Diferenciación y desdiferenciación
política en la modernidad y periferia de la sociedad moderna
Raúl Zamorano
Farías*
Abstract
This
paper describes and analyses the articulation relationships and logics between
politics, economy and jurisprudence aming to stabilise the complex modern democracies, specially in the periphery of modernity. It is interesting
to observe why cognitive and normative expectations are not successful in
creating lasting political arrangements that facilitate the social and political
evolution. In particular in Latinamerica, where the
ideas of corporation and customer power are still preferred compared to institutionalised expectations. This leads us to question
how democracy is possible in this periphery of modernity.
Keywords: modernity, periphery, complexity, politics, jurisprudency, dfferentiations,
dedifferentiation, exclusion, inclusion, expectations.
Resumen
Este trabajo
tiene por objetivo describir y analizar las relaciones y lógicas de
articulación entre la política, la economía y el derecho al respecto de la
estabilización de las complejas democracias modernas, fundamentalmente en la
periferia de la modernidad. Interesa observar por qué las expectativas
cognitivas y normativas (derecho) no logran acomodos políticos duraderos que
faciliten la evolución sociopolítica en un escenario como el latinoamericano,
donde siguen primando las corporaciones y el caudillismo clientelar, mas no las
expectativas institucionalizadas, preguntándonos entonces cómo es posible la
democracia en esta periferia de la modernidad.
Palabras clave:
modernidad, periferia, complejidad, política, derecho, diferenciación, desdiferenciación, exclusión, inclusión, expectativas.
* Centro de Investigaciones
Interdisciplinarias en Desarrollo Regional de la Universidad Autónoma de
Tlaxcala. Correo-e: rzamorano61@yahoo.it
1. Introducción[1]
El análisis y la
observación en torno a la semántica de la democracia y su evolución en la
sociedad moderna debe contemplar el relevante cambio del significado de lo político
en el curso de las últimas décadas, recuperando una antigua discusión e
instalándola en la complejidad de la sociedad contemporánea, desde una mirada
que no desconoce su origen, sino que lo asume.
Al respecto,
resulta particularmente interesante la reflexión acerca de las democracias en
la periferia de la sociedad moderna y la relación siempre difícil con el
sistema económico y con el derecho. En los sucesos vividos en estos últimos
meses en Argentina, se puede observar cómo la demanda que se hace al Estado es
precisamente no permitir el funcionamiento de la economía como un subsistema
autónomo y la pregunta que inevitablemente surge es cómo se puede hacer esto
posible.
La
democracia, en consecuencia, se usa para cubrir diferentes conceptos y modos de
operación, mientras la teoría democrática sigue pensando al Estado como
coincidente con la sociedad (casi como un sinónimo de ella) o, al menos, como
su expresión válida, y se niega a confrontarse con versiones que dan cabida a
una mayor complejidad de la sociedad y de sus subsistemas.
Precisamente,
la reflexión teórica que considera la autorreferencia
de los sistemas sociales, su determinismo estructural y la incapacidad
demostrada para dejarse irritar por lo que no hace resonancia en sus
estructuras conduce a sistemas que se atribuyen la prioridad. La democracia,
entonces, aparece bajo un cariz diferente y sólo puede ser desacreditada
políticamente.[2] Pero, nuevamente el caso
argentino y los temores que se vuelven a despertar de ingobernabilidad, de
golpe de Estado, de acefalía, generan dudas difíciles de disipar al respecto.
2. Adversus modernus
El despliegue de
la modernidad conlleva acelerados procesos de diferenciación funcional que
incrementan el dinamismo de la sociedad. A lo largo de la evolución este
proceso ha advenido en un gradual aumento de diferenciación social que ha
llevado a la constitución de sistemas parciales, pero también a una agudización
de los fenómenos de disgregación, fragmentación, integración y exclusión.
Hablamos, en
general, de diferenciación cuando un sistema se diferencia del propio entorno
al trazar sus límites diferenciados, haciendo posible a éste observar que
existen otros sistemas en el propio entorno. Por ejemplo, ‘en el entorno de la
sociedad existen sistemas psíquicos y sistemas orgánicos’. La diferenciación
del entorno no depende del sistema, sin embargo asume formas particulares según
las distinciones que orientan la observación del sistema.[3]
Ahora, la característica central de este proceso es que cada función que forma
parte del esquema de diferenciación sirva a un solo
sistema parcial de la sociedad.
De otra manera esta forma de diferenciación no se realizaría y aunque,
evolutivamente, se pudiese hablar de división del trabajo social,
diferenciación de roles o de una multiplicidad de distinciones semánticas sería
implausible afirmar una diferenciación funcional de este tipo, toda vez que el
factor que posibilita operar esta diferenciación es la comunicación.
Si nos
remontamos al tardo medioevo, esta forma de la diferenciación no se llevaba a
cabo todavía. Había entonces diversos campos para la verdad, por ejemplo: la
religión, la filosofía, la retórica; había también diversos sistemas
monetarios, unos para el comercio local, otros para el comercio más lejano;
había distintos regímenes políticos, en el plano del imperio, en el de los
territorios de los Estados, en el de la Iglesia. Evidentemente, las relaciones
entre estos diversos planos parciales de racionalidad funcional eran
correspondientemente complicadas. Sin embargo, el orden social no dependía de
esta situación; estaba garantizado mediante estratificación, la cual se
abandona gradualmente una vez que empiezan a aumentar las dificultades de
coordinación de la sociedad. El paso hacia la diferenciación primaria por funciones
se impuso así –frente al orden anterior– en el plano estructural y semántico,
por el camino de la diferenciación y la constitución del Estado-nación,
territorial y políticamente soberano (Luhmann, 2001:
1-5).
Soberanía que
no sólo fue entendida como ‘independencia’ con respecto a otros poderes
políticos, léase el imperio o la Iglesia, sino como la capacidad del Estado
soberano para responder, en un territorio claramente delimitado, a todos los
problemas y cuya solución exigía que el poder político quedara concentrado. Luhmann señala que en la temprana Edad Moderna se intenta
introducir una combinación de universalidad y especificación como capacidad universal de autonomía
en cada uno de los campos funcionales de los sistemas parciales de la sociedad.
Esta fue la única manera de sobreponerse con medios políticos a guerras en
torno a la verdad. Es decir, sobreponerse a las disputas violentas de las
controversias provocadas por las preguntas científicas o religiosas (Luhmann,
2001: 5).
Avanzando en
el tiempo, ya en la segunda mitad del siglo xviii,
la semántica sociopolítica de Europa se revoluciona totalmente con el
predominio del discurso ilustrado y con el imperativo de la razón,
conservándose desde entonces casi sin cambios significativos, puesto que la
instalación del Estado Social y el Estado de Bienestar –en los siglos xix y xx,
respectivamente– serán las únicas recepciones realmente novedosas hasta finales
de la centuria a excepción, claro está, de las guerras y la cotidiana
carnicería que han caracterizado a los últimos cien años.[4]
Así, durante
los dos últimos siglos, la modernidad y la sociedad han estado modeladas y
orientadas por los principios de la Ilustración que a través de la
cristalización de grandes objetivos, explícitos ya desde el Renacimiento, trazó
el pensamiento iluminista, el cual promovió el Estado moderno que terminó de
separar la política de las concepciones sacras, sobrepasando al absolutismo
para colocar al pueblo como el sujeto por excelencia de la política,
reinaugurando, con la Revolución francesa, la historia
del mundo.[5]
Precisamente
esto nos lleva a considerar la cuestión de las diversas descripciones y formas
en las cuales la sociedad moderna se ha construido y cómo también este proceso
evolutivo ha aumentado la incertidumbre y un sentimiento de desamparo, cuyo
origen radica en las lógicas de inclusión-exclusión intrínsecas a todo proceso
de diferenciación.[6]
Situación que
se torna más evidente y dramática en América Latina, donde el referente de la
sociedad moderna, que en nuestro continente nunca se cristalizó plenamente, se
ve afectado hoy por significativos cambios estructurales (desplazamiento a una
economía terciaria y los diversos impactos que genera el advenir globalizador)
y donde la reflexión sobre la política de la sociedad contemporánea continúa
anclada en las preocupaciones por la totalidad, por las grandes construcciones
sobre el mundo, pero no en las necesarias compensaciones que se generan en la
simultaneidad y contingencia de las decisiones –o no decisiones– (complejidad)
que este proceso de diferenciación y modernización desencadena.[7]
Ahora,
¿cuáles son las limitaciones y dificultades conceptuales que se derivan de tal
comprensión de la sociedad?
El peso de la
tradición teórica, que nos había acostumbrado a observar la sociedad desde
afuera, se torna problemático y ya a esta altura es imposible, pues se constata
que fuera de la sociedad no hay nada. Si el operar de la sociedad tiene
características específicas y todo lo que acontece lo hace simultáneamente, entonces
la sociedad moderna opera siempre en el presente y a través de cada
acontecimiento va produciendo la diferencia entre pasado-futuro, construyendo
de esta forma estructuras de decisiones que siempre se toman en el único tiempo
conocido, en la simultaneidad del tiempo presente.[8]
Además, con la modificación de las distancias geográficas (fronteras) y
sociales (económicas) la política ya no opera sólo en el ámbito nacional sino
global y local, poniendo en tensión el espacio clásico de la política: la soberanía
nacional.
