Estado y modernización: quince tesis y un corolario para México
Henio Millán Valenzuela*
Abstract
The paper argues that after the
depletion of the state interventionist model, related to a closed economy and a
corporative scheme of social participation, the state modernization in Mexico
must tend towards a .third way., not only because of
ideological reasons facing the free market, but because of the important
presence of collective actors who do not follow the logic of that
modernization, as well as due to the great influence of structural disparities
on Mexican society. Is in this sense that modernization should be moving
between the coordinates imposed by the imperative of introducing Mexico into
the international market, and those emerging from its structural and historical
specificity.
Keywords: State,
modernization, historical specificities, alternative ways, social and
economical policies.
Resumen
El artículo pretende demostrar que tras el
agotamiento del modelo de intervencionismo estatal, asociado a una economía
cerrada y a un esquema corporativo de participación social, la modernización
del Estado mexicano tiene que optar por una tercera vía no sólo por
razones ideológicas frente al libre mercado, sino por la significativa
presencia de los actores colectivos, que no responden a la lógica de esa
modernización, y por la enorme influencia de las disparidades estructurales
sobre la sociedad mexicana. En este sentido, esa modernización debe moverse
entre las coordenadas que impone la necesidad de insertar a México en el
mercado internacional y las que derivan de su especificidad histórica y
estructural.
Palabras clave: Estado,
modernización, circunstancias históricas, vías alternativas, política social y
política económica.
*El Colegio Mexiquense, correo-e: hmillan@cmq.edu.mx
Introducción[1]
El Estado ha sido un referente obligado en la historia del capitalismo
occidental: su nacimiento y desarrollo han corrido al parejo de las actividades
económicas organizadas en función de la ganancia; pero el grado de injerencia
estatal en estas actividades ha variado en el tiempo, en función de necesidades
y particularidades históricas, de pugnas ideológicas y de la capacidad de los
distintos grupos para traducir e imponer sus intereses particulares como interés
general. La forma en que estos tres elementos se conjugan ha cimentado en el
desarrollo social un ciclo de intervencionismo estatal que, en cada una de sus
fases, activa racionalizaciones elaboradas y propuestas políticas sobre el
papel que el Estado debe jugar en la organización y en el proceso económico.
La crisis de 1929 vino a dar al traste con esta concepción liberal. La
política que recluía al Estado a su mínima expresión (el Estado-gendarme)
tropezó con la realidad contundente del desempleo masivo y −aún más− con la
ausencia de mecanismos de mercado capaces de restituir el equilibrio en las
esferas laborales. La racionalización de
este funcionamiento corrió a cargo de la corriente keynesiana, que fundó la legitimación
de un nuevo intervencionismo estatal enfocado a mantener o impulsar los niveles
de actividad económica y de empleo mediante políticas fiscales y monetarias
capaces de compensar las insuficiencias de la demanda agregada y de la lógica
pura del mercado. El bienestar dejaba de ser un asunto individual para pasar a
ser una responsabilidad del Estado. Este paradigma imperó durante la posguerra
hasta la crisis global del capitalismo en los años setenta. Bajo sus auspicios
la mayoría de las economías registraron crecimientos notables, que fueron
acompañados −sobre todo en las desarrolladas− de sensibles mejorías en el
bienestar social; pero el abuso de este esquema condujo a una crisis de ese
tipo de Estado, el cual mostró claramente su disfuncionalidad para encarar los
retos de una economía más globalizada y, por tanto, más dependiente de la
evolución de la competitividad.
La acertada crítica al Estado de Bienestar acarreó una prescripción
que apuntaba hacia la restitución del mercado como mecanismo eficiente de la
asignación de los recursos; pero también a la reinstalación de la iniciativa
individual como pivote exclusivo del progreso material. El neoliberalismo se
apoderó de las esferas académicas, financieras, internacionales y
gubernamentales, al tiempo que cancelaba alternativas políticas e históricas
que, hasta entonces, se antojaban más viables para humanizar la actividad
económica en su dimensión social. Un nuevo totalitarismo ideológico emergía
bajo el ropaje de otro pensamiento único (Buttiglione,
1999). Tras el fracaso estrepitoso del socialismo real y el repliegue de un
Estado fincado en visiones socialdemócratas, la racionalidad del mercado fue
esgrimida como la única salida del laberinto en el que la Historia (con
mayúsculas) había enredado al hombre.
Sin embargo, el desencanto no se hizo esperar: aunque las políticas
neoliberales que siguieron los gobiernos occidentales acertaron al introducir y
fomentar cambios ineludibles en el orden económico, la reestructuración acarreó
ajustes que han afectado negativamente el bienestar: el desmantelamiento de los
sistemas de seguridad social aumentó el grado de indefensión de la gente ante
eventos desfavorables de la economía; los avances en la estabilización
macroeconómica, en la organización empresarial y el campo tecnológico han
asolado el mundo laboral, que zozobra entre el desempleo masivo, la
precarización del trabajo y una tendencia muy acentuada hacia obsolescencia de
los conocimientos y habilidades de la mano de obra, que se despliega en una
época en que, paradójicamente, tales atributos se han convertido en los
factores más importantes de la competitividad (Thurow, 1992; Dertouzos,
1993).
En consecuencia, el mundo de las ideas y el de la política debaten con
el afán de encontrar respuestas
intermedias. México no ha estado exento de ese debate: la promesa
incumplida por las reformas estructurales emprendidas desde la primera mitad de
los ochenta ha cimentado la creencia cada vez más fuerte de que el aumento de
la pobreza y la desigualdad, así como la descomposición del orden social, no
son costos temporales de un futuro mejor, sino la forma de operación inherente
al neoliberalismo, cuando el dominio del mercado se instala en un contexto
humano signado por la heterogeneidad estructural. El desencanto ha invocado
voces restauradoras que apelan omnipresencia estatal, asociada a un esquema
autoritario que se extingue ante el avance de las fuerzas democráticas; pero
también ha intensificado la defensa de quienes se han beneficiado, en el
terreno económico y político, de la mecánica neoliberal. Para éstos los
descalabros que han resentido los más débiles son sólo sacrificios que deben
esperar su debida recompensa, que sólo podrá materializarse en la medida en que
maduren los cambios y México avance hacia las reformas de segunda generación.
La intervención del Estado en la economía mexicana ha sido punto de
referencia para dividir, engañosamente, a las fuerzas políticas conservadoras
de las progresistas. El artificio proviene más de una visión prejuiciada, que
del análisis de las capacidades del Estado y del impulso privado para trabajar
a favor del progreso material y espiritual de los mexicanos y, en especial, de
las necesidades históricas que empujaron a nuestro país a adoptar una u otra
modalidad de intervención estatal. En las líneas siguientes se pretende abordar
este enfoque para esclarecer el significado del agotamiento de una forma de
intervención estatal que fue cimentada en una sociedad nutrida de actores e
identidades colectivas, pero que hoy debe abrir el paso a otras en las que los
individuos cobran un mayor peso en los procesos económicos y sociales, y los
ciudadanos son los que dan el tono a la vida política mexicana.
Se pretende demostrar que, más allá de los abusos, el reciente
intervencionismo estatal fue un modelo que, después de un éxito relativo, se
agotó hasta tal punto que su restauración, como pretenden algunos, es
absolutamente inviable. Pero también, que el agotamiento de esa forma de
intervención estatal deja en la agenda tareas que no puede sortear la lógica
pura neoliberal.
Ésta prescribe la puesta en marcha de modificaciones ineludibles para
la viabilidad nacional en un escenario irreversiblemente globalizado; pero al
mismo tiempo erige obstáculos insalvables para que tal viabilidad, de
materializarse, pueda traducirse en mayor bienestar y en un país socialmente
más cohesionado, dos rasgos centrales que debe encarar una nueva definición del
papel del Estado en la economía.
1.- México: las coordenadas estructurales de la nueva intervención
estatal
El primer día de septiembre de 1982, el Ejecutivo Federal envió al
Congreso una iniciativa tendiente a nacionalizar los activos de la banca
mexicana. Por las reacciones que suscitó, tal medida marcó de forma elocuente
el límite de la expansión del Estado en la economía. A diferencia de los
anteriores actos de expropiación señaladamente, la petrolera., el retiro de la
concesión de los servicios bancarios provocó el rechazo generalizado y un
consenso creciente en torno al desatino de esa disposición. El sistema político
exhibía el grado de discrecionalidad y de arbitrariedad que podía alcanzar un
presidencialismo sin contrapesos efectivos, a pesar de que la sociedad mexicana
había experimentado transformaciones sustanciales que apuntaban hacia una vida
política más participativa y hacia la necesidad de desterrar las acciones de
gobierno de corte unilateral. Sociedad y Estado habían tomado senderos
distintos y cada vez más distantes: la legitimidad debía ser reconstruida por
un nuevo pacto social, que en el fondo es el sustento de toda gestión estatal.
