Reformas municipal y agraria, expansión urbano-regional y
gestión del suelo urbano en México
Guillermo Olivera Lozano*
Abstract
This
paper analyses the legal and institutional framework of the urban planning
process in Mexico and its deficiencies are explained. In particular, we revise
and compare the 27th and 115th constitutional articles, which dictate and
affect the role of the municipality in the urban development process. First, we
briefly characterise both articles at different
stages and then develop a more detailed account of their most recent changes.
The results show that in spite of the breakthroughs achieved, the
municipalities are still facing obstacles to performance in their urban
management tasks. One of the most important pitfalls is the existing opposition
in some aspects of the above mentioned articles. On
top of this, we also have the ever-present centralism and the verticality in
the federal public policies in the urban sector, in which the municipality
still subordinates the other two levels of government. All this is preceded by
a characterisation of the gap that the country has
developed between urban and economical growth.
Keywords: municipality, urban planning, urban regional
problems, 27th and 115th constitutional articles.
Resumen
Este trabajo
analiza el marco jurídico e institucional del proceso de planeación urbana en
México y sus deficientes resultados. Se revisan y comparan en particular los
artículos 27 y 115 constitucionales, que norman e inciden en la actuación del
municipio sobre los procesos de desarrollo urbano. Primero se hace una breve
caracterización de cada uno en distintas etapas y después se desarrollan en
detalle sus reformas. Los resultados muestran que, pese a los avances logrados,
los municipios siguen enfrentando obstáculos para desempeñar sus tareas de
gestión urbana; uno de los escollos más importantes es la contraposición en
algunos aspectos de dichos artículos. A ello se suman el centralismo y la
verticalidad de las políticas públicas federales del sector urbano, donde el
municipio sigue subordinado a los otros dos niveles de gobierno. A todo ello lo
antecede una caracterización sobre el desfase que ha experimentado el
desarrollo del país en cuanto a crecimiento urbano y económico.
Palabras clave:
municipio, planificación urbana, problemas urbano-regionales, artículos 27 y
115 constitucionales.
*
Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, unam. Correo-e: gol@servidor.unam.mx.
Introducción
La planeación y
gestión del desarrollo urbano en México, como se sabe, ha tenido magros
resultados desde su institucionalización a fines de los años setenta, cuando
vivió un auge efímero, hasta la actualidad, en que ha estado relegada por la
falta de perspectivas de lograr eficacia mediante su aplicación. A diferencia
de los años setenta y ochenta, sin embargo, cuando las condiciones políticas e
institucionales eran totalmente adversas para lograr una adecuada gestión del
suelo urbano, durante los años noventa del siglo xx ocurrieron cambios que, en el largo plazo, permitirían
dar algunos pasos en la dirección opuesta. En particular, en el sentido de
incidir en un mejor ordenamiento de la expansión urbana y en un mayor control
sobre el crecimiento ‘ilegal’ de los asentamientos populares.
Entre los
cambios señalados destaca la reforma municipal de 1999 como parte de la reforma
del Estado y de la democratización de la vida política en el país, al igual que
la reforma de 1992 al Artículo 27 constitucional como parte de las reformas
económicas orientadas hacia la apertura comercial e inserción internacional.
Estas dos reformas modificaron radicalmente el marco jurídico en que se
desenvolvieron la política urbana en general y la política de suelo urbano en
particular durante los años setenta y ochenta, y constituyen el punto de
partida para el desarrollo de nuevas políticas de suelo en las ciudades
mexicanas. A partir de ello, se encuentra también en proceso de transformación
el andamiaje institucional desde donde se desarrollan y organizan las políticas
de suelo.
En relación con
la reforma municipal de 1999 mediante las modificaciones al Artículo 115
constitucional, el cambio fue que, al fin, se cumplió una demanda social y
política vigente durante la mayor parte del siglo xx: reconocer a los municipios su carácter de gobierno y ya
no sólo de entidad administrativa. Con esto, y al dejar abierta la posibilidad
de que cada entidad federativa adaptara el contenido de la reforma federal a su
propia realidad, se dio un paso más hacia una descentralización político-administrativa
que, dependiendo de que se superen limitaciones económicas, de cuadros
profesionales y de otro tipo que tienen en su mayoría los municipios, deberá
reflejarse forzosamente en una mejor gestión del suelo urbano. Como podrá
apreciarse a lo largo del trabajo, la reforma representó avances en algunos
aspectos de la vida municipal, pero mantuvo trabas en otros, entre las que
destaca el punto de las relaciones intergubernamentales entre municipio,
estados y gobierno federal. De la forma en que en cada espacio urbano se
combinen las ventajas y desventajas de la reforma, y de cómo se haya adaptado
en su propia legislación, dependerán en gran medida los resultados de la
gestión del suelo.
En lo que
respecta a la reforma al Artículo 27 constitucional, el cambio consistió en
permitir, por primera vez en la historia de los ejidos, la renta y venta de la
tierra y posibilitar la incorporación de los ejidos al desarrollo urbano
ordenado, con la participación de las autoridades municipales urbanas en
colaboración con las autoridades agrarias.
El objetivo del
trabajo es, por una parte, describir y analizar los cambios en el marco
jurídico que regula la actuación de los gobiernos municipales en sus tareas de
gestión del suelo urbano, en específico los artículos 27 y 115
constitucionales, con énfasis tanto en las ventajas que representa como en los
obstáculos que todavía impone para el trabajo de dichos niveles de gobierno.
Por otra parte, interesa también exponer las características y dimensiones del
proceso que están enfrentando los municipios en materia de suelo urbano: la
urbanización en sus escalas local y regional.
Dado que en los
resultados recientes de la gestión del suelo urbano predomina el estancamiento
sobre los avances, se asumen dos elementos de explicación. Primero, que existe
un desfase entre el ritmo de crecimiento y expansión urbana de las ciudades en
relación con la baja capacidad de crecimiento de la economía nacional. Cabría
agregar que también hay un problema de falta de comprensión y conocimiento cabal
de los procesos territoriales urbano-regionales que están ocurriendo en la
actualidad en torno a las grandes metrópolis.
En segundo
lugar, las reformas a los artículos 27 y 115 no han aportado todos los
elementos necesarios para una mejor gestión del suelo urbano. Por una parte,
porque el Artículo 27 aún mantiene candados a la conformación de un mercado de
suelo urbano fluido. Por otra parte, aun cuando el Artículo 115 reconoce la
capacidad de gobierno de los municipios, así como su diversidad, todavía se
mantiene el carácter centralista de la planeación del suelo urbano.
La primera parte
del documento aborda algunas dimensiones del proceso urbano en su fase actual
en México. La segunda sección hace una breve referencia al origen histórico del
municipio, con la finalidad de entender su función tradicional más orientada
hacia la administración que como un nivel efectivo de gobierno; en este mismo
sentido se exponen los problemas financieros y de recursos humanos –entre
otros– que caracterizan a estas unidades político-administrativas y que han
constituido una seria limitante para los objetivos de la planeación y gestión
urbanas; naturalmente, se analizan las distintas reformas municipales, con
énfasis en la de 1999.
El tercer
apartado revisa lo concerniente al Artículo 27 y la contradicción que
representa para la gestión del suelo urbano al contraponer el sector agrario
con el sector urbano. Finalmente, la última parte discute la disociación entre
el proceso de reforma municipal (que deposita o consolida en el municipio
algunas facultades específicas que le permiten participar en la gestión de los
problemas urbanos con mayor capacidad que antes), y el mantenimiento de la
planeación urbana como un proceso centralizado donde el gobierno federal
determina las normas y lineamientos generales que deben ejercer en cada entidad
federativa las delegaciones representantes de las secretarías de Estado que
tienen que ver con el sector de desarrollo urbano. Se mostrará que el
centralismo y la verticalidad en la elaboración de las políticas públicas del
sector urbano, por consiguiente, actúan en contra de algunos de los avances
obtenidos por los municipios a raíz de la reforma al Artículo 115.
1. El desfase entre
los problemas urbanos, el crecimiento económico, la eficacia de las
instituciones y la planeación con sus instrumentos
En un sentido
amplio, los problemas urbanos en México durante el siglo xx se convirtieron en tales porque el
dinamismo de los procesos de expansión demográfica y territorial de la
población no tuvo correspondencia con la capacidad de crecimiento de la
economía ni con la comprensión cabal de los efectos de la urbanización (altos
costos ambientales y socioeconómicos), ni con el aumento de la capacidad de las
instancias públicas para hacerles frente. Así, históricamente fue conformándose
un desfase entre todos estos aspectos.
1.1 Urbanización sin
desarrollo por mayor crecimiento de la población
Por una parte el
desarrollo económico no es posible sin ciudades, ya que la urbanización es la
traducción en el espacio de la distribución más eficaz de los recursos entre la
ciudad y el campo; el resultado de esta mayor eficacia puede observarse en las
ganancias de productividad que resultan a favor de la ciudad, y por lo tanto
también en un producto interno bruto
(pib) por habitante más elevado. Sin embargo, a partir de cierto umbral
en el nivel de urbanización de un país, que se ubica entre el 60% y 70%, las
tasas de urbanización tienen cada vez menos significado como indicadores de
progreso económico (Polèse, 1998: 115). Si a esto
agregamos una situación de crisis o recesión económica prolongada como en el
caso de México, la capacidad de sus instituciones públicas para hacer frente a
las demandas de la población se ven disminuidas drásticamente.
Para corroborar
lo anterior, son suficientes algunos datos y ejemplos. En 1980, a cuatro años
de aprobada la primera Ley General de Asentamientos Humanos y a dos años de
haberse publicado el primer Plan Nacional de Desarrollo Urbano, la población
total del país era de 66.8 millones de habitantes, existían 227 ciudades[1]
donde habitaban 37.4 millones, o 55.9% de la población total del país, y sólo
tres ciudades rebasaban el millón. En el año 2000, la población total había
alcanzado los 97.4 millones, el número de ciudades era de 364 y la población
urbana de 63.2 millones o 66% de la población total; para entonces nueve
ciudades habían alcanzado el millón de habitantes.