Esta
aceleración, que ha afectado el trasfondo histórico de la conciencia, se diluye
en proyecciones sin imágenes ni imaginarios quedando sólo el
aquí y el ahora (se
pierde el sentido del futuro), lo cual dificulta poner el presente en perspectiva
afectando también al sistema político, que parece tener cada vez menos
capacidad de satisfacer las demandas.[9]
Todo esto genera un aumento geométrico de la complejidad, lo cual evidentemente
excluye también toda posibilidad de linealidad y toda deontología.[10]
De ahí que la
única posibilidad es indicar a la sociedad como el resultado de sus propias
operaciones que, a través de su operar, reproducen continuamente la diferencia
con el entorno. Es decir, lo que es objeto de la observación se construye a través
de esas operaciones y, precisamente, es este carácter determinado por la
continua producción de la diferencia y auto-observación el cual nos permite
preguntarnos cómo se puede observar la moderna sociedad, y cómo es posible en ella la democracia.[11]
Actualmente,
y en un mundo extremadamente complejo donde el margen en la tensión de la
experiencia intencional y del actuar son también extremadamente reducidos, la
superabundancia de posibilidades supera siempre aquello que somos capaces de
elaborar a través de la acción y de la experiencia (Luhmann,
1991). Empero, esto significa y supone una condición de incertidumbre en lo que
atañe a la realidad externa. Incertidumbre que se refiere a la superabundancia
de posibilidades no actualizadas por la experiencia y al riesgo relativo a la
actualización de una posibilidad entre muchas. A la primera condición podemos
nominarla con el término complejidad y a la segunda con el de contingencia.
La
complejidad viene así imponiendo la necesidad de elegir entre una pluralidad de
opciones, ahí donde la contingencia hace evidente que aquella elección hubiera
podido hacerse de otro modo, exponiendo al sistema al riesgo de la selección
efectuada (véase Luhmann y De Giorgi,
1996: cap. v). En esta perspectiva
teórica, los sistemas sociales desarrollan la función de reducir la complejidad
del mundo, mediando entre la extrema indeterminación de éste y el escaso
potencial de sentido de la experiencia y la acción. Los sistemas sociales
atenúan, entonces, la dificultad propia de la complejidad del mundo,
delimitando la selección de las posibilidades de la experiencia presentes en
éste (véase Luhmann, 1973: 81, passim).
Pero un
sistema no sólo reduce la complejidad del mundo, sino que, a través de la
selección de las posibilidades dotadas de sentido, crea una demarcación con su
entorno.[12]
3. Complejidad y
política de la sociedad moderna
Resulta del todo
evidente que en una realidad social, donde se incrementa la diferenciación y el
dinamismo, se generen distorsiones y desencuentros (entre expectativas y
normas) que van minando la credibilidad y confianza entre las élites
gobernantes y los ciudadanos, pero también, como se ha indicado, que se
agudicen gradualmente los fenómenos de exclusión y disgregación social,
fundamentalmente en las periferias de la sociedad moderna.[13]
Así, nuestra
periferia latinoamericana del siglo xxi,
aun cuando no es la misma, vuelve a encontrarse con sus viejos problemas (véase
Leal, 1996). Tras diez años, caracterizados por la globalización y el
neoliberalismo, comienzan a emerger los mismos problemas del siglo xx como si se tratara de una enfermedad
endémica. Los noventa, que sucedieron a la denominada ‘década perdida’ por el
arrastre de la deuda externa, se estrellan con el albor del nuevo milenio y
descubren con desengaño que las políticas económicas ejecutadas no lograron
suavizar las miserias. Quizá la región sea más rica que antes al observar las
estadísticas de su producto interno, pero este argumento no resuelve de todos
modos la iniquidad, el alto desempleo, la inseguridad social, la precariedad
laboral, la pobreza[14]
y, menos aún, la frágil institucionalidad y civilización de las expectativas.[15]
Ahora, si
todo orden social diferenciado crea una civilización de expectativas correlativas que posibilitan, precisamente,
ese orden social diferenciado, el punto fundamental entonces es un sentido de
objetivación de la indiferencia ante un orden social diferenciado, de lo
contrario lo que hace astillas ese orden diferenciado es el corporativismo
estatificado, el cual no puede, ni tiene la función, de representar a toda la
sociedad. Lo que hay tras esto es un proceso que va generando sus propios
subproductos que se institucionalizan (tal como para Norbert
Elías), pero este procesualismo se opone al representacionismo, pues las tareas sociales son una
construcción emergente (Hegel) y no representaciones trascendentales (Kant).[16]
Sin embargo,
de cara a estos procesos, el sistema político en el continente pareciera haber
perdido capacidad de control sobre las diversas expectativas y fases que porta
la modernidad, caracterizándose más bien por su retraso en las formas de hacer
y pensar la cuestión política y por las posiciones tradicionales y estatistas
de las élites (donde no hay una idea clara del nuevo papel y las restricciones
que abre el proceso de modernización). Es como si la política no tuviese tiempo
para observar y organizar secuencialmente sus propias operaciones. Por lo
tanto, no es de extrañar que a escala mundial y continental se viva un fenómeno
de desafección y, también, un cierto malestar por la cuestión política.
Hoy es un
lugar común declarar que las sociedades contemporáneas más desarrolladas han
fundado sus logros en la creciente civilización de las expectativas y la
consecuente ampliación de los derechos individuales, en la generalización de
las formas democráticas de gobierno, en la asignación de recursos sobre la base
del mercado, en el conocimiento científico y tecnológico y en la
instrumentalización de los vínculos sociales por medio de organizaciones formales;
lo cual es cierto, toda vez que dicho proceso ha estado asociado con una
acentuada diferenciación en sistemas parciales que vienen desplegándose sin
reconocer restricciones, salvo las contenidas en sus propias estructuras y que
hacen referencia a operaciones autorreferenciales (Luhmann,
1991).
Sin embargo,
el impacto y las transformaciones de las revoluciones de fines del siglo xviii y principios del xix en Europa y Estados Unidos no arribaron a estas costas;
por el contrario, al parecer le impusieron a América Latina una pesada
estructura de gobierno que le ha impedido transitar hacia la evolución política
y social. Es como si la gran ola revolucionaria que barrió al mundo atlántico
hubiera depositado un conjunto de preceptos practicables sólo en Europa y
Estados Unidos, e instituciones defectuosas en el resto de las repúblicas
latinoamericanas, porque a diferencia de las sociedades europeas, cuyo proceso
de diferenciación funcional resultó en un patrón de organización social de tipo
policéntrico, donde los sistemas sociales operan
descentralizados y de modo autónomo aunque acoplado, las sociedades
latinoamericanas se han caracterizado por estar estructuradas en torno a un
sistema centralizado, dominante y autoritario.
En tal
dirección, y tras de la discusión sobre la modernidad y la política,
actualmente en América Latina se reinstala otra discusión histórica que
acompaña su desarrollo y evolución: la modernización. En el continente, la instancia
privilegiada de coordinación sociopolítica fue y ha sido el Estado; recordemos,
como ha señalado Whitehead (1998), que entre 1930 y
principios de los años ochenta, el gran Estado de compromiso social
(‘bienestar’) centralizado se volvió la norma en prácticamente toda la región a
partir del modelo ideado por la Constitución mexicana de 1917. Ello, en un
escenario donde los diferentes sectores sociales exhibieron históricamente una
menor propensión a la moderación y la prudencia política en el planteamiento de
sus demandas y, donde también las élites dirigentes mostraron más
descarnadamente su irresponsable demagogia avaladas por las instituciones
representativas, que operativamente han sido incapaces de refrendar y canalizar
las expectativas desbordadas de una tumultuosa ciudadanía.[17]
Al respecto,
por ejemplo, amparados por los diseños constitucionales los nuevos derechos se
han convertido, por lo general, en la fachada de las autoridades centrales para
comprar lealtades, cuestión por demás característica en el continente, ya que,
también históricamente, el fracaso de la ley frente a las estructuras
autoritarias puede explicarse, en parte, por la ausencia de movilización social
en favor de las reformas y por la instrumentalización de ésta por las clases en
el poder. Como señala Langley, históricamente las
ideas liberales han sido sólo compartidas por las élites, mientras las masas,
al tiempo que eran movilizadas en favor de la independencia, tenían que ser
controladas para evitar que las nuevas repúblicas se salieran de control (véase
Langley, 1996).
Este tipo de
coordinación social, que se fundó en la existencia de una administración
pública, un Estado de derecho y en una clásica idea del Estado influyente, se
apoyó sobre una cierta concepción de soberanía, toda vez que suponía una clara
diferenciación entre sociedad y Estado, donde la centralización del poder en el
Estado como instancia legítima de dominación en tanto autoridad reconocida,
operaría como vértice de la sociedad.[18]
Así se fueron configurando e interpenetrando lógicas
del quehacer político que remitían a ciertas instituciones comunes en el área:
el paradigma de la planificación racional, cuya máxima expresión fue el Estado
desarrollista, entre los años cuarenta y sesenta del siglo pasado.