La respuesta neoliberal fue un intento inmediato por construir ese
pacto. En su afán modernizador, pretendió actualizar el ser nacional a un
patrón universal despojado de las particularidades culturales, que no siempre
armonizan con la racionalidad instrumental que tal patrón necesita para
funcionar. El progreso debía asumir el referente que aportan las sociedades
occidentales avanzadas, mientras el pasado se convertía en un error que nunca
debe repetirse. Por tal razón, entrañaba un conjunto de rupturas históricas con
elementos que son todavía consustanciales a la identidad nacional, así como un
atentado contra múltiples vínculos de solidaridad que el pueblo mexicano tejió
en el sinuoso camino para constituirse como nación. Las fuerzas portadoras de
esa tradición contravienen hoy los avances que en materia de modernización
necesita nuestro país, porque ésta amenaza con excluir a grandes contingentes
de la población y con desmantelar formas de vida que han sobrevivido gracias a
la protección estatal.
La activación del Estado como protagonista social debe ser juzgada a
la luz de un proyecto nacional incluyente, en un contexto donde la pluralidad
no sólo se manifiesta en la plataforma de las ideas y de las opciones
políticas, sino en formas de vida diversas. La exclusión de esas fuerzas ha
sido el principal nutriente de la crisis de legitimidad que vive el modelo
neoliberal y la razón de fondo del carácter efímero del pacto social en el que
pretendió reposar.
En este sentido, México se encuentra en la encrucijada de configurar
un pacto distinto que sustente en el largo plazo la operación social y las
perspectivas de desarrollo. Para que sea posible, el acuerdo nacional debe
instaurar la acción modernizadora como tendencia central, pero suficientemente
acotada para evitar que su desbordamiento derive en la exclusión de agentes
sociales a quienes el proceso modernizador les resulta ajeno, sino no es que
antagónico, en virtud de sus formas de vida comunitaria o de su situación de
desventaja original en la mecánica de competencia, inherente a tal proceso.
Desde otra perspectiva, tal exigencia −modernización incluyente y
plural− demanda la construcción de un nuevo papel para el Estado, a partir del
reconocimiento de tres hechos irreversibles e ineludibles: a) el agotamiento
del modelo de intervención estatal que prevaleció desde los años treinta; b) la
inviabilidad política del modelo neoliberal, en virtud de su incapacidad para
mantener la cohesión social e impulsar el bienestar, y c) la necesidad ineludible
de inserción en el mercado internacional. Tales elementos aportan las
coordenadas en las que deberán desplegarse los esfuerzos para definir una
gestión estatal que responda, simultáneamente, al actual dilema histórico
mexicano: universalidad y particularidad nacional.
2.- El agotamiento del modelo de intervención estatal
El crecimiento de la economía mexicana muestra varios rasgos
estructurales que la alejan de la forma en que operan los mercados clásicos. La
desintegración del aparato productivo, por ejemplo, imposibilita que la
inversión privada pueda, por la dinámica propia del mercado, continuar
ininterrumpidamente sin una política económica de largo plazo. Por carecer de
un sector que produzca con suficiencia los bienes de capital, una buena
parte de la inversión debe realizarse
mediante importaciones. La consecuencia es doble: por un lado el crecimiento
económico depende crucialmente de la disponibilidad de divisas (Tavares, 1980;
Rodríguez, 1980); por el otro, la fuga del gasto en inversión hacia el exterior
impide activar la demanda interna necesaria para traducir la capacidad
productiva potencial en producción efectiva, al tiempo que abate la
rentabilidad esperada de los nuevos bienes de capital. Esta deficiencia
estructural imprime a la inversión una naturaleza autoderrotable
(Casar, 1985 y 1986) que está ausente en los razonamientos neoliberales.
Mientras duró, la política de sustitución de importaciones revirtió
este carácter autoderrotable y permitió la expansión
prácticamente continua de la inversión y del producto durante las tres décadas
siguientes a 1940 (Millán, 1998). Cuando se agota el proceso de sustitución de
importaciones, vuelve a emerger el obstáculo al crecimiento que deriva del
carácter desintegrado del aparato productivo.[2] Este
resurgimiento es la base de las crisis recurrentes que, con excepción de la de
1994, experimentó la economía mexicana desde los años setenta, así como de los
estrechos márgenes y contradicciones frecuentes de la política económica, que
no por ello estuvo exenta de errores que acarrearon efectos considerables.
La política económica enfrentó, entonces, la extenuación de las
fuentes endógenas del crecimiento. Era la hora de abandonar el modelo de
desarrollo a través del impulso exclusivo al mercado interno y de emprender
reformas tendientes a orientar el aparato productivo hacia el exterior. En
lugar de encaminar la política de desarrollo hacia esta dirección, el gobierno
cedió ante la necesidad política de reforzar sus tradicionales bases de apoyo
−deterioradas por una oleada de movimientos populares, que van desde la
protesta ferrocarrilera hasta la insurgencia estudiantil de 1968− y optó por
prolongar la vía interna con manipulaciones fiscales de la demanda agregada.
Sin embargo, el uso excesivo del gasto y el déficit públicos para
estimular la actividad económica se convirtió en un elemento generador de
desequilibrios, sobre todo en el sector externo. Ante el agotamiento de la
sustitución de importaciones, el gasto público aumentaba y crecía la economía;
pero este comportamiento se reflejaba en déficit crecientes en las finanzas
públicas y, por este conducto, en el sector externo. Para aliviar la situación,
las autoridades se veían obligadas a modificar abruptamente el tipo de cambio y
a emprender una política fiscal y monetaria restrictiva, que acababa por sumir
al país en una crisis. Una vez que el sector externo presentaba signos de
mejoría, el gasto público retomaba su tendencia al crecimiento y se repetía la
secuela de crecimiento, desequilibrio externo, devaluación y política económica
restrictiva. El arranque y freno se constituyó en el rasgo más
sobresaliente del comportamiento económico, pero con una agravante adicional:
los periodos de auge eran cada vez más efímeros, y las crisis, más frecuentes y
más severas.
El carácter espasmódico del crecimiento económico de la economía
mexicana fue la consecuencia de no haber introducido a tiempo los cambios
estructurales para orientar el aparato productivo hacia el exterior y de
llevar, más allá de sus límites económicos, el modelo de crecimiento fincado de
manera exclusiva en el mercado interno.
La crisis de los ochenta fue, adicionalmente y sobre todo, una crisis
del Estado (Bresser Pereira, 1999) que arrojó una
lección importante para el futuro: la intervención del Estado destinada a
dinamizar el crecimiento económico a través de manipulaciones en la demanda
agregada había llegado a su fin, por los efectos desestabilizadores de los
déficit públicos y, en general, de las políticas económicas expansivas. Ante el
agotamiento de la sustitución de importaciones, la acción estatal orientada a
este propósito se vuelve en portadora de crisis recurrentes.
Tesis 1: Un gasto público insuficientemente financiado por recursos
fiscales debe ser desechado del inventario de instrumentos de política
económica orientados a impulsar el nivel de actividad y el crecimiento, porque
sus efectos sobre el nivel demanda agregada provocan crecimientos efímeros y
destinados a generar desequilibrios que, al final, acaban por frenar el
crecimiento.
La interpretación de la crisis del modelo de desarrollo y del modo de
intervención estatal que ocurrió en los años ochenta es válida no sólo para
México, sino para toda América Latina que, con la notable excepción de Chile,
experimentó en la misma época un fenómeno similar:
La gran
crisis de América Latina en los años 80 fue la mayor de su historia. Fue ante
todo una crisis del Estado, y no una crisis de mercado, como la gran depresión
de los años 30: una crisis fiscal, una crisis del modo de intervención y una
crisis de la forma burocrática de administrar el Estado. Fue asimismo, una
crisis estructural del proceso de desarrollo anterior. No fue una mera
consecuencia del proteccionismo, del estatismo y del populismo que prevalecían
en América Latina, como pretende la interpretación neoliberal... En realidad,
la gran crisis fue consecuencia de la propia dinámica del significativo
desarrollo económico que hubo en América Latina entre los decenios de 1930 y de
1970. Este desarrollo ocurrió en el marco de una interpretación y de una estrategia
nacional desarrollista, al amparo de una fuerte intervención del Estado (Bresser Pereira, 1999: 105)
2.1. El modelo secundario-exportador y la
disfuncionalidad del patrón de intervención estatal
La crisis de los años ochenta acarreó un mensaje adicional: el modelo
de desarrollo debía transformarse hacia una dirección precisa: la exportación
de manufacturas, como nuevo motor del crecimiento. La reorientación del aparato
productivo hacia el exterior se visualizaba no como la mejor, sino como la única
salida al atolladero en el que habían desembocado el agotamiento de la
sustitución de importaciones, el abuso de las políticas fiscales y la expansión
del Estado durante la década de los años setenta.[3] Pero
esta transformación demandaba una reforma en la actuación económica del Estado
que, en los hechos, implicaba desmantelar una buena parte de los instrumentos
en los que había reposado. Los elementos que dan cuenta de la incompatibilidad
del nuevo modelo y el tipo de intervención económica vigente pueden enlistarse
en forma reducida:
2.1.1. Sistema de protección comercial, obstáculo a la exportación
Cuando se quiere impulsar a la industria para que crezca a través del
mercado interno, una política comercial proteccionista se vuelve un aspecto
central, en la medida en que no solamente aísla la industria incipiente de la
competencia foránea, sino −sobre todo− porque la protección efectiva introduce
un sesgo antiexportador que favorece la rentabilidad
del mercado interno con relación a la del mercado externo. Este fue uno de los
principales instrumentos de la intervención estatal en el modelo de sustitución
de importaciones. En cambio, cuando se aspira a que el crecimiento sea
impulsado por la exportación, el sistema de protección representa un obstáculo
que debe remontarse, en la medida en que impide que la oferta se oriente
privilegiadamente −y no en forma excedentaria− hacia el exterior: los
productores encontrarán siempre más rentable el mercado interno que la
exportación.
