El general sí tiene quien le escriba: Lucy A. Medina

 

Medina Rivera, Lucy A. (2004), El último revolucionario. Crónicas de mi general, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, México, 245 pp., isbn: 968-484-608-8.

 

Una pregunta frecuente es la que trata la relación entre literatura e historia. Aquí daré mis puntos de vista con base en El último revolucionario. Crónicas de mi general, de Lucy A. Medina Rivera. Desde mis primeros trabajos la cuestión versa alrededor de si lo que escribía era verdad; la respuesta siempre fue: “Claro que es verdad”. Aunque mi contestación satisfacía en ocasiones a los curiosos, a mí me rondaba la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca daba en el blanco.

En ese aspecto el libro es muy claro debido a su subtítulo: Crónicas de mi general, pues realmente es una crónica de la historia de México del siglo xx contada y recordada por el general José Ricardo Medina Otero, quien nació en Mazatlán el 15 de octubre de 1892.

El primer capítulo, “Cien años de mi vida. Según lo recuerdo”, empieza con una reflexión que todo ser humano debería hacer. “El ser humano, en su soberbia y vanidad, ha buscado siempre el secreto de la eterna juventud sin evaluar en su justa medida que lo importante de la vida no es la cantidad, sino la intensidad; yo he sido doblemente afortunado, he tenido ambas”; cantidad e intensidad, así lo asegura. También recuerda una frase atribuida al barón Von Humboldt: “El hombre es tan viejo como se siente, no importa los años que lleve a cuestas”. Con estas y muchas más sabias reflexiones, el libro cautiva desde el principio.

Los temas que en esta crónica aparecen son muchos y variados, únicamente mencionaré los relacionados con la historia, la educación y el Ejército del siglo xx en México.

 

1. Educación a principios del xx

 

El protagonista dicta clases de historia de la educación desde el punto de vista de un ciudadano mexicano nacido a finales del siglo xix, que además vivió gran parte del xx; así, afirma que “en Guadalajara la única opción para una educación superior –a principios del siglo xx– era el seminario, en donde se estudiaba para clérigo o abogado y la escuela militar”. Pero la abogacía no le interesaba, nunca podría ser “leguleyo”; mucho menos, aseguraba, se vestiría con sotana, por lo que tampoco podría ser cura. Sin embargo, tenía el patriotismo a flor de piel. En ese tiempo, la idea de obligación de salvaguardar la patria estaba muy fuerte en todos los mexicanos. Debía servir como soldado y ser parte de la defensa de la soberanía nacional; además, no sólo sería prestigioso para su familia contar con un militar: para él, un joven soñador de 19 años, existía el aliciente de que las mujeres decían que preferían ‘novio con charretera’. Así, hizo todos los trámites para entrar a la escuela militar.

El secretario general Francisco Z. Mena fundó la Escuela Militar de Aspirantes en 1903, y su primer director fue el coronel de Estado Mayor Miguel Ruelas. Este plantel preparaba a jóvenes que deseaban ingresar al Ejército como oficiales subalternos en los cuerpos de infantería, caballería y artillería; también se capacitaba a los sargentos propuestos para el ascenso a subtenientes, para que tuvieran los conocimientos teóricos necesarios; asimismo se educaba a los oficiales que ya servían en el Ejército, pero que no tuvieron oportunidad de prepararse en alguna institución. Como se aprecia, la escuela llenaba un vacío en la organización del Ejército y complementaba al Colegio Militar de Chapultepec, de donde no egresaban suficientes técnicos ni oficiales subalternos con conocimientos prácticos e instrucción. Ahí, el general Medina aprendió la principal premisa del ejército: “Las órdenes nunca se discuten, se acatan” (p. 57).

En esa época, y luego del “Cuartelazo” en contra del presidente Madero, muchos estudiantes de la escuela pasaron al Ejército. Su educación militar fue práctica, la teoría quedó en el olvido.