Esta
intervención racionalizadora del Estado presupone –en el lenguaje de Lechner (1997)– una realidad social de escasa complejidad
para que las normas de reciprocidad sean aplicables; es decir, la suposición de
un sistema compuesto de acciones recíprocas entre individuos en una cadena de
causalidad simple y una ejecución obediente de las medidas es una
conceptualización que descansa en la convicción de que las metas, los medios y
criterios están claramente determinados y priorizados, y que la acción
individual se agrega sin fisuras tras la consecución de las metas y fines colectivos
(Lechner, 1997: 9 y ss.). Mas dicha concepción de la
coordinación total de la sociedad a través de la planificación integral se
desmoronó, porque ya no puede funcionar más como narrativa de la historia
(meta-discurso, como referencia existencial a su propio tiempo). Las esperanzas
depositadas en la planificación política y en su capacidad predictiva colapsa,
constatándose que la modernización no concluye en la región, ni con la
revolución ni con el mentado desarrollo.[19]
Precisamente,
en la actualidad, las limitaciones de las distinciones conceptuales clásicas
como soberanía,
política y
sociedad crean
dificultades porque con estos conceptos tan reificados
resulta difícil, cuando no implausible, entender la dinámica política de la
sociedad moderna. Sumado a esto, la concepción de orden
social centralizado
articula un tipo de estructuración de sistemas funcionales caracterizado por
precarios niveles de autonomía funcional y operativa, en el cual sistemas así
diferenciados bloquean o ponen obstáculos al despliegue autorreferencial de
lógicas parciales en vías de diferenciación.
Como se
indicó, en el vértice institucional de esta particular forma de estructuración
se ha situado el sistema político, y en su referente descriptivo, el Estado. Mascareño (2001) señala que desde el origen de las
Repúblicas ha sido la política, incluso con prescindencia de la legitimidad
jurídica, el sistema funcional que ha definido los lineamientos para el
desarrollo de otras esferas. Claros ejemplos de dicha indiferenciación son la
historia de estados de excepción en América Latina (indiferenciación
política-derecho). En el ámbito territorial este carácter concéntrico adquirió
la forma de centralización. Especialmente los campos educativo, cultural y
económico sufrieron sus consecuencias durante gran parte del siglo xx.
Además, en
nuestros países, históricamente el poder –en manos de una élite descendiente en
su mayoría del colonialismo imperial– se articuló en función de generar el
Estado-nación (homogeneizar el lenguaje, ciertos valores y concepciones,
símbolos y patrones culturales) y las instituciones de la sociedad. De allí la
referencia histórica de la sociedad civil al Estado y luego al sistema de
partidos, como legítimo intermediario entre ambos, que va instituyendo formas
en que el sistema político (particularmente en la fuerte institucionalidad
chilena) garantiza la dominación social. Una eficiencia de la dominación que,
haciéndose fuerte en el Estado, termina por subsumir a la organización social y
ahogar a la llamada ‘sociedad civil’ (corporativismo de Estado: Argentina,
México).[20]
En el campo
cultural, el imperativo de la transformación de la barbarie en civilización, que definió la acción estatal por
medio de la noción de progreso durante gran parte del siglo xix, se transformó en el xx en la unidad en torno a la idea de
desarrollo, con lo que las diferencias culturales locales sólo fueron
aceptables en la medida en que no intervinieran con aquellos objetivos mayores.
En el campo económico, la centralización se tradujo en industrialización urbana
y en el manejo planificado y guiado desde el Estado del proceso de sustitución
de importaciones (indiferenciación política-economía) (Véase Mascareño, 2001).
Así, el
desarrollo se transformó en una evolución controlada jerárquicamente desde un
sistema funcional situado en la cúspide de la sociedad: el sistema político.
Todo lo cual ha configurado una particular forma de ‘diferenciación/desdiferenciación’ que coexiste al interior de los órdenes
sociales de la región, generando definiciones homogéneas y abarcantes
que obstaculizan el despliegue y consolidación de la autonomía sistémica, toda
vez que los acoplamientos se transforman en procesos de desdiferenciación
que al ser reemplazados por sustitutos funcionales y fórmulas de autoentendimiento (relaciones clientelares, caudillismo),
dificultan el despliegue de la especialización de funciones y de la
operatividad democrática.
4. La ley se acata,
pero no se obedece
Siguiendo esta
perspectiva, en la actualidad, todavía algunos políticos y cientistas
sociales que confían en una supuesta racionalidad y previsibilidad de las
decisiones políticas, piensan que es plausible orientar la economía, la
educación, la ciencia y el derecho, en fin, el conjunto de la sociedad y del
mundo, a partir de las operaciones del sistema político y del Estado.[21]
Situación que se agrava, cuando no se torna crítica, por el bajo grado de
institucionalización de las expectativas (cognitivas-normativas) y por la
especial forma histórica de hacer política en el continente: el movimentismo[22] o caudillismo, donde todo el desarrollo y
consecución de objetivos político-sociales y económicos se ha dado a través de
la lucha de movimientos,
situación que
a menudo fue
interrumpida por la acción de golpes militares.[23]
Estos movimientos pueden ser definidos como formas de
acción colectiva que establecen relaciones verticales entre un líder
carismático y una masa que sigue la presencia e ideología de
ese líder, los cuales tienen características particularmente esencialistas (centradas en valores) y cuyas
articulaciones generan una fuerte identificación horizontal entre los sujetos
miembros, todo lo cual define la acción política en una lógica ‘amigo’ (los movimentistas) y ‘enemigo’ (los no movimentistas)
determinando así el campo político.[24]
La
conjugación de dichos factores, aunque matizados, son centrales en la
constitución y articulación de la cultura política en las sociedades latinoamericanas de
fin de siglo y marcan la lógica orientadora de las ‘nuevas’ democracias, donde
ésta sigue siendo un problema porque algunos aspectos institucionales de la
vida sociopolítica son deficientes, ya que, como se indicó, conservan las
características típicas de movimentismo y de la desdiferenciación funcional (corporativismo).[25]
Esto genera
que la relación entre política y derecho también se torne crítica pues, y más
allá de la diferenciación funcional y operativa que suponen como subsistemas,
al operar funcionalmente diferenciados éstos se vinculan recíprocamente a
través de sustantivas prestaciones operativas, toda vez que el sistema del
derecho ofrece al sistema político prestaciones fundamentales en cuanto a la
legitimidad de las decisiones políticas y de la operativización
de las premisas para el uso y aplicación del monopolio estatal de la violencia,
mientras que la política ofrece al sistema jurídico las premisas decisorias en
forma de ley. Ahora, si el sistema político es el sistema social por excelencia
que tiene la capacidad de integrar sobre la base de una selección tomada
(elección), su función no es otra que coordinar en decisiones colectivas
vinculantes tanto a quienes adoptan las decisiones como a quienes son objeto de
ellas. Pero allí requiere necesariamente del derecho como canal operativo que funcionaliza y hace operativas dichas decisiones, como
también las prestaciones políticas ocurren cuando se precisa de decisiones
vinculantes en otros sistemas funcionales.
Pero, como
señala Fernandes Campilongo
(2000: 42-43), sin autonomía funcional, la representación política y el derecho
pierden su capacidad de garantizar procedimientos que mantengan abiertas y
acrecienten las posibilidades de elección, variación y construcción de
alternativas. Reconociendo que la función política no puede todo, puesto que es
mucho menos capaz de transformar los grandes ideales en realidad, mas sin ella,
se pierde una pieza fundamental para el mantenimiento de la democracia. De lo
contrario, las formas de auto-entendimiento sólo refuerzan la ya frágil
institucionalización en el continente.
El problema,
entonces, es que en América Latina existe un enorme abismo entre expectativa
cognitiva y norma, mientras que, por ejemplo, en las democracias consolidadas
hay una concordancia razonable entre conducta y ley. Esta situación se ve
agravada por las particularidades del desarrollo histórico del continente,
donde el proceso de aprendizaje normativo ha sido permanentemente bloqueado a
través del cierre de los espacios de discusión pública y el mantenimiento de
dependencias personales y colectivas respecto del Estado y los agentes
económicos. Este bajo nivel en la construcción institucional está íntimamente
ligado a las formas asumidas en el proceso histórico de autoconstrucción de las
sociedades civiles, especialmente por la erosión de los acuerdos legales
constitucionales, consecuencia de prácticas y formas populistas de coordinación
social.