Pero también el sistema de protección incide desfavorablemente sobre
la demanda de bienes transables, en la medida en que, al estar libre de los
mecanismos de competencia foránea, los agentes económicos carecen de los
incentivos para aumentar la competitividad de sus productos y, por esta vía, de
condiciones para penetrar los mercados internacionales.
Tesis 2: Una economía cerrada a la competencia externa inhibe la
exportación. El sistema de protección comercial se vuelve incompatible con un
esquema de inserción en la economía internacional, al que se ven obligados
todos los países, si pretenden conservar su viabilidad en un contexto
crecientemente globalizado. En el caso de México −así
como en el de América Latina− ese carácter obligatorio se acentúa en
virtud de la alta dependencia que, estructuralmente, sigue manteniendo el
crecimiento económico con relación a la disponibilidad de divisas, y por la
inviabilidad que en el largo plazo muestra una política de creciente
endeudamiento externo.
2.1.2. La intervención estatal obstaculiza la asignación eficiente de
recursos necesaria para penetrar los mercados externos
Uno de los instrumentos privilegiados por el intervencionismo estatal
fue la regulación de precios y tarifas a través de controles de precios de
factores y bienes, créditos blandos y subsidios a bienes de consumo popular e
insumos de uso generalizado. Esta medida, que resultó crucial para impulsar la
creación de una clase empresarial involucrada con el desarrollo industrial,
generó distorsiones en el sistema de precios relativos que redundaron en una
ineficiente asignación de los recursos. De esta forma, se impidió que operara
una de las ventajas de toda economía de mercado: que tal sistema emitiera las
señales correctas para que los recursos se canalizaran hacia sectores y ramas en
las que podrían ser óptimamente utilizados. En un contexto de economía abierta
y orientada hacia el exterior, este tipo de política obstaculiza el
aprovechamiento de las ventajas comparativas en las que debe reposar una
economía que necesita exportar y, al mismo tiempo, competir con los bienes de
origen foráneo en el mercado interno.
La distorsión del sistema de precios no sólo se nutrió de las
regulaciones y subsidios, sino también de un aparato paraestatal que, al
regirse por una estructura de incentivos distinta a la del mercado, tendía a
producir bienes y servicios cuyas cotizaciones no reflejaban los costos y
beneficios sociales. En la medida en que esos bienes se distinguían por ser de
uso generalizado, inyectaban sesgos en el sistema de precios que alteraban
nocivamente la asignación eficiente de los recursos.
Tesis 3: La intervención del Estado a través de regulaciones y de la producción de empresas paraestatales
tiende a distorsionar el sistema de precios relativos y, en consecuencia, a
restar la competitividad global de la economía nacional. En este sentido, las
regulaciones y la producción paraestatal deben operar cuando sean estrictamente
necesarias, tratando de minimizar sus efectos sobre el sistema de precios;
asimismo, los subsidios deben abandonar su carácter generalizado y canalizarse focalizadamente a sectores sociales previamente
determinados, y nunca a productores, con excepción de aquellos que no tenga al
mercado como destino fundamental.
2.1.3. Inflación, competitividad y tipo de cambio
La inflación es un proceso incompatible con el modelo de crecimiento
hacia fuera. Cuando registra tasas superiores a la de los principales socios
comerciales, el encarecimiento permanente revierte los avances en la
competitividad y en la productividad. Asimismo, la oferta tiende a orientarse
al mercado interno. La consecuencia no puede ser otra que la reducción del
volumen de exportaciones y el desplazamiento de la producción doméstica por las
importaciones.
Por tal razón, la política económica de corto plazo debe asegurar la
estabilidad macroeconómica no sólo en el frente externo, sino en el interno.
Tal exigencia desencadena un conjunto de
modificaciones que, en los hechos, despoja al Estado de dos de sus instrumentos
macro de injerencia en la esfera económica: el manejo discrecional de la
oferta monetaria y del tipo de cambio.
Estos instrumentos eran parte nodal del intervencionismo estatal
asociado a una economía cerrada: la política monetaria posibilitaba el
financiamiento inflacionario de los desequilibrios fiscales, la canalización
selectiva de crédito y su suministro a tasas de interés inferiores a la del
mercado. El manejo del tipo de cambio propiciaba frecuentemente la
sobrevaluación del peso que, en el fondo, representaba una forma particular de
subsidio a las empresas industriales en la importación de bienes de capital e
intermedios. En la medida en que la política industrial y de desarrollo
fue diseñada bajo un esquema proteccionista, en el que los requerimientos de
divisas los cumplían fuentes extraindustriales agricultura,
turismo, deuda, petróleo, la política de tipos de cambio fijos y moneda
sobrevaluada pudo sostenerse durante largos periodos, sin importar el menoscabo
sobre la actividad exportadora. Los problemas afloraron cuando esas fuentes se
agotaron, pero el esquema se volvió insostenible cuando las circunstancias
obligaron a transformar el patrón de desarrollo.
El arribo de un modelo secundario-exportador se vuelve incompatible
con este manejo de las políticas cambiaria y monetaria, y por este conducto,
con uno de los rasgos centrales de la antigua intervención estatal. Bajo el
nuevo esquema, el combate a la inflación demanda la autonomía del banco central
y el establecimiento de un régimen de tipo de cambio flexible; ambas exigencias
conducen a un nuevo tipo de intervención estatal que sea compatible con la
nueva dinámica de la acumulación de capital.
Tesis 4. En una economía abierta, la exigencia por mejorar la
competitividad implica un combate permanente a la inflación hasta que registre
tasas similares a las internacionales, y un tipo de cambio real constante. En
el terreno institucional, estas exigencias demandan autonomía del Banco Central
y régimen de tipo de cambio flexible.
2.2. El debilitamiento del sistema político y los límites
del intervencionismo estatal
La necesidad de reconformar al Estado que se había desmoronado tras la
caída del Porfiriato, condujo a un sistema político
de rasgos acentuadamente autoritarios. Entre éstos destacaban el tutelaje
estatal sobre la sociedad civil y la exclusión de la democracia como fuente de
legitimidad. Ambos, a su vez, se habían fincado en dos pilares centrales de la
mecánica política mexicana: un esquema corporativo, que fue impuesto como
conducto único para la expresión y representación de los intereses; y un
sistema presidencialista que concentraba el poder en el Ejecutivo y le confería
facultades cuasiabsolutas de árbitro en los
conflictos y en los ascensos políticos. Por su parte, el nacionalismo se
constituyó en una pieza clave para garantizar la unidad nacional y para
lubricar la mecánica de un sistema siempre desafiado por una sociedad en
constante mutación.
2.2.1. Representación corporativa
Bajo esta modalidad, la intervención del Estado en la economía no
solamente era funcional al modelo de desarrollo, sino una de las piezas
insoslayables que nutrían el funcionamiento del sistema político. En la medida
en que la democracia no constituía una fuente privilegiada de legitimidad, ésta
tendió a reposar en bases más directamente relacionadas con la promoción de
intereses de los grupos y clases sociales que integraban el pacto corporativo
como el crecimiento económico, el nacionalismo y una gama muy amplia de
instancias redistributivas que pretendían contrarrestar los efectos de la dinámica
industrializadora sobre los estratos populares. A cambio del apoyo político, se
desplegó una política de Estado −que no de gobierno− de concesiones
intermitentes capaz de mantener un equilibrio político −no económico, ni
social− entre los factores de la producción:
i) El Estado mexicano, a diferencia del patrón clásico europeo
occidental, aparece como creador y criador del empresariado nacional. Este
es el encargado directo de desplegar una de las fuentes alternativas de
legitimidad: el crecimiento económico. Pero para que tal propósito se
cumpliera, el Estado debió ejercer la función de crear y desarrollar un
empresariado sobre todo industrial hasta entonces prácticamente
inexistente en el escenario nacional. Por tal razón, desplegó sus baterías
hacia la constitución de un eficaz sistema que protegía a las empresas de la
competencia externa y que suministraba generosas exenciones y facilidades
fiscales; que otorgaba créditos blandos y garantizados, y subsidios en los
insumos de uso generalizado; que aminoraba los riesgos privados de quiebra, al
posibilitar la transformación en empresas públicas de unidades fabriles en
dificultades; que podía contener las demandas laborales, en virtud de la
administración corporativa del movimiento obrero; que dirigía una buena parte
del gasto público a la infraestructura; y que posibilitaba el suministro barato
de materias primas y alimentos, al subordinar la actividad agropecuaria a las
necesidades y dinámica de la industria nacional. Por tal razón, hasta la década
de los setenta, con la constitución del Consejo Coordinador Empresarial, los
empresarios no dudaron en respaldar las acciones gubernamentales (Hernández,
1988). Un despliegue de esta índole sólo podía estar avalado por una fuerte
intervención estatal en la economía.
ii) El consenso del movimiento obrero estaba fundado en un sistema de
protección al trabajo y la inclusión de los líderes corporativos en las esferas
políticas mexicanas. La alianza que el Estado mexicano estableció con el
movimiento obrero se fincó en el mismo esquema de apoyos y concesiones. En este
caso, la intervención estatal se manifiesta en un sistema que protege al
trabajador, aunque esta protección se despliega bajo una mecánica que subordina
los intereses obreros a los del Estado y, frecuentemente, a los de la élite
política. A cambio del apoyo corporativo, los obreros reciben seguridad social,
salarios mínimos, acceso a la vivienda, control de precios y una legislación
laboral que, por lo menos en términos formales, pretende equilibrar las
relaciones entre capital y trabajo.