Así, en tan sólo
20 años se incorporaron 30.6 millones a la población total y 25.8 millones a
las ciudades, en tanto que a estas mismas se le sumaron 137 nuevos centros de
población. Las tasas de crecimiento promedio anual de la población, por
decenios, fueron de la siguiente manera: en el caso de la población total, 3.2%
entre 1970 y 1980, 2.0% entre 1980 y 1990, y 2.2% de 1990 al 2000; en el caso
de la población urbana las tasas fueron de 3.7%, 3.1% y 2.2%, respectivamente.
El crecimiento
económico, mientras tanto, ha seguido una evolución contraria al crecimiento de
la población, ya que de una tasa promedio de crecimiento del pib total de 6.7% en los años setenta,
se cayó hasta 1.2% en los ochenta y 3.1% durante los noventa. El pib per cápita, por su parte, pasó de
una tasa de 3.1% en los años setenta a otra de –0.3% en los ochenta y otra de
1% en los noventa.
Como resultado
de lo anterior, los retos de las autoridades urbanas para cubrir las
necesidades de infraestructura física y social de las ciudades en el país, así
como para prever las necesidades de suelo para un crecimiento urbano ordenado,
resultan formidables. En relación con esto último, por ejemplo, durante el
último lustro del siglo xx se
requirieron 150 mil hectáreas de suelo para el crecimiento ordenado de las
ciudades (Sedesol, 1999); sin embargo, 65% de la
tierra existente era de carácter social (ejidal o comunal), es decir, que no
estaba disponible de inmediato debido a que tenía que concluir previamente el
Programa de Certificación de Derechos Ejidales (Procede).[2] De
acuerdo con la misma fuente, entre 1983 y 1995, de las 120 mil hectáreas que se
habían incorporado al crecimiento urbano, 30 mil lo habían hecho por vías
legales y 90 mil lo habían hecho en forma irregular. En este sentido, la
capacidad económica y de gestión de las autoridades municipales y estatales
para hacer frente a las demandas de los ciudadanos en cuanto a suelo, servicios
y equipamiento, por mejor que se encuentren sus finanzas, siempre resultará
insuficiente.
Si vemos un poco
hacia delante, la situación no parece que será mejor. En el año 2030 se espera
que seamos 130 millones de mexicanos. Es decir, en 30 años se tendrá que alojar
a 30 millones más de pobladores, de ellos, 80% será parte de la población
urbana, lo que implica que 24 millones estarán demandando servicios urbanos y
tierra donde vivir; se calcula que se requerirán por lo menos 700 mil hectáreas
de suelo para las nuevas zonas urbanas, lo cual equivale a la extensión actual
del estado de Morelos (Zepeda, 2000: 42).
El problema de
la vivienda no es un asunto menor. Para el 2020 habrá 38.5 millones de hogares
en el país, es decir, 16 millones más que en el año 2000; lo cual significa que
la sociedad en su conjunto tendrá que proveerse de una cantidad similar de
casas para aspirar a que cada familia habite una vivienda (Hernández, 2000:
38). Se prevé una necesidad anual de aproximadamente 700 mil viviendas sólo en
el sector urbano, cuando en 1999 la oferta formal fue de unas 300 mil unidades
(Zepeda, 2000: 43). Así, la oferta de suelo tiene cada vez más importancia en
la edificación de la vivienda y de las ciudades, al mismo tiempo que resulta un
factor decisivo para el ordenamiento territorial.
El futuro
urbano, social, económica y ambientalmente próximo a lo sostenible dependerá en
gran medida de nuestra capacidad técnica, social y política para gobernar el
crecimiento de las grandes ciudades y para reducir la dispersión de la
población, así como para garantizar que el uso que se le otorgue al suelo sea
compatible con su aptitud y evitar un mayor deterioro del ambiente. De igual
forma, será necesaria una acertada promoción de actividades productivas en
regiones y ciudades de acuerdo con su potencial de desarrollo. En todo lo
señalado, empero, estamos muy por debajo de las necesidades requeridas.
En síntesis,
durante el último tercio del siglo xx
vino acentuándose el desfase entre crecimiento urbano y crecimiento económico.
Y aunado a que persisten o se agudizan problemas como el de la expansión de la
ciudad ilegal y los rezagos financieros y administrativos de los gobiernos
locales,[3] al
mismo tiempo surgen aspectos nuevos como el de la complejización
de las formas espaciales urbanas y los cambios en el mundo rural periurbano.
1.2 Complejización de las formas espaciales urbanas y cambios
en el mundo rural
A lo meramente
demográfico y económico debe sumarse el hecho de que las formas territoriales
están adquiriendo nuevas configuraciones que vuelven más compleja la interpretación
de los procesos
territoriales, lo mismo que la instrumentación de políticas de ordenamiento. En
cuanto a la interpretación, cabe señalar que se observan procesos de urbanización
‘difusa’ que ha recibido diversos calificativos, donde la tradicional periurbanización alrededor de las grandes ciudades adquiere
características diferentes de como sucedía antaño. En la actualidad se ha
perdido la separación física, antes nítida entre el campo y la ciudad, al
conformarse una especie de archipiélago urbano con crecientes vínculos
funcionales entre la ciudad principal y su periferia; de modo que la creciente
infraestructura del transporte, junto con la relativa cercanía de ciudades
medias a las grandes metrópolis nacionales, ha dado lugar a la conformación de
sistemas urbanos polinucleares con intensos procesos de metropolización
y megalopolización. Constituye el caso paradigmático
la región que circunda la zona metropolitana de la ciudad de México; esto, sin
embargo, no sólo ocurre en la región central del país, sino que también en
torno a otras grandes metrópolis en el Occidente y Noreste.
En suma, los
bordes antiguamente precisos entre lo rural y lo urbano se desvanecen, pues el
espacio rural periférico, colonizado y desvirtuado en su función original,
queda ampliamente afectado también por la onda expansiva metropolitana. La
desventaja de ello es que se trata de procesos que no están bien entendidos ni
caracterizados y hace falta investigación que provea insumos para la instrumentación
de políticas.
Ahora bien, no
se trata solamente de un proceso de afectación de la urbanización sobre los
espacios rurales: estamos ante una reconversión misma del mundo rural. Para
empezar, su tradicional función de proveer alimentos se ve sustituida por la
agricultura comercial, en muchos casos de exportación, donde el capital
transnacional y sus sistemas productivos reemplazan las economías campesinas
más o menos adaptadas a las condiciones ambientales del territorio. Todo ello
ha terminado por romper los vínculos directos entre el productor y el
consumidor, lo que favorece el despoblamiento del campo, la destrucción del
equilibrio en los ecosistemas, la desaparición de culturas campesinas y
ganaderas y la pérdida de diversidad agrícola.
Muchos de los
espacios liberados de la economía rural por su baja rentabilidad se vuelven
zonas residenciales, y así llevan cada vez más lejos los alcances de la
movilidad cotidiana de la población. La superposición de espacios
administrativos que se ven implicados en los procesos económicos urbanos hacen
cada vez más complejo el gobierno y administración de las conurbaciones, de las
metrópolis y de las regiones urbanas.
1.3 El problema de
la gestión fragmentada de las metrópolis se acentúa
Mientras las
tareas acumuladas de las autoridades municipales urbanas no han sido cubiertas,
aparecen nuevos retos de gobierno y de administración. Cierto que el problema
no es nuevo, pero sí es cada vez de manejo más difícil; no por el tamaño
alcanzado por las áreas metropolitanas, sino por la complejidad que le confiere
el hecho de estar ocupando distintas unidades territoriales administrativas.
Así, desde el punto de vista institucional y político está pendiente, primero,
resolver la situación de un municipio que no ha alcanzado su autonomía política
plena ni financiera; para en un segundo momento, trabajar en la gestión
coordinada de los asuntos metropolitanos.
Hasta ahora, la
gestión de las metrópolis ha sido fragmentada, con la agravante de que cada vez
se agregan más municipios por la sola expansión de las áreas conurbadas, con lo
cual crecen a su vez los problemas de superposición de competencias;[4] los
municipios representan escalas limitadas de gobierno para un espacio social y
procesos urbanos sin límites definidos,
ya que lo
metropolitano abarca unidades político-administrativas incluso entre fronteras
estatales e internacionales. De hecho, la sola definición y delimitación de lo
metropolitano constituye un problema no resuelto, aunado a que las áreas
metropolitanas son asociaciones cambiantes en el tiempo; constantemente están
en entredicho sus límites territoriales y administrativos (véase Rodríguez y
Oviedo, 2001: 41).
Ante una
indefinición conceptual y una delimitación confusa de las metrópolis, por
consiguiente, las opciones de gobierno y administración se complican tanto
desde el punto de vista operativo como desde el político. Así lo muestran
Rodríguez y Oviedo (2001: 5) cuando analizan las modalidades conocidas de
gobierno de las áreas metropolitanas: el gobierno tipo
supramunicipal y el
gobierno tipo intermunicipal. Promover uno u otro modelo de gobierno –señalan– no
resulta sencillo, ya que lo que ambos implican es una reestructuración
institucional y por lo tanto del poder en cualquier país (véase también Lefevre, 1999: 8).
En el caso
mexicano, por ejemplo, ¿puede imaginarse el peso político que tendría una
autoridad metropolitana que abarcara algunas entidades federativas, o
fragmentos de ellas, donde se concentrara un tercio de la población nacional,
un tanto igual del pib total y dos
quintas partes del producto industrial? Además, ¿cómo se delimitaría la
metrópolis?, ¿a quién representaría el nuevo nivel de gobierno?, ¿cómo se
articularía con los otros niveles?, ¿cuáles serían sus atribuciones? Se
requeriría, entre otras cosas, una legislación que se superpondría a la de los
municipios, estados y gobierno federal, cuestión nada sencilla.
