El mundo de la modestia y las buenas maneras
Escobar Ceballos, Cecilia,
(2005), Manual Orihuela. Consejos a
mis hijas. Manual escrito por un padre de familia en vísperas del nuevo siglo, Miguel Ángel
Porrúa, México, 181 pp., isbn: 970-701-571-3
Esta (¿qué se yo como pudo ser?) dizque
supo
mucho aunque era mujer. Porque
como
dizque dice no sé quién, ellas
sólo
saben, hilar y coser.
Poema
de Sor Juana Inés de la Cruz.
Los cambios
bruscos en el nivel de vida de una sociedad traen consigo el intento de imponer
nuevos cánones de urbanidad y de comportamiento, difundidos en cartillas,
catecismos y manuales. Conocidos en Occidente desde el siglo xvi, proliferaron en el siglo xix. En México, las clases altas, al
incrementar su riqueza e intensificar el comercio con otros países europeos
hacia mediados del siglo xix, se
preocuparon por mejorar sus modales. Había bastante que aprender, pues con los
nuevos consumos variaron utensilios de mesa y cocina, modas, atuendo, muebles,
elementos decorativos y hasta el sentido del gusto, alterándose modales y
hábitos de vida. Se tradujeron varios manuales de urbanidad de Francia,
referencia obligada del mundo “civizado” en tales
asuntos, y algunos autores.
El libro del
holandés Erasmo de Rotterdam titulado De civilitae
morum puerilium libellus
(De la urbanidad en las maneras de los niños), es un antecedente de los
manuales de buenas maneras que luego proliferaron en España. Este texto fue
publicado por vez primera en Basilea en 1530. Se considera que introdujo
plenamente en la civilización occidental el nuevo concepto de civilidad social
y fase de desarrollo social frente a la barbarie y a la ignorancia; asimismo
inauguró un nuevo concepto de civilitas: la “civilidad” ya no representa el
ordenamiento y el gobierno de la ciudad ni los hábitos o costumbres de una
comunidad. Ciertamente, el tratado de Erasmo se emparenta con los antiguos
tratados de cortesía (politesse) y los tratados destinados a las
artes de amar o agradar; sin embargo, a diferencia de éstos no se dirige ya a
un sector social determinado, sino a todo hombre que quiera ser educado para la
vida social.
En los países
americanos, sin duda el célebre Manual de urbanidad y buenas
maneras, del
venezolano Manuel Antonio Carreño, fue el de mayor influencia y éxito, debido a
que en él se recogen las formas más elementales y la reglas sobre los buenos
modales para relacionarse en sociedad. Incluso, en la introducción de este
manual se asegura que la urbanidad es manifestación de virtud; reflejo exterior
de realidades interiores, la intención de integrarse positivamente en la vida
ciudadana convertida en hechos.
Desde su
publicación en 1853, el Manual de Carreño se convirtió rápidamente
en lectura obligada para la gente de su época. De este Manual encontramos en México una gran
cantidad de ediciones, especialmente durante el último tercio del siglo xix. Otros textos similares, en la forma
y en el contenido, fueron editados y reeditados en nuestro país; algunos
dedicados exclusivamente a los niños y otros destinados a todo ser humano que
desease ser aceptado y aprobado en las esferas más altas de la sociedad de
aquella época. Muchos de estos textos, como el propio Manual de Carreño, fueron adaptados para su
utilización en establecimientos educacionales. Cabe señalar que aquellos peculiares
tratados de urbanidad siempre habían existido para las clases pudientes y las
familias “honorables” de la época.
Estos libros
abarcaban el comportamiento en todas las esferas de la vida en la familia, en
la escuela, en la calle, en la iglesia y en todos los ámbitos sociales, y
también indicaban cuál era la actitud, la palabra, el comportamiento
socialmente correctos. “Los niños bien educados jamás deben salir a la calle a
formar juegos y retozos que necesariamente han de molestar a los vecinos” (Carreño,
1853: 34), se leía en el compendio del Manual de urbanidad
y buenas maneras. Los
consejos, en muchas ocasiones se repartían entre los niños y las niñas. Por
ejemplo, la “Cartilla moderna de urbanidad” para niñas decía que a la niña bien
educada “le gusta entretener a sus hermanitos y suele jugar a lo que otros
prefieren, en los juegos de prendas es discreta para no molestar ni darse por
ofendida” (Carreño, 1853: 37), entre otras pautas. Mientras los niños debían,
según otro texto, ser cariñosos y buenos compañeros cediendo al gusto de los
otros siempre que pudieran, hacer favores siempre que pudieran, aunque fuera a
forasteros o desconocidos, ello en unas páginas que se ilustraban además a modo
de cómic.
