Estrategias ambientales, legitimación gubernamental y
regulación social: exploraciones en cuatro ciudades colombianas
Peter Charles Brand*
Abstract
This
paper explores the political meaning of environmental urban management. It
argues that the environment only becomes important as values are added to it, making possible
its extraction from the realm of the natural sciences, and attach a social
meaning to it. In the urban field, this potential meaning lays on the urban
administrations, and it is achieved through discursive constructions and
spatial representations framed by a “project of the city”, or by the way in
which each city “talks about itself”. In the cities of the neoliberal globalisation, the environment acquires a special
importance in order to build meanings of collective welfare and thus legitimise the local governments, as well as regulate
social behaviour. However, the way in which this is
done depends on urban trajectories, political traditions, institutional
capacity and regional cultures. These processes are investigated in the four
most important cities in Colombia: Bogota, Medellin, Cali and Barranquilla.
Keywords: urban environment, discourse, legitimisation,
regulation, Colombia.
Resumen
En este
artículo se explora el significado político de la gestión ambiental urbana. Se
argumenta que el ambiente únicamente se vuelve importante en la medida que en él se
construyan valores que lo extraigan de las ciencias naturales para dotarlo de
sentido social. En el ámbito urbano, esta potencia significacional
se ubica en las administraciones urbanas, y se realiza mediante construcciones
discursivas y representaciones espaciales enmarcadas en un ‘proyecto de
ciudad’, o la manera en que cada ciudad ‘habla de sí misma’. En las ciudades de
la globalización neoliberal, el ambiente adquiere especial importancia para
construir sentidos de bienestar colectivo y así legitimar a los gobiernos
locales y regular el comportamiento social. Sin embargo, cómo lo hace depende
de las trayectorias urbanas, las tradiciones políticas, la capacidad
institucional y las culturas regionales. Estos procesos se indagan en las
cuatro ciudades principales de Colombia: Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla.
Palabras clave:
ambiente urbano, discurso, legitimación, regulación, Colombia.
*
Universidad Nacional de Colombia (sede Medellín). Correo-e: pbrand@unalmed.
edu.co.
Introducción[1]
El cambio del
siglo presenció una notable preocupación por el ambiente urbano. Desde la
Cumbre Mundial de Río de Janeiro de 1992, el tema del desarrollo sostenible
giró hacia la acción concreta a escala local (Agendas 21 Locales) y las
ciudades empezaron a entenderse como piezas clave para remediar el deterioro
ambiental global. Además, en contraste con los reticentes gobiernos nacionales,
los problemas ambientales fueron asumidos con entusiasmo por muchas
administraciones locales. En el ámbito urbano, la política ambiental
internacional resonaba con crecientes dificultades con la prestación de
‘servicios ambientales’ como el agua y los paisajes; la contaminación del aire
y el suelo se volvió un asunto sensible en cuanto a la salud humana, y una
imagen urbana ‘verde y limpia’ se erigió como un requisito indispensable en el
nuevo entorno de la competitividad económica. Si bien en Colombia, como en muchos
países, se estableció un amplio sistema de instituciones, programas, mecanismos
de financiación, normas y sanciones para la protección de los recursos
naturales en función del desarrollo sostenible a escala nacional,[2] en
cada ciudad se armó un paquete propio de instrumentos para gestionar los
problemas locales.
En este artículo
se pretende explorar el significado político de la gestión ambiental urbana y
su impacto social y espacial en las ciudades. Frente a la creciente
tecnificación del tema ambiental, por un lado, y en medio de las deterioradas
condiciones sociales, por otro, se indaga la manera en que la gestión ambiental
pudiera adquirir la vitalidad e importancia que tiene en las ciudades
colombianas. En particular, interesa la articulación de la gestión ambiental
con los intereses de los gobiernos locales. Más allá de la racionalidad
científica derivada de la ecología, se argumenta que el ambiente únicamente se
vuelve importante en
tanto se construyen ahí valores que lo extraen del reino de las ciencias
naturales para dotarlo de sentido social. Se propone que este traslado del
ambiente a un campo de acción socialmente significativo es una competencia de
las administraciones urbanas, que se realiza con base en construcciones
discursivas y representaciones espaciales enmarcadas en un ‘proyecto de
ciudad’.
Este proyecto de
ciudad del siglo xxi está
enmarcado por los dilemas de la globalización neoliberal. La globalización ha
traído consecuencias socialmente regresivas para las ciudades, los prometidos
beneficios amplios no se han materializado y se han profundizado la desigualdad
social y la pobreza. Al mismo tiempo, las reformas del Estado han quitado a los
gobiernos locales los instrumentos institucionales y fiscales para garantizar
un bienestar mínimo para las mayorías urbanas. Se indaga, entonces, hasta qué
punto y cómo los gobiernos urbanos, para reestablecer
un sentido de legitimidad, han construido en el ambiente una esfera de ‘calidad
de vida urbana’ aparentemente desligada de la economía, al mismo tiempo
generando un nuevo campo de regulación social y control de poblaciones urbanas
cada vez más informalizadas.
El acercamiento
al tema, en este artículo, privilegia el análisis del discurso, aunque desde
luego las posibilidades no se agotan ahí. En esta exploración aplicada no cabe
una exposición sistemática del método general del análisis de discurso, por lo
demás una estrategia epistemológica compleja en sus estructuras conceptuales y
con múltiples opciones temáticas y matices analíticos (Brand, 2005; Sharp y
Richardson, 2001; Harré et
al., 1999; Harvey,
1996; Fairclough, 1992). Basta observar que el
análisis del discurso ha tenido una creciente utilización en los últimos años,
tanto en los estudios urbano-regionales (Sandercock,
2003; Rydin, 2003; Huxley,
2002; Keil, 2002; Jessop,
1999) como en los estudios ambientales (Darrier,
1999; Acselrad, 1999; Lanthier
y Olivier, 1999; Hajer, 1995). Especialmente para los
ambientalistas, el interés en el discurso se debe en buena parte a la brecha
que existe entre los planteamientos formales (discursivos) y la realidad
(material), entre lo dicho y lo hecho concerniente al desarrollo
sostenible. Pero más aún, el desarrollo sostenible es sobre
todo una construcción
discursiva: la utilización de palabras para conformar un sentido particular del
futuro. La sostenibilidad no existe como realidad objetiva y, por lo tanto,
como señala Acselrad (1999: 36), no depende del
análisis sistemático de lo real sino que más bien obedece a la lógica de las
prácticas, articulándose “a los efectos sociales deseados, a las funciones
prácticas que el discurso pretende volver realidad objetiva”.
El propósito
entonces consiste en explorar los sentidos políticos construidos por medio del
discurso ambiental; no el sentido ‘en general’ sino los sentidos particulares
en situaciones concretas. Se trata de situaciones urbanas en las cuales el
discurso sobre el ambiente se construye en relación con la ciudad en su
conjunto, y con los problemas y desafíos (los momentos no discursivos) que enfrentan
las administraciones locales, relacionados con las realidades económicas,
sociales, políticas y urbanísticas. Con este acercamiento dialéctico al
discurso como lenguaje en acción, se presenta la necesidad de abrir la
mirada hacia la acción urbana más amplia: los procesos de urbanización y los
fenómenos socioespaciales en general. En estos
procesos, el discurso ambiental contribuye a dar sentido y orientar
intervenciones, al establecer versiones dominantes de la verdad, desplegar el
poder en el entendimiento de los problemas y el diseño de soluciones,
privilegiar unos temas y marginar otros, etc., en la búsqueda permanente de
‘efectos de verdad’.
Con el interés
centrado en los efectos políticos, se analizan principalmente los programas de
los gobiernos locales, los planes de desarrollo urbano y los programas
institucionales de las entidades del Estado local, y en menor medida fragmentos
de discurso tomados de entrevistas y de los medios de comunicación masiva. Se
privilegia así la construcción discursiva, pero también son importantes el
papel de las instituciones ambientales especializadas en la movilización del
sentido mediante sus intervenciones espaciales y la extensa reglamentación del
comportamiento ciudadano, asuntos que se comentan más someramente. Finalmente,
por medio del estudio comparativo se busca comprender las características
generales de este fenómeno en las principales ciudades de Colombia e
identificar la importancia de otras variables como las trayectorias urbanas,
las tradiciones políticas, la capacidad institucional y las culturas regionales
en cuanto a la explotación política del ambiente en cada ciudad particular.
Las ciudades
estudiadas son la capital y los tres centros regionales más importantes de
Colombia. El bajo nivel de integración geográfica nacional incidió en la
determinación de trayectorias urbanas muy diversas, con ritmos de crecimiento,
economías, geografías físicas, culturas, élites sociales y dirigencias
políticas fuertemente regionalizadas. Bogotá es la ciudad capital, con una
población de aproximadamente siete millones de habitantes, y está ubicada en un
altiplano andino a 2,600 metros sobre el nivel del mar en la cordillera
oriental. Medellín, con casi dos millones de habitantes y centro de un área
metropolitana con una población total de tres millones, está asentada en la
escarpada cordillera central a 1,500 metros sobre el nivel del mar. Cali se
sitúa en la amplia planicie del río Cauca, a 1,000 metros sobre el nivel del
mar, y cuenta con una población ligeramente superior a los dos millones de
habitantes y con una fuerte influencia de la cultura negra de la costa
Pacífica. Barranquilla es una ciudad caribeña, localizada en la costa Atlántica
y principal puerto de Colombia hasta la década de 1930, con una población de aproximadamente
1’300,000 habitantes.
1. El desarrollo
sostenible y la ciudad neoliberal
La Cumbre Mundial
sobre el Desarrollo Sostenible realizada en Johannesburgo en 2002 puso en clara
evidencia las críticas al desarrollo sostenible que habían ido acumulándose
durante la década anterior. No se trata solamente de la falta de progreso y la
reticencia de la mayoría de los gobiernos del mundo para adquirir compromisos
serios frente a los grandes problemas ecológicos globales, sino también de la
manera en que el manejo del tema ambiental en general había sido asimilado y
apropiado por los intereses del capital y sus agencias internacionales, como el
Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del
Comercio (Middleton y O’Keefe,
2003). De hecho, desde el Informe Brundtland de 1986,
y pasando por la Declaración de Río de Janeiro en 1992, la política
internacional del desarrollo sostenible ha estado profundamente comprometida
con las premisas neoliberales: el libre comercio, las reformas del Estado, la
privatización, las soluciones del mercado y las respuestas tecnológicas
subyacen explícitamente a lo largo de sus articulados.