A lo anterior
hay que añadir que lo metropolitano no forma parte del sentido común de los
ciudadanos y autoridades (un,
1995: 63). “La racionalidad predominante reconoce los problemas por sectores
(vivienda, agua, electricidad, caminos), o en el ámbito del barrio y de la
comuna, pero no efectivamente en una dimensión territorial extensa o variable”
(Rodríguez y Oviedo, 2001: 8).
Otro aspecto
notable de la gestión metropolitana es la paradoja que plantean las propuestas
para gobernarlas, porque nos ponen ante la disyuntiva de una mayor o menor
concentración del poder; es decir, mientras que en los últimos años lo que ha
venido demandándose desde los partidos políticos es una descentralización de
funciones de gobierno hacia los municipios, lo que parece imponerse como
necesidad es la cesión de ciertas atribuciones de éstos a otras entidades que
no existen. Por eso las iniciativas de cambio de gestión metropolitana en el
ámbito internacional no constituyen una demanda de los gobiernos municipales, y
ni siquiera de la ciudadanía, sino que surgen del gobierno central.
Pírez (2002) considera que hay una
sobrevaloración de lo metropolitano, por lo cual lo procedente es consolidar la
autoridad municipal y establecer mecanismos efectivos de coordinación. Pero en
caso de ser necesaria una nueva estructura política, ésta, de acuerdo con Lefevre (2000, en Rodríguez y Oviedo, 2001: 11), sólo es
válida si posee las siguientes características: 1) autonomía financiera y de
inversión, pero con controles; 2) autoridad basada en la legitimidad que otorga
el voto ciudadano; 3) competencias precisas, y 4) responsabilidad legal ante la
ciudadanía. Hasta el momento en muy pocos casos se cumplen dichas condiciones.
Por si esto fuera poco, lo metropolitano, entendido como la gravitación de un
área en torno a una ciudad central, parece ya no operar del todo cuando lo que
se observa es la conformación de conurbaciones de áreas metropolitanas en
grandes regiones urbanas, con diferentes centros principales de actividades.
En síntesis, la
gestión fragmentada de las metrópolis en México es un problema complejo que se
acentúa, y que tiene facetas que van de lo técnico a lo administrativo, a lo
sociológico y a lo político. A las limitantes de siempre de un municipio
tradicional sin peso político y fuerza económica –en su inmensa mayoría–, se le
suman formas espaciales difusas en constante expansión a las que no corresponde
un solo nivel de gobierno; de ahí que no haya condiciones ni mecanismos que
permitan el desarrollo de los modelos organizativos de los gobiernos
metropolitanos (Rodríguez y Oviedo, 2001: 39). Mientras tanto, persisten los
problemas estructurales de incapacidad institucional de proveer suelo apto para
el desarrollo urbano ordenado.
1.4 La persistencia
de los problemas estructurales en la construcción de la ciudad
La gestión
efectiva de la tierra es una condición para el desarrollo económico y social.
Sin embargo, el problema más serio de las ciudades mexicanas es su crecimiento
irregular y anárquico vinculado en gran medida a la pobreza, hechos que
obedecen al incumplimiento de las diversas leyes y ordenamientos urbanísticos,
así como a la carencia de servicios e infraestructura básica por falta de
inversión pública. El conflicto en consecuencia es, por una parte,
institucional, en lo que se refiere al incumplimiento del Estado de derecho y
de las normas urbanísticas; pero por otra parte y principalmente, es una
deficiencia estructural de los mercados para ofrecer suelo a los habitantes a
precios accesibles y con servicios. En este sentido, el problema no es el suelo
en sí mismo (si bien los precios son exagerados), la verdadera dificultad es
servir al suelo (Smolka, 2001), por lo que el
concepto de informalidad debe dejar de utilizarse en sentido peyorativo para
referirse a asentamientos populares solamente,[5] y
debe considerarse también informal todo aquel que carezca de servicios e
infraestructura, donde el Estado y los gobiernos locales tienen su
responsabilidad.
Ahora bien, otro
aspecto también estructural que tiene que ver con lo anterior es el de las
características del bien vivienda y de la industria de la construcción. En
efecto, el suelo equipado y la vivienda, como ya lo había señalado Castells (1974: 179-186), responden a una relación entre
oferta y demanda, razón por la cual históricamente ha existido una penuria de
dicho bien y de equipamiento colectivo en los países subdesarrollados. Este
autor ya advertía entonces que el desarrollo de vivienda depende de las
características y objetivos de la industria de la construcción; de manera que
en ausencia de intervención pública, la única demanda efectivamente considerada
será la demanda solvente.
En un caso como
en el otro (suelo y vivienda) es imposible resolver la crisis únicamente por
los mecanismos del mercado. Son indispensables instrumentos fiscales en el caso
del suelo y programas crediticios y subsidios en el caso de la vivienda –pues
no hay prácticamente producción privada de vivienda ‘popular’–, pero sobre las
propuestas nos ocuparemos en otro trabajo.[6]
Cabe reiterar
que en México el régimen de propiedad de la tierra sigue siendo una limitante
en sí misma, ya que choca con las exigencias del crecimiento urbano ordenado;
el predominio de tierra de propiedad social, como ya se ha dicho, dificulta el
control sobre el crecimiento urbano. A ello se debe que gran parte de los residentes
no tengan derechos claros de propiedad o no los hayan tenido en algún momento,
con lo cual se alimenta el círculo vicioso de falta de servicios y pobreza
financiera de los municipios. Polèse (1998: 101)
expone muy bien la situación:
[…] ¿cómo
financiar la infraestructura pública (agua, alcantarillado, apertura de calles,
etc.) si no se cobran anticipadamente los impuestos prediales (u otros
derechos) sobre las propiedades? Pero si los derechos de propiedad no son
claros, resulta difícil cobrar impuestos prediales; además, una imposición
“justa” de impuestos prediales requiere tener al día un registro catastral con
evaluaciones “honestas” del valor de mercado de los terrenos. Para llevarse a
cabo exitosamente, la urbanización exige un régimen claro de derechos, y
aparatos de Estado eficientes (en sus niveles nacional y local).
No existen,
entonces, fuentes de financiamiento para el desarrollo urbano ordenado, sobre
todo donde se asientan los sectores populares; como tampoco hay una congruencia
institucional para atender los problemas que de ello se derivan. Por ejemplo,
las secretarías, subsecretarías, departamentos, etc., que tienen a cargo
vigilar que los asentamientos cumplan la normatividad urbanística, no tienen
mayor incidencia en la reglamentación de las instituciones que abastecen de
servicios a dichos asentamientos, ni para quienes los reglamentos urbanos no
cuentan; este es el caso de las empresas proveedoras de agua potable y energía
eléctrica. Así, se desanima a los habitantes la regularización de sus predios,
se reduce la recaudación de impuestos y se debilita a las instituciones. Sin
embargo, a quienes menos debe responsabilizarse es a los habitantes.
No es de
extrañar que los mecanismos de incorporación de suelo al desarrollo urbano con
carácter ‘preventivo’, en particular los programas de reservas territoriales de
los años ochenta y del sexenio 1994-2000, hayan tenido resultados muy limitados
(Olivera, 2001).
Para concluir,
mientras las superficies urbanas se han desbordado y las áreas de trabajo de
las instituciones del sector urbano y los gobiernos municipales se han
multiplicado, sus atribuciones y alcances se han mantenido con pocos cambios
reales, o han sido insuficientes.
2. El marco jurídico
legal y la institución municipal en la gestión del desarrollo urbano
Aunado al desfase
entre crecimiento urbano y desarrollo económico, la incapacidad que en general
han mostrado las autoridades municipales en la gestión de las ciudades remite
necesariamente a varios aspectos laterales con notables imbricaciones, y en
algunos casos con fuertes raíces históricas. En primer lugar tiene que ver el
origen de la institución municipal, asociado al tipo de régimen político y a un
determinado modelo de gestión pública (o de implantación de políticas); esto,
además, vinculado con otros referentes institucionales, en particular el marco
jurídico legal y su (in)cumplimiento mediante el (no) ejercicio del Estado de
derecho.
En segundo lugar
sobresale la condición impuesta e insatisfactoria de la reforma del Estado,
donde el gobierno local, más que órgano complementario de los otros niveles de
gobierno, ha querido verse como un ente supletorio de ellos sin contar con
todos los atributos y cualidades necesarios. Por eso pueden calificarse de
insatisfactorios los resultados de la política de descentralización y de las
diversas reformas al Artículo 115 constitucional a partir de los años ochenta,
en particular lo que tiene que ver con la planeación del desarrollo urbano y la
promoción del crecimiento económico de las ciudades, que son una misma cosa.
Adicional a lo
anterior, se encuentra el peculiar conflicto que ha afectado a los municipios
en su tarea de gestión del desarrollo urbano, y que es la oposición entre los
artículos 115 y 27 constitucionales. Este es un conflicto que surgió al
finalizar la gesta revolucionaria de inicios del siglo xx, y que no se ha superado aun
con la reforma de 1992 al Artículo 27.
2.1 Institución
municipal, régimen político y tipo de gestión pública
El municipio
mexicano nació subordinado a las necesidades de la corona española durante el
periodo colonial del país, y se mantuvo subordinado a los gobiernos federal y
estatal en las distintas etapas posteriores a la guerra de independencia. Así,
desde su origen en el siglo xvi
–con antecedentes precolombinos–, el municipio ha sido una entidad hecha para
administrar y no para gobernar; y aun con los cambios constitucionales
realizados en el último cuarto del siglo xx, la situación en lo general no
ha cambiado. Fueron más de 400 años durante los cuales se forjó una relación
autoritaria y dependiente entre los tres órdenes de gobierno.