En ese contexto
histórico apareció la obra de don Manuel Orihuela titulada Consejos
a mis hijas, escrita
en 1874, obra que Cecilia Escobar Ceballos nos da a conocer en su libro: Mawad Orihuela. Consejos a mis hijas. Manual
escrito por un padre de familia en vísperas del nuevo siglo. Este trabajo se inscribe en el marco
de la literatura moral de “Tratados de buenas maneras” o “Tratados de
urbanidad”. En estos escritos se establecieron, sin más, nociones éticas de
comportamiento, y constituían un conjunto de preceptos para la vida social y el
buen trato entre los hombres. En la expresión “tratados de urbanidad” late, sin
duda, la oposición entre las exigencias de la vida de ciudad y las de la vida
campesina. De allí que la expresión “urbano” se emplee como equivalente de
educado, cortés, civil, fino, correcto, y se oponga a rústico o grosero. Al
mismo tiempo, es claro que en estos manuales, no obstante su carácter no
estrictamente moral, existe una ostensible tesitura moral: decir de una persona
que es cortés o urbana equivale tanto como a decir que es comedida o mesurada.
El libro de
Cecilia Escobar Ceballos, que ahora reseñamos, contiene dos obras en un solo
trabajo, y ambas son muy ricas. Por una parte, el estudio que la autora realiza
del manuscrito, y, por la otra, el documento paleografiado
de don Manuel Orihuela. La primera está constituida por cinco capítulos y una
bibliografía. La segunda está integrada con los consejos del licenciado
Orihuela, y se titula versión paleográfica realizada por Cecilia Escobar
Ceballos.
En el preámbulo
de la primera parte se nos habla de la historia de una familia en la ciudad de
México, lo cual debe alabarse o criticarse en razón de que la autora se basa en
un libro de su propia familia. La estrategia es difícil, porque debe prevalecer
su objetividad como historiadora, y lo logra. Ella misma asegura que el
propósito de su publicación es que el documento sea utilizado en
investigaciones futuras sobre la vida cotidiana de la clase media en el México
decimonónico. También nos explica que, en su primera versión, el manuscrito fue
presentado en el seminario de la licenciatura para el Departamento de Historia
de la Universidad Iberoamericana. Su éxito fue tan grande que llevó a la
licenciada Escobar Ceballos a buscar más información en los periódicos de la
época con objeto de enriquecer el material con el que contaba.
El manual de don
Manuel Orihuela, quien fuera juez y escribano público de la ciudad de México a
finales del siglo xix, tuvo un
claro objetivo: escribir consejos para sus hijas con el fin de cuidar de ellas
y preservar el honor de su familia. Incluso, el licenciado Orihuela ratificó su
interés en que sus hijas continuaran las prácticas comunes de mujeres de bien
de los estratos medios de la población finisecular mexicana, aspecto muy común
en la época cuando la familia se había quedado sin madre.
Recordemos que
la sociedad en el México decimonónico intentaba “igualar” a todos sus
habitantes. El problema era complejo y difícil, aunque las sociedades cambiaban
lentamente y en todo ese siglo se intentó una transición entre la colonia y la
sociedad “republicana”. Durante esa época, la pirámide social estaba integrada
por tres sectores: la clase oficialistas, formada por el ejército y la
burocracia, ambos ineficientes e irregulares; la clase media y la popular,
integrada por rancheros, indios, peones, trabajadores de las minas, obreros,
sirvientes, vendedores ambulantes, dulceros, voceadores de periódico, eloteros,
lecheros, pepenadores, aguadores y, por supuesto, los llamados “léperos”.
Los consejos de
don Manuel Orihuela están dedicados a su hija mayor, Lugarda
Orihuela, quien sustituía a la madre muerta y asumía las labores hogareñas y
maternales y el cuidado de los hermanos más jóvenes. Su interés era transmitir
valores cívicos, como honradez, lealtad, educación y ahorro, así como
cuestiones morales: amistad, envidia, e interrelación entre hombre y mujer,
siguiendo las normas que la sociedad establecía. Es una historia de vida
cotidiana y de la buena sociedad de la época.
En el capítulo
primero, titulado “Rescatando la moral”, se dan los pormenores de la clase
social a la que pertenecía la familia Orihuela: “clase media mexicana”, cuyas
prácticas y comportamientos característicos eran del ambiente urbano. En este
manual se hace el rescate de los valores decentes de la clase media, portadora
de la moral y la buena educación; los cuales servían para aplicarse a las
actividades diarias.