Como parte de la
globalización neoliberal, la noción de sostenibilidad aporta, por lo menos
formalmente, una visión a largo plazo, una dosis de ética y una invitación a
participar, así como una demanda por (re)regular actividades y comportamientos
para que se ajusten a la necesidad de conservación, protección y recuperación
de los recursos naturales. En ningún caso ha tenido efectos significativos. Tal
como se ha comentado ampliamente, el desarrollo sostenible ortodoxo es un
pensamiento ambiental ‘blando’, en el sentido de confiar en ajustes marginales
al desarrollo capitalista para minimizar los impactos ambientales. Esta
ortodoxia, que no incorpora ninguna lógica ecológica ni hace concesiones
culturales de importancia, ha sido descrita por Hajer
(1995) en términos de la “modernización ecológica”, controlada por una alianza
entre los grandes centros de poder empresarial, gubernamental y científico.
Frente a esta
situación, la gran mayoría de los estudios sobre el ambiente se limitan
estrechamente a los recursos naturales y ecosistémicos,
como si tuvieran una autonomía absoluta derivada de las leyes de la naturaleza.
No se tiene en cuenta que el entendimiento de la naturaleza como recurso
natural, organizada
en ecosistemas,
sometida a leyes propias, merecedora de análisis técnicos y de administración,
es una idea reciente; ni mucho menos que este entendimiento y el esfuerzo que
realiza una sociedad sobre la naturaleza dependen de un conjunto de
condiciones, tanto ideológicas como materiales, mediante las cuales se
construyen los problemas y la manera de tratarlos. En otras palabras, una vez
que la reflexión abstracta (el conocimiento ecológico, el pensamiento
ambiental) se convierta en acción social, esta acción está determinada por la
dinámica global de la sociedad, que asigna una función específica al ambiente
como valor y como esfera de administración del Estado. Este hecho relega las
leyes de la naturaleza a un segundo plano, y somete la gestión ambiental a las
‘leyes sociales’ o las cambiantes condiciones de reproducción del cuerpo
social. Como anota Harvey (1996), todo proyecto sobre la naturaleza y el
ambiente es necesario y simultáneamente es un proyecto de cambio social, y los
cambios sociales se realizan dialécticamente.
En términos más
concretos, lo anterior sugiere que el entendimiento de la política y gestión
ambientales debe buscarse no tanto en las ciencias ambientales y el
conocimiento experto, sino en las dinámicas sociales y, más específicamente, en
la organización, las estrategias y la intervención del Estado en su conjunto.
Esto remite al examen de la gestión ambiental en relación con las reformas neoliberales,
y las funciones sociales asignadas al ambiente en el nuevo entorno político,
ideológico e institucional del Estado.
Recientemente,
Palacio (2002) formuló una pregunta bastante pertinente no sólo para Colombia
sino también para otros países de América Latina. Su cuestionamiento cristaliza
una preocupación de fondo de los ambientalistas, en el sentido de si es posible
hacer sostenible el desarrollo capitalista, con su energía, expansión y poderío
tecnológico voraces e incontenibles. Concretando dicha preocupación en el caso
de la política ambiental de Colombia, se pregunta: “¿Habiendo muy poca afinidad
entre neoliberalismo y ambientalismo, por qué gobiernos neoliberales han
diseñado e implementado tales políticas?” Palacio argumenta la aparente paradoja
de que fue el primer gobierno propiamente neoliberal (presidente Gaviria,
1990-1994) el que sentó las bases institucionales de la política ambiental
actual, luego consolidada por otros gobiernos igualmente neoliberales, cuando
la tendencia general era retirar al Estado de la conducción de los asuntos
sociales en favor de las fuerzas del mercado. Este autor encuentra su respuesta
principal en la ‘órbita internacional’, o las presiones y obligaciones
mundiales que fue necesario acoger, aunque fuera formalmente, para que el
Estado se legitimara en el concierto internacional de naciones, al tiempo que
respondía, aunque fuera nominalmente, a influencias e intereses minoritarios
dentro del país.
Palacio, como
muchos estudiosos del desarrollo sostenible, resalta la producción y su
reorganización globalizada. En contraposición, aquí se argumenta que hay que
enfocarse más bien en las condiciones generales de producción y en el papel de
los Estados en la adecuación y garantía de aquéllas; en otras palabras, en el ambiente
como un asunto de gobernabilidad y legitimidad en tiempos de transformación
radical en el orden socioespacial. No es casual que
se realce la importancia del ambiente precisamente cuando el Estado neoliberal
se retira de todos los frentes modernos como garante del bienestar de las
poblaciones (Brand, 2001). En Colombia, como en la
mayoría de los países, el Estado ha abandonado toda pretensión de garantizar el
empleo, ha ‘flexibilizado’ las condiciones laborales y desmejorado los términos
de jubilación, ha dejado de construir vivienda y hasta de administrar el
modesto sistema de subsidios; se privatizan paulatinamente el sistema de salud,
los servicios públicos y la construcción de vías, se monetiza el sistema de
educación, y los programas sociales se concentran o focalizan en los más pobres
y desprotegidos sin lograr contrarrestar los crecientes niveles de pobreza y
exclusión social.
Frente a estas
contracciones estatales, han crecido dos sectores del Estado en Colombia: el
militar y el ambiental. La expansión de los medios de represión, sustentada en
la lucha contra la insurgencia, el narcotráfico y la criminalidad, se realiza
mediante nuevos mecanismos de vigilancia en los espacios tanto públicos como
privados (empresas paraestatales y privadas, circuito cerrado de televisión,
‘informantes’), el incremento en las fuerzas públicas de seguridad, la
instauración de nuevas unidades antimotines y la ocupación militar de los
barrios, todo amparado ahora en la “guerra contra el terrorismo”. Sin embargo,
la vía represiva puede establecer orden y una gobernabilidad autoritaria, mas
no legitimidad. La legitimidad política y la gobernabilidad democrática se
construyen en parte por medio del ambiente, al explotar los valores asociados
con la naturaleza aparentemente atemporal, autónoma e independiente de las
dinámicas económicas; mediante la construcción en el ambiente de sentidos de
bienestar, solidaridad, equidad, participación y calidad de vida. Desde esta
perspectiva, el ambiente se vuelve no tanto un proyecto ecológico sino más bien
un proyecto social con características particulares: la construcción y
representación de valores y un campo de regulación social.
Iluso sería
pensar que esta contracorriente ambiental se debe únicamente a la fuerza de su
propia racionalidad autónoma. Lo que se pone en evidencia, más que una crisis
ambiental, es una crisis de legitimidad de los Estados, y especialmente de los
Estados locales. Es en las ciudades donde las políticas neoliberales se
concretan, donde la falta de empleo y servicios sociales, el desmonte de
subsidios y los aumentos en las tarifas, la falta de trabajo y las bajas
remuneraciones, las deficiencias habitacionales y las distancias entre grupos
sociales, etc. se vuelven sensibles en el espacio, la injusticia social se
vuelve tangible y se agudizan los problemas de gobernabilidad. Las
administraciones públicas han sido despojadas no sólo de funciones, empresas,
instituciones, recursos financieros y capacidad técnica para prestar
directamente los servicios básicos que reclaman las poblaciones urbanas, sino
también de la capacidad para incidir efectivamente en las condiciones de su
prestación privada: su costo, calidad, administración, etc. En tales
circunstancias, y lo reconocen perfectamente bien los acosados alcaldes, desaparecen
los medios por los cuales los gobiernos locales se legitiman, se agudizan los
problemas de gobernabilidad y se esfuman los mecanismos de regulación social
que tradicionalmente se han manejado.
En consecuencia,
se abre la posibilidad y se intensifica la necesidad de buscar en el ambiente
una nueva esfera de legitimación y gobernabilidad. En el entorno urbano, las
agendas ambientales constituyen un campo sensorial y permiten acciones visibles
y concretas para dar la sensación de mejoras significativas para el conjunto de
los ciudadanos que refuerzan el sentido de solidaridad, cohesión e identidad,
al tiempo que establecen nuevos órdenes de regulación del comportamiento
ciudadano con sus respectivas responsabilidades, deberes y normas.
La política ambiental
en Colombia, dirigida desde 1993 por el Ministerio del Medio Ambiente
(convertido en el Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo
Territorial en 2002) y las corporaciones autónomas regionales y las ciudades
con más de un millón de habitantes, presupone que al mejorar el estado de los
recursos naturales y de los espacios donde confluyen, se producirá
automáticamente una mejoría en la calidad de vida urbana. Trabajando sobre una
agenda basada en la desagregación de los recursos naturales (aire, agua,
suelos, biodiversidad), se deja que las relaciones sistémicas del conjunto
urbano se encarguen mágicamente de las articulaciones necesarias para construir
ciudades sostenibles y materializar las grandes pretensiones sociales asociadas
de justicia, equidad, democracia, calidad de vida, etc. Evidentemente no es
así. La traducción de la gestión ambiental en un nuevo proyecto urbano es una
función de las prácticas políticas y es responsabilidad principal de las
administraciones urbanas. Y más aún, no se deriva de una racionalidad ambiental
sino de la manera en que el proyecto urbano logre incorporar y movilizar
sentidos ambientales en función de su agenda integral de desarrollo y los
desafíos de legitimidad y gobernabilidad. Esta es la proposición que se explora
a continuación.
2. Construyendo
sentido ambiental: los modos discursivos urbanos
El modo
discursivo se refiere a los recursos lingüísticos, conceptuales y argumentales
empleados para construir un sentido particular sobre el ambiente. La construcción
de sentido es una obligación de cada ciudad, ya que la política ambiental
nacional no aporta sino esquemas generales, insuficientes para la complejidad
urbana, que simplifican y soslayan las dificultades y contradicciones
inherentes al entorno de las ciudades. Pero, por encima de todo, mientras que
la política y la normativa nacionales prescriben qué hay que hacer, no
responden adecuadamente a la pregunta de por qué.