Por si fuera poco, el pacto corporativo está diseñado para que los
líderes obreros participen en la política a través de puestos de elección
popular y en la toma de decisiones económicas que afectan al factor trabajo o
que necesitan el respaldo obrero para aspirar al éxito: es la forma en la que
ese pacto administra la representación de intereses de los trabajadores.
En esta lógica, la fuerza política de los líderes sindicales se
encuentra por lo menos así era en sus mejores momentos entre dos fuegos:
el respaldo que recibe del gobierno, por un lado, y la capacidad de control
sobre el movimiento. El primero depende del segundo; y éste, del flujo de
concesiones que puede arrancarle al Estado. Para que el aparato pueda seguir
funcionando, es preciso una activa intervención estatal.
iii) Los campesinos son incorporados al Estado a través del reparto de
tierras −sobre todo del ejido−, de una política administrada de precios e
ingresos y de la inclusión de sus representantes al juego político. La
política de reparto agrario constituyó uno de los factores más influyentes de
la conformación del Estado mexicano, en la medida en que el grueso de las
dotaciones se ejecutó en una época en la que la mayoría de la población era de
origen rural. Los campesinos vieron reflejados sus intereses más inmediatos en
el Estado. Su origen revolucionario le impulso a librar la batalla contra la
oligarquía terrateniente porfiriana; pero sobre todo porque la capacidad de
usufructo de la tierra quedó, hasta la reforma del Artículo 27 constitucional,
ligada al Estado, en virtud de que una buena parte permaneció como propiedad de
la nación. Por tal razón, el mantenimiento de esta fuente de consenso requirió
de la prolongación de la política de reparto más allá de los límites
físicamente permisibles.
Complementó el reparto una política agraria, que garantizó precios
mínimos a los cultivos más sensibles para el ingreso campesino y que activó una
impresionante infraestructura para la comercialización; que facilitó la
adquisición de insumos y promovió la asistencia técnica; y que desarrolló un
aparato crediticio muy favorable para las actividades primarias. En un contexto
de riesgo mínimo −implícito el carácter inembargable del ejido− tal política
inhibió las capacidades empresariales de este sector social y prolongó el
tutelaje estatal más allá de lo que hubiera indicado un principio sensato de
subsidiaridad.
En este juego, la mecánica corporativa fue insustituible: al igual que
en los casos obrero y empresarial, la organización campesina a cargo del Estado
fue el expediente más socorrido de representación de intereses. Los esquemas
cupulares, asociados a esta práctica, complementaron el cuadro que se
necesitaba para instrumentar el control estatal. Para ejercerlo, los dirigentes
campesinos −como los obreros y empresariales− debían mantener vivo el flujo de
concesiones derivados de la intervención estatal en el campo. Cuando las
circunstancias o las necesidades derivadas de la preservación de los
equilibrios políticos no lo permitían, el control era frecuentemente garantizado
por la represión. En última instancia, eso es el Estado: consenso y coerción.
iv) El Estado asoció la representación de los estratos medios con la
burocracia, en virtud de que sus miembros aparecían como los grupos
directamente corporativizables; al resto los cooptó
por otros medios, más cercanos a la movilidad social. En ambas líneas, la
intervención del Estado representaba un baluarte indispensable. La
expansión y preservación de un abultado aparato estatal- administrativo
suministraba a los estratos burocráticos la seguridad laboral necesaria para
garantizar su adhesión al Estado. La educación pública, por otro lado,
proporcionaba oportunidades de ascenso en la estructura social por vías meritocráticas, que son propias de estos estratos, al
tiempo que demandaba una fuerte presencia del Estado en la formación de la
conciencia nacional, posibilitada por el control corporativo de los maestros.
2.2.2. Presidencialismo, circulación de las élites e
intervención estatal
Concebido bajo el modelo norteamericano, el sistema político adoptó el
régimen presidencial; sin embargo, este régimen derivó en un presidencialismo
que alteró el equilibrio de poderes a favor del Ejecutivo, en virtud de que
este esquema ofreció la única solución para encarar las tendencias centrífugas
que desde el siglo XIX se instalaron en México y que, ante la ausencia de un
marco institucional sólido, afloraban cada vez que se debilitaba el poder
central.
Tras el movimiento de 1910, la salida que la burocracia
político-militar diseñó para resolver este problema fue la conformación de un
cuadro de instituciones en torno a la Presidencia −no al presidente− de la
República. El Ejecutivo en turno asumía una triple jefatura: la del Estado, la
del gobierno y la del partido dominante. Bajo este artificio, se combinaron
facultades constitucionales y metaconstitucionales
(Córdova, 1974) que concentraron en la institución presidencial un poder
inédito −quizás− desde los tlatoanis mexicas. Ambas le permitieron ejercer
funciones de arbitraje entre los factores de la producción (Artículo 123
constitucional), en las relaciones de propiedad (Artículo 27 constitucional) y
con la Iglesia (Artículo 130 constitucional), así como en las disputas por
puestos políticos (jefatura de partido).
El ejercicio de estas facultades de arbitraje demandaba la activación
de un flujo de acciones que abrían la puerta a la presencia estatal en la
economía: las nacionalizaciones frecuentemente exhibían la acción arbitral
entre actores en conflicto (la petrolera). Pero quizás la vinculación más
estrecha entre el presidencialismo e intervencionismo estatal haya sido labrada
por la necesidad de mantener la estabilidad política. Y en ella la circulación
de las élites gobernantes jugaba un papel significativo: la renovación presidencial
a diferencia del Porfiriato posibilitaba una
inclusión más acelerada de nuevos actores a la arena oficial y el
desplazamiento de figuras políticas destacadas y, eventualmente, con capacidad
política propia. Su subordinación a los designios presidenciales demandaba la
garantía de un futuro sin trastornos económicos, que el mismo sistema debía
suministrar.
La intervención estatal facilitó que el sistema político cumpliera con
el encargo: las regulaciones propiciaron la corrupción y, por esta vía, el enriquecimiento
de políticos, prominentes y menores, facilitando que la circulación de las elites fluyera sin
desafíos significativos al mandato presidencial. En igual sentido operaron la
política de concesiones de actividades productivas en beneficio de quienes
estaban destinados a desaparecer de la arena política; la de compras estatales
de bienes y servicios, así como otras formas de connivencia entre el Ejecutivo
y miembros retirados del sistema.
2.2.3. Nacionalismo e intervención estatal
El nacionalismo mexicano tiene orígenes históricos que pueden ser
rastreados en la refuncionalización operada por los
criollos del pasado prehispánico y el guadalupanismo
para configurar una ideología que trabajara en favor de la independencia de
Nueva España (Brading, 1980). En la ideología de la
Revolución, asumió un significado, si no exclusivo, sí predominantemente
económico; pero también defensivo frente a la hegemonía de las potencias
internacionales, señaladamente la de los Estados Unidos. La preservación de los
recursos naturales y el abasto de insumos estratégicos en manos del Estado
pretendía ser una respuesta al rol que en el Porfiriato
había jugado el capital de enclave: las compañías extranjeras no solamente
habían logrado entronizarse como el pivote del funcionamiento del modelo
primario-exportador, sino también constituirse frecuentemente en factores de
poder factual, contra los cuales el Estado exhibía una debilidad estructural
(Benítez, 1980).
En la memoria aún prevalecía el trato discriminatorio hacia los
trabajadores mexicanos (Car, 1973), la participación de las guardias de Arizona
en la represión de la huelga de Cananea, la embestida norteamericana contra la
aplicación retroactiva del Artículo 27 constitucional y la desobediencia de las
empresas petroleras ante el laudo a favor de sus trabajadores. Tales hechos
habían configurado una predisposición adicional en el pueblo mexicano a asumir
el nacionalismo como defensa contra agentes que, por definición, obedecían a
intereses ajenos a la nación. En un contexto de profunda desigualdad social, la
burocracia político-militar que emergió de la Revolución activó una idea de
nación que trabajó a favor de la construcción de un Nosotros (para
utilizar la figura de O´Donell, 1980) que, al
trascender estas disparidades, abonaba un ingrediente indispensable para la
estabilidad política: el destierro de revueltas populares contra el orden
social.