Aunque en la
actualidad la democracia goce de una amplía posibilidad en la región, se
percibe un descontento en relación con su funcionamiento, ya que una cosa es
tener ‘democracia’ y otra gobernar democráticamente al nivel de las
instituciones, del sistema de partidos, del poder judicial o legislativo.[26]
Ello porque junto al impulso democrático prevalecen fuertes limitaciones
político-constitucionales heredadas de la época colonial, y que han sobrevivido
desde el caótico constitucionalismo del siglo xix,
hasta el reciente pasado autoritario. Limitaciones que plantean interesantes
preguntas sobre la forma como operan estas democracias y cómo son posibles.[27]
En tal
sentido, uno de los aspectos más críticos está dado por lo excesivamente
integrado de nuestras sociedades; es decir, por el bajo procesamiento de
sentido diverso (no hay pluralidad de lenguajes), y por la forma en que se
ejerce el poder ejecutivo y la fragilidad del derecho para contenerlo. Por
ejemplo, en la región resulta una característica general que la institución
presidencial haya derivado en un presidencialismo excesivo, casi
obsceno. Como señala
Sartori (1996), bajo la intricada jurisprudencia y normatividad, el control del
Ejecutivo ha sido tomado por presidentes que no lo eran en el sentido
republicano de la palabra, sino émulos del absolutismo que acababan por
desconocer la propia institución, la cual además no tiene el contrapeso
necesario para limitar su poder. De estos excesos han derivado las diversas
subespecies del presidencialismo criollo: el sátrapa,
el caudillo o pretor, el patriarca, el cacique y el amo de estancia (Loveman,
1993).[28]
Además, si a
lo anterior sumamos el hecho de que virtualmente todas las constituciones de la
región contienen cláusulas para crear regímenes de excepción a través de los
cuales los presidentes electos pueden actuar como dictadores constitucionales,
dada la amplia definición del término ‘emergencia’ y dado los repetidos
fracasos para crear balances institucionales al ejercicio de poder, los poderes
de emergencia se constituyen, a fin de cuentas, en “la base jurídica de la
dictadura y la tiranía”, como indica Loveman (1993),
o en el sustrato del clientelismo.
Esta forma de
coordinación clientelar (que en la actualidad ha derivado en pretorianismo
civil)[29]
ha sido una de las prácticas que más han dañado a las democracias de la región,
obstaculizando la institucionalización real de las expectativas cognitivas y
violentando las normas, formando coaliciones clientelares, casi mafiosas, que
privatizando el bien común hacen implausible los beneficios de largo plazo para
las inmensas minorías, promoviendo, a fin de cuentas, la inestabilidad
política y social.
De allí que
la exclusión, la pobreza y la falta de educación no sean fenómenos casuales o
síntomas exclusivos de un bajo nivel de desarrollo económico, sino patrones
endémicos en numerosos países de la región, producto de las lógicas de
coordinación clientelar que han potenciado los grupos corporativos al interior
de nuestras sociedades y que hacen imposible la vigilancia informada de las
autoridades electorales por parte de muchos ciudadanos, pues no existen las
instituciones operativas (del derecho, por ejemplo) o, en el mejor de los casos,
éstas están representadas como anima. Es decir, figuran en los textos
constitucionales, pero en la práctica se acatan mas no se obedecen.[30]
Hemos
señalado que la característica sociopolítica más sobresaliente del devenir
evolutivo en América Latina ha sido la precariedad de la institución cognitiva
y los problemas para operativizar el derecho
(normas). Inestabilidad y disfunción que no son el producto de una osificación
institucional, sino de formas sobrentendidas, donde un tipo de mecanismo
integrador, la integración normativa, viene siendo sustituido gradualmente por
formas desintegradoras e inadecuadas de integración sistémica: el caudillismo
clientelar.
El revival del caudillismo clientelar, que en su
variante moderna Huntington denota como pretorianismo, es el resultado de una
precaria y difícil evolución de la institucionalización política en relación
con el desarrollo socioeconómico y la movilización social, toda vez que el
desarrollo del orden social diferenciado supone un mayor simbolismo y una civilización
de las expectativas, como presupuestos de la comunicación (y no en el sentido de introyección sobre
el nivel de la conciencia, como suponía Norbert
Elías), pero una sociedad, cuya lógica de coordinación dominante es el
caudillismo clientelar o el mercado, aunque compleja y diferenciada, carece de
estabilidad institucional. Más bien es una sociedad donde la diferenciación e
indiferenciación se presentan a un mismo tiempo.[31]
De allí que
si la diferenciación social y la creciente movilización política no son
seguidas por un incremento en la complejidad institucional, el resultado es un
accionar político sin integración política. Es decir, una situación donde los
actores sociales y políticos se movilizan sin una construcción simultánea de
instituciones cognitivas y normativas capaces de articular y agregar sus
demandas. Por lo tanto, aunque los diferentes sectores sociales busquen
tematizar derechos, plasmándolos en el lenguaje de la ley, sin un poder
judicial que funcione, esos derechos no pueden ser plenamente gozados, como
queda de manifiesto en la historia reciente del continente.[32]
Por el
contrario, en ausencia de mecanismos claros de mediación institucional, las
fuerzas políticas y sociales se confrontan abiertamente unas contra otras, es
decir, su politización no es canalizada por mecanismos institucionales sino que
consiste en una guerra no mediada de todos contra todos. El resultado es que,
en la práctica, las constituciones y el derecho se tornan ‘flexibles’ y las
garantías constitucionales se hacen ‘inciertas’, o generalmente son manipuladas
por minoritarios pero fuertes grupos de poder.
Sabemos que
en las sociedades centrales los derechos fundamentales efectivamente se han
institucionalizado y progresivamente extendido en sucesivas olas de juridificación política, económica y social, pues
precisamente lo que distingue al sistema democrático de formas políticas o caudillescas es la praxis de acuerdos institucionales estables.
Pero en los sistemas políticos de la periferia, las débiles instituciones se
encuentran a merced de minoritarias fuerzas sociales que los ‘colonizan’ con el
objetivo de obtener beneficios privados. Incluso, aun cuando éstas hayan
adoptado formalmente dichas instituciones, no pasa de ser un gesto alegórico
porque en la práctica son ignoradas o utilizadas funcionalmente como un nuevo instrumento de
dominación (operativas sólo para algunos). Por ello, toda vez que se incrementa
la participación política, que resulta del proceso de extensión de la
ciudadanía (fundamentalmente social),[33]
el sistema democrático se tensiona y es incapaz de establecer mecanismos
adecuados de agregación e intermediación de intereses, dejando la puerta
abierta a reacciones autoritarias o manifestaciones caudillistas.
Por ejemplo,
la fractura sociopolítica, consumada durante el gobierno de Eduardo Frei
Montalva en Chile (1964-1970), al poner en marcha un programa que apuntaba a
impulsar un modelo de acumulación cuya base era el gran capital financiero,
perseguía legitimarse en los sectores populares a través de procesos crecientes
de integración a su esquema de participación, pero sin el desarrollo
institucional legitimante correlativo, ni
modificaciones en la estructura social, principalmente lo relacionado con la
distribución de la propiedad.[34]
Situación que elevó el grado de las tensiones sociales y la intensificación de
las movilizaciones populares, estrechando el margen de maniobra
y restringiendo las opciones políticas.
Gran parte de
estos fenómenos de politización mediada por una baja institucionalidad se han
explicado sobre la base interpretativa proveniente de algunos modelos de la
cultura, de las estructuras simbólicas de la comunicación, o con recursos
referidos a condiciones exteriores u objetivas como la dependencia económica,
el aislamiento o la marginación pero, como es claro en el ejemplo anterior,
cuando el aumento de la diferenciación societal y del
pluralismo no viene acompañado por el establecimiento de una estructura
institucional más densa, con la habilidad de establecer y manejar la complejidad
social, las turbulencias y el poder corporativo ocupan de facto ese vacío.
Vacío institucional que dificulta la operatividad democrática, en el sentido de
una relación entre Estado, política y sociedad, lo cual termina nuevamente
reproduciendo los modelos de exclusión-inclusión movimentista:
patrimonialismo, personalismo o caudillismo clientelar.
Al respecto,
una ilustración paradigmática hasta el dramatismo del fenómeno de politización
no mediada está dada por las dictaduras militares. Sabido es que a diferencia y
en contraste con los pronunciamientos militares del pasado (los cuales eran una
parte integral del juego caudillesco), las dictaduras
militares que surgieron en las décadas de los sesenta y setenta a lo largo del
mapa político latinoamericano se vieron a sí mismas como un intento fundacional
para establecer las bases institucionales de un nuevo orden político que
solucionaría el problema crónico del caudillismo, la ‘politiquería’ clientelar
y el marxismo.
Las
dictaduras militares, cuyas bases políticas estaban dadas por el modelo de la
economía neoliberal y por la Doctrina de Seguridad Nacional, se comprometieron
a restaurar el orden a través de la desactivación de la sociedad civil y la
normalización de la economía. Su objetivo principal era contener la
movilización popular radicalizada en la década anterior y el restablecimiento
del orden
a través de la fórmula del estado de emergencia. Era, según algunos teóricos,
una respuesta a la descomposición del modelo capitalista, al resquebrajamiento
y crisis del aparato estatal y la ‘pérdida’ de legitimidad del régimen político
(Véanse Garretón, 1983; Lechner,
1995 y Moulian, 1997). Los militares se autoconcibieron como una solución al problema del
caudillismo y además, como los únicos actores suprapolíticos
que encarnaban aun los vilipendiados valores patrios.