Este sentido del
ambiente y de la acción sobre y en nombre de éste es necesariamente contextual
y específico de cada ciudad, por dos consideraciones principales. Por un lado,
fuera del caso de la conservación de ecosistemas más o menos prístinos, el reto
de la gestión ambiental siempre tiene su énfasis en la modificación de las
prácticas sociales que causan el deterioro ambiental, y en estos casos la
justificación estrictamente ecológica nunca será suficiente; requiere
beneficios sociales explícitos. Especialmente en las ciudades, estos beneficios
tienen que integrarse plenamente a lo social y formar parte constitutiva del
proyecto urbano. Por otro lado, el carácter político de la gestión ambiental
impone una condición práctica, pues lo ambiental tiene que competir con
múltiples demandas sobre los siempre insuficientes recursos para la inversión
pública, y, en consecuencia, la sostenibilidad ambiental debe mostrarse como
algo concreto e inmediato.
Todavía, la
legislación colombiana intenta delimitar el ambiente en términos de sus
elementos constitutivos naturales: el aire, el agua, el suelo, la fauna y
flora, y algunos espacios en los cuales estos elementos se despliegan. Sin
embargo, una vez que se deja de objetivar el ambiente, en nuestro caso
insertando los recursos naturales en los complejos procesos de urbanización, se
diluye irremediablemente en la miríada de actividades y espacios urbanos.
Ningún problema ambiental urbano puede tener su solución en la ecología; por
más que se intenta amarrar el ambiente a las ciencias naturales, resurge
insistentemente como un asunto social.
En todo caso,
indagar los significados y sentidos construidos alrededor del concepto de
ambiente en cada lugar es una tarea que obliga a ir más allá de la normatividad
y las mediciones. Preguntarse por aquellos entendimientos previos que hacen
viable tal o cual acción sobre el ambiente implica rastrear en el campo de la
política: los planes de desarrollo, los planes de ordenamiento territorial, los
enunciados de alcaldes y funcionarios –todos aquellos elementos discursivos que
generan sentido–. Más precisamente, requiere analizar los proyectos de ciudad
(las formaciones discursivas sobre el desarrollo urbano) en los cuales se
construye el sentido local del ambiente: los conceptos y argumentos que lo
conectan con el resto de la ciudad, su integración a un proyecto de gobierno y
las maneras sutiles de dirigirse a partes de la realidad que están fuera del
objeto mismo (los recursos naturales) y localizadas más bien en el mundo de lo
social.[3]
2.1. Bogotá: el
ambiente como autorregulación
La construcción
del sentido ambiental en la ciudad de Bogotá ha sido determinada por el
proyecto de “cultura ciudadana” iniciado en 1995 por el alcalde Antanas Mockus (matemático,
filósofo y ex rector de la Universidad Nacional de Colombia). Esta propuesta,
orientada a establecer nuevas relaciones entre el gobierno local y la
ciudadanía, y sobre todo entre los ciudadanos mismos, forma el contexto
imprescindible para entender el ambiente en Bogotá como la esfera donde el
ciudadano puede aprender a autorregularse. Por lo
tanto, conviene a continuación esbozar las características principales del
Programa de Cultura Ciudadana.
En la primera
administración de Mockus (1995-1996), el Programa de
Cultura Ciudadana fue el eje central de su plan de desarrollo. Se intentaba
tratar el problema de la convivencia ciudadana, entendido como la falta de
respeto a unas reglas de juego compartidas, y acercar la ley, la moral y la
cultura como sistemas de regulación de la acción y la interacción ciudadanas.
En su primera administración, Mockus se enfocó en la cultura,
y empleó el juego simbólico como medio principal; lo lúdico y lo pedagógico
como estrategias, y los imaginarios como objeto (Uribe, 1996). En la medida que
se trataba del “conjunto de costumbres, acciones, y reglas mínimas compartidas
que generan sentido de pertenencia, facilitan la convivencia y conducen al
respeto del patrimonio común y al reconocimiento de los derechos y deberes
ciudadanos” (Bogotá, Alcaldía Mayor, 1995, Artículo 6º), el programa tuvo como
escenario privilegiado el espacio público, concebido como espacio de
interacción entre grupos socioculturales heterogéneos. Los actos simbólicos
alrededor de las perinolas y los mimos, las tarjetas ciudadanas y la zanahoria,
las jornadas de vacunación contra la violencia y el concurso de músicos que
cantan en los autobuses se desplegaban en las calles de Bogotá.
En la siguiente
administración, del alcalde Enrique Peñalosa, se desbandó el programa de
cultura ciudadana como tal, al tiempo que el tema del espacio público recibió
un impulso más urbanístico y práctico, que produjo fuertes transformaciones
arquitectónicas y espaciales. En el Plan de Desarrollo 1998-2000 Por
la Bogotá que queremos,
Peñalosa delegó la política ambiental al Departamento Administrativo del Medio
Ambiente –dama, que explotó al
máximo el sentido cultural sembrado por Mockus, como
veremos más adelante.
En su segundo
periodo como alcalde (2001-2003), Mockus retomó la
idea de la cultura ciudadana, pero con un fuerte giro hacia la ley y la moral
como órdenes de regulación. Legitimándose más en el nuevo clima político e
ideológico del país que en la pedagogía y los avances de orden cultural, y
recurriendo a las normas legales en vez del juego simbólico, su programa de
cultura ciudadana se caracterizó por la imposición de las normas coercitivas.
Su alineamiento con el proyecto militarista del presidente Uribe, su apoyo a
una declaración de un Estado de excepción, su impulso a nuevos y más severos
códigos de policía y de tránsito son apenas algunos ejemplos de este nuevo
proyecto cultural con tinte autoritario.[4]
Ahora bien, al
principio hubo poca articulación entre este proyecto de cultura ciudadana y el
ambiente. Operaban con lógicas distintas. Mientras que, inicialmente, el
proyecto de ciudad resaltaba la cultura en su significado cotidiano, el dama había heredado la tradición
ecologista del anterior Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables
y del Medio Ambiente (Inderena, institución fundada
en 1968 y luego reemplazada por el Ministerio del Medio Ambiente en 1993), y había
adquirido responsabilidades legales como autoridad ambiental. Uno apelaba al
juego y las reglas de juego entre ciudadanos, el otro operaba con base en la
ciencia analítica y las leyes naturales y jurídicas. Trabajando con una agenda
ambiental todavía conservacionista que se extendía al espacio público, el Plan
de Desarrollo Económico y Social 1995-1997 Formar
ciudad resaltó el
potencial pedagógico del ambiente refiriéndose a él como campo fértil para la
educación, la sensibilización, la participación y la movilización de “la
voluntad ciudadana por su gran capacidad de reorientación” (Artículo 9º).
Argumentativamente se establece (con un “tal vez”) una relación entre el
ambiente y el proyecto urbano en términos de su potencial para fomentar el
reconocimiento del otro y pensar, colectivamente y a largo plazo, en formar
ciudadanos:
Cultura ciudadana y medio ambiente: En ausencia de cultura ciudadana la
voluntad de cada persona tiende a orientarse simplemente a la búsqueda de lo
que más le conviene. Aunque ésta parece una forma legítima del comportamiento
individual, no siempre reconoce diferencias, limitaciones y derechos de los
conciudadanos que debieran respetarse […] Una virtud de la búsqueda del
desarrollo sostenible es, tal vez, criticar desde sus mismas raíces el
inmediatismo del desarrollo económico y tecnológico de los últimos siglos.
Cuidar el ambiente es una forma de asumirse como ciudadano (Bogotá, Alcaldía
Mayor, 1995, Exposición de motivos, Decreto 295 de 1 de junio de 1995)
(cursivas mías).
A su vez, el
plan resalta los elementos naturales como estructurantes
potenciales de la ciudad, no sólo en el sentido espacial sino también en el
orden de los valores y lo simbólico:
Urbanísticamente,
en medio siglo, la ciudad se extenderá a lado y lado del río Bogotá. Los cerros
y las rondas del río y los afluentes, junto con el sistema de parques,
definirán su estructura. Este patrimonio ambiental recuperado estará integrado
al espacio público de la ciudad y será usado con el mismo cuidado y respeto con
que usamos el espacio del hogar, el lugar de trabajo o los espacios
distinguidos como sagrados por diversas tradiciones.
En la
administración del alcalde Peñalosa, el desarrollo sostenible se vuelve un
sustrato de su plan de desarrollo, mientras que la construcción de sentido en
el ambiente, su potencial para la autorregulación, se realiza discursivamente
mediante la gestión ambiental. La estrategia de gestión formulada por la
autoridad ambiental, el dama,
retoma los principios de sentido establecidos por Mockus
y los articula al proyecto urbanístico de Peñalosa. Para el Plan de Gestión
Ambiental Distrital del dama, la
estrategia de investigación “sirve para suministrar información
científica y técnica aplicada directamente a la toma de decisiones [y …] promover
el desarrollo conceptual, científico y técnico…”; la estrategia de educación “sirve para construir conceptos y valores [y
…] promover cambios voluntarios de actitud y conducta de los distintos actores
[y …] enriquecer la cultura de Bogotá y la región con conceptos, valores y
vivencias basados en la riqueza ambiental del territorio…”; la estrategia de
participación y descentralización “sirve para fortalecer los mecanismos de
autocontrol como base de la gestión ambiental”; y la estrategia de control y
vigilancia está dirigida
a asegurar el cumplimiento de las normas ambientales y “tiene también un cometido
pedagógico, tendiente
a fortalecer una serie de mecanismos reguladores de la conducta ambiental
individual y colectiva” (Artículo 16 del proyecto de acuerdo mediante el cual
se adopta el Plan de Gestión Ambiental del Distrito Capital para el periodo
2001-2010) (cursivas mías).