En este sentido, el nacionalismo defensivo inundó el discurso oficial
y la política exterior, pero también la esfera económica: el monopolio o
control estatal de segmentos claves para los proceso productivos era, antes que
cualquier otra cosa, una actitud preventiva que pretendía evitar el paso de la
propiedad privada, en manos de nacionales, a la propiedad extranjera. Tal política
derivó en una injerencia estatal en amplios tramos del proceso productivo
nacional.
2.2.4. Crisis del sistema político, crisis del intervencionismo
estatal
La quiebra del modelo de crecimiento coincidió con la extenuación del
sistema político. Pero más allá de las relaciones causales que puedan existir
entre ambos, el sistema político mostró signos crecientes de incompatibilidad
con la racionalidad propia de una economía abierta; la crisis que experimentó
lo relevó de las responsabilidades que lo empujaban a llevar la intervención
estatal más allá de las prescripciones en boga y de las que imponían las
condiciones del desarrollo:
i) El sistema corporativo se deteriora porque la crisis económica
conduce a la incapacidad del Estado de seguir administrando arbitrariamente, y
sin detrimento de la competitividad, los ingresos y prestaciones que
beneficiaban a las clases populares. La necesidad de apuntalar el
crecimiento económico a través de las exportaciones colocó a la competitividad
en el centro de la estrategia económica, seguida a partir de 1982. Una política
administrada de salarios e ingresos
agrícolas que ubique las remuneraciones de los factores productivos por encima
de las productividades se vuelve, entonces, incompatible con esa estrategia: el
impacto en los costos y en la inflación no tardaría en contrarrestar los eventuales logros en el
rubro de la competitividad y el empleo.
De esta forma, la instauración del modelo de economía abierta destraba
en su contra el dilema de los apóstoles del corporativismo: en la medida en que
la nueva dinámica económica se impone, la preservación de la competitividad
imposibilita que los líderes corporativos puedan arrancar del Estado nuevas
prebendas e, incluso, consolidar las obtenidas en los mejores tiempos del
llamado populismo. Su capacidad de representación es minada por la interrupción
de ese flujo de concesiones que hizo posible su alianza histórica con el
Estado, en el mismo grado en que se muestran impotentes para detener las
demandas populares que se procesan por canales alternos al control estatal. La
consecuencia es el quebranto del otro polo de la relación entre Estado y la
dirigencia corporativa: su utilidad y funcionalidad como sustento consensual
del Estado.
ii) El propio desarrollo económico propició la diversificación de la
estructura social, que se tradujo en la emergencia de actores no corporativizables, quienes cobraron creciente importancia
en los procesos políticos y para quienes la democracia representó un canal más
idóneo de representación de sus intereses. Tales
actores, especialmente los estratos medios, contribuyeron a cimentar una
cultura meritocrática que independizó su destino
individual tanto del Estado como de las formas patrimoniales de movilidad
social. Beneficiarias más inmediatas del desarrollo económico, las clases
medias habían crecido al amparo del Estado y,
especialmente, de su política educativa e industrializadora, que
configuraron espacios económicos privados y alternativos para su
desenvolvimiento al margen de la acción Estatal. Para ellos, el complejo
corporativo no sólo resultaba ajeno, sino incapaz de arroparlos bajo el manto
de la tutela estatal.
En la medida en que se fueron constituyendo en el núcleo dinamizador
de la opinión pública, su apoyo fue trascendental para la configuración de
nuevas bases consensuales del Estado: éste propendió a ceder crecientemente a
sus exigencias, especialmente en la disputa por los recursos públicos
canalizados a revitalizar la mecánica corporativa,
pues éstos reposaban en los impuestos de los pocos contribuyentes, entre los
cuales se encontraban los estratos medios. Esto contribuyó definitivamente al
menoscabo de este esquema corporativo de representación. En su lugar,
impulsaron el avance democrático, afín a su visión meritocrática,
en un contexto en el que las bases tradicionales de legitimación, como el
crecimiento y la política de bienestar, se extenuaban y cedían el paso a los
procesos electorales.
El peso medular de los estratos medios en la configuración del
consenso y su visión meritocrática afianzaron en la
opinión pública la idea de que el intervencionismo estatal había llegado a sus
límites y que, ahora, debía emprender el camino de regreso.
iii) El presidencialismo ingresó en un proceso de deterioro que ha
puesto en crisis el .estilo personal del gobernar. (Cosío,
1977). A este proceso han contribuido los descalabros de la política económica;
las escisiones en el partido oficial, que cuestionaron al presidente la
facultad metaconstitucional de elegir a su sucesor;
el resurgimiento de poderes locales que cuestionan el poder central; y el nuevo
papel protagónico de un legislativo que, en su Cámara Baja, logró la mayoría
opositora.
Tesis 5. El sistema corporativo es incompatible con una economía
abierta, porque aquél descansa en un manejo discrecional de variables claves
para la competitividad.
Tesis 6. Los estratos medios se han vuelto el núcleo a través del cual
se configura y dinamiza la opinión pública, y por ello, una de las bases
centrales del consenso en torno a la gestión estatal. En la medida en que esos
estratos guían su acción por valores de índole meritocrática,
la legitimidad de la intervención estatal se encuentra fuertemente acotada por
una visión similar. Solamente admite excepciones cuando por la disparidad
social está anclada en la desigualdad de oportunidades.
3. La inviabilidad política del modelo neoliberal
La crisis de 1982 puso de manifiesto que el modelo de desarrollo y del
patrón de intervención estatal habían tocado fin. En el ámbito político, la
circulación de las élites acusó un giro hacia el ascenso de una clase
tecnocrática que, a diferencia del político asociado al esquema corporativo,
había recorrido un itinerario que, ni para ejercer la demagogia, se había
cruzado con el sentir el pueblo mexicano. Estos grupos tecnocráticos utilizaron
el esquema neoliberal como un parteaguas histórico
que pretendía refundar la nación bajo un paradigma modernizador.
La política neoliberal acertó en la empresa de introducir cambios
estructurales en la orientación del aparato productivo hacia el exterior, en el
saneamiento de las finanzas públicas, el redimensionamiento económico del
Estado, la desregulación de numerosas actividades económicas y, en última
instancia, en la refuncionalización de la iniciativa individual
como protagonista del proceso económico y social. Con tales vuelcos, el mercado
se erigió como el mecanismo privilegiado en la asignación de los recursos. La
esperanza de que por esa vía la modernización arrojaría resultados contundentes
en el bienestar, se fincó en que, bajo las mismas reglas institucionales, todos
los agentes responderían homogéneamente a los incentivos implícitos en la
lógica del mercado, con el consecuente beneficio para la nación. La
identificación entre interés individual y social, propia de toda visión
liberal, resurgía con bríos y fundamentos renovados que, para desgracia del
pueblo mexicano, la historia reciente acabaría por desmentir.
Después de más de quince años de obstinada aplicación, el
neoliberalismo ha demostrado su insuficiencia para resolver problemas
estructurales que afectan el desempeño económico nacional; pero también ha
exhibido una proclividad, también estructural, a ahondar las diferencias entre
los mexicanos, a debilitar la cohesión social y a procrear un Estado que actúa
a favor de oligarquías financieras y empresariales.
3.1 El neoliberalismo y el desempeño económico
La capacidad de la política neoliberal para hacer de la exportación
manufacturera el componente más dinámico del crecimiento económico, ha sido
contundente. Ha respondido atinadamente al agotamiento de las fuerzas endógenas
que acompañó a la extenuación de la sustitución de importaciones y a la
necesidad de insertarse en los mercados internacionales. Sin embargo, al
combinarse con una estructura conformada por particularidades históricas y por
condiciones propias del subdesarrollo, la política neoliberal ha instaurado un
funcionamiento que dista mucho de propiciar el desempeño económico que demanda
la nación. Éste puede caracterizarse por los siguientes elementos inherentes a
la mecánica neoliberal desplegada en un contexto, como el mexicano, de
heterogeneidad estructural, condición que pasan por alto sus apologistas:
i) El complejo secundario-exportador tiende a operar como un enclave
sin vinculaciones que permitan arrastrar en su dinamismo al resto de la
economía. En este sentido, ahonda la heterogeneidad estructural, propia de una
economía subdesarrollada. El éxito de la política neoliberal para reorientar
el aparato productivo es incuestionable: mientras en 1982, el petróleo
contribuía con 73% de la exportación nacional, hoy más de 80% está conformado
por manufacturas. Sin embargo, la exportación se concentra en pocos productos,
pocas empresas y pocos mercados,
mientras la mayoría de las unidades productivas permanecen al margen de
esta actividad orientada hacia el exterior.