Evidentemente
el advenimiento de los militares al poder vino a transformar la función del Estado
de compromiso en un
Estado represivo y vigilante que eliminó el mercado
político competitivo
y el sistema tradicional de mediaciones políticas, subordinando el espacio
público de la sociedad a las nuevas necesidades de control y disciplinamiento de la población, imponiendo nuevas formas
de legitimación y obediencia.
En el
contexto de la ‘politiquería’ clientelar, caracterizada por una politización no
mediada, los militares se pensaron a sí mismos como el único actor capaz de
actuar como un poder despolitizador neutral contra la
politización. Sólo ellos estaban en posición de congregar a la población tras metas
nacionales compartidas, dado que su tradicional desdén por la política los
ubicaba como un poder imparcial capaz de elevarse sobre lo político. Por esto
no es casual que en el plano de la participación social, los militares, usando
fundamentalmente técnicas represivas y reformas legales, promovieran el ‘orden’
a través de la atomización y fragmentación del tejido social, buscando la
obsecuencia y el disciplinamiento de la población.
Sin embargo,
el disgusto de los militares por la política, particularmente por los partidos
políticos, hizo difícil el proceso de institucionalización política y
generalmente sus propuestas institucionales fallaron en proveer mecanismos
eficaces de agregación de intereses e intermediación adecuados. En su conjunto,
este escenario representó más bien la patética manifestación de una profunda
desarticulación y atomización; los efectos desorganizadores de la matriz
histórica de la sociedad, donde los militares no lograron configurar de manera
estable modos diferentes de orden social, económico, cultural y político.
Así, en la
práctica, las dictaduras militares fueron incapaces de proteger al Estado de la
colonización de los poderes sociales y terminaron siendo víctimas del mismo
tipo de politización que venían a combatir. La descripción que hace O’Donnell (1997) de las tensiones que constantemente
permearon la alianza autoritaria desafía la noción del autoritarismo como un
caso extremo de autonomía del Estado, en la cual el Estado reina
majestuosamente sobre la sociedad. En realidad el ‘Estado burocrático
autoritario’ demostró una similar fragilidad y una propensión a ser colonizado
por los intereses privados que la asemejaba al Estado pretoriano que trataba de
reemplazar. El asalto o autogolpes internos al Estado de grupos sociales
particulares, que se apropiaron de sectores burocráticos específicos para
alcanzar sus intereses privados, minó la racionalidad institucional del Estado
burocrático autoritario (O’Donnell, 1997).
Tal que la
privatización de las instituciones estatales contribuyó, como en el pasado, a
la erosión, fragmentación y, finalmente, a la caída del autoritarismo
burocrático. Sólo que en esta ocasión no hubo diques para contener la
destructiva dinámica del pretorianismo, ya que los mismos militares habían sido
víctimas de la politización; porque las instituciones estatales que eran
indispensables para restaurar el orden, o no existían, o habían sido
desmenuzadas y desintegradas por la máquina militar (O’Donnell,
1982).
Resulta
evidente, entonces, que la privatización del sistema político por la represión
militar o por los grupos corporativos a través del decretismo pueden desacoplar temporalmente al
sistema político del ambiente social (desdiferenciar),
pero sólo la legalidad es capaz de establecer estructuras institucionales
autónomas y despolitizar las estructuras institucionales evitando el
resurgimiento del clientelismo. En este sentido, toma importancia la
perspectiva sistémica que considera que estos fenómenos pueden explicarse a
partir de la debilidad en la afirmación de la forma de diferenciación funcional
y su coexistencia con mecanismos de delimitación de la exclusión que operan de
un modo particular; porque, qué duda cabe, acá los gobiernos no han sido de
leyes sino de hombres, sean estos dictadores, caudillos,
presidentes o bufones.
Ahora, si la
clave para fortalecer al derecho, con facultades de operativizar
las decisiones políticas, reside precisamente en la clara diferenciación entre
política y derecho lo cierto es que, en la periferia de la sociedad, la debilidad
operativa del sistema jurídico lo imposibilita para ejercer plenamente la
facultad de canalizar las decisiones políticas, porque aunque éste exista como
texto, en los hechos no funciona. De ahí que las formas de inclusión
autoritaria o clientelar continúan reproduciendo las contradicciones sociales
mediante violencia política organizada, economía informal o abierta corrupción
política, toda vez que devienen en sustitutos funcionales de la modernidad en
la modernidad y se transforman en impedimentos estructurales para una auténtica
diferenciación funcional y operativa en las democracias de la región.
La frágil y
precaria institucionalidad deviene condición suficiente para que allí actúen y
se impongan lógicas de coordinación caudillistas o autoritarias y las diversas
formas de regímenes clientelares se continúen unas a otras en una sucesión casi
impredecible y desconcertante, toda vez que al no estar asociados con una forma
de gobierno particular, pueden alternarse con regímenes cuasi democráticos y cuasi
despóticos. Baste observar el caso de las recientes transiciones democráticas,
donde una de las máximas complicaciones está dada por la existencia de un poder
dual; el autoritario (que disminuye ‘relativamente’) y el democrático (que
tiende a incrementarse, también ‘relativamente’).[35]
Entonces,
establecer el problema del régimen político como el criterio exclusivo del
desarrollo político, sin contar con la institucionalidad requerida para
cristalizar dicho proceso, más bien conduce a una teoría problemática de la
institucionalización porque el aislamiento del sistema político del contexto
social clientelar no es en sí suficiente. Las mismas instituciones deben ser
despolitizadas, es decir, autonomizadas de intereses y poderes particulares,
puesto que para institucionalizar una expectativa o consolidar la autonomía
funcional de un sistema es irreducible desvincular la comunicación de todo
compromiso inmediato, de toda valoración, condición necesaria que posibilita
crear el orden característico en la sociedad moderna. De lo contrario, los
caminos políticos hacia la construcción institucional siempre conspirarán
contra la formación de instituciones autónomas, ya sea bajo las dictaduras
militares (o regímenes autoritarios, como el caso de México) donde el Estado es
colonizado por los intereses de los mismos militares, por sus aliados o por el
caudillismo clientelar con su lógica líder-movimiento (Toledo en Perú, Chávez
en Venezuela).[36]
Sólo la constitucionalización del poder del Estado completa el
proceso de desacoplamiento de las instituciones del Estado de fuerzas sociales
particulares. Es sobre esta base que en las democracias consolidadas la ley
tiene el consenso social suficiente y la institucionalidad requerida, de modo
que se torna difícil, cuando no imposible, escapar de ella. De allí la
importancia en insistir que cualquier forma de Estado autoritario no es
soberana; el Estado soberano, en el sentido moderno del término, es el producto
del establecimiento del imperio de la ley. A través de leyes generales el
constitucionalismo elimina la pluralidad de privilegios medievales, ubicando al
Estado como la institución política soberana.
En cambio, en
América Latina, la ley es algo que el poderoso puede ignorar o regatear,
situación que al normalizarse se convierte en expresión de la hipertrofia del
sistema, pues bloquea la sensibilidad de los distintos subsistemas y reduce el
poder de auto-inmunización del mismo.[37]
En
consecuencia, es errado ver al constitucionalismo como un mero mecanismo de
limitación del poder estatal.[38]
El constitucionalismo, es decir, la autonomía e imperio del derecho, crea y
organiza el poder del Estado, despolitizando la política a través de la juridificación. Eso es lo que constituye al Estado legal
moderno y, en este sentido, el constitucionalismo viene a fortalecer al Estado
ya que lo constituye como una institución autónoma, separado de la miopía y el
particularismo de fuerzas corporativas. Ya lo señalaba Schmitt: es el
constitucionalismo el que da nacimiento al Estado legal moderno puesto que la juridificación del poder del Estado a través del derecho y
la Constitución del Estado como institución representan dos caras de la misma
moneda (véase Schmitt, 1982: 86).
Sólo la
formación de un sistema institucional compatible con el grado de diferenciación
social, característico de las modernas sociedades complejas, es capaz de
establecer un complejo constitucional efectivo, cuya base supone la total
autonomía del derecho, de la política, de la ciencia, de la religión, etcétera.
Pero el bajo
nivel en la construcción institucional de las sociedades latinoamericanas,
íntimamente ligado a las formas asumidas en el proceso histórico de
autoconstrucción de sus sociedades civiles y a la erosión de los acuerdos
legales constitucionales por parte de formas populistas de auto-entendimiento,
imposibilitan tal operación. Este déficit institucional, fuertemente conectado
con la permanencia de formas políticas de autoentendimiento
que erosionan la autoridad del constitucionalismo como institución, propicia y se
imbrica, a su vez, con el surgimiento de movimientos populistas o autoritarios
que, a través de la instrumentación de mecanismos constitucionales propios,
socavan la autoridad de la ley y del derecho como institución; en ausencia de
una institucionalización cognitiva, de una cultura
política real y
normativa, aunque la ley exista, puede no acatarse.