Las mujeres
trabajaban dentro del hogar realizando las labores domésticas, como planchar,
cocina, barrer y cuidar de los hijos; además se les inculcaba el ahorro, la
sobriedad, la higiene y el trabajo, que propiciarían el progreso del país. Su
objetivo era lograr una sociedad de gente “civilizada”. Ejemplo de ello es que
en el manual, al hablarse de los conceptos de limpieza y de ahorro, se asegura
que la clase baja no era limpia porque no tenía los recursos para serlo; los
indios eran sucios por “miseria y no por tradición”. Por su parte, la clase
alta, al tener varios sirvientes que hacían la limpieza del hogar, no se
preocupaban por ésta, volviéndose indiferentes ante el aseo; como diría don
Manuel, “las ricas son puercas”. La limpieza era la pureza, y esto se deja
claro en el documento. Esta idea de diferenciar y de diferenciarse como grupo,
no solamente se tenía en México, sino también en Europa y en los Estados
Unidos.
Otro consejo era
que las mujeres jóvenes debían ser laboriosas, y para ello se les instruía en
costura, cocina, lavandería, barrida, pintura, música y canto. Además de esta
instrucción, conocida como labores femeninas, se les inculcaba la humildad, el
ahorro, el recato, el buen gusto y la modestia, que era el atributo más hermoso
del sexo femenino.
Cabe resaltar la
idea del ahorro, que constituía la muestra del equilibrio que se buscaba tener
en la vida, asegurando este padre de familia que el dinero no debía faltar,
pero tampoco se debía ser ostentoso con él, y ello evidenciaba que si se sabía
ahorrar, era porque se sabía ganar, por medio del trabajo. El valor real de
todos estos valores dependía de la importancia que se les había dado a los
mismos en la educación. Incluso, don Manuel Orihuela aseguraba que una “buena
educación, si no se aprende en los primeros años de la vida es imposible que en
la edad madura pueda aprenderse; esto es un evangelio”. Así que educar e instruir
y aconsejar era la tarea principal de los padres y tutores, que por su
experiencia eran capaces de formar el carácter de una persona. Ellos eran
quienes abrirían las puertas del mundo, sobre todo cuando los padres o tutores
llegaban a la tercera época del hombre, la de hablar consigo mismos.
La mujer
decimonónica debía ser laboriosa y hacer el trabajo con sus propias manos, ser
honrada, respetuosa, saber de economía y de administración del dinero, sobre
todo si se quería hacer de ella una persona “decente”, entendiéndose por
persona “decente”, en esa época, una que mereciera la confianza pública por su
ciencia, su prudencia y su moralidad.
En suma, la
mujer era la portadora de los principios morales y también de las enseñanzas
religiosas, sabiéndose comportar ante la sociedad sin importar el evento o la
compañía. Ser una persona educada también significaba ser una persona
civilizada, cultivada. “Se tenía que conocer el comportamiento en las comidas,
como el manejo de los cubiertos, las conversaciones atinadas para el momento,
las reglas de etiqueta en un baile o en un teatro, la manera de saludar a las
mujeres u hombres en lugares públicos y privados, así como la forma de vestir
para cada ocasión” (Escobar, 2005: 58-59).
En el capítulo
segundo titulado “¿Quién es Manuel Orihuela?”, Cecilia Escobar recurre a las
entrevistas que le hizo a la bisnieta de don Manuel Orihuela, doña Eulalia Ezeta, y logra con ello rescatar la vida personal del
licenciado. Nos asegura que él era una persona conservadora que estudió la
carrera de derecho en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, y que fungió como
juez y maestro de derecho. Sobre todo, que era muy católico. Tuvo tres
matrimonios y una vasta descendencia, por la cual se preocupó escribiendo dos
manuales, uno para sus hijos y el otro para sus hijas, que es el que conocemos.
Además, su inquietud principal fue dejar consejos claros sobre modales y
valores a su familia.
Se interesó el
licenciado Orihuela por instruir y educar a sus hijas con una formación
estricta, asegurando que su interés era buscar el equilibrio; es decir, no
abusar de los bienes materiales ni de los sentimientos, ser una persona honrada
y gente de bien sin olvidar que las únicas responsables de los actos en la vida
eran ellas mismas. Su interés por educar a sus hijas fue tal que contrató
maestros particulares, sobre todo de piano y pintura.