Es preciso
señalar que el acercamiento técnico-ecologista al ambiente que siempre ha
caracterizado a Bogotá pudo mantenerse e insertarse en el proyecto de ciudad al
proporcionar un sustrato u orden adicional de (auto)regulación, proveniente de
las leyes naturales. Los dos discursos (ambiental y cultura ciudadana) se
articulan alrededor de la autorregulación. En efecto, el ambiente emerge como
un trasfondo implacable para el devenir de la vida social, que “sirve” para
exigir normas de conducta fundamentadas en un orden natural. El ambiente
alimenta los órdenes de la ley, la moral y la cultura con el orden natural (ecosistémico), al tiempo que sirve de campo ‘neutro’
(científico) para resolver algunas de las ambigüedades entre y dentro de
aquéllos. Más recientemente, la ‘legalidad’ del ambiente (las leyes de la
naturaleza) proporciona una base de apoyo a la reglamentación coercitiva de las
relaciones ciudadanas.
2.2. Medellín: el
ambiente como convivencia pacífica
Hasta comienzos
del nuevo milenio, la ciudad de Medellín había construido un sentido muy
particular y efectivo del ambiente como dispositivo de convivencia pacífica.
Esta construcción nació luego de varios fenómenos urbanos de la década de 1980,
entre ellos la violencia asociada con el narcotráfico, la decadencia de la
economía local, la debacle de las obras paralizadas del Metro y escándalos de
corrupción. Estos y otros hechos habían sacudido la confianza de la ciudad y
reinaba un sentido de vulnerabilidad, sentimientos que se agudizaron aún más
con una tragedia ambiental: el deslizamiento de tierra sobre el barrio Villa
Tina en 1987, con la pérdida de 300 viviendas y 500 vidas. La relación
ambiente-vulnerabilidad fue rápidamente consolidada en la conciencia pública
mediante el discurso sobre el desarrollo urbano, tal como se ilustra en el
espíritu posbrundtland de la siguiente cita:
Unidas a la
violencia, el hambre y la descomposición social, el ciudadano del siglo xxi asiste al doloroso espectáculo de la
extinción de su medio natural y de su propia vida en un futuro que si no
inmediato, muchos han asimilado como irremediable […] De este foro saldrán
entonces prioridades de acción. Es necesario reforzar la acción del Estado
mediante la educación y el civismo comunitario. Nos urgen las soluciones y ello
no da espera (Medellín, Concejo Municipal, 1989).
Al llegarse a la
década de los noventa, una agenda técnica ambiental se había consolidado en la
ciudad, pero el problema de la violencia social se intensificaba. En especial,
los carteles de la droga iniciaron una campaña de intimidación y terror contra
la extradición (a Estados Unidos), y los asesinatos, matanzas y bombas se volvieron
sucesos cotidianos. Cuando en el Plan de Desarrollo de 1993 se argumentaba que
la ciudad empezaba a salir de lo peor de la violencia y el derrame de sangre,
un sentido de alivio permeaba la ciudad, así como una conciencia de la
necesidad urgente de reestablecer la armonía social.
Se hablaba por primera vez del desarrollo sostenible, en términos adaptados al
contexto de violencia de la ciudad:
En Medellín se
planificará desde el punto de vista humano y con sentido de responsabilidad con
las generaciones futuras, utilizando el criterio de desarrollo sostenible, para
que en la medida en que se atiendan las necesidades presentes, se busque
subsanar las carencias del pasado y se generen condiciones que garanticen la
vida en paz y prosperidad para el futuro de los medellinenses […] La ciudad se
regirá por los principios de respeto por la vida humana y de todo otro tipo; el
desarrollo integral de los medellinenses, y por ende de la ciudad, deberá darse
en perfecta armonía con los demás seres humanos y con el ecosistema que nos
rodea (Medellín, Concejo Municipal, 1993: 97).
De ahí en
adelante, el ambiente se convirtió en un dispositivo para la reconstitución
conceptual de un sentido de unidad y cohesión, una metáfora para la
convivencia. El ambiente se asoció discursivamente con las nociones de equidad,
seguridad, coexistencia pacífica, racionalidad y armonía: todas las calidades
tan notoriamente ausentes en la vida social de la ciudad en ese entonces. La
instalación del Instituto Mi Río en 1992, para manejar los problemas
relacionados con el río principal y numerosos afluentes torrenciales que
atraviesan la ciudad, llevaba ese mensaje a los barrios mediante campañas y
obras urbanísticas concretas. Se profundizó en el manejo técnico del ambiente y
se ‘enverdeció’ la agenda urbana en general, con la prioridad espacial a
laderas y quebradas, la forestación masiva y la conversión de los alrededores
del río Medellín –una autopista– en el principal espacio público de la ciudad.
Un esfuerzo discursivo y urbanístico de una década estableció una asociación
creíble entre ambiente y convivencia urbana.
Más tarde,
durante la administración del alcalde Gómez Martínez (1998-2000), el espacio
público empezó a plantearse como fuente alternativa de cohesión para los
habitantes de una ciudad en “estado de posguerra”. Sin embargo, el mismo
alcalde fue muy sensible al poder simbólico del ambiente al ubicar en la
tradición regional “paisa” del buen manejo de la casa o, más coyunturalmente,
en su potencial para generar empleo. Los recursos discursivos y las
instituciones disponibles permitieron seguir explotándolo plenamente.
En el nuevo
milenio, y con la administración del alcalde Luis Pérez (2001-2003), tanto el
gobierno como los planificadores efectivamente abandonaron la construcción de
sentido en el ambiente. En el Plan de Desarrollo 2001-2003 Medellín
competitiva, el medio
natural y la ecología dejaron de ser utilizados como referencias para la
convivencia entre los ciudadanos, al ser reemplazados por el espacio público
como ‘estructurante de ciudad’:
La ciudad se
enseña y enseña en sus calles. Es necesario, por ello, permitir palparla y
vivirla como escenario permanente de aprendizaje y convivencia, mas no de
supervivencia. Nunca debemos dejar de sorprendernos con lo nuestro: es necesario
volvernos turistas en nuestra propia ciudad […] La ciudad tiene bellos
laboratorios para la práctica de la vida. Las calles, los graneros, los
escenarios para el juego y el tiempo libre, los museos y demás espacios para la
difusión científica, los parques y los lugares de encuentro y conversación.
Todos ellos necesitan un hilo conductor para que adquieran su acento educativo
(Medellín, Alcaldía, 2001).
Se argumenta que
“la mayor urgencia de nuestra sociedad es encontrar una nueva forma de mejorar
la vida”, enunciado en el cual está implícito el abandono de la ecología para
tal propósito, sin que se arme una alternativa equivalente. La “nueva
urbanidad” que se anuncia adquiere significados más concretos:
La nueva
urbanidad reclama nuevos valores de conducta que fortifiquen la convivencia. No
podemos tolerar conductores embriagados, en su doble condición de violadores de
la norma y homicidas potenciales; ciudadanos perturbadores de la tranquilidad
de los vecinos; personas que no toleran la diferencia con el otro; hinchas de
fútbol que agreden al contrario por el solo hecho de ser contrario;
funcionarios públicos especializados en acelerar la demora para atender al
usuario… (Medellín, Alcaldía, 2001).
En el
planteamiento de una “revolución de la cultura urbana”, la administración
municipal abandona, discursivamente, el potencial semántico de la naturaleza y,
con ello, cualquier referencia metafórica, para caer en lo frágilmente humano
que, desde luego, no aguanta la volatilidad de la realidad urbana. En consecuencia,
el ambiente queda reducido a una agenda técnica en manos del Área Metropolitana
del Valle de Aburrá como autoridad ambiental. Además,
en la reestructuración del municipio en 2001, el Instituto Mi Río, principal
animador del sentido ambiental durante los años noventa, fue disuelto para
reaparecer más burocráticamente como la Subsecretaría Metrorío
en la nueva Secretaría del Medio Ambiente, a su vez inmovilizada durante un año
por la falta de un titular en propiedad. Es decir, en el marco del nuevo
proyecto de ciudad con su abandono semántico del ambiente, la desactivación del
discurso y el desmantelamiento de las instituciones sucedieron simultáneamente.
En un lapso de
dos o tres años, la ciudad vio cómo se desvanecía el sentido social del ambiente,
pacientemente construido en una década, para dejar en su lugar un creciente
autoritarismo técnico y normativo. Con ello, el discurso ambiental se volvió
introspectivo, campo de expertos y de instituciones especializadas, recelos
entre organizaciones, imposiciones reglamentarias. Es pertinente preguntar si
en el caso de Medellín, el sentido ambiental (de armonía y convivencia) fue
abandonado o si más bien se agotó. De todas maneras, el sepulcro simbólico
sucedió en octubre de 2002, cuando la fuerza pública entró con todo (tropas,
tanques y helicópteros) a la Comuna 13 para reprimir la violencia allí
reinante, cuando antes lo hubiera hecho con obras hidráulicas y árboles.[5]
2.3. Cali: el
ambiente como campo cognoscitivo
En la ciudad de
Cali es más difícil identificar algún sentido social del ambiente. Aunque hubo
fuertes movimientos ecologistas en la región en las décadas de 1960 y 1970,
éstos se relacionaban sobre todo con la explotación agroindustrial de la
región. Pocas huellas dejaron en la ciudad, y tal vez su legado más
significativo ha sido una preocupación ambiental centrada en los ecosistemas.
Ciertamente, la ignorancia –el desconocimiento y la despreocupación– forma un
componente central del discurso ambiental. Se argumenta que esta ‘ignorancia’ del
ciudadano caleño, puesta en plena evidencia en relación con el ambiente,
también es aplicable a su relación con la ciudad en todas sus dimensiones:
Muchos de los
habitantes de Cali no conocemos nuestra ciudad, no sabemos cuántos somos, o
cómo estamos distribuidos en el territorio, o cuánto consumimos diariamente o
las cantidades de contaminantes y desechos que arrojamos al ambiente. Si no
conocemos el espacio en el cual vivimos, no podemos esperar que lo defendamos,
cuidemos y transformemos […] basta preguntar a cualquier grupo de caleños:
¿Cuántos ríos cruzan la ciudad? para encontrar respuestas dubitativas que
tímidamente anotan… ¿dos?… ¿tres?… ¿cuatro?… Con frecuencia olvidamos nuestro
Cali, nuestro Cauca, nuestro Agaucatal, nuestro Cañaveralejo, nuestro Pance,
nuestro Lili y nuestro Meléndez. Esta cartilla es una
invitación a conocer más de la ciudad […] es una invitación a encontrarnos con
Santiago de Cali para que nuestras actitudes hacia ella cambien positivamente y
resurja en cada uno de nosotros el compromiso de construir la ciudad que
queremos (Cali, dagma,
1999).