Para países que han emprendido estrategias exportadoras, esta
situación es normal, porque sólo las empresas más aptas son capaces de
incursionar en mercados internacionales cada vez más competidos: los beneficios
que recibe la economía derivan de los efectos multiplicadores que esas unidades
activan sobre el resto de las actividades productivas. En el caso de México no
es así: los productos que dominan la exportación se caracterizan por mantener
escasas relaciones sectoriales con el conjunto de las actividades económicas.
Estos productos consisten, fundamentalmente, en bienes de consumo duradero
(bienes automotrices, electrodomésticos, etcétera), cuya elaboración demanda
pocos insumos nacionales y exhibe una alta propensión a abastecerse de bienes
intermedios importados. En este sentido, la exportación muestra escasa
capacidad de arrastre efectos hacia atrás sobre la producción nacional y
la consecuente ampliación del mercado interno.
La débil vinculación que sostiene la exportación con el resto de la
economía ha tendido a agravarse con el rompimiento de las cadenas productivas
que ha acarreado la apertura externa: los afanes competitivos de las empresas
exportadoras han propiciado el desplazamiento de proveedores nacionales por las
importaciones. En este proceso están involucrados problemas de insuficiencia
competitiva de esos proveedores, pero también estrategias corporativas de
empresas transnacionales, centradas en el comercio intrafirma:
las sucursales que operan en México tienden a abastecerse de sus matrices, por
las ventajas que esta mecánica entraña en términos de precios de transferencia
e integración vertical.
Además, el carácter de enclave que reviste al complejo exportador
mexicano se manifiesta en que tampoco produce los efectos hacia delante
que la producción de bienes de consumo duradero generaban en el modelo de
desarrollo anterior. En la segunda fase del proceso de sustitución de
importaciones, la producción de durables desempeñó el papel de sector líder de
la acumulación de capital (Pinto, 1973), a pesar de la desvinculación
intersectorial y en virtud de su capacidad para generar .efectos hacia delante.
(Tavares, 1981; Lustig, 1981), pues su consumo debía
ser complementado por un programa de obras públicas (carreteras, electricidad,
etcétera) y por servicios asociados que incidían amplia y favorablemente sobre
el empleo y, por este conducto, por sobre el mercado interno. Bajo el nuevo
modelo, esos efectos se exportan.
El aislamiento intersectorial de la actividad exportadora es el
responsable, en última instancia, de una paradoja de una política neoliberal
aplicada en un contexto estructural heterogéneo: el desencuentro permanente
entre el desempeño macroeconómico y la microeconomía. Pero también es un
ejemplo elocuente de las distorsiones que propicia esa política neoliberal
cuando se aplica abstrayéndose de una realidad histórica: la dinámica propia
del desarrollo ubicó a la producción de bienes durables como el sector-eje de
la acumulación de capital en la última fase del proceso sustitutivo de
importaciones; cuando el modelo se transforma en otro fincado en la exportación
manufacturera, esa producción vuelve a asumir el liderazgo, pero en un
escenario en el que el mercado externo −y no el interno− representan la fuerza
motriz del crecimiento. En ausencia de una política industrial −que supone la
intervención estatal− y con el destino de la industria sujeto únicamente a los
devaneos del mercado, el modelo secundario-exportador puede acumular éxitos en
los mercados internacionales, pero nunca traducirlos en un mayor bienestar
social. Antes bien: propende a abrir la brecha entre sectores modernos y
sectores rezagados, que son los que están asociados al mercado interno. El
problema es que nosotros somos el mercado interno.
Tesis 7. La orientación del aparato productivo hacia el exterior es
una estrategia que debe mantenerse, en virtud del agotamiento de las fuerzas
endógenas del crecimiento y de la necesidad de incrustarse en los mercados
internacionales. No obstante, tal orientación debe acompañarse por una decidida
política industria dirigida a impulsar la competitividad de los proveedores de
insumos nacionales, la articulación de las cadenas productivas y la ampliación
de la base exportadora a bienes con mayor contenido nacional.
ii) El desarrollo exportador se realiza a costa, y no a favor, del
mercado interno al cual están asociados las empresas de menor dimensión, que
son las que más absorben empleo. La apertura externa jugó un
papel clave en la reorientación de la actividad productiva hacia el exterior,
tanto por sus efectos en la competitividad como por la reversión del sesgo antiexportador, que favorecía la rentabilidad relativa del
mercado interno. Sin embargo, la apertura instaló dos efectos contrarios sobre
el crecimiento: el efecto exportador impulsa la actividad económica, mientras
las importaciones tienden a desplazar la producción doméstica destinada a
abastecer el mercado interno. Las estimaciones sobre el saldo neto de ambas
fuerzas calculan que los efectos negativos superan a los positivos (Millán,
1997), disminuyendo la tasa potencial del crecimiento. Pero más importante es
que la apertura económica fue desplegada sin un programa que combinara la
desgravación arancelaria con impulsos a la competitividad de actividades
orientas privilegiadamente al mercado interno; en este sentido, se produjo un
conflicto permanente entre el desarrollo del mercado interno y la promoción de
exportaciones.
A este hecho se ha aunado la evolución dispareja entre productividad
laboral y salarios reales: mientras el modelo secundario-exportador ha
propiciado un empuje impresionante en la eficiencia laboral manufacturera, las
remuneraciones reales de esta actividad han declinado o crecido a un ritmo
inferior al de la productividad. La consecuencia de este fenómeno es un
relativo estancamiento del mercado interno, que amenaza con romper los círculos
virtuosos entre productividad, mercado interno y progreso técnico (Fajnzylber, 1980). De esta forma, se refuerza la distancia
que separa al bienestar del desempeño económico y la brecha entre grandes
empresas exportadoras y entidades productivas de menor dimensión, generalmente
asociadas al mercado interno.
La causa de este comportamiento también reside en la combinación de la
política neoliberal y la estructura económica heterogénea e incompleta: al
enfrentar una apertura externa abrupta y acelerada, las empresas se vieron en
la necesidad de endeudarse para reconvertir sus procesos productivos, en un
contexto en que eran desplazadas por las importaciones en el mercado interno;
sin embargo, la liberación del sistema financiero sin una reforma profunda que
incidiera favorablemente en las tasas de interés, impuso a esas unidades productivas
una carga financiera que amenazaba con eliminarlas del nuevo esquema
competitivo. La respuesta consistió en utilizar al salario como variable de
ajuste: el diferencial entre productividad laboral y salario operó como
mecanismo de financiamiento de esa carga financiera y de competitividad
espuria. Los datos muestran que mientras la productividad laboral aumenta
sostenida y significativamente, los salarios reales crecen a un ritmo inferior
y, frecuentemente, incluso llegan a disminuir.
Tesis 8. El modelo secundario-exportador impulsa la eficiencia
económica, pero para que ésta se refleje en bienestar social es imprescindible
operar una política laboral en la que los salarios reales evolucionen con la
productividad; pero esto no es posible sin una reforma del sistema financiero
que apuntale las tasas de interés hacia los niveles internacionales y sin la
conservación de un marco macroeconómico estable que aminore el riesgo-país.
iii) La dinámica económica tiende a registrar tasas de crecimiento
insuficientes para absorber a los nuevos contingentes de la fuerza laboral, que
al ser rebasadas propician desequilibrios que amenazan con restituir los
mecanismos que han conducido a las crisis recurrentes. El
efecto más sensible de la política neoliberal ha sido su incapacidad para
mantener tasas de crecimiento altas y suficientes para absorber a los nuevos
contingentes que anualmente se incorporan a la fuerza laboral: la restricción
de ahorro y la restricción externa ubican entre 3 y 3.5% la tasa de crecimiento
compatible con la conservación de los equilibrios macroeconómicos o con
desbalances moderados en el frente externo y en las finanzas públicas; en
cambio, las exigencias derivadas de las necesidades de empleo demandan un ritmo
de expansión económica de, al menos, 5%.
Con el neoliberalismo y la globalización, el ahorro macroeconómico ha
entrado en una verdadera encrucijada: por un lado, las necesidades de mantener
un marco de estabilidad para evitar presiones inflacionarias que reviertan la
competitividad, origina una política tendiente a atemperar el crecimiento de la
demanda agregada y el ingreso, que es uno de los determinantes fundamentales
del ahorro; en este sentido, se reducen las posibilidades de financiar el
crecimiento con una política deliberada de expansión acelerada del ingreso. Por
el otro, se apuesta a tasas de interés reales atractivas, que si bien podrían
estimular el ahorro, tienden a deprimir la inversión y el nivel de actividad;
al traducirse en un nivel o en un crecimiento del ingreso inferior, frenan los
avances en el ahorro.
En adición, la apertura comercial ha introducido cambios que alteran
las tasas de crecimiento económico compatible con el equilibrio en la cuenta
corriente de la balanza de pagos: aunque el crecimiento de las exportaciones ha
impulsado el ritmo de expansión de la economía, el salto estructural que ha
propiciado la apertura externa en la elasticidad ingreso de las importaciones,
lo ha superado y, en consecuencia, ha disminuido esta tasa de crecimiento
equilibrado.