Una de las
causas primordiales de que incluso en el siglo xx las condiciones del municipio
no se hayan modificado fue el tipo de régimen político posrevolucionario
dominante, que ha sido calificado como “democrático desde el Estado”[7]
desde los años cuarenta hasta los años ochenta, y “en transición democrática” a
partir de los noventa. Desde estos esquemas, Cabrero (2000a: 200) ubica al
régimen político mexicano en un bajo nivel de permeabilidad hacia la opinión pública y las
demandas sociales, con un predominio de relaciones intergubernamentales de tipo
vertical. Al aplicar su análisis al estudio de las políticas públicas,
encuentra que las estructuras de gobierno no fueron diseñadas para ser
permeables, por lo que aun en el escenario de transición política (y reforma
del Estado) que se vive actualmente, no es posible que dicha estructura se abra
–incluso los mismos actores, dice, no están orientados hacia una lógica de
apertura.
Se tiene así una
combinación de exclusión de las demandas sociales y una relación
predominantemente jerárquica subordinada entre órdenes de gobierno, que resulta
adversa a los objetivos de todo tipo de política pública, en que sobresalen las
políticas urbanas.
La poca
permeabilidad entre el régimen político y las demandas sociales ha tenido como
efecto un tipo de gestión pública singular, caracterizada por el escaso
aprendizaje obtenido de la aplicación de las políticas gubernamentales, debido
sobre todo a la falta de evaluación que se hace de ellas, junto con el difícil
acceso a la información respectiva por ser un monopolio estatal.[8]
Esto impide mejorar la gestión pública, ya que puede desviarse con facilidad la
orientación de las políticas (Cabrero, 2000a: 209).
Hay otros
referentes institucionales, prácticas y reglas que, ubicadas en el terreno de
la ambigüedad, han acentuado las características de centralismo y verticalidad
en la elaboración de las políticas públicas, y de pobres resultados en su
ejercicio. Se trata de varias situaciones incompatibles con una gestión pública
eficiente; sobresale, ante todo, la existencia de un marco jurídico-legal, a
veces impreciso y siempre negociable, que ha derivado en la inexistencia de un
verdadero Estado de derecho. En este escenario de laxitud institucional y de
inexistencia de rendición de cuentas, los compromisos de los servidores
públicos no son con la institución y la sociedad, sino con la ‘camarilla’; la
transparencia se simula en gran medida; las evaluaciones se improvisan; los
servidores públicos se estancan en un bajo nivel de profesionalización, y la
incertidumbre es el escenario que prevalece (Cabrero, 2000a: 212).
Ahora bien, si,
como hemos venido haciendo, nos referimos más en detalle a los problemas
urbano-regionales, es importante explicar en qué momento surgen y cómo van
desarrollándose las contradicciones jurídicas e institucionales que han
impedido que el municipio haya tenido capacidad plena –únicamente en estos
términos– para un desempeño satisfactorio de sus funciones. Esto lo hacemos con
base en el análisis de los artículos 27 y 115 constitucionales en sus distintas
etapas de evolución.
2.2 El artículo 115
constitucional, la reforma del Estado y la planeación urbana
2.2.1 Antecedentes
El carácter
subordinado del municipio mexicano a la metrópoli colonial no se modifica con
el fin de esta etapa histórica, le sigue una sumisión al gobierno federal
durante la primera república independiente en el siglo xix, y de ahí en adelante. En efecto,
durante el siglo xix,
tanto en la constitución de 1824 como en la de 1857 se establece y reafirma
respectivamente al municipio como base del federalismo; sin embargo, la
inestabilidad política de una nación que recién acababa de fundarse primero, y
el carácter coercitivo del gobierno federal sobre los niveles inferiores de
gobierno después, impiden la conformación de un federalismo cooperativo en el
país que pervive hasta nuestros días.
Así, desde su
origen, el Estado mexicano se ha visto sometido a una tensión entre federalismo
y centralismo por una parte, y entre libertad y poder por la otra, donde los
estados y los municipios, pero sobre todo estos últimos, han sido los más
afectados en términos de pérdida de autonomía (poder) ante el gobierno central
(o ante el gobierno estatal cuando así corresponde). En otros términos, el
federalismo deseable está asociado a una mayor libertad política de los
gobiernos municipales para ejercer sus atribuciones, y no sólo a una mayor
capacidad económica o administrativa como se había planteado en distintas
reformas. No obstante, esta ha sido la fórmula utilizada tradicionalmente por
el gobierno central mexicano para relacionarse con los otros dos niveles de
gobierno; es decir, se ha hecho equivaler federalismo con la dimensión
económica y social del desarrollo local, y en particular con la posibilidad de
que la población acceda a servicios públicos como educación, salud,
comunicaciones, etc., dejando a un lado la parte de libertad política
únicamente como concesión y autolimitación (cfr. Hernández, 1996 y Aguilar, 1996).
Lo anterior
originó el llamado federalismo coercitivo o estatista –según el momento– que, enmarcado en
una sociedad corporativa, conformó un desequilibrio entre el avance de los
derechos sociales de la población más los derechos políticos de los municipios,
y el estancamiento los derechos civiles, mercantiles y electorales de los
ciudadanos. Hernández (1996) ilustra muy claramente esto para los siglos xix y xx. Entre 1867
y 1890, por ejemplo, el federalismo se afirmó por la expansión de las
comunicaciones, la internacionalización de la economía y el progreso material
de los territorios estatales por mayor difusión de bienes públicos; sin
embargo, ello fue posible gracias a una creciente centralización política y
administrativa que después no pudo sostenerse en el último tramo de la
centuria, lo que tuvo como resultado una devaluación del federalismo, primero,
y el rompimiento del marco institucional después (Hernández, 1996: 27).
Con el
movimiento revolucionario de 1910-1917, ante la demanda de mayor libertad
municipal, soberanía estatal, sufragio efectivo y voto directo, hay una
renovación del pacto federal. Nuevamente, empero, desde los años treinta hasta
los sesenta y luego de un periodo de inestabilidad, ocurre “una especie de
intercambio de libertad política por protección social” y gobernabilidad
(Hernández, 1996: 29); es decir, la libertad política pasa a un segundo
término, mientras que el aumento del gasto social es destinado a cubrir
programas de protección social así como la dotación de servicios públicos.
Nuevamente se
incurre en el error de coartar la libertad política de los ciudadanos y
restringir sus derechos civiles a cambio de un impulso a la modernización
económica de la nación, con el agravante de que se practica un federalismo
corporativo sustentado en la burocratización y en la prestación de los
servicios, así como en su condicionamiento. En este esquema, tanto los
municipios como los estados vieron afectadas sus finanzas de manera importante.
Esta falta de democracia con predominio del centralismo, en consecuencia, se
manifestó en conflictos sociales desde fines de los años cincuenta y sobre todo
en los años sesenta.
De entonces a la
fecha, durante las crisis del sistema político, el Estado ha practicado la
fórmula de autolimitarse para mantener poder, al
confundir el federalismo con la simple descentralización administrativa o la
simple desconcentración de aparatos administrativos o de decisiones
administrativas hacia los estados y municipios (Hernández, 1996: 33). El
análisis de las últimas reformas al Artículo 115 corroboran lo anterior, si
bien pueden observarse algunas modificaciones en la reforma de 1999.
2.2.2 Las reformas
más recientes al Artículo 115: La reforma de 1976 y la institucionalización de
la planeación urbana (sexta reforma)[9]
Una primera
reforma importante al Artículo 115 constitucional, en cuanto a que coincide con
un primer replanteamiento de las tareas municipales en la conducción del
desarrollo urbano, es la de 1976, que es el año en que precisamente se inicia
el proceso de institucionalización de la planeación urbana con la publicación
de la Ley General de Asentamientos Humanos. La elaboración de la ley implicó
también reformas a los artículos 27 y 73.
Con las modificaciones
al Artículo 115, se concedió a los municipios capacidades para expedir leyes,
reglamentos y disposiciones administrativas de ordenamiento de los
asentamientos humanos, así como llevar a cabo funciones de planeación de las
conurbaciones interestatales. De hecho, se introdujo por vez primera el
concepto de conurbación, entendida como la continuidad geográfica de un centro
de población urbano situado en territorios de dos o más municipios.
Las reformas y
adiciones al Artículo 27 le otorgaron a la nación el derecho permanente de
imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público,
para regular en beneficio social el aprovechamiento de los elementos naturales
susceptibles de apropiación. También se introdujo el concepto de desarrollo
armónico y equilibrado y el mejoramiento de las condiciones de vida de la
población urbana pues se preveía el dictado de medidas para ordenar los
asentamientos humanos mediante provisiones, usos, reservas y destinos de
tierras, aguas y bosques, para planear y regular la fundación, conservación y
mejoramiento de los centros de población.
Con los cambios
al Artículo 73, se hace posible en lo sucesivo la concurrencia de la
federación, los estados y los municipios en el ámbito de sus respectivas
competencias en materia urbanística. Otras medidas fueron las modificaciones a
la Ley General de Bienes Nacionales y a la Ley de Obras Públicas. No obstante,
la culminación de las reformas fue la aparición de la Ley General de
Asentamientos Humanos (lgah).
No es propósito
de este trabajo evaluar la lgah;
para eso puede revisarse Azuela (1989a); sólo nos interesa remarcar que
representó la unificación de las acciones públicas emprendidas en el ámbito
urbano-regional. Sin embargo, dadas las condiciones del municipio y la crisis
económica que se vino en los ochenta, no se tuvo la capacidad para enfrentar
los problemas derivados del crecimiento urbano.
Un aspecto en
particular que debe destacarse es que a partir de los cambios anteriores se
reveló un conflicto institucional muy serio entre las instituciones del sector
agrario y las instituciones del sector urbano, bien documentado por Azuela
(1989b) principalmente, y que se reflejaba cotidianamente en la frontera de la
ciudad donde el suelo ejidal era al mismo tiempo no sólo el límite de la
ciudad, sino el límite jurisdiccional de las autoridades encargadas del
desarrollo urbano. Sobre ello, no obstante, volveremos más adelante.
2.2.3 La reforma de
1977 (séptima reforma)
Esta reforma fue
eminentemente política, ya que su razón primordial fue introducir el principio
de representación proporcional en los ayuntamientos, con la finalidad de
ampliar la participación de las fuerzas políticas y sociales minoritarias en la
vida política nacional.