En el capítulo
tercero, con un título muy barroco: “Las causas antes del enamoramiento. Las
características de un pollo, lo que significaba ser una muchacha decente y las
distintas maneras de comunicar el amor”, se tratan las relaciones entre hombre
y mujer, las cuales siempre han sido objeto de atención, así que don Manuel
asegura que si era muy importante la apariencia física, lo era más el alma de
la persona. Por ello, por medio de cuentos más que de consejos, nos habla de lo
importante que era buscar un marido que estuviera a la altura de la mujer.
Incluso, en varias páginas comenta esas relaciones, pero nunca llega a la parte
íntima de ellas. El siguiente es el consejo que les daba a las mujeres que
buscaban marido:
[…] las
jovencitas a que llaman pollas […]
¡Que digo
jovencitas! Cotorronas deben también entrar en la colada.
No miran si su
genio es bueno o malo:
Si por carácter
es enamorado:
Si tiene
educación: Si es caprichudo:
Si es muy
tonto, si es franco ó es mezquino:
Si tiene
religión o es impío (Escobar, 2005: 115).
Asimismo, hace
mención del galanteo, de las modas, del uso del rebozo y de la mantilla
española, y asegura que para que el novio no las abandonara, el pudor era lo
más importante, y también no tener correspondencia escrita. Incluso, en
relación con la formalización de la relación, da consejos sobre los
preparativos de la boda, desde el vestido hasta la música, pasando por la hora
de servir el banquete y las actitudes de los invitados.
En el capítulo
cuarto, “La limpieza: ¿una posición social?”, se analizan los consejos de la
limpieza como una actividad importante para catalogar a las personas dentro de
un grupo social definido, y, por supuesto, la clase media se consideraba la más
limpia. Tener agua para bañarse con frecuencia mostraba lujo, ocio y bienes,
debido a que la mayoría de las casas no contaban con drenaje ni con
instalaciones que llevaran el agua. El aguador era quien se encargaba de llevar
a los hogares el precioso líquido, sirviéndose de un chocol
y un jarrito.
El hábito de la
limpieza estaba ligado a la economía, y ser una persona limpia implicaba que se
era una persona ahorrativa y precavida, ya que así se evitaban los gastos de
los doctores, las boticas y los dolores.
En el manual se
dan consejos para la limpieza de la boca, de las manos, de los pies, de la
cabeza, de la cara y del vestido. A manera de ejemplo, mencionaré el peinado,
que fue una parte importante en el arreglo de las mujeres. La moda era usar el
cabello recogido en chongo o crepé, llegándose al punto de usar retazos de tela
o pelo ajeno para causar el efecto deseado. Sin embargo, Orihuela previene los
efectos adversos de esas costumbres: “ciertas piezas, crepé que ustedes llaman,
suelen estar llenas de retazos de trapos de colores, y muy sucios, y en algunos
han visto piojos, liendres y aun una cucaracha machacada” (Escobar, 2005: 48).
En la cara no debía ponerse colorete, porque éste envejecía el rostro, y en
cuanto al vestido, aseguraba que una señorita decente debía trabajarlo con sus
manos: “es propio de una mujer, muy de su casa, el saber remendar y coser”
(Escobar, 2005: 47).
En el quinto y
último capítulo, titulado “La función de la limpieza en el hogar”, se habla de
cómo debía estar la casa: ordenada y limpia. Se menciona el aseo de la casa y
se insiste en la costumbre de limpiar la sala, los corredores, las macetas, el
comedor, la mesa, los manteles, las tasas, los posillos,
los vidrios, las cortinas, las escupideras, las alfombras, los colchones, las
almohadas, las pasaderas y los braseros, así como de quitar cochambre de casos
y cuchillos, saber utilizar las escobas correspondientes, y, sobre todo, de las
bacinicas, dándose consejo de cómo quitarles los malos olores.
También se
señala cómo se debía atender a las visitas y qué vajilla utilizar para las
personas de confianza y algunos invitados que no lo eran, asegurándose que era
costumbre muy generalizada guardar algunos trastos muy vistosos para ciertas
personas de respeto y presentar lo malo a las que llama personas de confianza y
muy de aprecio, cuando debía ser al contrario, dando lugar primero a las
amistades.
En este apartado
se habla de la servidumbre, de la relación que se debía tener con los criados,
e incluso se menciona un reglamento dictado por Santa Anna en 1868 donde se
estipulan los salarios de los empleados domésticos. Asimismo, se dan consejos
de cómo administrar el tiempo libre la visita a los amigos o familiares, las
salidas a los bailes, teatros o fiestas, y algún paseo por La Alameda, La Viga
o las calles principales de la ciudad de México. Sobre los bailes, se asegura
que su objeto era que los jóvenes conocieran a su pareja. Las otras diversiones
populares eran el paseo y el teatro.