Así, el general Medina entró al Ejército, con el grado de teniente, el 16 de marzo de 1913, en la División del Sur del Ejército Beligerante, comandado por el general Gertrudis Sánchez, a las órdenes directas del general Hipólito Sánchez. Ahí recibió los suministros del nuevo recluta, que consistían en una cobija casi nueva y un caballo de no muy buena alzada, un fusil de cinco tiros, alemán, viejo con bayoneta del tipo máuser 7 mm y un par de carrilleras para municiones (p. 86). Meses después consiguió un revólver Colt da calibre 45 que lo acompañaría en la Revolución. Un mes después obtuvo el grado de capitán primero, debido a que en esa época la escuela era la vida, o como él decía, la lucha entre la vida y la muerte. Así, “la escuela militar más dura y eficiente es la guerra, en ella nos fuimos forjando a la mala, aprendiendo tanto de las victorias como de las derrotas” (p. 96). Durante un corto tiempo estuvo fuera del Ejército, pero el 1 de marzo de 1917 recibió de nuevo su alta, con el mismo grado de teniente coronel, en la Cuarta División del Cuerpo del Ejército de Oriente, con cuartel general en la Estación Central de Buenavista, en la Ciudad de México.

A mediados del siglo xx vio el continuo proceso de profesionalización del Ejército con el establecimiento de la Escuela Superior de Guerra y la Escuela de Ingenieros Militares y de Transmisiones; en ese mismo periodo el general Ignacio M. Beteta fue director de Industria Bélica; en el Molino del Rey se estableció la Fábrica de Municiones, en Santa Fe se encontraba la Fábrica de Pólvora y en la Ciudadela la Fábrica de Armas; para el servicio médico de las fuerzas armadas se inauguró el Hospital Central Militar en Lomas de Sotelo. Sería la posguerra, la voluntad política o la fuerza y honestidad de las instituciones, pero esa fue época de oportunidades, hechos, avances y fortalecimiento económico. El general Medina asegura que de haber conservado México ese ritmo, hoy sería, sin duda, un país del Primer Mundo. En 1948 las fuerzas armadas dejaron de llamarse Ejército Nacional para convertirse en Ejército Mexicano y se integraron a él las corporaciones motorizadas de tanques de guerra. También se estableció el Banco Nacional del Ejército y la Armada.

 

2. Relatos de batallas

 

Los relatos de las batallas en esta crónica son tan reales que se viven cuando se leen:

 

Por primera vez supe lo que era el miedo, penetró muy dentro de mí, pero fue precisamente ese sentimiento el que me empujó a continuar. Cuerpos caían inertes, en ocasiones de contrarios y otras tantas de compañeros; unos morían otros quedaban mutilados; era un baño de sangre, y toda sangre mexicana. Los fusiles eran de espérame tantito, porque con sólo cinco tiros, segundos después de haber disparado, sin siquiera estar seguros de haber dado en el blanco y buscando evitar hacer el ataque aún más directo con el uso de la bayoneta, era necesario controlar las manos temblorosas para poder recargar antes de un nuevo enfrentamiento. Me llegó una terrible sensación de impotencia, de dolor y de terror. La vida misma estaba en juego, era una lucha contra el tiempo, por la supervivencia. El momento era tan intenso que los segundos parecían minutos, y los minutos, horas. Era una historia sin fin, y así continuó hasta que los federales decidieron emprender la retirada; el toque de clarín ordenándola fue una bella sinfonía a nuestros oídos. El tronar de los disparos fue poco a poco amainando, hasta que por fin se escuchó al comandante ordenar el cese el fuego; sólo entonces logré regresar conscientemente al momento que estaba viviendo. Pasamos a tomar prisioneros, revisar muertos y heridos, así como hacernos de los pertrechos de los caídos (p. 88).

 

El panorama de la revolución es claro en sus descripciones:

 

Marchábamos de día o de noche, presentando combate en cada encuentro con federales o guerrillas enemigas; era común ver a lo largo del camino a ahorcados colgando de pirules o de postes de telégrafos. Cuando entrábamos a un combate debidamente planeado y debidamente organizado, las primeras secciones se desplegaban en orden cerrado para formar una cadena de tiradores, la segunda quedaba como sostén, mientras que las terceras se mantenían como reservas. Sin embargo, cada día se presentaba un escenario diferente que obligaba continuamente a improvisar estrategias; en donde era posible presentábamos despliegue lineal frontal, de una, dos o hasta tres líneas de ataque, pero cuando las condiciones eran adversas, combatíamos como Dios nos daba a entender (p. 90).