La educación
ambiental se volvió desde el principio un eje central de la autoridad
ambiental, el Departamento Administrativo de Gestión del Medio Amiente (dagma),
primero en términos de información, y luego de sensibilización y participación.
Sin embargo, el conocimiento (sistemático y ecológico) parecía ser la base y
condición imprescindibles para ejercer el derecho a participar. Siendo una
estrategia potencialmente excluyente y estigmatizadora, había que acompañarla
de estrategias pedagógicas que vacilaban entre la reprimenda, por un lado, y el
aliento, por otro. Por ejemplo, una cartilla sobre silvicultura urbana lleva el
subtítulo de “acciones de la gente decente para volver a creer” (cursivas mías);
y en la introducción el alcalde comenta: “Los caleños deben comprender que el
mal manejo frente al cuidado y preservación de la vegetación arbórea ha
obstruido el correcto funcionamiento de éstos en el entorno” (Cali, dagma, 2001).
En otros casos, se asume una actitud más tolerante y abierta a la tradición
cultural del caleño:
En nuestro caso
específico, Santiago de Cali, como espacio social, cultural y económico, como
ciudad y mujer habitada, requiere y merece una política educativa y unas
prácticas de educación ambiental que impulsen formas de crecimiento,
sostenimiento y transformación basadas en lo que somos: Una ciudad hidráulica,
una ciudad migrante, una ciudad pluriétnica, una
ciudad telúrica, coqueta y cálida (El País, 1999: 29).
En todo caso, el
énfasis en el conocimiento lleva a la tendencia de utilizar el lenguaje
técnico, la cuantificación y la descripción estadística. No es que los datos
sean irrelevantes, sino que muestran una dependencia exagerada en ellos para
describir los fenómenos ambientales y una carencia de sentido social. Estos
datos pueden delimitar o dimensionar el problema, como en las siguientes citas,
sin ningún intento de asociarle el ambiente con valores o significados que
vayan más allá de una fría presentación de los hechos:
Complementario
al déficit habitacional, el estudio realizado por el cenac en julio de 2000 encontró
problemas en el entorno de las viviendas. En efecto, de la totalidad de hogares
de la ciudad, 359.337 se encuentran en déficit de localización (67.2%),
especialmente afectados por problemas que limitan el desarrollo social, que
afecta a más de la mitad de los hogares de la ciudad. El 7.6% está en riesgo
por movimientos en masa, el 3.8% en riesgo de avalancha y el 1.5% por
inundación (Cali, Alcaldía, 2001: 12).
Hay ciudades en
el mundo como Nueva York, París y Moscú que cuentan con más de 10 árboles por
habitante. Cali tiene 7 habitantes por árbol, se requiere que en una ciudad
haya siquiera 700.000 árboles y sólo hay 285.000 en los espacios verdes
públicos. Según la Organización Mundial de la Salud se requiere 3 árboles por
habitante y 8 árboles por cuadra, mínimo, para la generación de oxígeno (Cali, dagma, 2001).
En consecuencia,
el ambiente se presenta sobre todo como un campo de conocimiento sistemático, y
por lo tanto como un asunto exigente y potencialmente excluyente, no sólo para
el ciudadano sino también para la administración de la ciudad. Las alcaldías
parecen no haber tenido mayor interés en entenderlo en estos términos, ni haber
encontrado maneras alternativas (no sistemáticas y no ecológicas) de dotar al
ambiente de sentido. Además, esta comprensión técnico-científica del ambiente
se prestaba, irónicamente, para propiciar conflictos entre el dagma, otras entidades públicas y organizaciones
no gubernamentales competentes en el campo ambiental. Estos conflictos
alrededor del conocimiento sólo sirvieron para enredar aún más el ambiente en
un debate técnico enrarecido, por lo demás poco importante para las
administraciones locales, y eventualmente aburridor para el ciudadano común y
corriente.
Como
demostración de ello, el Plan de Desarrollo de Santiago de
Cali 1998-2001
parecía deshacerse lo más someramente posible del tema ambiental. Se planteó
como un complemento al Plan de Desarrollo Económico y Social, y asunto delegado
al Plan de Ordenamiento Territorial. Se propuso que el tema ambiental era
importante “no sólo por ser un problema ético, sino porque también lo ambiental
era ante todo un problema económico y social”. No se especifica cómo y por qué,
y se cae irremediablemente en las viejas nociones conservacionistas de la
ciudad:
El Plan de
Desarrollo se basa en el concepto moderno del Desarrollo Sostenible el cual
enfatiza en la conservación del medio ambiente como un activo importante pero
limitado y finito. Se propende por una nueva cultura del desarrollo, que haga
posible la participación y gestión ambiental efectiva, que prevenga y minimice
los daños ambientales (Cali, Alcaldía, 1998).
El Plan de
Ordenamiento Territorial tampoco respondió al reto de construir sentido. A
pesar de que el ambiente (el análisis de las condiciones naturales del
territorio) constituye el fundamento del plan, no se logra transformar una base
de información sobre las condiciones del territorio en una propuesta de ciudad.
El ambiente no figura entre los “nudos críticos” de la ciudad, ni logra
articularse a los problemas principales planteados: el deterioro económico, la
desintegración del tejido social y la desconfianza en la administración
pública. Aun en relación con la vida urbana, no logra concretarse una relación
del ambiente con los problemas vivos y agudos de la ciudad:
[…] el aumento
de la población, su expansión urbanística, el auge e implicaciones del
narcotráfico en la vida social, política y económica del municipio han incidido
en la transformación de los comportamientos de la población, no sólo en sus
consumos sino en sus formas de interacción y convivencia, cada vez más marcadas
por el individualismo, la fragmentación de intereses y conductas, la
incapacidad de construir proyectos comunes a partir del diálogo y la
comunicación pluralista y, como ya se vio, por la violencia (Cali, Alcaldía,
2001: 13).
En las otras
ciudades se logró una articulación significativa mediante el discurso sobre la
ciudad; se formó sentido en el ambiente. En Cali, el sentido se ha buscado casi
exclusivamente en el conocimiento técnico-científico, terreno estéril para la
movilización social a lo largo de la historia del urbanismo.
2.4. Barranquilla:
el ambiente como disciplina social
En el caso de
Barranquilla, el aspecto de la vida social que se resalta en el discurso
ambiental es el de la indisciplina de los ciudadanos. En la medida que se
plantean los problemas graves de Barranquilla en términos de la indiferencia y
el desarraigo de los ciudadanos, por un lado, y del comportamiento
individualista y el irrespeto por las normas de vida en sociedad, por el otro
lado, se vuelven los marcos referenciales para entender conceptual y
argumentativamente el ambiente. Éste emerge, entonces, de un discurso urbano no
ecológico, construido más bien alrededor de las características culturales,
tanto históricas como actuales, de la ciudad.
En el ejercicio
de participación que precedió la formulación de este plan, los diferentes actores
convocados por la Alcaldía identificaron como uno de los mayores obstáculos al
desarrollo de la ciudad la falta de sentido de pertenencia de los habitantes de
Barranquilla respecto a la ciudad en la que habitan, señalando además la falta
de solidaridad con los propósitos colectivos, la ausencia de una cultura
ciudadana, la apatía y la pasividad entre los problemas más recurrentes
(Barranquilla, Alcaldía, 2001: 18).
También se debe
anotar aquí el carácter híbrido de la idiosincrasia Barranquillera, que en
muchos casos resulta positiva –manifestaciones folclóricas– y en otros no
tanto, porque existe una indiferencia y una actitud de desarraigo en todo lo
que tiene que ver con la problemática de lo público, que la ciudad vive una
gran paradoja frente a su ‘carácter anfibio’ (Barranquilla, Alcaldía, 2000, t.
1: 58).
Por un lado, el
ambiente se ubica en el discurso sobre la historia y cultura de la ciudad, y en
ese contexto, la prioridad es la de re-conocer las relaciones de la ciudad con
el río Magdalena y la época gloriosa de la primera mitad del siglo xx. Recuperar
esa cultura orgullosa y cosmopolita de los tiempos pasados configura el
referente para entender el ambiente y su importancia. La propuesta espacial del
Plan de Ordenamiento Territorial del año 2000 propone un modelo precisamente en
esos términos:
El modelo busca
generar un proceso de “encuentro de la ciudad con el Río Magdalena” […]
Propicia, urbanísticamente, la relación ciudad-río para permitir un reencuentro
con el recurso natural que le dio sentido, viabilidad y vocación a Barranquilla
en primera instancia como ciudad portuaria, luego comercial y posteriormente
industrial, insertándola en los valores paisajísticos, naturales y culturales
de la ciudad, para el disfrute abierto y espontáneo de sus habitantes, sin que
ello represente una barrera para las aspiraciones de su uso como recurso
económico estratégico no sólo local sino regional y nacional. La sana
convivencia y complementariedad constituyen principios sobre los cuales debe
regirse la nueva vocación urbana de la ribera occidental del Río Magdalena
(Barranquilla, Alcaldía, 2000: t. 2: 25).
Por otro lado
están los males culturales del presente: el pobre sentido de lo público y el
comportamiento inculto de los ciudadanos en sus momentos ‘no folclóricos’. A su
vez, esto dirige la atención hacia aquella dimensión de la ciudad en la cual
sus pobladores se encuentran e interactúan: el espacio público:
[…]
tradicionalmente caracterizado por la inobservancia de las normas, la invasión
de las calles para actividades económicas, la generación de barrios
espontáneos, deterioro de los parques y zonas verdes, deterioro de sectores
urbanos producto de la escasa atención de las administraciones, deterioro de
los sectores de valor patrimonial son, entre otros, algunos aspectos que
tipifican el grado de abandono de componentes esenciales de lo público
(Barranquilla, Alcaldía, 2000, t. 2: 33).