2.2.4 La reforma de
1983 (octava reforma)
Fue una reforma
de gran importancia: redefinió el papel del municipio en la estructura del
sistema federal mexicano al determinar sus fuentes de ingreso, los servicios
públicos a su cargo y reconocer su ‘autonomía’. Asimismo, es considerada como
una reforma eminentemente urbana debido a que las atribuciones y recursos
señalados en el texto tenían como finalidad principal permitir a los municipios
conducir el desarrollo urbano; desde entonces, los ayuntamientos supuestamente
pueden: formular, aprobar y administrar los planes de desarrollo municipal;
controlar y vigilar la utilización del suelo; participar en la instauración y
administración de reservas territoriales y zonas ecológicas; intervenir en la
regularización de la tenencia de la tierra, y otorgar licencias de construcción
y permisos. Asimismo, se especificaban los servicios públicos a cargo de las
autoridades municipales: agua potable, alcantarillado, alumbrado público,
limpia, mercados y control de abasto, panteones, rastro, calles, parques y
jardines, seguridad pública y tránsito.
En otro sentido,
la reforma privilegió lo económico sobre lo político, ya que uno de sus aspectos más
importantes fue poner al alcance de los municipios la posibilidad de disponer
de nuevos recursos económicos mediante el cobro del impuesto predial, así como
determinar sus presupuestos de egresos. Al mismo tiempo, sin embargo, las
legislaturas estatales recibían facultades que restringían la autonomía
política y el autogobierno de los municipios; así, éstas podían suspender o
desaparecer un ayuntamiento, o revocar el mandato de algunos de sus miembros;
también tenían la facultad de aprobar los ingresos de la hacienda municipal; e
incluso, les favoreció la imprecisión de la fracción 111 sobre la
‘concurrencia’ o ‘convenio’ para la prestación de los servicios públicos de
competencia municipal entre el gobierno de la entidad federativa y los
ayuntamientos, según lo determinaran las leyes locales.
Ahora bien, a
pesar de que se privilegió lo económico, no se atacó la penuria de recursos
para el funcionamiento del quehacer municipal, más bien se acentuó el carácter
‘dependiente y residual’ en las entidades federativas. En los hechos, los
ayuntamientos quedaron subordinados a los gobernadores, mientras que la
relación entre gobiernos estatales y el gobierno federal no se modificó.
En efecto, la
descentralización en materia de desarrollo urbano no significó la renuncia de
facultades o recursos por parte del gobierno federal a favor de los gobiernos
estatales, sino una reducción de las facultades de éstos a favor de los
ayuntamientos (Azuela, 1988: 10). Sin embargo, aclara Antonio Azuela, las
legislaturas estatales retuvieron el poder y las funciones en policía y buen
gobierno en la prestación de servicios públicos y, por medio de los convenios
estipulados en la reforma, mantuvieron muchos de ellos la administración de
algunas fuentes de ingreso municipal (como el predial), y compartieron con los
municipios la facultad de aprobar los planes de desarrollo urbano, el control de
los usos del suelo y la autorización de licencias y permisos de construcción y
fraccionamientos.
Por otra parte,
aunque la reforma municipal de 1983 fue la primera en la cual se tocaron
aspectos de fondo que afectan el desenvolvimiento de los municipios en México,
fue, como señaló Massolo (1991: 24), una reforma
huérfana de movimientos sociales ciudadanos reivindicativos de ayuntamientos
democráticos y de descentralización de los poderes públicos. En este sentido,
se trató de una reforma no pedida, que sucede en un contexto de crisis
económica (fiscal y administrativa del gobierno federal), de poca pluralidad
política en los ayuntamientos y, por consiguiente, una reforma desde arriba
monopolizada por el Poder Ejecutivo. El slogan del gobierno acerca de la “descentralización
de la vida nacional” obedecía a su incapacidad para seguir sosteniendo los
gastos de inversión y financiamiento del desarrollo de los estados y regiones
del país, como venía haciéndolo décadas atrás; así, se reduciría la sobrecarga
fiscal y administrativa del gobierno federal para en su lugar fortalecer la
capacidad económica, administrativa y política de los estados y municipios (cfr. Aguilar, 1996: 110).
El Estado, en
síntesis, se vio en la necesidad de modernizarse y someterse a un ajuste que
implicaba su achicamiento y por tanto la reducción de sus responsabilidades
como participante directo en el desarrollo de actividades productivas para
quedar solamente como promotor; de ahí que la desregulación económica y la privatización de las
empresas públicas pasaran a ocupar un papel relevante a partir de entonces,
junto con la descentralización de la administración.
Por lo anterior
la descentralización fue considerada por algunos estudiosos como un proyecto
modernizador neoliberal de la economía y del propio Estado, donde lo que
interesaba no era la democratización del poder o de las relaciones
Estado-sociedad civil, sino cumplir con objetivos de descentralización,
participación, eficacia y racionalidad del gasto público (Massolo,
1991: 16). Coraggio (1991: 57) adjudicó a la
descentralización los sinónimos de privatización, desregulación,
participación-autogestión, participación-control del Estado, reconocimiento de
particularidades y construcción de consensos desde las bases.
Sin embargo, la
propuesta de descentralización de la vida nacional funcionó, por lo que a
partir de entonces se consideraron muy positivas la descentralización
administrativa del Estado hacia los gobiernos locales y la participación
ciudadana; de ahí que tienda a asociarse la cuestión municipal con el poder
local. Empero, advierte Restrepo (2001: 94), erróneamente se ha llegado a
identificar al gobierno local como una instancia permeable y accesible a las
necesidades de los sectores populares y a las prácticas participativas como
sinónimo de democracia. Al contrario –dice–, descentralización y participación
sólo pueden ser entendidas en el contexto de la reestructuración capitalista:
“son las formas espaciales de organización administrativa y política de la
sociedad capitalista actual”.
2.2.5 La reforma de
1987 (novena reforma)
Únicamente sirvió
para establecer la exclusividad del Artículo 115 constitucional para atender la
cuestión municipal, al transferir todos los demás ordenamientos referentes al
régimen interior de los estados al Artículo 116.
2.2.6 La reforma de
1999 (décima reforma)
Se retoman los
resultados de la reforma de 1983, pero en un contexto de transición democrática
y pluralidad política que en aquella ocasión no existía. Los obstáculos todavía
prevalecientes para la modernización de los gobiernos municipales, la
renovación del federalismo y la reestructuración del propio gobierno federal
hacían ineludible retomar el tema de la reforma municipal.
Aunque para ser
más precisos, hay que mencionar que la manera en que se expresa la reforma en
el texto constitucional revela varios aspectos importantes de la situación
política que se vivía en esos años. Sobresale, en este sentido, el hecho de que
la reforma ocurre en el momento en que por primera vez –a raíz de las elecciones
federales de 1997– el Partido Revolucionario Institucional (pri) no es mayoría en la Cámara
de Diputados, pero donde la mayoría numérica de la oposición era muy precaria;
de tal suerte que el texto final fue producto de la negociación entre el Partido
Acción Nacional (pan), como
segunda fuerza y como proponente de la reforma, y el pri. De ahí que su contenido
pueda considerarse, nuevamente, acotado. Esta acotación se refiere no sólo a
las limitaciones que se impusieron a la propuesta original del pan, sino también y sobre todo, a que
con la reforma no se logra trascender el modelo cupular y centralista del
proceso legislativo, prueba de ello es que los representantes de los
ayuntamientos estuvieron ausentes del debate parlamentario, al igual que las
organizaciones sociales relacionadas con el tema (cfr. Guillén y Ziccardi,
2004: 16).
A pesar de lo
señalado, un balance de la reforma indica que ésta tuvo algunas virtudes, ya
que se fortalece al municipio frente al estado, al reconocérsele el carácter de
órgano de gobierno con competencias exclusivas que sólo el ayuntamiento puede
transferir a los gobiernos estatales si así conviene a sus intereses (Guerrero,
2000: 232). Otro avance reconocido es que, si bien se introduce el concepto de
leyes estatales, éstas tienen objetos y limitaciones definidas, por lo que la
competencia reglamentaria del municipio se hace exclusiva para aquellos
aspectos propios de su competencia. Igualmente, el presidente municipal
conserva el mando de las policías preventivas municipales; las empresas
paraestatales quedan obligadas al pago del impuesto predial al ayuntamiento;
queda garantizado el derecho de iniciativa municipal en materia tributaria y,
finalmente, se fortalece (legalmente) el carácter fiscalizador de las legislaturas
locales en las finanzas municipales, para fortalecer el contrapeso al poder del
ayuntamiento en la asignación y operación presupuestal.
Por el lado de
las carencias de la reforma (Guerrero, 2000: 233), destaca la omisión sobre la
conveniencia de que el ayuntamiento pudiera aprobar las bases de las
contribuciones inmobiliarias, que le permitiera al municipio su actualización
para una mejor recaudación del impuesto inmobiliario. Tampoco se eliminó el
candado que impide la reelección inmediata de los presidentes municipales; no
se obligó a los estados a reconocer la heterogeneidad del mapa municipal ni a
mejorar los términos de representatividad de la sociedad, ni a dar mayor
autonomía a la administración municipal frente al cabildo (para mejorar supervisión
por un lado y ejecución por el otro); no se aludió al establecimiento de un
sistema nacional de información fiscal (oportuna, accesible, transparente,
etc.); no se integró al municipio a foros de discusión sobre el sistema de
transferencias (Sistema de Coordinación Fiscal); no se reconoció al municipio
como autoridad fiscal, y por último, no se obligó a los estados y a la
federación a transferir los recursos financieros oportuna y transparentemente.
No se trató, tampoco, el asunto de la preparación y formación de
administradores, funcionarios y políticos que participan en la gestión
municipal.