 

Algunas de sus anécdotas son chuscas; por ejemplo, en una ocasión en que huía, escuchó que el soldado que lo perseguía le gritaba: “No huyas, cobarde”, a lo que, sin voltear, contestó: “Pues no me sigas, desgraciado”… Y como el general Medina afirma: ¡así fue la revolución armada!

Asegura que en la Revolución no todos participaron por ideales, muchos lo hicieron por venganza, algunos más orillados por las circunstancias, por aventuras o por la obligación impuesta por la leva. El principal problema fue que al final del movimiento, como aseguraba Álvaro Obregón: “¿Quién nos libertará de nuestros libertadores?”

Estas primeras batallas, en que se combatía cuerpo a cuerpo o en cargas directas de caballería, cambiaron con el transcurso del siglo xx, así lo hace notar el general Medina basado en que, en agosto de 1945, Estados Unidos realizó el primer bombardeo atómico de la historia sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, ataque que en minutos dejó 170 mil muertos. El cambio fue drástico, pues el concepto bélico cambió totalmente.

 

3. Sueldos militares

 

El sueldo de capitán primero era de cinco pesos, por eso el dicho de Álvaro Obregón de que nadie aguantaba un cañonazo de 50 mil pesos. En 1917, un teniente coronel percibía cuatro pesos oro. Durante 1919, entre las responsabilidades del general Medina estaba la de pagar con monedas de 20 pesos los sueldos de los soldados; daba a cada uno $1.40. Este dinero se enviaba a Veracruz en monedas de oro, en pesadas bolsas de lona; el protagonista recuerda cómo se dividía el dinero entre 14 personas y sobraba un poco, que apostaban entre ellos en juegos de cartas.

En 1924 el pagador del regimiento era el entonces teniente coronel Adolfo Ruiz Cortines, quien le entregaba su pago de seis centenarios cada 10 días, luego obtuvo un aumento de cuatro centenarios más. El general Medina cuenta que eran tiempos en que el dinero rendía mucho, ya que él daba un peso de gasto diario y con eso se compraba lo necesario: un kilo de carne de res con hueso costaba 10 centavos, sin hueso, 15; el pan solamente un centavo por pieza; también recuerda que, además de los bolillos, resultado del afrancesamiento del porfiriato, había una gran variedad de pan de dulce. Por fin, comenta, podía darse el lujo de acicalarse, como todo buen oficial, en peluquería de primera, cuyo costo era de 25 centavos; las de segunda cobraban cinco centavos menos, mientras que las “a los cuatro vientos”, al aire libre, sólo cinco centavos. El transporte en tranvía era gratis para los oficiales. Y un buen restaurante, como el Chapultepec, cobraba cinco pesos de entrada y cinco pesos por “cubierto”.

El general siempre dijo que los haberes del Ejército dan para vivir con dignidad, pero nunca para hacerse rico o vivir con lujo, mucho menos para amasar cuantiosas fortunas.

 

4. Puestos y cargos

 

Tuvo a su cargo la jefatura del 38º Batallón de Infantería en Tlacolula Oaxaca. Durante el cuartelazo de Obregón siempre permaneció fiel al presidente Carranza y a las instituciones, lo que le costó un buen susto al ser tomado prisionero y a punto de ser fusilado, pero como él decía: “nadie se muere en la víspera”. Así que fue dado de baja y luego, por supuesto, se le reincorporó, e incluso se le dio una compensación de dos mil pesos. Recuerda los cuatro alteros de aztecas (20 pesos oro), cantidad que superaba con mucho los 378 pesos por mes que él ganaba. Se reintegró en la corporación de jefes y oficiales del Departamento de Infantería de Estado Mayor en el valle de México.

El 15 de octubre de 1924, precisamente el día de su cumpleaños, Álvaro Obregón le dio de ‘cuelga’ un ascenso a coronel en la guarnición en Campeche. Rememora esa ciudad como una ranchería, con un solo hotel en los altos del portal, frente al jardín central.