Y si hubiera
alguna duda sobre los peligros inminentes:
Los parques
generalmente son zonas privadas de gamines, indigentes, drogadictos y
delincuentes, mientras que los urbanizadores incumplen constantemente con las
áreas de cesión obligatoria (Barranquilla, Alcaldía, 2000 t. 1: 117).
Estos temas
también figuran fuertemente entre las preocupaciones de la autoridad ambiental
de la ciudad –en el caso de Barranquilla, denominada el Departamento
Administrativo Distrital del Medio Ambiente (Dadima)–,
pues la indisciplina del barranquillero parece extenderse a todas las clases
sociales y sectores económicos, concepto divulgado también por los medios de
comunicación locales en relación con los problemas de contaminación sonora y
visual:
Es tal el nivel
de bulla o ruido que persiste en algunos sectores de Barranquilla que el Dadima tiene una oficina repleta de bafles, altoparlantes y
megáfonos. ‘No sabemos qué hacer con tanto bafle’, asegura [un funcionario del Dadima] […] Explica que por su misma cultura el
barranquillero habla alto y cuando se encuentra con una o dos personas,
entonces se vuelve bochinche […] Las estadísticas revelan que el mayor número
de quejas ante el Dadima se producen contra los
miembros de algunas religiones que a diario invaden parques y otras zonas
públicas para predicar y orar […] y quienes viven en los estratos 3, 4, 5 y 6
son los que más llaman a reportar inconformidad por ruidos […] persisten
problemas puntuales como es el caso de los carromuleros
con altoparlantes, los vehículos parqueados en las licorerías con pasacintas a todo volumen y el ruido que a diario ocasionan
talleres de mecánica y similares en zonas residenciales (El
Heraldo, 2001).
A Barranquilla
no le cabe una valla, una pasacalle o cualquier otro elemento utilizado para la
publicidad visual. Y si quiere comprobarlo, sólo dese una vuelta por sectores
comerciales estratégicos del centro, el Sur o el Norte en donde podrá detectar
la “invasión” a la que estamos sometidos por negocios de todo tipo. Es tal el
caos, que en todo el país somos la ciudad con la mayor contaminación visual,
por encima de otras capitales como Bogotá, Medellín y Cali (El
Heraldo, 2003a).
Un aspecto
particular de Barranquilla concierne a esta autocrítica abierta y ampliamente
compartida, en la cual se reconocen ciertos ‘excesos’ de comportamiento en
relación con el ambiente y el espacio público, frente a lo cual existe una
disposición de cambiar y someterse a sanciones en el caso de infracciones,
actitud compartida no sólo por funcionarios públicos y medios de comunicación,
sino también por taxistas y vendedores ambulantes. Entonces, llamadas como la
siguiente, para una mayor disciplina ciudadana, surgen con toda naturalidad:
Más
colaboración ciudadana y mano fuerte por parte de las autoridades pidieron ayer
la Triple A [empresa privada de prestación de servicios públicos domiciliarios]
y el Dadima para evitar la proliferación de basuras
en los caños de Barranquillita […] La problemática de
los caños tal como la ha manejado la Alcaldía de Barranquilla con un proceso de
dragado y mantenimiento es un aspecto. El otro aspecto que incluye
mantenimiento permanente, es el mal comportamiento de la ciudadanía […] hace
falta que todos los barranquilleros se involucren con el problema de la
limpieza y el aseo de la ciudad […] Seguiremos llevando nuestros mensajes
claros y concientizadores […] [pero también] hace
falta más apoyo policivo y sanciones para los infractores que arrojan basura en
los sitios públicos (El Heraldo, 2003b).
No es que se
descuiden del todo los problemas ambientales materiales, sino que éstos se
subordinan al argumento general de la necesidad de límites y restricciones,
normas y sanciones sobre el comportamiento ciudadano en relación con el
ambiente. En Barranquilla el ambiente se construye como algo experiencial, marginado de las mediciones y la técnica. Una
relación vital con la naturaleza como expresión de la cultura costeña, pero ya
manipulada por las autoridades tanto ambientales como de otras áreas, en su
proyecto de reglamentar la vida urbana y disciplinar el comportamiento de los
ciudadanos, incluso con su complacencia ambigua.
2.5. Síntesis
En esta sección
resaltamos el sentido social construido sobre el ambiente en cada ciudad, o por
lo menos sus rasgos principales. No son, por supuesto, los sentidos únicos. En
todas partes se habla del ambiente en términos de calidad de vida, disfrute
estético, salubridad, responsabilidad intergeneracional
y demás lugares comunes, que sirven como soporte general al discurso ambiental.
Tampoco son los sentidos típicos que propone el discurso ambiental en sus
planteamientos formales que enclaustran y amarran el ambiente al mundo de la
naturaleza y las ciencias naturales, sin darse cuenta de que se trata de un
proyecto social cuya vitalidad está determinada por las posibilidades de
articulación a las complejidades y contradicciones de los conjuntos urbanos.
Fue necesario, entonces, buscar los sentidos ambientales en los discursos
globales de cada ciudad. Allí, en el discurso político y planificador, se
define el lugar
del ambiente en relación con el conjunto de problemas urbanos: su lugar en el
entendimiento, la definición y la administración de los fenómenos urbanos, y,
sobre todo, en la regulación de las relaciones entre los ciudadanos y entre
éstos con los gobiernos locales.
Dicha regulación
tiene sus particularidades en cada ciudad, conforme a las tradiciones culturales,
trayectorias urbanas y estilos de gobierno respectivos. En Bogotá, el ambiente
encaja en el proyecto de autorregulación ciudadana; en Barranquilla, en la
búsqueda del acatamiento a normas de comportamiento social y la disciplina
ciudadana; en Medellín se concreta como metáfora para la convivencia ciudadana,
por lo menos hasta hace poco; únicamente en Cali existe cierto vacío significacional. En verdad se trata más de un
‘encajamiento’, pues se ha argumentado que el sentido del ambiente se construye
discursivamente en el debate general sobre las ciudades; en otras palabras, que
lo que aparece como una articulación programática entre las instituciones de
gobierno realmente es producto de una comprensión más profunda o formación
discursiva que establece, previamente, la manera de entender y de dar prioridad
a las posibilidades de actuación sobre la ciudad en toda su complejidad.
Las
especificidades del sentido ambiental en cada ciudad deben entenderse como una
gran fortaleza, pues aseguran que el ambiente tenga la vitalidad cultural y la
potencia política necesarias para traducir los lugares comunes del ambiente en
realidades socioespaciales. Cuando no logra
construirse sentido, como en el caso de Cali, el ambiente se presenta apenas
como un objeto externo e inerme, carente de significado e importancia. Por otro
lado, los sentidos particulares conducen a ‘irregularidades’ en la gestión
ambiental, en el sentido de resaltar ciertos aspectos y descuidar otros,
lógicas distintas de actuación, el incumplimiento de funciones normativas del
sistema nacional ambiental, aparentes distorsiones institucionales, etcétera.
Frente a esta
riqueza esencial del ambiente, existe también una tendencia en todas las
ciudades hacia la regulación normativa y coercitiva: el entendimiento
empobrecido del ambiente como dispositivo de autoridad; una tendencia homogeneizante orquestada por el ahora Ministerio del
Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial e implantada por las instituciones
ambientales definidas en sí como ‘autoridad’, que se impone cada vez más con
fuerza de ley y poderío técnico sobre las demás instituciones locales.
Analizaremos esto en la siguiente sección.
3. La movilización de
sentido: instituciones, proyectos espaciales y gestión de los recursos
naturales
En la sección
anterior se exploró cómo en cada una de las ciudades estudiadas se construye
sentido respecto al ambiente por medio del discurso urbano. Se intentó ilustrar
que este sentido no depende de una racionalidad ecológica universal ni de la
existencia de problemas ambientales objetivos, sino de la manera en que, en
cada ciudad, logren construirse en el ambiente respuestas al conjunto de
problemas urbanos, y que esta construcción no está libre de ataduras sino que
está condicionada por la manera en que cada ciudad habla de sí misma; en otras
palabras, de las tradiciones político-culturales y las coyunturas
socioeconómicas de las ciudades. En esta sección pretende comentarse, aunque
sea someramente, la importancia de las instituciones ambientales en la movilización
de tales sentidos, pues es por medio de las instituciones especializadas que el
discurso planificador, las palabras, se convierten en una realidad tangible y
logran hacerse sentir en la experiencia ciudadana. Además, como lo han
analizado Brenner y Theodore
(2002), las instituciones adquieren una importancia crítica en la re-regulación
de la vida social para el Estado neoliberal, en un proceso permanente de ajuste
y experimentación institucional para encontrar arreglos adecuados a los
cambiantes desafíos de control del espacio.
En Colombia, las
instituciones ambientales fueron instauradas por
medio de la Ley 99 de 1993 que estableció el llamado Sistema Nacional
Ambiental, regido por el nuevo Ministerio del Medio Ambiente y con institutos
de investigación de orden nacional y corporaciones autónomas regionales
actuando como autoridades ambientales, mientras que las entidades territoriales
(departamentos y municipios) adquirieron responsabilidades ejecutorias
subsidiarias. Este complejo sistema, jerárquico en su estructura pero
horizontalmente abierto a todo tipo de organización social, requirió la
formación de nuevas entidades y relaciones de coordinación. La ley concibió
este sistema ambiental como la interacción racional y armoniosa de instituciones
y organizaciones como si estuvieran desprovistas de poder y libres de
conflictos. Sin embargo, la institucionalidad ambiental tuvo que insertarse y
crecer dentro de la compleja realidad político-administrativa de las ciudades y
regiones, para convertirse en una esfera de competencia por el control del
ambiente que involucra intereses adicionales a los ambientales en múltiples
niveles: el control del sentido del ambiente mediante el discurso, el control
de presupuestos y status institucional, y el control de
instrumentos de regulación social.
El resultado ha
sido, a pesar de las intenciones homogeneizantes de
esa ley, una gran diversidad organizacional y funcional en el ámbito urbano.