En suma, las
buenas maneras, los valores morales y el desenvolvimiento personal eran los
elementos importantes para ser aceptado en la sociedad, asegurándose que una
persona “civilizada” era bienvenida en cualquier grupo.
Si un individuo
no tenía una educación completa; es decir, si no había sido educado con valores
morales y cívicos, muy difícilmente iba a poder desarrollarse en sociedad. Si
una mujer o un hombre cometían una falta moral, rara vez ésta se podía
remediar, en virtud de que la sociedad era un fiscal y un juez inflexible que
castigaba severamente estas faltas “sociales”.
El elegir
“estado” era lo más grave que al hombre o la mujer podía acontecer, pues se
trataba de un acto de por vida, y encontrar una pareja decente era lo más
difícil para la vida.
La amistad es
otro valor de suma importancia que se destaca en el manual, y se dice de ella
que era una relación honesta y recíproca que podía durar para toda la vida.
El libro viene
enriquecido con un glosario de palabras en desuso y una amplia bibliografía,
así como con la consulta de los periódicos de la época, como fueron El
Siglo xix, El Globo, El Diario de
los Niños, El
Álbum de la Mujer, y El
Diario.
Es una delicia
leer la segunda parte, la versión paleográfica del manual de don Manuel
Orihuela, no sólo por la manera como está escrito, en verso, sino también por
la riqueza que en él se guarda.
A manera de
conclusión, recordemos que los manuales de urbanidad son un objeto de estudio
para la reconstrucción de la historia social del lenguaje, una historia cuya
finalidad es la de comprender y aprender a caracterizar las sociedades
por medio del estudio de sus hábitos, derechos y deberes, costumbres,
prejuicios y saberes lingüísticos; una historia que coloca el análisis del
comportamiento lingüístico en el plano simbólico. El manual de
Orihuela
es, así, el espejo de
las prácticas sociales de la vida urbana mexicana de finales del siglo xix, huella cuyo estudio resulta vital
para una arqueología social y lingüística de esa época, dado el valor sociopragmático que encierra su concepto de la cortesía
social y verbal, en particular.
Éste es un libro
que la autora nos pone en las manos y con el cual nos hace partícipes de los
consejos que su familia, como gente decente, conoce, y que nosotros también
debemos conocer.
Obras consultadas
Ariés, Philippe y
Duby Georges (dirs.),
(2001), Historia de la vida privada. De la Revolución francesa
a la Primera Guerra Mundial,
Madrid, Taurus.
Carreño, Manuel
Antonio (1853), Manual de urbanidad y buenas
maneras, Caracas, Educen.
Gonzalbo-Aizpuru, Pilar y Cecilia Rabell-Romero (coords.) (1992), Familia
y vida privada en la historia de Iberoamérica, México, El Colegio de México-unam.
Recibida:
18 de enero de 2006.
Reenviada:
27 de enero de 2006.
Reenviada:
27 de septiembre de 2006.
Liberada:
03 de octubre de 2006
María Teresa Jarquín Ortega. Doctora en Historia de América por
la Universidad Complutense de Madrid y doctora en Historia de México por el
Colegio de México, a.c.
Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores (SNI, nivel I). Fue presidenta
de El Colegio Mexiquense, entre 1990 y 1998, donde actualmente es
profesora-investigadora de tiempo completo. Su campo de estudio y reflexión ha
sido la historia novohispana y la historia regional del Estado de México.
Desarrolla las siguientes investigaciones: “Las encomiendas en el Valle de
Toluca”, “Los condes de Santiago Calimaya” y “La
Construcción de la Iglesia del pueblo de Metepec”. Es coordinadora del
diplomado: “Historia Sociopolítica del Estado de México”.
Recibió el Premio
Nacional Banamex Atanasio G. Sarabia de Historia Regional Mexicana
1986-1987, por el trabajo: “Metepec. Historia de la formación de un pueblo
novohispano”. Dicho libro se publicó con el título Formación
y desarrollo de un pueblo novohispano: Metepec en el valle de Toluca, El Colegio Mexiquense,
A.C.-Ayuntamiento de Metepec. Sus últimos libros son: la Breve
Historia Ilustrada del Estado de México, El Colegio Mexiquense, A.C.-Instituto Mexiquense de
Cultura/Gobierno del Estado de México; y Brazo de Puma:
Acolmiztli Nezahualcoyotl.
Historia de un rey de Tezcoco, Instituto Mexiquense de Cultura- conaculta.