 

5. Condecoraciones

 

Fue comandante de la xx Zona Militar en el estado de Colima donde, como en los anteriores puestos, dio lo mejor de él. El entonces presidente de México, Miguel Alemán, le entregó la Condecoración al Mérito Revolucionario por Servicios Prestados a la Patria, como premio a la azarosa vida militar: “Se lo merece, mi general, el país está en deuda con usted”. No era la primera vez que recibía una condecoración, en febrero de 1942 obtuvo el reconocimiento de Leal Carrancista del Supremo Consejo de la Orden Nacional Mexicana, la condecoración de bronce con cinta verde Damián Carmona, otorgada por decoro profesional y honrosa actitud de lealtad a las instituciones legítimas de la nación en la jornada de mayo de 1920; un año después el Grupo de Defensores de la República Mexicana le confirió la Cruz y Placa de la Patria. En 1937, Lázaro Cárdenas lo condecoró, junto con otros compañeros militares, con la Medalla de Tercera, Cuarta y Quinta Clase de Perseverancia, insignia que honra la constancia en el servicio de las armas; un año después, la Condecoración al Mérito Revolucionario; en 1939 se instituyó el Cordón del Mérito Revolucionario que también recibió. En Monterrey, el presidente Miguel Alemán le otorgó la Medalla de la Legión de Honor Mexicana por Servicios Prestados a la Revolución y a la Patria. En 1954 el secretario Matías Ramos Santos le entregó la medalla de Perseverancia de Primera Clase, cinco años antes había recibido la de Segunda Clase; y para culminar su carrera militar, en 1955 obtuvo la más alta condecoración del Ejército de honor militar, la Cruz de Guerra de Primera Clase.

 

6. Errores

 

Además de participar en la Revolución de 1910 como parte del Ejército, Medina Otero tomó las armas en la Guerra Cristera, luchó en pueblos, rancherías y ciudades, y sus recuerdos de un cura de apellido Martínez no son nada gratos, lo calificó de sádico. Para el pueblo, la persecución religiosa y los tres años de guerra fueron la peor calamidad.

El año 1968 fue muy significativo para muchos mexicanos por diversos motivos. El general Medina afirma que fue “el año” que quedará para siempre grabado en su memoria:

 

Fue ese año cuando se cerró el eslabón final de mi carrera. Un día después de haber cumplido setenta y seis años de edad, me retiré del servicio activo del Ejército Mexicano con el grado de General de División, logrado a través de cuarenta y seis hechos de armas y cincuenta y cinco años y ocho meses de servicio leal a la nación. Los reconocimientos recibidos representan mi satisfacción y orgullo, el más preciado legado que dejo como testigo mudo de mis logros como soldado de México (p. 226).

 

Reconoce que en ese año el Ejército cometió una bajeza. Para él, como militar, significó una gran vergüenza que el Ejército mexicano, emanado de la Revolución, representado por el Batallón Olimpia, atacara por órdenes superiores a la población civil desarmada, principalmente a los jóvenes estudiantes.

 

7. Descripción del Distrito Federal

 

Otro aporte importante es la descripción de las ciudades donde vivió el general Medina; muestra su preocupación por la Ciudad de México. Relata cómo, desde finales del porfiriato y principios del maderismo, la creciente población citadina comenzó a volcarse hacia las colonias Roma, Juárez, Guerrero, Santa María y Anzures.

El general detalla con nostalgia la vida social del México de sus recuerdos; varias veces a lo largo de su crónica, recuerda los teatros –donde se ofrecían óperas, cuplés y zarzuelas–, como el Colón de la calle de Medina, atrás de la Cámara de Diputados, y el Lírico, en la calle Bolívar, esquina con la del Refugio (hoy 16 de Septiembre). También evoca las plazas de toros, la de la avenida Chapultepec y la de la esquina de Rosales y avenida Juárez, que estuvo frente a la estatua ecuestre de Carlos iv, mejor conocida como “El Caballito”, lugar en que estuvo la terminal del tranvía que recorría Chapultepec. Otros lugares citados son los paseos y restaurantes del siglo xx, donde la gente acostumbraba merendar luego de asistir al teatro. Evoca un lugar conocido como Corcobanés, ahí había el mejor pulque ‘curado’.