El mensaje implícito en esta dinámica es la instalación de una nueva
contradicción entre empleo y estabilidad macroeconómica, que contraviene la
doctrina neoliberal: para que el crecimiento económico pueda operar como un
instrumento capaz de evitar la ampliación del desempleo, la dinámica económica
debe violentar las restricciones que imponen la insuficiencia de ahorro y el
balance externo; pero al hacerlo, desencadena efectos desestabilizadores que
reproducen la mecánica entre desequilibrios externos, devaluaciones y políticas
restrictivas, que han caracterizado las crisis recurrentes.
El dilema entre estabilidad y crecimiento debe y puede ser resuelto
por acciones que se alejan de las prescripciones neoliberales y que demanda una
decidida intervención estatal. Estas pueden derivar de recomendaciones
alternativas que sugieren el impulso al ahorro a través de disposiciones
fiscales que aumenten la recaudación proveniente del consumo (IVA) y la
introducción de esquemas de ahorro forzoso: las primeras propician un mayor
ahorro público, en la medida en que aumentan los ingresos tributarios; pero
también generan un mayor ahorro privado, al inhibir el consumo. Un segundo
frente es sugerido por las llamadas nuevas teorías del crecimiento, que
enfatizan el papel de la formación del capital humano y de los rendimientos
crecientes en las actividades productivas como fuentes genuinas de crecimiento
sostenido.
Tesis 9. La política económica debe tener como uno de sus objetivos
centrales la consecución de tasas de crecimiento suficientes para abatir el
desempleo; ello implica una estrategia destinada a relajar las restricciones
que imponen la insuficiencia de ahorro y el equilibrio externo, pero también,
la exploración de fuentes alternativas de crecimiento como la formación del
capital humano y la difusión del conocimiento
tecnológico, cuyas externalidades aumentan la productividad de los
factores productivos.
iv) La economía se ha vuelto más vulnerable frente a choques externos
y no ha podido remontar la asociación entre crecimiento y desequilibrio en la
balanza de pagos; antes bien, la correlación entre ambos se ha acentuado. La insuficiencia de ahorro interno se ha
traducido en déficits permanentes en la cuenta corriente de la balanza de
pagos, que han acarreado la necesidad de financiamiento foráneo, especialmente
bajo la forma de inversión extranjera, tanto directa como la destinada a la
adquisición de activos financieros. A pesar de que la apertura comercial
especialmente el TLCAN propició un salto cuantitativo en los montos de la IED
(de 3 a 10 mil millones de dólares), éstos han mostrado una tendencia a
estancarse en esos niveles y, por tanto, a ser insuficientes para financiar el
desequilibrio corriente en las cuentas externas. En virtud de que la política
neoliberal de largo plazo no ha sido capaz de remontar la correlación entre
crecimiento y déficit externo, el financiamiento tiende a reposar en la
inversión en cartera, generalmente de corto plazo, que se caracteriza por su
alta volatilidad. La consecuencia es que la economía mexicana se ha vuelto muy
vulnerable a choques externos que animan a esos capitales especulativos a
trasladarse hacia otros mercados de dinero y de capital.
Tesis 10. La reducción de la vulnerabilidad externa debe pasar por
disminuir la inestabilidad de los ingresos públicos, que es una condición
necesaria pero insuficiente. Para complementarla, se ha recomendado la
introducción de impuestos a los capitales volátiles; sin embargo, esta medida
puede resultar contraproducente si no es acompañada por un acuerdo
internacional que comprometa a todas las economías a actuar en la misma
dirección. La imposición unilateral pueda derivar en la pérdida de atractivo de
los mercados nacionales, a favor de otras economías emergentes. La acción
multilateral, en cambio, anula este riesgo y representa un ejemplo elocuente de
que los problemas globales requieren soluciones globales.
v) La agricultura tiende a rezagarse frente al desarrollo nacional. La
estrategia del nuevo modelo de desarrollo centra su atención en la exportación
de manufactura; es, en este sentido, un proyecto reindustrializador y no desindustrializador, como llegó a pensarse en los primeros
años en los que empezó a operar en América Latina. En ella, la exportación
agropecuaria tiene un carácter marginal, tanto por el exiguo peso relativo del
sector en las ventas externas como por su debilidad estructural para competir
en los mercados internacionales.
Sin embargo, la apertura externa también se ha extendido hacia las
actividades primarias, provocando un horizonte desolador: en un contexto
internacional en el que la sobreproducción agrícola adquiere rasgos
estructurales y los precios exhiben una tendencia declinante, las economías más
desarrolladas han desplegado una política de subsidios, que combinados con las
revoluciones en los campos de la biotecnología y de los llamados nuevos
materiales, vulneran drásticamente la condición de los productores nacionales
para encarar los retos de la competencia externa.
Para preservar la política comercial, el neoliberalismo mexicano ha
respondido, en esencia, mediante dos vías: el suministro de subsidios y la
introducción de reformas constitucionales destinadas a alterar la racionalidad
campesina frente a su producción y a la recapitalización del campo. En el mejor
de los casos, los subsidios agrícolas (Procampo)
podrían compensar las subvenciones que reciben sus competidores
internacionales, pero no las diferencias abismales en la productividad; las
cuales están determinadas no solamente por usos más eficientes de los recursos,
sino por la naturaleza de éstos: la calidad de la tierra de grandes extensiones
campesinas es sustancialmente inferior a la de sus competidores; y carece de
agua y otros atributos que sólo la naturaleza puede suministrar.
El credo neoliberal tiene una prescripción para estos casos, que de
nuevo tropieza con las características históricas e idiosincráticas de la
cultura nacional: la conversión de cultivos o el abandono de la tierra. En
cambio, la lógica con la que el campesino enfrenta la tierra y la producción
entrevera la seguridad que deriva de la tradición con otros aspectos
relacionados con el cálculo económico; es una mezcla de lo que Weber llamaba
racionalidad con respecto a fines, en la que se cimientan el mercado y la
modernidad, con una racionalidad con respecto a valores. Entre éstos se
encuentra su actitud hacia la producción, que antepone el carácter consuntivo
al lucrativo; la seguridad y la supervivencia, al riesgo y sus beneficios; y la
visión de la tierra como vínculo de solidaridad entre generaciones, a aquélla
que la considera un simple un factor productivo.
Inspirados en otras vertientes que reconocen la influencia de las
instituciones en el desempeño económico (Norton, 1995; Burki
y Perry, 1998), los neoliberales impulsaron la reforma al Artículo 27
constitucional con la finalidad de reducir a una las dos racionalidades del campesino:
la del mercado. Al ser posible que las tierras ejidales pasaran a manos
privadas, pretendía introducir el riesgo −y por tanto, el beneficio− como
nuevo motivador del comportamiento
económico del productor agrícola. Así se propiciaba la transformación del
campesino en un empresario agropecuario, pretendiendo uniformar a ese segmento
tan importante de la población. Se esperaba que este cambio de racionalidad
llevara a los campesinos a introducir una utilización más eficiente de los
recursos, al aumento de la productividad y, finalmente, a situarlo en
condiciones de enfrentar exitosamente la competencia externa implícita en el
inminente Tratado de Libre Comercio con América del Norte. Sin embargo, estos
intentos no fueron suficientes para revertir el peso de la racionalidad con
respecto a los valores, y la conversión de la tierra a manos privadas mostró
avances escasos.
La conservación de la racionalidad con respecto a los valores también
llevó al fracaso las intenciones jurídicas de recapitalización del campo. Para
nadie es un secreto que el minifundio es uno de los principales obstáculos para
alcanzar escalas de producción que posibiliten la introducción del progreso
técnico y de capital, así como para elevar la productividad agropecuaria. Por
tal razón, la modificación constitucional prescribía la posibilidad de
asociación entre tierras y entre este factor y el capital. No obstante, de
nuevo la falta de adaptación a las circunstancias nacionales echó por la borda
el proyecto: en un contexto internacional de depresión de precios
agropecuarios, la única vía para que el capital se involucrara en este tipo de
actividades era la exportación, pues en el mercado interno imperaba la
imposibilidad de competir con las importaciones; pero para el otro socio −el
campesino−, el mercado exportador demanda una lógica que le es ajena, sino es
que adversa: la producción debe tener como primer destino al consumo, y los
excedentes, el mercado interno. Este caso evidencia, de nuevo, cómo las recetas
modernizadoras absolutas, sin adaptación a las circunstancias del mosaico
nacional, producen resultados muy diferentes a los esperados.