Esta diversidad va desde la ubicación de la autoridad ambiental (caso excepcional
de Medellín y su área metropolitana) hasta grandes variaciones en atención a
las diferentes responsabilidades ambientales atribuidas legalmente a las
ciudades. Más aún, pudo comprobarse que no es la capacidad técnica y financiera
de las instituciones ambientales la que determina el éxito de la gestión
ambiental, sino que el desempeño de ellas depende de la elaboración previa de
sentidos políticos y sociales en el ambiente, por medio de su integración al
discurso urbano global y el proyecto de ciudad (lograda con éxito en las
ciudades de Bogotá y Barranquilla, desdibujándose en Medellín, y carente en
Cali). Adicionalmente, para que la movilización de sentido se realice
efectivamente, es fundamental que:
·
Las
demás entidades cumplan adecuadamente sus responsabilidades ambientales. Esto
es especialmente relevante en cuanto al saneamiento ambiental básico, ya que se
libera a las autoridades ambientales para dedicarse a asuntos menos
infraestructurales y más relacionados con el espacio urbano y la vida ciudadana
experiencial.
·
Los
conflictos interinstitucionales se mantengan dentro de unos límites que no
desdibujen la importancia general del ambiente. Los conflictos institucionales
pueden incluso resaltar y sostener el perfil político positivo del tema para la
conducción de los asuntos urbanos.
·
La
inestabilidad institucional propia de las reformas permanentes del Estado
neoliberal no socave la movilización constante del sentido ambiental mediante
la interrupción de programas. El sentido ambiental tiene que reproducirse
permanentemente, sobre todo en relación con los graves problemas sociales que
sufren los sectores populares de las ciudades.
·
La
gestión ambiental responda a las culturas regionales por encima de las normas
técnicas, pues las primeras son las fuentes de los códigos simbólicos que dan
viabilidad tanto la construcción de sentido como a las intervenciones prácticas
ambientales. Se requiere la articulación ingeniosa entre los valores culturales
de la región y las normas ambientales universales.
De manera
semejante, la movilización de sentido ambiental por medio de intervenciones
espaciales también es
bastante heterogénea. La gestión de los recursos naturales conlleva
necesariamente a la gestión del espacio y a modificaciones concretas en la
construcción, organización y regulación del espacio urbano, cuya concreción en
cada ciudad también emerge de los discursos urbanos mas no de una preocupación
ecológica de tipo abstracto. En esta producción variable intervienen no sólo la
habilidad discursiva de traducir los recursos naturales o ‘problemas
ambientales’ en proyectos urbanos, sino también las tradiciones urbanísticas y
la permanencia de temas, las valoraciones culturales, las especificidades
geográficas y la capacidad financiera y ejecutora de los municipios y sus
entidades descentralizadas. Estas variables no deben entenderse como
condiciones funcionales sino más bien como factores que modulan las formas de
construcción de sentido. Por ejemplo, en Bogotá la incidencia urbanística se
concentra en el espacio público, con intervenciones caracterizadas por la
elaboración de escenas urbanas, apoyadas en una racionalidad ecológica pero
dirigidas hacia la cultura ciudadana ‘formalizada’ y el espectáculo: la
dramatización de la vida urbana. En contraste, el enfoque e impacto
urbanísticos en Medellín han sido más enraizados en los sectores populares y la
convivencia ciudadana, con incidencia en los barrios pobres y la calle común y
corriente. En Barranquilla, la preponderancia del ambiente como tema en la
espacialidad de la ciudad está todavía por verse, y ruega por una
interpretación local y cultural de lo que podría ser una ‘ciudad sostenible’ en
la costa caribeña. En Cali, el impacto del ambiente es lo que se produjo años
atrás, y la incidencia de una estrategia y gestión ambiental contemporánea es
poco evidente.
No obstante
tanto esfuerzo realizado sobre y en nombre del ambiente, la información sobre el estado de los recursos
naturales es todavía precaria, y sujeta a una permanente contestación. Las
instituciones, las tecnologías de medición y los sistemas de información están
todavía en construcción; la cantidad de información es extensa y las fuentes
diversas, la calidad y la cobertura de la información son variables e
incompletas. Desde luego, el acercamiento técnico e ingenieril al ambiente, su
objetivación y cuantificación, es simplemente una manera particular de
describirlo y darle contenido –el modo científico del discurso ambiental–, y
como tal hace una contribución secundaria pero significativa, que interactúa
estrechamente con otras modalidades discursivas para generar ‘efectos de
verdad’.
Finalmente,
interesa contrastar los argumentos sobre la importancia y valor del ambiente
con el esfuerzo presupuestal o gasto ambiental efectivamente realizado en este sector:
la amplitud del discurso frente al monto del dinero gastado. ¿Qué relación
existe entre el ambiente como ‘indicador’ de la calidad de vida urbana y el
dinero público invertido en él? ¿Constituye una esfera para la redistribución
social del ingreso? El gasto ambiental realizado por las autoridades
correspondientes es sumamente bajo, oscila entre $8,727 y $1,075
(aproximadamente us$3.00 y us$0.40) per cápita/año en las cuatro
ciudades estudiadas, incluso con una tendencia a disminuir entre 1999-2001. Otra
aproximación al gasto ambiental es por medio de la inversión ambiental
(sectorial) presupuestada en los planes de desarrollo de las ciudades
(2001-2003), que incluye la participación de las diferentes entidades públicas
locales. No obstante la necesidad de interpretar la formulación de los
presupuestos con cierta cautela, puede deducirse que la inversión ambiental
nominal constituye un aspecto significativo del presupuesto de las entidades
territoriales. En Bogotá, la inversión ambiental presupuestada (4.6% del
presupuesto total) es superior a la de “cultura, recreación y deporte” (3.1%) y
“vivienda y desarrollo urbano” (2.6%); en Medellín, la inversión ambiental
(7.3%) es inferior a la de “vivienda y hábitat” (13.5%), pero superior a la de
“espacio público” (5.7%) y “cultura, recreación y deporte” (0.6%); y en Cali
(12.4%) es superior a la de “cultura, recreación y deporte” (2.8%), “vivienda”
(0.6%) y “gestión urbanística” (0.07%). Es importante señalar que se trata de
los presupuestos públicos, quedan excluidas las inversiones de las empresas
privadas, incluyendo aquellas que prestan servicios de saneamiento ambiental
(acueducto, alcantarillado, aseo).
Conclusiones
El acercamiento a
las propuestas ambientales urbanas desde el análisis del discurso permite
entenderlas como representaciones de la realidad imbuidas de intereses y poder,
como estrategias políticas de desarrollo. Desde esta perspectiva
del análisis del discurso, la realidad no es algo externo para analizar
mediante instrumentos neutros; la realidad y el análisis, los problemas y las
metas se construyen simultáneamente. Por lo tanto, las estrategias ambientales
como discursos dependen del contexto y las prácticas discursivas que producen,
reproducen y transforman el sentido otorgado a la realidad; la consistencia
lógica no es un requisito imprescindible, es más importante el efecto de verdad
que el discurso propicia, y de ahí su capacidad de legitimación gubernamental y
de regulación social.
Por esta razón,
el éxito de la gestión ambiental urbana no depende del análisis riguroso del
estado de los recursos naturales ni de las instituciones especializadas que los
administran, sino de la capacidad de las administraciones urbanas de armar un
proyecto de ciudad que articule e integre el ambiente. En la medida que los
desafíos de legitimidad de los gobiernos y de regulación de las poblaciones
surgen de los efectos de la globalización y las limitaciones del Estado
neoliberal, la construcción de sentido ambiental adquiere el carácter general
de contrapeso. La gestión ambiental no tiene que justificarse ni evaluarse con
base en resultados tangibles, en cuanto al mejoramiento del estado de los
recursos naturales. Sobre todo, los discursos ambientales construyen valores
opuestos a aquellos que operan en la esfera de la economía y la competitividad
como vector principal del desarrollo: a la competencia, la eficiencia, la
productividad, la ganancia y el interés privado se contrapone, ambientalmente,
la cooperación desinteresada, el ocio, el disfrute, los valores humanos y el
interés colectivo. A continuación sintetizamos los rasgos principales de este
fenómeno.
Recursos institucionales y financieros: En primer lugar conviene señalar el
hecho de que el ambiente es la única esfera, junto con la seguridad, de expansión
estatal. Se han establecido no sólo nuevas instituciones, sino también fuentes
de financiación propias. Las estrategias ambientales demuestran una tendencia
de autofinanciación con una creciente importancia en relación con el gasto
social general, y de gran significado para las administraciones urbanas. No se
trata de grandes cantidades de dinero, pero sí de gran impacto socioespacial. La inversión ambiental total es modesta en
términos reales (aproximadamente us$8.00
por habitante/año en Bogotá, us$12.00
en Medellín y us$6.00 en Cali,
según los presupuestos de los planes de desarrollo), pero en Bogotá y Cali ésta
supera a la inversión en los rubros de “vivienda y desarrollo urbano” y
“cultura, recreación y deporte”. Las autoridades ambientales urbanas manejan
presupuestos aún más precarios (entre us$3.00
por habitante/año en Bogotá, y us$0.40
por habitante/año en Cali), pero sus programas y proyectos impactan
directamente la vida ciudadana. En otras palabras, las ciudades encuentran en
el ambiente instrumentos y medios relativamente fuertes, en el contexto
neoliberal, para construir bienestar urbano.
La implantación de valores: Se establecen en el ambiente valores
sociales que contrastan con los valores inherentes a la competitividad y
contrarrestan los fenómenos sociales asociados con ella. En cada ciudad se
elabora un ‘modo discursivo’ sobre el ambiente, adecuado a los estilos de
gobierno y las culturas regionales. La referencia general consiste en la noción
de la cultura ciudadana, con matices importantes en cada ciudad: la
autorregulación en Bogotá, la convivencia pacífica en Medellín, el conocimiento
territorial en Cali y la disciplina ciudadana en Barranquilla. De esta manera,
la gestión ambiental constituye parte de un proyecto de gobernabilidad, reforzado
por la construcción discursiva de cualidades asociadas al ambiente: calidad de
vida, calidad del espacio urbano, seguridad, solidaridad, salud, diversión,
equidad, etc. La clave del éxito de la construcción del bienestar ambiental
urbano es su separación radical de la esfera económica y de las funciones
tradicionales del Estado benefactor. El bienestar ambiental excluye cualquier
consideración de ingresos, empleo y servicios sociales (la distribución social
de la riqueza material y cultural) para depositar el bienestar en el medio
‘natural’: el territorio geográfico y las intervenciones sobre él.