 

8. La ciencia

 

El protagonista de esta crónica vio el desarrollo de la ciencia del siglo xx, es grato leer la apreciación del gramófono como mágico, donde escuchó música a su antojo y, claro, posteriormente, en los tocadiscos de 33 rpm cuyos acetatos contuvieron obras completas de ópera. Asegura que con el inicio de la fotografía comercial, en esa época tuvieron auge las tarjetas postales y, por supuesto, las fotos de las coristas famosas, las favoritas del Ejército. En 1969 el hombre llegó a la Luna y a partir de entonces parece haber desaparecido la capacidad de asombro.

Recuerda también que en la década de 1920, en San Louis Missouri le aplicaron, por primera vez, quinina para el paludismo, medicamento que califica como milagroso para esa mortal enfermedad. Luego de viajar en tranvía vio el Sistema de Transporte Colectivo Metropolitano llamado “metro”, al que consideró nuevo, eficaz y veloz, y que, a pesar de que se dijo que no podría funcionar bajo el suelo lacustre de México, finalmente se construyó. Lo compara con los tranvías eléctricos que empezaron a circular en 1899, gran invento representante de la modernidad y la innovación. Los cambios tecnológicos lo asombraron, por ello los plasmó en sus memorias.

 

Como conclusión

 

El general José Ricardo Medina Otero nunca vio con buenos ojos la actividad política. Reconoció lo importante que era para México y dejó una consigna a su hija, quien sí está dedicada a ella: “confío en que en ella la educación y el ejemplo le permitan aplicar siempre lealtad y honestidad, utilizando la política para servir y nunca para servirse, a diferencia de tantos y tantos ejemplos que en mi vida he conocido”. Consigna que Lucy A. Medina Rivera ha llevado a cabo hasta hoy siguiendo el ejemplo de su padre.

 

María Teresa Jarquín Ortega

El Colegio Mexiquense, a.c.

tjarquin@cmq.edu.mx

 

María Teresa Jarquín Ortega es doctora en historia de América por la Universidad Complutense de Madrid y en historia de México por El Colegio de México. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel i. Fue presidenta de El Colegio Mexiquense, a.c., institución que fundó, de 1990 a 1998, donde actualmente es profesora-investigadora de tiempo completo. Su campo de estudio ha sido la historia novohispana y la historia regional del Estado de México. Desarrolla las siguientes investigaciones: Las encomiendas en el valle de Toluca, Los condes de Santiago Calimaya y La construcción de la iglesia del pueblo de Metepec. Es coordinadora del diplomado Historia Sociopolítica del Estado de México. Entre sus publicaciones están: Isidro Fabela, pensador, político y humanista (1882-1964), Instituto Mexiquense de Cultura-El Colegio Mexiquense; Guía del archivo parroquial de Metepec, El Colegio Mexiquense; El culto y las representaciones solares en el arte y la arquitectura del México antiguo, El Colegio Mexiquense-Ayuntamiento de Cuautitlán-Izcalli; Congregaciones de pueblos en el Estado de México, El Colegio Mexiquense. Con Carlos Herrejón Peredo publicó Breve historia del Estado de México, Fondo de Cultura Económica-El Colegio de México; y con Manuel Miño Grijalva coordinó Historia general del Estado de México, en seis volúmenes, El Colegio Mexiquense-Gobierno del Estado de México-lii Legislatura-Tribunal Superior de Justicia. Recibió el Premio Nacional Banamex Atanasio G. Sarabia de Historia Regional Mexicana 1986-1987 por el trabajo Metepec. Historia de la formación de un pueblo novohispano, que se publicó con el título Formación y desarrollo de un pueblo novohispano: Metepec en el valle de Toluca, El Colegio Mexiquense-Ayuntamiento de Metepec. Sus últimos libros son: Breve historia ilustrada del Estado de México, El Colegio Mexiquense-Instituto Mexiquense de Cultura-Gobierno del Estado de México, y Brazo de Puma: Acolmiztli Nezahualcoyotl. Historia de un rey de Tezcoco, Instituto Mexiquense de Cultura-Conaculta.

 

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