A pesar de sus
logros, por consiguiente, y al igual que la de 1983, es una reforma acotada que
sigue mostrando la tensión entre centralización-descentralización y poder-libertad,
pues los avances del municipio son a costa de los gobiernos estatales, mientras
que el gobierno federal vuelve a quedar igual. Esto es claro particularmente en
lo que tiene que ver con la exclusividad de las competencias municipales –las cuales
en su mayoría ya existían–, donde se marca que no pueden intervenir en ellas
los gobiernos estatales, a menos que convenga a los intereses del municipio, y
no del estado, como anteriormente ocurría.
El carácter
acotado de la reforma es claro en las implicaciones que tiene para la
planificación urbana, en el sentido de que el municipio, a pesar de obtener el
reconocimiento como nivel de gobierno y haberse transformado por lo tanto de un
modelo de relaciones intergubernamentales bipartita a otro tripartita, se
mantiene subordinado sobre todo al gobierno federal, cuando en lugar de
administrar los servicios sobre los que recibió exclusividad, tiene que
participar en programas de política social o de obra pública nacionales.
En esta línea de
relaciones intergubernamentales, los municipios dependerán de su capacidad de
negociación para, por un lado, recuperar las capacidades que el nuevo Artículo
115 les confiere, pero que están bajo control de los ejecutivos estatales, y
por otro lado, convenir la administración de sus facultades exclusivas con los funcinarios estatales. El detalle aquí, tal como lo señala
Guillén (2000: 252), es que la posibilidad de negociación se restringe a lo que
ya le es propio a los municipios, lo cual no puede considerarse un gran avance
en su capacidad de interlocución con otros niveles de gobierno.
Si la reforma
resulta acotada para las propias capacidades exclusivas del municipio, lo es
también en el caso de la fracción v;
aquí se acepta la relación intergubernamental del municipio en ciertas áreas
donde se establece su intervención directa, pero se omite su participación en
otras que también son de importancia para la planificación. Por ejemplo, el
municipio tiene facultades completas en los incisos: a) formular, aprobar y administrar la
zonificación y planes de desarrollo municipal; b) autorizar, controlar y vigilar la utilización
del suelo, en el ámbito de su competencia, en sus jurisdicciones territoriales,
y c) otorgar licencias y permisos para construcciones. En otros
incisos, su participación es restringida: a) participar en la conformación y administración
de sus reservas territoriales; b) participar en la formulación de planes de
desarrollo urbano regional, los cuales deberán estar en concordancia con los
planes generales de la materia; c) intervenir en la regularización de la tenencia
de la tierra urbana; d) participar
en la formación y
administración de zonas de reservas ecológicas y en la elaboración y aplicación
de programas de ordenamiento en esta materia; e) intervenir en la formulación y aplicación de
programas de transporte público de pasajeros cuando aquéllos afecten su ámbito
territorial, y f) celebrar convenios para la administración y
custodia de las zonas federales. En otras palabras, los ayuntamientos son un
gobierno reconocido sólo para determinadas áreas de interés público.
En el caso de la
propiedad inmobiliaria ocurre algo parecido a lo anterior, ya que los
ayuntamientos sólo podrán proponer a legislaturas estatales las cuotas y
tarifas aplicables a impuestos, derechos, contribuciones de mejoras y las
tablas de valores unitarios de suelo y construcciones que sirvan de base para
el cobro de las contribuciones. Al respecto, en un quinto artículo transitorio
se emplaza a las legislaturas de los estados, en coordinación con los
municipios respectivos, a que antes del inicio del ejercicio fiscal de 2002
adoptaran las medidas conducentes a fin de que los valores unitarios de suelo
que sirven de base para el cobro de las contribuciones sobre la propiedad
inmobiliaria sean equiparables a los valores de mercado de dicha propiedad, y
adecuar las tasas aplicables para el cobro de las mencionadas contribuciones
para garantizar su apego a los principios de proporcionalidad y equidad.
Ahora bien,
aunque la reforma al Artículo 115 era necesaria, también cabía esperar que por
sí sola fuera suficiente, considerando que no es el único artículo que regula
las relaciones entre los tres ámbitos de gobierno, y porque hay confusión al
respecto, hay vacíos y hay centralismo (Guerrero, 2000: 224). El Artículo 26
constitucional, por ejemplo, se refiere a la necesidad de que el gobierno
federal establezca convenios con los gobiernos estatales en materia de
planeación, y esto podría ser un sustituto a las asociaciones de municipios
(Cabrero, 2000b: 61); “una transformación al federalismo es hacer un cambio
integral y no únicamente significa modificar el 115” (García, 2000: 63). A este
artículo cabría agregar también el 73 y el 27.
En términos
operativos, por otra parte, la reforma sólo se había cumplido en el ámbito
federal en un sentido, pues quedaban pendientes las modificaciones a otras
leyes federales. Había que esperar también una segunda fase que tiene que ver
con la modificación de las constituciones de cada estado de la república. Por
primera vez, a las legislaturas estatales se les presentaba la oportunidad y
responsabilidad de adaptar el contenido de la reforma federal a sus necesidades
específicas; es decir, dadas las condiciones políticas del país –de mayor
pluralidad política y en transición democrática en comparación con 1983–, se
esperaba una pluralidad de reformas en cada estado, que potenciaran a su favor
las modificaciones al texto constitucional. Aunque también se especulaba con la
posibilidad de que, dada la tradición de agudo centralismo, las legislaturas
estatales simplemente se restringieran a copiar la reforma federal y en vez de
tener reformas innovadoras hubiera reformas limitadas. En todo caso, está
pendiente un análisis pormenorizado de dichos cambios, sobre los cuales haremos
una breve mención en la última sección del trabajo.
La reforma
proporciona elementos para la innovación en el momento en que asigna a las
legislaturas estatales la responsabilidad de las “leyes en materia municipal”
de las cuales se derivarán la reglamentación, la organización administrativa y
de los servicios públicos y la participación ciudadana. En opinión de Guillén
(2000: 248), los congresos estatales tienen la posibilidad de impulsar la
modernización del gobierno municipal y de reconocer la diversidad de los
municipios; es decir, existe la oportunidad de terminar con los modelos únicos
o casi únicos para organizar los ayuntamientos del país. No es que antes los
estados no tuvieran esta capacidad legal, lo que pasa es que no era obligatoria
y por lo tanto no se ejercía. Ahora podrá verse la capacidad de los congresos
estatales para romper con el centralismo.
En cuanto a
tiempos para ver resultados, se esperaba que sería hasta después del 2002
cuando empezarían a apreciarse.
No hay que pasar
por alto tampoco que, con o sin reforma, las propias autoridades municipales
tienen tareas pendientes. Esto, en primer término, significa romper con
actitudes pasivas en espera de que la federación resuelva todos sus problemas
de inversión pública; es primordial, por lo tanto, que asuman la labor de
incrementar sus ingresos propios; que ejerzan su facultad de cobrar el impuesto
predial; que modernicen y actualicen los catastros y que influyan en las
tarifas; en general, que mejoren su infraestructura administrativa para el
cobro de gravámenes y, desde luego, para el ejercicio del gasto. En el actual
contexto de competencia política todo ello debiera ser motivo de consideración
ciudadana.
3. La otra reforma o
el Artículo 27 contra el 115
Por si las
restricciones que el Artículo 115 le impone al municipio en sus tareas de
gestión del desarrollo urbano no fueran suficientes, hay que sumar aquellas que
le significa el contenido del Artículo 27, que conlleva algunas contradicciones
entre los núcleos ejidales –regidos por una secretaría de Estado– y las
autoridades municipales.
En la relación
de los artículos 115 y 27, en cuanto a los problemas urbanos y la
planificación, pueden distinguirse dos etapas. Ambas tienen sus orígenes en la
Constitución de 1917, en la cual quedan plasmadas las luchas políticas de las
facciones más importantes que participaron en la Revolución Mexicana; las
contradicciones que de ello derivaron, sin embargo, sólo se hacen evidentes a
partir de 1976 y 1978, años en los que se publican la Ley General de
Asentamientos Humanos, primero, y después el primer Plan Nacional de Desarrollo
Urbano en 1978. A partir de esos años y hasta enero de 1992 correspondería la
primera etapa, y la segunda correspondería a partir de febrero de 1992 hasta la
actualidad. Antes de caracterizar cada fase, empero, habría que aclarar en qué
consiste el conflicto.
Desde su origen,
al finalizar el movimiento revolucionario iniciado en 1910, la relación entre
el municipio y las instituciones agrarias han sido irreconciliables por la
forma en que las demandas del movimiento agrarista se expresaron en la
Constitución de 1917. Si bien el grupo agrarista no pudo introducir una
jerarquía político-administrativa intermedia entre el ayuntamiento y el
gobierno estatal debido a la oposición de los municipalistas,
sí logró, por medio de la reforma agraria, que se formaran instancias paralelas
al sistema federal. Baitenmann (2001: 105) explica
cómo el Artículo 27 propició la instalación de un gran aparato burocrático bajo
control del Poder Ejecutivo federal con la finalidad de normar y administrar al
sector agrario; con ello, los gobiernos estatales y municipales vieron
disminuida su autoridad sobre casi la mitad de su territorio.
Con la
legislación agraria, el ejido se convirtió en un órgano representativo y
administrativo independiente del gobierno municipal, con lo que surgieron
poderes locales paralelos al ayuntamiento. Las demandas de mayor autonomía de
los municipalistas no fueron atendidas como se
esperaba, en tanto que el gobierno municipal sí fue abiertamente excluido del
reparto agrario (Baitenmann, 2001). Lo que sí
consiguió el movimiento municipalista fue que se
reconociera al municipio como la base de la división territorial y de la
organización política-administrativa de los estados.
Desde 1920, el
ejido se transformó en una “entidad jurídica colectiva con capacidad legal, con
patrimonio propio y con órganos representativos” (Rincón, 1980: 58, en Baitenmann, 2001; ver también Ibarra, 1989).
Adicionalmente, nunca se reglamentó la relación ente el ejido y el municipio.