Insomma, de frente a la carencia de una
efectiva complejidad constitucional, el derecho ha sido incapaz de cumplir sus
funciones constitutivas o regulativas. La juridificación
ha tendido, más bien, a establecer un proceso de desarrollo no diferenciado,
signado por las dramáticas crisis autoritarias y clientelares que siguen
generando recurrentes cuellos de botella en la historia política y social de la
región. Así, con frágiles instituciones cognitivas y normativas, o en su
ausencia, que establezcan y mantengan los límites sistémicos, es lógico que las
dinámicas del cambio social asuman la forma de caóticos choques entre lógicas
sectoriales desordenadas y una creciente politización no mediada; debilidad que
explica, en parte y aún bajo regímenes democráticos funcionales, la carencia de derechos con
aplicación universal.
Evidentemente,
el éxito de las reglas y normas está intrínsecamente ligado a la institucionalización
de un complejo constitucional efectivo, ya que en las sociedades modernas el
principio de separación de poderes debe extenderse mas
allá de la estabilización del dualismo política/sociedad hacia un papel más
comprensivo, que posibilite mantener y coordinar una pluralidad diferenciada de
lógicas institucionales. De lo contrario, cuando la plausibilidad de cualquier
reforma resulta a priori demasiado incierta, toda vez que el
futuro también se torna incierto, las estrategias de cooperación devienen improbables
porque las negociaciones se hacen cada vez más difíciles y engorrosas al no
estar sustentadas en instituciones que delimiten y puedan realmente dar salida
a acuerdos, potenciando el círculo vicioso de la coordinación corporativa.
En otras
palabras, se requiere de una clara conceptualización del papel del derecho y
del constitucionalismo en la política de la consolidación democrática, para que
los derechos fundamentales no sólo protejan al individuo del Estado; si no
también posibiliten estructurar el ambiente de la burocracia con la intención
de consolidar al Estado como un subsistema de la sociedad y hacer complexivamente plausible una actividad de comunicación más
eficaz e influyente, toda vez que la institucionalidad cognitiva-normativa es
el vínculo más importante del tejido democrático. Es decir, la
institucionalidad referida a la estructura de los derechos, a las operaciones
del sistema jurídico y a los aparatos que garantizan la reproducción
sociocultural de la sociedad.
Pero al
observar las dificultades de afirmación de la democracia en el continente, se
hacen manifiestas las resistencias que se han sedimentado o estructurado en el
paso de la estratificación a la diferenciación funcional y que han cobrado un
peso significativo en el desarrollo de las delimitaciones territoriales
realizadas con la formación de los Estados nacionales en la región. Resulta
problemático, entonces, en sociedades periféricas orientadas por un orden
centralizado, cuando la intervención de los sistemas periféricos por parte del
sistema central corrompe la secuencia comunicativa, puesto que hace implausible
la comprensión de una nueva comunicación ya que el sistema así intervenido no
está motivado para comprender, sino tan solo para aceptar la intervención impuesta. Precisamente,
sustitutos funcionales como el autoritarismo o caudillismo han desarrollado
funciones de estabilización, en el sentido que vienen a reforzar los
impedimentos a la diferenciación, estabilizando formas de desestabilización
permanente de los códigos de funcionamiento en el sistema del derecho y de la
política, los cuales alcanzan niveles de hipertrofia que serían,
paradójicamente, inexplicables sin ellos.[39]
Ahora, no se
trata tampoco de abogar sólo por la existencia de normas como fórmula mágica
para resolver todos los problemas, ni tampoco, como de hecho sucede, valorar
las reglas en sí mismas. Lógicamente, la pura existencia de reglas no asegura
más que eso (la ley se acata, pero no se
obedece), pero si en
nuestro continente se quiere ir un paso más allá y dar cabida a los horizontes
utópicos de sentido, es prioritario antes que nada que las reglas y normas
básicas consagradas en las constituyentes sean efectivas. Es decir, que el
Estado de derecho sea operativo y funcional para todos, puesto que la función
más importante del derecho, a través de sus estructuras operativas (Poder
Judicial), es ganar y conservar legitimidad mediante la solución de conflictos
de la gente común, generando confianza. Entonces, a menos que concentremos
nuestra atención en la cuestión ignorada de cómo hacer que el derecho funcione
en las cosas más triviales, el Estado de derecho y la democracia nunca se
consolidarán en América Latina.
Por último,
insistir en la necesaria operatividad del derecho y del constitucionalismo, que
es, al fin y al cabo, la carta magna que nos permite lo que debemos hacer, al
mismo tiempo que nos prohíbe lo que no hay que hacer. O, dicho en la semántica
moderna, insistir en la funcionalidad y operatividad del derecho y de la
institucionalidad, referida a la estructura de las operaciones del sistema
jurídico y a los aparatos que garantizan la reproducción sociocultural de la
sociedad, para que a fin de cuentas nuestra historia sociopolítica deje de ser
contada por un idiota ( ).[40]
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Enviado: 22 de abril de 2002.
Reenviado: 2 de octubre de 2002.
Reenviado: 21 de octubre de 2002.
Aceptado:
18 de marzo de 2003.
[1]
Este trabajo se apoya en la investigación conducente al grado de doctor
en sociología jurídica que el autor desarrolló durante sus estudios en la
Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Lecce (Italia, 1999-2002): Civilizzazione
delle aspettative e democrazia nella periferia della società moderna, y en una investigación que
desarrolla el autor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam.
[2] Desde este punto de vista, el sistema
social es de hecho concebido como un mecanismo de reducción de la complejidad
del mundo a través de una delimitación de aquello que asume relevancia al
interior del sistema. Es precisamente esta pluralidad de implicaciones y la
totalidad de los eventos lo que imposibilita una percepción global del mundo.
[3] Al respecto véanse Baraldi (1996: 56-57) y Luhmann y
De Giorgi (1996). La forma de diferenciación
establece el modo en el que en el sistema global se realiza la relación entre
los sistemas parciales; tiene relación con la diferencia entre sistemas, que
son unos en el entorno de otros Luhmann y De Giorgi (1996: 58). La diferenciación funcional articula la
sociedad con base en la división del trabajo, en diversos subsistemas con
funciones específicas y complejas y de tal modo aumenta la complejidad social.
Véanse Zolo (1997: 248) y Torres (1996: 66). El
binomio sistema/entorno es una operación sustentada en una diferencia
(Spencer-Brown, 1979).
[4] El siglo xx fue el más sanguinario del que
la historia tenga registro. Hubo pocos y breves periodos en los que no hubiera
algún conflicto armado organizado en alguna parte y la guerra fue casi
ininterrumpida (véase Hobsbawn, 2002).
[5] Será a través de estas semánticas
históricas que la sociedad se ha venido observando temporalmente y
diferenciándose, en relación con su interior, para construir la diferencia con
el entorno. Estas representaciones de la diferencia, que se sedimentan, han
producido un patrimonio específico de la diferencia en cada fase de la
evolución histórica (cristianos/paganos, nobles/plebeyos, capitalistas/proletarios,
desarrollados/subdesarrollados) (véase Zamorano, 2001).
[6] Sin embargo, el ideario político
continúa orientado de acuerdo con el registro contenido en antiguos contratos
sociales, sin preguntarse en qué medida la idea misma de contrato social –en el
marco de una creciente descentralización de la acción política– puede ser
vigente. Además, la misma distinción clásica, empleada en el marco de la
sociología política, entre política/sociedad, que remite filosóficamente a la
distinción entre espacio público de la vida política y la economía doméstica
cuyo componente ético se afirma en una supuesta naturaleza humana orientada
hacia su perfección en la comunidad política (vida buena), es ya inadecuada; e incluso,
sociológicamente, el concepto filosófico de la koinonía
politiké
(como su moderna acepción: ‘sociedad civil’) resulta insuficiente. Generalmente
y en su expresión más simple, esta distinción quiere señalar la distancia
existente entre la gente que desempeña sus funciones en el ámbito de las
organizaciones formales de la esfera política y el conjunto de individuos que
se considera constituyen ‘la sociedad’ y se encuentran fuera de dichas
organizaciones (y donde, frecuentemente, se termina apostando y tomando partido
por los supuestos atributos normativos de ‘la sociedad’ a la cual se concibe
como opuesta a una política caracterizada por su corruptibilidad). Pero en la
actualidad no es posible entender la política como un sistema que se ‘opone’ o
que ‘controla’ a la sociedad, sino como una distinción que acontece en ella
como un nuevo sistema en un entorno. La política es, pues, siempre política de
la sociedad, aun en la periferia de la sociedad moderna.
[7] Diferenciación funcional: factor
característico de este proceso signado por campos autorreferidos
que sólo asimilan elementos externos en tanto funcionales a su lógica
específica (Véase Luhmann y de Giorgi,
1996).
[8] El mismo concepto de postmoderno es, en el mejor de los casos,
desafortunado, pues ¿qué hay más allá de la sociedad moderna?
[9] La distinción entre pasado y futuro
acontece siempre en el presente y tan sólo en el presente puede ser actual. Un
interesante trabajo sobre el tema es el del historiador alemán Kosellek (1986).