Identidad: Cuando
las empresas locales se privatizan (Barranquilla), dirigen su mirada hacia los
mercados externos (Grupo Empresarial Antioqueño, Medellín), abandonan su
compromiso histórico con la región (Cali), o pasan al control de corporaciones
transnacionales (Bogotá), se rompe así un lazo fundamental de identidad local
construida alrededor de las economías regionales. La estrategia económica de
competitividad es esencialmente exportadora, donde el ‘cliente’ es el
extranjero, sea comprador o inversionista, y la participación de la población
local (como accionista, empleado, trabajador) disminuye. Frente a esto, intenta
fortalecerse la identidad local a través del ambiente, es decir, las
características naturales del territorio como patrimonio propio e inalienable.
En Barranquilla se propone una reidentificación con
el río Magdalena, otrora fuente de dinamismo urbano y cosmopolitismo; en Cali
se urge a conocer los ríos y humedales, montañas y parques; en Bogotá, los
cerros, las rondas y los humedales renacen como patrimonio olvidado y
maltratado; en Medellín ya existía un fuerte sentido geográfico-cultural en “la
capital de la montaña”.
Espacialidad:
Mientras que la espacialidad de la competitividad fragmenta la ciudad, segrega
los grupos sociales y genera enclaves privados, la espacialidad ambiental la
articula y produce espacio público. Por un lado, la espacialidad ambiental
privilegia el espacio público y el comportamiento ciudadano en relación con él;
por otro, resalta los elementos naturales (y la identidad que éstos
proporcionan) que generalmente son espacios de flujos y de propiedad o acceso
públicos. Ríos, rondas y cerros rodean y deambulan por las ciudades, en una
especie de abrazo colectivo que extiende sus manos sin distingo entre barrios
ricos y pobres. En Bogotá, este ‘sistema ecológico’ constituye la base del
proyecto del espacio público, que conectará norte y sur, oriente y occidente
mediante parques lineales y alamedas. En Barranquilla se plantea la idea de
redescubrir la ciudad mediante el rompimiento de la barrera actual que la
separa del río Magdalena. En Medellín, las quebradas forman el eje del programa
de mejoramiento barrial, y el río principal se ha convertido en el lugar del
deporte recreativo y fiestas populares. En Cali empieza a entenderse el
potencial de rondas y humedales, luego de haberse explotado, hace muchos años y
con gran acierto urbanístico, el río Cali en su paso por el centro de la
ciudad.
Regulación social: La estrategia económica de competitividad está
acompañada por una creciente desregulación de la producción e informalización
del trabajo, de tal manera que la economía deja de cumplir la función de esfera
de regulación social. La mayoría de las poblaciones urbanas se defiende fuera
del sistema formal que antes no sólo determinaba las condiciones laborales sino
que también imponía un sistema de valores y comportamientos a los empleados y
trabajadores en la conducta integral de sus vidas. La flexibilización e
informalización del trabajo y las altas tasas de desempleo en el mundo laboral
actual debilitan esta capacidad de establecer y hacer cumplir normas de
comportamiento, no sólo aquellas impuestas por las autoridades (empresariales y
públicas) sino también las que rigen las relaciones entre los ciudadanos
mismos. Las condiciones, los horarios, los lugares, los mecanismos
disciplinarios, los códigos éticos y los intereses se fraccionan en el mundo
actual de privatización de la responsabilidad por la supervivencia.
Entre los nuevos
mecanismos de regulación social (los medios de comunicación son fundamentales),
el ambiente juega un papel de creciente importancia. Como vimos arriba, en el
ambiente se ha construido un conjunto de valores y principios éticos
provenientes de la condición biológica del ser humano y su responsabilidad con
la naturaleza entendida como recursos y ecosistemas. Sin embargo, el asunto va
más allá de planteamientos abstractos y conocimientos específicos inculcados
por la educación ambiental. En la medida que se consolida el sistema nacional
ambiental, está tejiéndose una telaraña de instituciones, leyes, normas,
procedimientos y sanciones que inciden en la vida individual y social y se
entrelazan con los códigos de policía, tránsito, civil y hasta penal. Esta
transición del ambiente como código de valores simbólicos a un sistema
reglamentario con fuerza de sanciones (componendas, multas, retenciones y
detenciones) es más evidente en Bogotá, donde forma parte de un creciente
autoritarismo en la vida urbana. En Barranquilla se celebra el paso más modesto
en el sentido de establecer límites al comportamiento ‘egoísta’ del ciudadano,
y en Medellín, la posibilidad de establecer relaciones menos violentas entre los
ciudadanos.
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Recibido: 18 de febrero de 2005.
Reenviado: 4 de julio de 2005.
Aceptado: 13 de julio de 2005.
Peter
Charles Brand es geógrafo de la Universidad de
Leeds, Inglaterra, con especializaciones en planeación y diseño urbano, y PhD en diseño urbano de Oxford Brookes
University, Inglaterra. Es profesor de la Universidad
Nacional de Colombia (sede Medellín) desde 1982, donde actualmente se desempeña
como director de la Escuela de Planeación Urbano-Regional, adscrita a la
Facultad de Arquitectura. Coordina el grupo de investigación Dinámicas
Urbano-Regionales, y sus intereses investigativos giran alrededor de la
incidencia de las ideas ambientales en la planeación, administración y
construcción de las ciudades. Su trabajo ha sido divulgado en libros y revistas
en Inglaterra y América Latina, y entre sus últimas publicaciones destacan los
libros Urban
Environmentalism: Global Change
and the Mediation of Local Conflict (con Michael J. Thomas), Routledge,
Londres, 2005; La invención de futuros urbanos (con Fernando Prada),
Universidad Nacional de Colombia, Medellín, 2003, y Trayectorias
urbanas en la modernización del Estado en Colombia (editor y compilador),
Tercer Mundo-Universidad Nacional-Colciencias, Bogotá, 2001.
[1] Una versión más amplia de esta
ponencia se encuentra en Peter Brand y Fernando
Prada, La invención de futuros urbanos: estrategias de
competitividad económica y sostenibilidad ambiental en las cuatro ciudades
principales de Colombia,
Tercer Mundo-Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2003.
[2] El Ministerio del Medio Ambiente se
instituyó en 1993, poco después de la Cumbre de Río de Janeiro. El ministerio
es la cúspide de un sistema jerárquico conformado por cinco instituciones
nacionales de investigación, más de 30 corporaciones autónomas regionales como
‘autoridades ambientales’ (con la función de ejecutar la política nacional a
partir de poderes normativos y recursos financieros propios), y las entidades
territoriales (departamentos y municipios), que tienen responsabilidades
ambientales específicas. El sistema en general está abierto e integra al sector
privado, las universidades, las ong, las comunidades, etc. Las ciudades con más de un
millón de habitantes pudieron asumir la autoridad ambiental en el área urbana
de sus jurisdicciones. Así se establecieron el Departamento Administrativo del
Medio Ambiente, dama, en la ciudad
de Bogotá; el Departamento Administrativo de Gestión del Medio Ambiente, dagma, en
Cali; y el Departamento Administrativo Distrital del Medio Ambiente, dadima, en
Barranquilla; en Medellín esta función fue asumida por la ya existente figura
administrativa del Área Metropolitana del Valle de Aburrá.
Los alcaldes nombran a los directores de dichas instituciones, lo que abre
importantes espacios para la articulación de las políticas ambientales al
desarrollo urbano integral.
[3] Para facilitar la interpretación de
los estudios de cada ciudad, conviene precisar que en Colombia los “planes de
desarrollo” corresponden a los programas de gobierno de los alcaldes electos e
incluyen planes de inversión para su periodo de gobierno, ahora de cuatro años.
Por su parte, los “planes de ordenamiento territorial” pretenden establecer
visiones más integrales y de largo plazo para la ciudad, y contienen
disposiciones sobre usos del suelo, provisión de infraestructura y normas
urbanísticas estratégicas y detalladas; su preparación está coordinada por las
oficinas de planeación a partir de amplios procesos de participación, y son
actualizados periódicamente por las administraciones locales pero aprobados por
los consejos municipales; tienen una vigencia de nueve años. Los planes de
ordenamiento territorial requieren la aprobación de la autoridad ambiental
respectiva.
[4] El alcalde Mockus
propuso sanciones mucho más fuertes que las eventualmente aprobadas para
infractores de las nuevas normas concernientes al espacio público (invasión,
ruido, basura). Expandiendo sin límites su proyecto de regulación
prohibicionista y moralista, su decisión de desautorizar el consumo de alcohol
en la feria de toros a comienzos de 2003 provocó reacciones como la siguiente:
“En una nueva demostración de su pedagogía folclórico-autoritaria como método
para gobernar a Bogotá, el alcalde Antanas Mockus ha resuelto prohibir la entrada de botas licoreras a
la Plaza de Toros de Santamaría. Eso no se llama cultura ciudadana, ni
convivencia pacífica, ni experimento de tolerancia. Es, simple y llanamente,
una burda alcaldada” (El Tiempo, 2003).
[5] La Comuna 13 de Medellín es un sector de bajos ingresos y, como muchos, escenario de luchas entre grupos ilegales armados –combinaciones inestables de milicias guerrilleras, paramilitares, narcotraficantes, delincuencia común y bandas juveniles– para el control territorial. La estrategia ambiental de los años noventa tuvo como fin, precisamente, mediatizar y manejar la violencia inherente a tales situaciones. A partir de 2002, y al amparo de las directrices del nuevo gobierno nacional, se optó por soluciones militares; la operación en la Comuna 13 fue la primera. El nuevo gobierno municipal de 2004 está intentando rescatar la negociación política.