Con los años, los ejidatarios se habituaron a que la autoridad era el
comisariado ejidal y no el ayuntamiento; la razón aparente por la que no se
corrigieron a tiempo las contradicciones entre el municipalismo y el agrarismo
es que originariamente se pensó en la propiedad ejidal de la tierra como un
paso transitorio para su posterior conversión a propiedad privada (Baitenmann, 2001: 108), lo cual nunca ocurrió. Por eso
desde esos años, los gobiernos locales no tenían derecho de administrar los
ejidos. ¿Cómo afectó lo anterior a las tareas de planeación urbana de los
municipios?
3.1 Primera etapa de
los conflictos, 1976-1992
Durante esos
años, el marco jurídico agrario era totalmente contrario a la posibilidad de
planear el crecimiento urbano; las autoridades urbanas no tenían ninguna
incidencia sobre el destino de las tierras ejidales: su único recurso para
influir sobre ellas era la expropiación de terrenos semiurbanizados
o ya totalmente urbanizados, pero incluso tal procedimiento era controlado por
la Secretaría de la Reforma Agraria (sra). El municipio actuaba como una entidad
correctora de problemas urbanos, y lo hacía de manera muy deficiente.
Tan
independiente era el sector agrario de las leyes del derecho común, que no
había manera de que pudiera penalizarse la venta y fraccionamiento de las
tierras ejidales. Dichas penalizaciones sí estaban previstas en la Ley Agraria:
consistían en el retiro de los derechos agrarios a los posesionarios de la
tierra, pero dada la naturaleza corporativa del sector, siempre se protegió a
sus miembros.
En suma, el
Artículo 27 obró contra el municipio, sobre todo contra el Artículo 115, y más
aún después de la reforma de 1983, cuando los ayuntamientos, supuestamente,
quedaban facultados para ordenar el crecimiento urbano.
Por otra parte,
y dada la crisis económica de los años ochenta, las agencias federales del
sector urbano se retiraron[10] y
dejaron a los municipios con las tareas de mantener por ley la elaboración de
planes, pero sin relación alguna con la promoción de actividades económicas,
centrados solamente en la parte físico-espacial del crecimiento, y sin ninguna presupuestación. De hecho, el único programa de suelo
urbano que tuvo resultados parciales, el Sistema Nacional de Suelo para la
Vivienda y el Desarrollo Urbano durante la gestión presidencial de Miguel de la
Madrid, fue producto de la intervención directa del gobierno federal a través
de la coordinación de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología (Sedue) y la sra.
Ya para los años
noventa, los programas de desarrollo urbano de ciudades importantes acumularon
hasta diez años sin actualizarse, por ejemplo en el Distrito Federal,
Monterrey, Cuernavaca, etc.
3.2 Segunda etapa,
1992 hasta la actualidad: la lenta recuperación del control por parte de las
autoridades municipales
La reforma al
Artículo 27, de enero de 1992, introdujo algunos cambios importantes en la
relación de los sectores institucionales agrario y urbano. Las expectativas
generadas, sin embargo, fueron mayores a los cambios realmente ocurridos, y
ello se debe a que la reforma no fue tan radical en la medida que se mantiene
independiente de los gobiernos estatales y locales al sector agrario, anclado
aún a una secretaría de Estado que sigue dependiendo del jefe del Ejecutivo
federal. Con todo, se espera que con el transcurrir de los años y a medida que
los ejidos dejen de ser ‘propiedad social’, los municipios vayan retomando el
control del suelo periurbano.
Los cambios más
importantes fueron dos. El primero es que la tierra de ‘propiedad social’ deja
de ser inalienable, imprescriptible e inembargable, es decir, puede venderse,
rentarse e hipotecarse; lo cual en realidad consiste en reglamentar un hecho
que ya sucedía desde hace mucho tiempo y en gran escala: la venta y renta de
tierras. Asimismo, se busca que el núcleo ejidal deje de ser el ‘dueño’ de la
tierra para que sean ahora los ejidatarios individuales los sujetos jurídicos
propietarios; esto es, se faculta al ejidatario como ‘sujeto privado’ capaz de decidir
el uso de su parcela y el destino de las tierras ejidales. Hay, no obstante,
una contradicción que consiste en que la decisión de ‘privatizar’ el ejido es
una decisión colectiva de la asamblea ejidal y que tiene que ser atestiguada
por representantes de las instituciones agrarias, en específico, la
Procuraduría Agraria.
Así, a la
tradicional expropiación por causas de utilidad pública como mecanismo de
conversión del suelo de propiedad social en propiedad privada, y que se ejercía
en los tres tipos de tierras[11]
que constituyen los ejidos, se agregan dos mecanismos que sólo se practica en
un tipo de tierras cada uno. El primero es la adopción del dominio pleno de la
superficie ejidal que, como ya se había dicho, consiste en la obtención de los
certificados de propiedad individual por parte de cada ejidatario una vez que
ha concluido el Procede. Este proceso únicamente se aplica a las tierras
parceladas, y a partir de ello los titulares del suelo pueden comerciarlo de
manera directa; sin embargo, las autoridades urbanas municipales y estatales
manifiestan su preferencia para que los ejidatarios incorporen su tierra al
desarrollo urbano mediante el segundo mecanismo, ante el temor de que no se
desarrollen dentro de la normatividad urbanística, como de hecho ocurre.
Se ha reconocido
que los procedimientos de adopción del dominio pleno sobre tierras parceladas
están regulados de manera poco efectiva; se presume que en algunos casos el uso
de este procedimiento ha sido inducido por terceras personas con el propósito
de adquirir la tierra en condiciones ventajosas; así se continúan procesos de
enajenación ilegal de tierra (véase sra, 2000: 8).
El segundo
mecanismo consiste en que los ejidatarios aporten las tierras de uso común a
sociedades mercantiles inmobiliarias y que no la enajenen directamente a
terceros. Pero esto nuevamente requiere la aprobación de la asamblea ejidal;
consiste en la posibilidad de asociación de los miembros del núcleo agrario en
lo individual o como persona moral, con los sectores público, social y privado.
Esta modalidad de privatización, sin embargo, ha tenido escasa repercusión
entre el sector privado y prácticamente nula en los otros dos sectores. En el
primer caso, por circunstancias de muy variada índole, y en el segundo caso por
falta de recursos económicos, principalmente.[12]
Lo anterior
significa que las dos nuevas modalidades de incorporación de suelo social al
desarrollo urbano ordenado han tenido resultados muy por debajo de lo esperado,
y una parte de la explicación puede ubicarse en el hecho de que los
ejidatarios, para iniciar al proceso, no pueden tomar decisiones en forma
individual; es decir, los beneficios de la desregulación del ejido para el
ejidatario son sólo aparentes.
El otro cambio
importante introducido por la reforma al Artículo 27 es que la asamblea ejidal
tiene que adaptarse a las disposiciones jurídicas locales de desarrollo urbano
y a la zonificación contenida en planes y programas de desarrollo urbano para
constituir zonas de urbanización ejidal y su reserva de crecimiento, así como
para regularizar la tenencia de los asentamientos irregulares (Art. 39 de la
Ley General de Asentamientos Humanos). Esto significa que el municipio tiene
ahora la facultad de autorizar o no fraccionamientos urbanos en tierras ejidales,
intervenir en la regularización de la tenencia de la tierra y conformar
reservas territoriales. Sin embargo, la situación es ambigua porque aunque el
municipio tiene la facultad de intervenir en ciertos procesos de gestión del
suelo ejidal, quien tiene la última palabra es la asamblea ejidal, ni siquiera
el ejidatario mientras no tenga su certificado ejidal.
En cierta
medida, el municipio sigue al margen del ejido en forma más sutil, ya que la
Ley Agraria en sus secciones tercera (artículos 56 y 62, que se refieren a la
delimitación y destino de las tierras ejidales) y cuarta (artículos 63 a 72,
concernientes a las tierras para asentamientos humanos) permite que las
asambleas ejidales puedan determinar el destino de las tierras que no están
parceladas y regularizar la zona de urbanización y la reserva de crecimiento
del poblado; la única condición es que sigan las normas de Sedesol
y que intervengan las autoridades municipales.
Por
consiguiente, el temor de los funcionarios del ayuntamiento es que la ciudad
crezca bajo normatividad en materia de planeación y desarrollo establecida por
las autoridades ejidales; es decir, que el Procede regularice los proyectos
ejidales y el ayuntamiento reciba asentamientos humanos no incluidos en el plan
municipal (Guitrón, 1992: 50).
No obstante, el
peor legado de la reforma agraria para la planeación y control del suelo urbano
por parte del ayuntamiento es la falta de legalidad en la tenencia de la
tierra, al reducir su capacidad para registrar propiedades, cobrar impuestos,
suministrar servicios y planear el crecimiento de la ciudad, ya que según la
reforma de 1992 al Artículo 27, todas las cuestiones relacionadas con la
tenencia de la tierra de los ejidos y comunidades sigue siendo de jurisdicción
federal (Baitenmann, 2001: 113).
Es interesante
notar que en la década de los noventa, cuando algunos municipios urbanos han
logrado fortalecerse, las reformas al artículo 27 ratifican el papel del
aparato político, legal y administrativo establecido paralelamente al sistema
federal en 1917; todo asunto relacionado con la sobrevivencia o el
desmantelamiento del sector agrario sigue bajo el poder exclusivo y absoluto
del Ejecutivo federal (Baitenmann, 2001: 119-120).
Sin embargo,
como bien dice Baitenmann, entre los cambios más importantes
para el municipalismo mexicano en el nuevo siglo estarán el gradual e
inevitable desmantelamiento del sector ejidal y, como resultado, la nueva
función que asumirá el ayuntamiento.
Conclusiones:
Persiste la planeación centralizada y se bifurcan las perspectivas de una
gestión municipal eficaz del desarrollo urbano
Aunado a la
complejidad de las relaciones interinstitucionales entre los sectores municipal
urbano y el sector agrario, hay que considerar los conflictos y desventajas que
suponen las relaciones intergubernamentales entre municipio, entidades
federativas y gobierno federal para propósitos de las tareas de planeación y
gestión urbana. En este caso, y a pesar de que el Artículo 115 le ha conferido
al municipio el carácter de nivel de gobierno, eso no implica que también sea
un organismo independiente hacedor de políticas urbanas, sino que se mantiene
como una entidad administradora de los servicios básicos y ejecutora de
programas y políticas decididos en el ámbito federal con lineamientos uniformes
y con acciones obligatorias que además están unidas al otorgamiento de fondos.