[10] Recordemos que por muchas centurias
las diversas organizaciones sociales funcionaron de manera aislada, es decir
cerradas, pero ya desde el siglo xv, con la expansion
europea tras el ‘descubrimiento’ de América, la sociedad deviene en un sistema
mundial. (Wallerstein ha retomado esta idea de Marx: el
sistema mundo tiene como soporte el nacimiento de la economía mundial). De allí que el fenómeno llamado
globalización no es tan nuevo como suele pensarse. La estructura de la sociedad
se fue caracterizando por mayores grados de complejidad, integración y
autonomía (diferenciación) de sus sistemas y por la burocratización y
especialización de la organización formal. Advenir evolutivo, el cual
posibilita que en la moderna sociedad el sistema delimite sus fronteras
respecto al entorno gracias a operaciones específicas que siempre consisten en
comunicaciones
[11] La ontología clásica no puede dar
cuenta de estos fenómenos porque la propia estructura de la sociedad moderna la
ha hecho añicos. La contingencia, donde todo es improbable pero
posible de actualizarse, es la introducción de la nada histórica, pues siempre
puede ser de otra manera (no hay teleología). La actualización de la nada es el
observador (la
operación que realiza), el tercero excluido (por ejemplo, en la pintura la
perspectiva del observador no aparece en el cuadro, pero es la que hace la
diferencia). Interesantes resultan, en tal sentido, los aportes de la teoría
sociológica de los sistemas sociales, como herramienta teórica capaz de escapar
a dichas limitaciones y dificultades. Luhmann postula
la idea de que el sistema se distingue del entorno con base, exclusivamente, en
operaciones comunicativas (Luhmann, 1991 y 1996).
[12] Se define, entonces, una diferencia
que es la diferencia sistema/entorno, en cuya base la selectividad del sistema
hará posible en su interior sólo aquellas acciones que sean relevantes para él.
Así, se produce una especificación de la complejidad del mundo, en donde los
problemas son identificados como problemas del mantenimiento del(os)
sistema(s). El concepto de complejidad significa que el mundo ofrece al hombre
una cantidad prácticamente ilimitada de posibilidades de experiencia y de
acción a la cual corresponde una capacidad muy reducida de percibir, elaborar
informaciones y actuar. La complejidad, así entendida, es un exceso de las posibilidades
del mundo; es decir, la diferencia entre el número de las posibilidades
potenciales y el número de las mismas actualizadas. En este sentido, la
complejidad significa necesidad de selección. Más específicamente, por
complejidad se entiende: i) el número y la variedad de los
elementos de un sistema; ii) la extensión y la incidencia de las
relaciones de interdependencia entre los elementos de un sistema y iii)
la variabilidad en el tiempo de los elementos y sus relaciones (véase Zolo, 1997: 245-246).
[13] Entendemos por periferia de la
sociedad moderna el tipo de orden social cuya característica central es la
estratificación (es decir, sus formas operativas se encuentran más en el campo
de la organización) y donde, evidentemente, su sentido de operación tiende a la
estratificación social y no a la diferenciación. En otras palabras, como una
diferencia socioestructural producida por la
modernidad de parte de sí misma y respecto de sí misma. La modernidad construye
una imagen de sí misma y lo que no entra en esta imagen se considera como su
periferia, lo cual no significa, en ninguno de los casos, que en este tipo de
diferenciación la periferia sea menos importante que el centro. Ello
equivaldría a aprehender esta forma de diferenciación de manera falsa, según el
modelo de relación por rangos jerárquicos. Véase Luhmann
(1998) y Luhmann y De Giorgi
(1996).
[14] Tras una década de plena
globalización, la región comienza a enfrentarse con sus problemas endémicos:
iniquidad, pobreza, falta de oportunidades, a los que suma el desengaño en sus
gobernantes. La respuesta desde los centros de poder es de más dureza, a la vez
que el gran capital, que había convertido a América Latina en un buen y
rentable mercado, inicia su repliegue (Véase Walder,
2002).
[15] Cuando el orden social introduce una
comunicación, un pliegue de objetividad del comportamiento humano, al
desvincular la comunicación de todo compromiso inmediato, de toda valoración
metafísica, civiliza las expectativas abriendo toda una franja de evolución
(cambio) social diferenciada que se ‘objetiviza’ en
una norma. Esto supone la indiferencia social de los individuos frente a ese
orden social. Es decir, presupone una suerte de despersonalización
de lo personalizado
(paradojalmente personalizado a través de la civilización de x expectativa), creando el orden de la
indiferencia característico de la modernidad (los derechos del hombre o las
garantías individuales en el Estado de derecho). El proceso de diferenciación
funcional es, en última instancia, una contingencia domesticada, donde los
predicados crean al sujeto, son para el sujeto (Hegel), sin principios ni
articulación jerárquica (es una filosofía de la historia postkantiana,
en donde no se busca la justificación a partir de un juez racional o
metafísico). Este orden social diferenciado, al que hemos llegado, es un orden
que se maneja en el ámbito de las expectativas (horizonte simbólico).
[16] Para Hegel hay una unidad operativa
indeterminada (nada) por la que se llega a una unidad determinada en movimiento
(cuando la razón se despliega), mientras que para Kant hay una unidad
trascendental.
Recordemos que para Kant la realidad se representa (no se construye). En Luhmann la diferencia última está en la unidad
de la diferencia como
fundamento; el fundamento para la sociología es una posición factual, pues el
hombre es un animal de distinciones antes que un animal racional (véase Luhmann, 2001).
[17] El Estado, como se ha señalado,
fungió como el motor de la economía y la industrialización. El esquematismo
tradición/modernidad es abandonado y el discurso en adelante no será ni heroico
ni épico, pues ya no hay tránsito a algo distinto, sino lo único posible es lo
que hay, situación marcada por el resurgimiento de ejes y temas de las etapas
precedentes (modernización, desarrollismo, dependencia). Se da una vuelta a
ideas abstractas y generalizantes de aplicación
universal, una especie de ‘neo-modernismo’ económico donde el concepto de
democracia vuelve a ser central.
[18] Soberanía en el doble sentido, como
garantía de la unidad nacional respecto al sistema internacional (externa) y
como garante de la cohesión interna, donde el Estado articula la vida social
mediante la coordinación política, vértice de la sociedad.
[19] A pesar de tan dramática
constatación, aún hoy se sigue apelando al mentado tema del ‘desarrollo’. Sin
ir más lejos, en la reciente Conferencia Mundial Para el
Financiamiento de la onu (México, Monterrey 18-22 de marzo de
2002), los temas centrales fueron las llamadas ‘cuotas de desarrollo’ y el
‘consenso para el desarrollo’.
[20] Dicho sea de paso, los aduladores de
la república americana olvidan generalmente que los padres fundadores
establecieron la Constitución con el propósito de luchar en
contra de los
movimientos sociales subversivos que se manifestaban en la época (Castoriadis, 2001).
[21] Esto queda de manifiesto en el
recurrente llamado al retorno a la polis, a la política como vértice de la
sociedad. Un caso ejemplar es el del sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón: “Estamos frente al mismo problema que se vivió a
principios del siglo xix;
cómo construir sociedades polis y controlar el poder fáctico [...]
Frente al fracaso de la matriz neoliberal que homologaba mercado y sociedad,
hay que fortalecer al Estado, a la sociedad civil y a sus organizaciones”. Seminario
Internacional: Gobernabilidad
y procesos sociales en América latina,
Universidad Iberoamericana, 26, 27 y 28 de octubre, México 2000.
[22] Que surge principalmente con la crisis
del estado oligárquico
(década de los años 30), e intentan presentar un proyecto político alternativo:
institucionalización no pluralista, fusión entre el Estado,
la política y la sociedad, por ejemplo México (véase Alberti, 1997). En Asia y
Latinoamérica la “evolución política se caracterizó por crecientes conflictos
étnicos y clasistas, repetidos motines y violencia popular, frecuentes golpes
de Estado militares, predominio de dirigentes personalistas inestables que a
menudo adoptan desastrosas políticas económicas y sociales, una amplia y
flagrante corrupción de ministros y empleados públicos, una violación
arbitraria de los derechos y libertades de los ciudadanos, niveles decrecientes
de eficacia y capacidad burocráticas, una difundida alineación de los grupos
políticos urbanos, la pérdida de autoridad de legislaturas y tribunales, y la
fragmentación (y a veces desintegración total) de partidos políticos con
amplias bases de afiliados” Huntington (1972), véase también Lomnitz (1994).
[23] El péndulo
entre la acción
de los movimientos y
la reacción de
los militares, que emergen para terminar de una vez y para siempre con ‘esta’
situación, termina por lo general reproduciendo y profundizando una marcada
orientación antiinstitucional (Alberti, 1997).
[24] Estilo de hacer y ser de la política;
gobierno por decretismo, situaciones de violencia y
marginalidad, tensiones entre la representación política y la actuación del
Estado, exclusión, etcétera. Exponentes paradigmáticos de esta caracterización
quedan representados por los populismos latinoamericanos clásicos: G. Vargas
en Brasil y J. D. Perón en Argentina.
