar de sociedades con alto sentido de
pertenencia, cohesión y solidaridad, cuando lo que estamos viviendo en nuestras
regiones es una fragmentación social generada por la pobreza, la exclusión, la
inseguridad, la constante violación de los derechos humanos y la corrupción de
quienes han tenido en sus manos el destino de nuestros países.
Respecto a la
población indígena, el capital social, su desarrollo y fortalecimiento presenta
desniveles propios de las condiciones sociales, culturales y de etnicidad de
cada grupo indígena. En términos generales, el capital social es abundante,
aglutinador y con fortalezas que hacen que sea posible potenciarlo a partir del
respeto de sus organizaciones tradicionales. La cohesión social es una de las
mayores virtudes del capital social de los indígenas, y su extensión se
presenta hasta con la población que ha migrado a las grandes ciudades de México
o Estado Unidos. Diversas son las redes de migrantes, y también la aportación
del capital social y económico de esta población ha contribuido a que se
fortalezcan los lazos de solidaridad y de comunitarismo
en las localidades indígenas.
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Recibido:
27 de junio de 2005.
Aceptado:
9 de septiembre de 2005.
Laura Mota Díaz es maestra en ciencias sociales con especialidad en
desarrollo municipal por El Colegio Mexiquense a.c. y candidata a doctora en
ciencias políticas y sociales con orientación en administración pública por la
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam. Como líneas de investigación
maneja la pobreza, las políticas públicas y el desarrollo local. Son sus
últimas publicaciones: “As faces atuais da pobreza
urbana: elementos para uma reorientacão
da política social”, en Antonio David Cattani y Laura
Mota Díaz (coords.), Desigualdades
na América Latina. Novas perspectivas analíticas, Editora ufrgs, Porto Alegre, 2005, pp.
73-89; “Los rostros actuales de la pobreza urbana: elementos para una
reorientación de la política social”, en Laura Mota Díaz y Antonio David Cattani (coords.), Desigualdad,
pobreza, exclusión y vulnerabilidad en América Latina. Nuevas perspectivas
analíticas, fcpyap,
uaem-cemapem-ufrgs-alas, México, 2004, pp. 81-100;
“Administración y políticas de educación superior en México. Logros y
dificultades para la vinculación investigación-posgrado”, en Laura Mota Díaz y
José Luis Cisneros (coords.), La
educación superior en América Latina, globalización, exclusión y pobreza, Universidad Autónoma Metropolitana,
unidad Xochimilco-Insumisos Latinoamericanos-Libros en Red, Buenos Aires, 2004,
pp. 395-429; y “Urbanización y gobierno local: los desafíos municipales en la
era global”, en Desarrollo Local en un mundo
Global, de autores
varios, Universidad de Málaga, España, 2004 (versión electrónica en cd).
Eduardo
Andrés Sandoval Forero obtuvo
el grado de doctor en sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la unam,
y es investigador nacional nivel ii.
Su línea de investigación se centra en las culturas indígenas. Entre sus
publicaciones sobresalen: Cultura y organización social en los indígenas
mexiquenses, Universidad
Autónoma del Estado de México-Unidad de Apoyo Académico a Estudiantes
Indígenas-Fundación Ford-anuies,
México, 2005; el cd multimedia Presencia
indígena en el Estado de México, Universidad Autónoma del Estado de
México-Unidad de Apoyo Académico a Estudiantes Indígenas-Fundación Ford-anuies,
México, 2005; La Danza de los Arrieros: entre
la identidad y la memoria,
ediciones
Insumisos Latinoamericanos, México, 2004; y
El temazcal otomí. Ritual de purificación, sanación y refrescamiento, Universidad Autónoma
Indígena de México-uaeméx, México, 2003.
[1] “El
potenciamiento se entiende como la ampliación de la capacidad y las opciones de
la gente; en otras palabras, significa que en el curso de su vida cotidiana la
gente puede participar en la adopción de decisiones que afecten a sus vidas o
apoyarlas, sin estar sujetos a hambre, pobreza y privación” (pnud, 1998).
[2] En
México destacan los trabajos de Larissa Adler, Cómo sobreviven los marginados
(1975), y de Lourdes Arizpe, Indígenas
en la Ciudad de México. El caso de las “Marías”
(1979). Un antecedente importante, que vale la pena mencionar, es el texto de
Oscar Lewis titulado Antropología
de la pobreza, escrito a fines de los cincuenta y
difundido en la década de los sesenta.
[3] Desde
que se publicó el primer Informe sobre desarrollo humano en 1990, se ha
presentado el Índice de Desarrollo Humano (idh) como una medición compuesta
del tema. A partir de entonces se han implantado tres complementarios: el
Índice de Pobreza Humana (iph),
Índice de desarrollo Relativo al Género (idg) e Índice de Potenciación de
Género (ipg)
(pnud,
2001).
[4] La
ciudadanía, además, puede entenderse no sólo como el conjunto de instituciones
y reglas que existen en una sociedad, sino también como las disposiciones a
usar esas reglas en determinados sentidos, lo que implica el fortalecimiento de
la sociedad a partir de la democracia (Durston y
Miranda, 2001).
[5] Entre
estos derechos se han reconocido y consagrado los derechos al trabajo, a un
nivel de vida adecuado, a la salud, a la alimentación, el vestido, la vivienda,
la educación y la seguridad social, entre otros (Cepal,
2001).
[6] La Cepal entiende lo simbólico como lo inmaterial. Así habla
de la pobreza simbólica para referirse a aquella que puede medirse en escasos
años de escolaridad, desconocimiento respecto al uso de los nuevos medios de
comunicación y falta total de acceso al poder y las decisiones públicas, y a
las redes de promoción social y profesional (Cepal,
2000b).