En este sentido,
se establecen lineamientos de política urbana desde el Programa Nacional de
Desarrollo Urbano en cada sexenio, que se pretende sean aplicables a la realidad
de todos los municipios del país. Estos lineamientos tienen que ser
incorporados en los programas estatales de desarrollo urbano, y finalmente, los
planes municipales de desarrollo urbano deben sujetarse además a las
consideraciones que introduzcan estos últimos. De este modo, la subordinación
entre niveles de gobierno se mantiene vigente.
Ciertamente
tiene que haber coherencia en los distintos programas, pero este procedimiento
no permite que haya innovación en los planes y programas municipales. Incluso,
las delegaciones estatales de la Sedesol tienen como
encargo validar el contenido de los planes municipales. Asimismo, dado que los
planes estatales o municipales tienen que ser publicados en el periódico
oficial por el gobernador respectivo, no son pocas las ocasiones en que los
planes municipales o de áreas conurbadas ya actualizados no pueden sustituir a
los vigentes porque se retrasa deliberadamente la publicación del plan estatal,
o se retrasa el de áreas conurbadas, lo que afecta en este caso a los planes
municipales.
En este sentido,
la planeación territorial en México constituye un entramado de relaciones
complejas en las que participan los tres niveles de gobierno, pero con un
esquema que garantiza tanto la subordinación del gobierno estatal al federal,
como del municipal a los otros niveles de gobierno (Villar, 1999: 91). Esto
constituye una paradoja más en las relaciones intergubernamentales del
municipio en el área de la planificación urbana, dado que, al mismo tiempo que
el gobierno federal es el canal para la obtención de recursos financieros, su
proceder centralizado es un obstáculo para que los gobiernos municipales
ejerzan a plenitud sus capacidades en la gestión del desarrollo urbano.
Cambiar la
situación descrita tomará más tiempo del que pudo haberse pensado cuando la
reforma municipal en el nivel federal se llevó a cabo. El obstáculo principal,
como se ha advertido, es la larga tradición de centralismo y verticalidad en el
sistema político nacional y por lo tanto en la elaboración de políticas
públicas. Este elemento, incluso, tiene más peso que las deficiencias u
omisiones que pudieran señalarse a las reformas municipal y agraria que se han
descrito a lo largo del trabajo. La reforma municipal, de hecho, da los
elementos a los congresos estatales para que adapten la reforma federal a la
situación particular que se vive en cada uno de ellos, y de esa manera realizar
reformas innovadoras que favorezcan el trabajo de los municipios en el largo
plazo.
Sin embargo, y
contrario a lo que hubiera podido esperarse en términos de que los estados
ejercieran su potencial federalista, las pocas evidencias sobre las
adecuaciones que las legislaturas estatales hicieron a sus constituciones en
materia municipal apuntan en el sentido de una bifurcación. Mientras algunas
legislaturas estatales se apegaron de manera textual a la reforma federal al
Artículo 115, como en Chihuahua, Chiapas y Campeche, un grupo minoritario hizo
aportaciones propias al diseño jurídico de sus municipios con diferentes grados
de innovación; es el caso de Baja California, Colima, Tlaxcala, Oaxaca y
Coahuila (Guillén y Ziccardi, 2004).
La importancia
de que las reformas estatales sean tradicionales o innovadoras reside, de
acuerdo con los autores arriba citados, en que impactan en todos los asuntos
prioritarios de la vida municipal como son la hacienda, la descentralización de
funciones y servicios, la profesionalización del aparato de gobierno y el
desarrollo de formas más evolucionadas de participación ciudadana, entre otros.
Lo que veremos en el mediano plazo, al parecer, será la emergencia de una
diversidad en la capacidad de gestión y de gobierno de los municipios del país,
que prolongará por un lapso todavía mayor el logro de una gestión eficaz del
desarrollo urbano. En este caso, sin embargo, es fundamental que en la parte de
adecuación jurídica de las constituciones estatales se realicen innovaciones de
acuerdo con la realidad que se vive en cada estado de la federación. Algo que
caracteriza precisamente al país es la diversidad de los municipios que lo
integran, los cuales no pueden ser tratados de manera uniforme, como se hace en
la reforma federal al Artículo 115.
En suma, las
reformas municipal y agraria en México establecieron las bases para un trabajo
de gestión del desarrollo urbano que permite solucionar algunos problemas, pero
no otros. Sin embargo, constituyen un basamento fundamental a partir del cual
debe seguirse trabajando con perspectivas de largo plazo aprovechando, primero,
todas las posibilidades que ofrecen; y después, mediante iniciativas locales,
impulsar los cambios necesarios para seguir adelante. El trayecto, sin duda,
será complejo y seguramente seguirá direcciones diversas.
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Enviado: 29 de enero de 2004.
Reenviado: 11 de mayo de 2004.
Aceptado: 18 de noviembre de 2004.
Guillermo
Olivera Lozano es
investigador del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (crim) de la
Universidad Nacional Autónoma de México (unam), ubicado en Cuernavaca,
Morelos. Tiene estudios de licenciatura y maestría en geografía-planeación en
la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente cursa el
doctorado en urbanismo en la Facultad de Arquitectura de la misma institución.
Sus líneas de investigación actuales son la reestructuración económica y su
impacto territorial, así como la planeación y análisis del desarrollo urbano y
regional. Entre sus publicaciones más recientes están: 1) “Los clichés detrás
de las micro y pequeñas industrias: panorama internacional y de su evolución reciente
en México”, Investigación Económica, vol. 61, núm. 238, unam, Facultad
de Economía, México, 2001, pp. 109-156; 2) “Implicaciones
económico-territoriales del auge exportador mexicano”, Estudios
Demográficos y Urbanos,
vol. 16, núm. 47, El Colegio de México, 2001, pp. 375-413; 3) “Trayectoria de
las reservas territoriales en México: irregularidad, desarrollo urbano y
administración municipal tras la reforma constitucional de 1992”, Revista
Latinoamericana de Estudios Urbano Regionales eure, vol. xxvii, núm. 81, Santiago de
Chile, 2001, pp. 61-84, y 4) “Desaceleración, crisis, reactivación y recesión
industrial de la región centro de México. Un largo ciclo de reestructuración
del núcleo y la periferia”, Revista Latinoamericana de
Estudios Urbano Regionales eure, vol. xxvii, núm. 82, Santiago de Chile, 2001, pp. 65-100, con Julio
Guadarrama.
[1] Una ciudad es toda localidad con 15
mil o más habitantes.
[2] Como se sabe, el Programa de
Certificación de Derechos Ejidales (Procede) tiene como finalidad que la tierra
de propiedad social y normada por el derecho agrario sea regularizada mediante
su incorporación al marco jurídico del derecho civil, y de esa manera pueda
eventualmente formar parte del mercado privado de suelo. Sólo como tierra de
propiedad privada, los actuales ejidos pueden incorporarse al crecimiento
urbano ordenado.
[3]
Diversos trabajos dan cuenta de esta situación. Véase por ejemplo Wario (2004) y Morales y García (2004).
[4] Esto se traduce en tres tipos de
contradicciones para abordar los diversos problemas: 1) los de carácter
técnico, cuando se trata del abastecimiento y expulsión del agua, por ejemplo;
2) los de carácter político, cuando coinciden en una misma aglomeración
distintos partidos políticos en los diferentes niveles de gobierno, y 3) los de
tipo económico-financiero, cuando las necesidades y los recursos no coinciden
en un mismo territorio (Pírez, 2002).
[5] Es menester señalar que la
irregularidad de los asentamientos urbanos está en todos los niveles
socioeconómicos y no sólo en 60% de las clases populares; esta condición
también es una característica de los asentamientos de clase media alta y alta
en un elevado porcentaje.
[6] Ciertamente ha habido un incremento
notable de producción de vivienda social en el actual sexenio, pero se trata de
una oferta para el sector asalariado de los trabajadores, por lo cual se
atiende un ‘derecho de clase’: la ‘clase asalariada’, que cada vez tiene una
menor participación relativa en el total de trabajadores del país.
[7] Aunque también puede llamársele “federalismo
estatista” (cfr.
Hernández, 1996: 30).
[8] Debe señalarse que se han dado pasos
importantes para modificar la situación imperante. Uno de ellos es la Ley
Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, el
otro es el inicio de una política de evaluación de las políticas públicas. El
primer caso, donde se señala que toda información del gobierno es pública,
salvo la que sea considerada como clasificada, es considerado como un avance de
la ciudadanía en el terreno de la reforma del Estado, sin que por ello se agote
el tema. Al finalizar el sexenio actual sabremos qué resultados habrán tenido
estas importantes iniciativas.
[9] Las reformas anteriores ocurrieron en
el siguiente orden: primera reforma, 20 de agosto de 1928; segunda reforma, 29
de abril de 1933; tercera reforma, 8 de enero de 1943; cuarta reforma, 12 de
febrero de 1947, y quinta reforma, 17 de octubre de 1953.
[10] El cambio más importante en este
sentido aconteció en 1992, cuando la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología
(Sedue) es sustituida por la Secretaría de Desarrollo
Social (Sedesol). Este hecho marca un cambio de
interés donde la planeación urbana es desplazada por políticas focalizadas de
atención a la pobreza; lo urbano se retomó parcialmente en el Programa de 100
ciudades (P-100), el cual tuvo poco respaldo financiero.
[11]
Los ejidos están constituidos por las tierras parceladas, que
individualmente trabaja cada ejidatario, las tierras de uso común y las tierras
para asentamientos humanos.
[12] Para mayor detalle sobre el procedimiento de conformación de inmobiliarias ejidales y sus resultados, véase Olivera (2001: 73-74).