[25] Por ejemplo, en el Perú, donde los
gobiernos de transición o nuevas democracias, han seguido los derroteros históricos
en su forma de entender y hacer política, es decir, han reavivado la lógica movimentista de corte esencialista (Movimiento Cambio 90 de
Fujimori). Ahí volvemos a ver la figura del líder carismático que guía a las
masas en un escenario que, evidentemente, dista mucho del contexto donde se
generaron los populismos clásicos. No pretendo sostener, como algunos suponen,
que estamos frente a una suerte de neo-populismo, pues eso sería un anacronismo
y un error político. Lo importante es constatar que se evidencian algunos
fenómenos recurrentes en la historia política del continente, que es importante
tener presentes a la hora del análisis.
[26] Situación que ha quedado claramente
demostrada por el grado de desconfianza y apatía en una sociedad como la
chilena, según los respectivos informes sobre desarrollo humano del pnud
(Santiago, Chile 1997, 2000).
[27] Por ejemplo, los militares no han
sido llamados a juicio por sus violaciones a los derechos humanos y siguen
conviviendo con la democracia y atentando contra los derechos humanos en toda
la región y no sólo eso, las más de las veces actuando como el poder
detrás del trono.
Constituyéndose, a fin de cuentas, en poderes fácticos que en la práctica
constituyen un ‘Estado’ dentro del Estado.
[28] El caso chileno resulta casi
kafkiano, a la fecha de facto se vive un gobierno cívico-militar porque ello
quedó consagrado en la Constitución de 1980. El discurso de Chacarillas
en 1977 explicitó esa Constitución muy claramente, señalando que los garantes
de la institucionalidad son los militares, aunque el gobierno lo ejerzan los
civiles. El discurso de Chacarillas no habla de transición sino de consolidación. En el resto
del continente la situación no es muy diversa. En Argentina, por ejemplo, bajo
el gobierno peronista de C. Menem, el Poder Judicial usó toda su autoridad para
fortalecer la institución presidencial y debilitar a otros actores que ‘amenazaran’
la acción del Ejecutivo. Algunos años atrás, en Perú, los cambios
constitucionales para reforzar la independencia del Poder Judicial fueron
neutralizados por nuevas reformas del presidente A. Fujimori, mientras en
Venezuela Hugo Chávez ha hecho lo imposible por neutralizar la Constitución de
1961. Por otro lado, en Guatemala, el Ejecutivo está en manos de un asesino
confeso y en Bolivia Hugo Banzer, militar golpista de los años 70, ocupó
constitucionalmente la presidencia de la República. En la práctica, el Estado
en Latinoamérica pareciera ser prisionero de los militares, o de instituciones
autonomizadas del Estado, o de diversos grupos civiles o instituciones
religiosas o culturales, de gobiernos extranjeros o actores transnacionales (fmi-bm) o,
como en algunos países de la región, de grupos ligados al narcotráfico.
[29] El pretorianismo, en acepción amplia, se define como
la influencia política abusiva ejercida por algún grupo militar. En la
actualidad, esta influencia perversa ya no es ejercida por los militares
‘directamente’, pero sí por sus émulos: los pretores civiles.
[30] Durante la llamada Conquista de
América, los conquistadores realizaban el siguiente ceremonial: cuando una ley
en forma de edicto arribaba de ultramar, colocaban respetuosamente el texto
escrito sobre su cabeza y repetían aquí la ley se acata pero no se
obedece.
[31] La civilización de las expectativas
supone reglas básicas fundamentales referidas al individuo y al sistema,
constituidas históricamente (institucionalización que señala el marco de
referencia, las reglas del juego), y donde no se puede suponer el consenso
(como lo hace Habermas). Son, más bien, las garantías
individuales institucionalizadas y operando las que garantizan la civilización
de las expectativas y la plausibilidad del consenso.
[32] Sobre todo los actores subordinados,
imposibilitados de informar instituciones normativas. Véase al respecto
Zamorano (2001).
[33] Nos referimos a la ya clásica
tipología de Marshall: Ciudadanía civil (siglo xviii): derechos necesarios para
la libertad individual, libertad de la persona, de expresión, pensamiento, fe,
el derecho de propiedad, de contraer compromisos contractuales y el derecho a
la justicia. Las instituciones asociadas a los derechos civiles (de manera más
directa) son las cortes de justicia. Política (siglo xix): derecho a participar en el
ejercicio del poder político, como miembro de un cuerpo investido de autoridad
política o como elector de sus miembros (las instituciones correspondientes y
necesarias están dadas por el Parlamento y los consejos del gobierno local). Social: el rango que va desde el derecho a
un mínimo bienestar económico y seguridad, hasta el derecho de vivir una vida
‘civilizada’, de acuerdo con los estándares predominantes en la sociedad (las
instituciones que tienen conexión con estos derechos son el sistema educacional
y los servicios sociales, característicos del siglo xx). Sobre esto véase Marshall y Bottomore (1998).
[34] La llamada promoción
popular, política
orientada al incremento de la integración y participación popular en la vida
social a través de la instrumentación de organizaciones adecuadas que
fortalecieran las orgánicas que los mismos pobladores habían generado. Sin
embargo, se buscaba integrar a los sectores marginales a formas de participación
clientelar.
Guardando la irreducible distancia, de todo tipo, observamos que en Europa este
proceso se caracterizó por una movilización que adoptó sin mayores traumas la
forma de integración. Por ejemplo, en Inglaterra la progresiva incorporación de
los sectores populares a la vida nacional fue acompañada por el surgimiento
paralelo de una multiplicidad de instituciones y mecanismos integrativos
legitimantes.
[35] Vayamos de nuevo al caso chileno.
Antes, durante y después del llamado proceso de transición democrática, los
partidos políticos no han logrado superar la lógica movimiento–no-movimiento.
Imposibilitados de recuperar la acción mediadora entre los intereses de la
sociedad y el Estado, más bien operan como plataformas de líderes carismáticos
que reproducen el modelo movimentista y clientelar,
promoviendo una lógica de identidad social que está dada por el principio de la
adscripción y no de adquisición, y ello en un escenario donde se da por
supuesto que los partidos políticos deberían ser un mecanismo crucial en la
institucionalización política, toda vez que éstos están equipados para
institucionalizar la política como estructura de articulación y agregación de
intereses. Los partidos, al tener un pie en el sistema estatal y otro en los
diversos subsistemas de la sociedad, desde donde toman demandas, aspiraciones y
cuadros para procesarlos en el marco de la lucha por el poder político, podrían
lidiar más adecuadamente con los problemas presentados por la complejidad
social (incertidumbre). Sin embargo, sus lógicas carismáticas terminan
reactivando el modelo clientelar. Un trivial análisis sobre las
gestión/instrumentación, en las municipalidades chilenas, de las políticas
públicas destinadas a los sectores más vulnerables de la población devela la lógica
clientelar que les subyace.
[36] Aunque en realidad el caso de Chávez
(‘El Chavismo’) es mucho más complicado. Baste señalar que el actual mandatario
recupera una orientación de tipo nacionalista liberal: siguiendo una política
económica interna bastante ortodoxa al tiempo que ha impulsado una política
exterior nacionalista e independiente; lo cual ha suscitado el antagonismo y la
ira de Estados Unidos. Esto incluye su oposición al Plan Colombia, su crítica a
la guerra de Estados Unidos en Afganistán y a la ofensiva imperial en el ámbito
mundial, sus relaciones cordiales con Irak, Irán y Cuba, y su rechazo a
permitir que Estados Unidos colonicen el espacio aéreo venezolano.
[37] Resulta evidente, entonces, que si el
constitucionalismo emancipa las instituciones de la lógica política,
garantizando su coherencia y autonomía institucional, un Estado legalmente
constituido no puede depender de la voluntad del partido, de los militares, de
la Iglesia, los poderes fácticos o de grupos corporativos, sino en las normas
legales específicamente estipuladas que
impiden, o dificultan, la colonización e instrumentalización de su aparato
administrativo por parte de fuerzas particulares.
[38] Me señala un amigo chileno –cientista político– que el rescate del constitucionalismo y
de la necesaria operatividad del derecho tienen, evidentemente, un marcado
sello conservador, pues el constitucionalismo habría surgido para mantener el
orden de dominación y la hegemonía, no sólo de aquellos que controlan el
poder económico, sino también de los que producen la ley, las normas
y las reglas que rigen a los sujetos en las sociedades democráticas iliberales
(sic).
Pregunté entonces, a mi revolucionario amigo, cuál es la forma para activar en
los hechos las garantías y derechos de esos sujetos que a él tanto preocupan...
aún no me responde.
[39] Quizá el desafió sea potenciar al
conjunto de estas instituciones diferenciadas, las cuales, no obstante su
imperfección, mantengan a los actores al interior de las reglas del juego
democrático. De lo contrario, lejos de lograr las ansiadas metas de
consolidación democrática y reforma del mercado, reactivarán el estéril patrón
autoritario o clientelar.
[40] En el sentido griego de la palabra: es decir, persona sin fundamentos.