Tesis 11. En la medida en que en el campo la heterogeneidad
estructural y la diversidad cultural son más acentuadas, la intervención del
Estado debe desplegar una política económica y agropecuaria que implique un
tratamiento especial a este sector y a la gama diversa de segmentos económicos
y sociales que lo conforman. Una primera directriz consiste en la revisión de
las secciones agropecuarias de los tratados internacionales de comercio, a fin
de que los cultivos más sensibles para la economía campesina y, en menor
medida, los orientados al mercado interno sean protegidos de la competencia
internacional. Asimismo, las estrategias de asociación entre campesinos y
agentes empresariales deben fincarse en el aprovechamiento y consolidación de
las formas de organización campesina, y no obligarlas a su desaparición. En
cambio, la agricultura empresarial debe ser sometida a la lógica de la
competencia, pero con apoyos que habiliten a estos productores a enfrentar la
competencia internacional en igualdad de condiciones.
vi) El modelo tiende a generar una mayor polarización del desarrollo
regional. La orientación de la economía hacia el exterior ha
empezado a ahondar las diferencias regionales, que hasta la fecha han
prevalecido en nuestro país. La exportación manufacturera, pivote del
crecimiento económico, ha propiciado que el dinamismo económico tienda
localizarse en la frontera norte y en los puertos, así como en aquellas
regiones que habían consolidado una cierta base industrial. En el otro polo,
las regiones marginadas y las orientadas a abastecer el mercado interno tienden
a mostrar un rezago, que difícilmente podrán remontar sin la intervención compensatoria del Estado.
No obstante, una política regional compensatoria enfrenta un reto
político de enormes proporciones. La insurgencia de las regiones, abanderada
por las más prósperas, ha conducido a un reclamo federalista que no sólo se
opone al centralismo tradicional, sino que además adquiere matices
reivindicativos que amenazan cualquier política que actúe con un sentido
redistributivo a favor de las regiones más atrasadas. Más específicamente, las
regiones más ricas reclaman una canalización de recursos fiscales inclinada
hacia las que más contribuyen al erario público. De consolidarse esta
tendencia, la polarización regional que entraña la propia dinámica del modelo
se acentuará. La consecuencia de esta visión es la formalización de un país regionalmente
escindido, que puede poner en riesgo la integridad territorial o, en el mejor
de los casos, la activación de una mecánica que prescinda de la solidaridad
entre los mexicanos.
3.2 Neoliberalismo, desigualdad y cohesión social
El bienestar de la persona humana es −o al menos debe ser− el objetivo
de todo modelo económico y sentido último de la intervención estatal. En la
lógica pura del neoliberalismo, el bienestar social e individual es una
consecuencia de las fuerzas ciegas del mercado, que dejadas en plena libertad
se encargan de crear la riqueza y de distribuirla con la mejor de las
justicias. Sin embargo, después de las promesas, asoman las decepciones: la
política neoliberal ha ensanchado las disparidades en la distribución del
ingreso, ha generado una mayor concentración de la riqueza y ha aumentado la
pobreza, sobre todo la extrema, tanto en términos absolutos como relativos.
Estos son los hechos. Las explicaciones apologéticas demandan tiempo suficiente
para que las reformas neoliberales rindan los frutos esperados y los pobres
puedan ingresar a la tierra prometida. De tratarse de otro asunto, podríamos
esperar la recompensa del sacrificio; pero se trata de temas y prácticas que
involucran el dolor de millones de mexicanos, frente al cual cualquier discurso
sobre la globalización, la competitividad y la eficiencia se desvanece, a menos
que la indiferencia impere y el cinismo arraigue.
En términos puros, el neoliberalismo prescinde de una política social
destinada a alterar la distribución del ingreso y a aliviar la pobreza: el
bienestar es, ante todo, responsabilidad individual, mientras la dinámica del
mercado se encarga de equiparar las productividades marginales y, por este
conducto, a anular las disparidades sustanciales entre los factores de la
producción. La falla de este paradigma es común a toda visión liberal: el
supuesto de que se parte de una sociedad en la que prevalece una igualdad
original entre los miembros de la sociedad; así, la diferenciación social es
fruto exclusivo del esfuerzo personal.
El problema emerge cuando la política neoliberal pretende desatar las
fuerzas del mercado y entronizar el individualismo en una sociedad que, como la
mexicana, está signada estructuralmente por la desigualdad. Entonces los
beneficios del mercado tienden a concentrarse en los más aventajados y en los
que están en mejores condiciones para sortear con éxito los retos económicos y
humanos, que plantea el funcionamiento competitivo. Entonces el mercado dista
de generar y de difundir automáticamente el bienestar social: quienes se
encuentran en desventaja para enfrentar las lides competitivas perpetuarán su
condición y, en el peor de los casos, se mantendrán marginados del proceso
social. Cuando esto sucede se pone en riesgo la cohesión social, pues para
estos grupos se cancelan las expectativas de un futuro mejor.
En este sentido, si bien el papel del mercado es insoslayable en la
procuración de una mejor calidad de vida, es insuficiente para garantizar que
sus beneficios amparen al conjunto de la población, cuando existen amplios
segmentos sin oportunidades para desplegar esfuerzos que prometan redituar en
el curso de su vida. La intervención del Estado, sobre todo a través del gasto
social, deviene indispensable para revertir esa desigualdad original y para
redistribuir el ingreso, no por vías fiscales, sino mediante la redistribución
de oportunidades. Tal política debe destinarse a habilitar, bajo un principio
de subsidiaridad, a los menos aventajados hasta que estén en posibilidades de
competir en los mercados (Rawls, 1970). Esto implica
invertir en las personas, de tal forma que desarrollen sus habilidades para
conseguir empleos y para estimular, en su caso, vocaciones y aptitudes
empresariales; generar oportunidades de ingresos a través de proyectos
productivos, asistencia técnica, apertura de canales de comercialización y
dotaciones iniciales de capital. La inversión en capital humano puede
convertirse en el eje de una política social compatible con un esquema de
crecimiento acotado por la globalización y la disciplina que sobre la política
pública impone el mercado. No solamente habilita a la gente para aprovechar
oportunidades, sino que se convierte en un generador de éstas al propiciar un
crecimiento más alto y sostenido, pues estimula la competitividad y posibilita
el afianzamiento de la cultura ciudadana, consustancial a la democracia, sin la
cual difícilmente los beneficios del progreso técnico alcanzarán a los más
desprotegidos.
En un esquema así, el gasto social se vuelve el principal instrumento
de distribución del ingreso y de combate a la pobreza. La vía tributaria con
fines distributivos resulta contra producente en un país como México, en la
medida en que propende a inhibir el ahorro y la inversión, que son unas de las
fuentes más importantes de generación de oportunidades para quienes aspiran
insertarse en los mercados laborales y para quienes deciden ejercer su vocación
y habilidades empresariales. En este sentido, el financiamiento del gasto
público debe recaer en esquemas esencialmente recaudatorios −como el Impuesto
al Valor Agregado− y promotores de la inversión y el ahorro, y dejar que sea el
gasto el que revierta su potencial rasgo regresivo.
Tesis 12. El mercado es insustituible como mecanismo privilegiado de
generación de riqueza, pero insuficiente para generar bienestar social. La
política distributiva y de combate a la pobreza debe centrarse en la inversión
en capital humano, lo que supone redistribuir oportunidades. La inversión en
capital humano no solamente abre oportunidades para los menos aventajados, sino
que también constituye uno de los factores claves en el crecimiento económico y
la competitividad internacional.
Tesis 13. La política distributiva del ingreso a través de la
distribución de oportunidades debe descansar en el gasto público y no en
estrategias tributarias, que acaban por cancelar esas oportunidades. La
política de ingresos públicos debe ser privilegiadamente recaudatoria y
promotora; estas dos condiciones son difícilmente compatibles con los
propósitos distributivos tradicionales en esa política de ingresos.
En México, el neoliberalismo ha desplegado una política social que no
sólo corre al margen de la política económica, sino que permanece subordinada a
ella en el orden de prioridades gubernamentales; es un lujo del que se goza
siempre y cuando no arriesgue los equilibrios macroeconómicos y la eficiencia
del sistema económico. Pero en última instancia, la instrumentación de una
política social orientada a la formación del capital humano (Progresa), a la infraestructura
social básica (Ramo 33) y la promoción de proyectos productivos ha obedecido a
la necesidad de la élite neoliberal de conservar el consenso necesario para
evitar descalabros sociales y trastornos electorales. A pesar de que estos
programas exhiben diseños bien elaborados, su adecuada operación padece
permanentemente el conflicto entre los objetivos propios de los programas y las
necesidades consensuales de un gobierno que aprovecha su impacto electoral.
Este conflicto ha derivado en resultados infructuosos y en desviaciones
recurrentes que ahondan las dificultades que, desde un punto de vista
económico, impide traducir el crecimiento en bienestar.
El mensaje es claro: el éxito de la política social destinada a la
redistribución de oportunidades está altamente determinado por el contexto y la
estructura política en la que se desenvuelve; mientras no se destierren de la
vida comunitaria las prácticas políticas de cooptación, ninguna política social
tendrá éxito.
Tesis 14. La política social y la económica no deben operar
separadamente, ni desplegarse bajos criterios en los que una trabaje
subordinadamente a la otra. Los objetivos de la política social deben trabajar
a favor de la económica, y los de ésta a favor de la social. Ambas deben fundirse
en una sola: la política de bienestar de la persona humana.
Tesis 15. La política social de redistribución de oportunidades no es
ajena al contexto político social en el que se ejecuta, y sólo tendrá éxito
cuando la democracia arraigue en la vida comunitaria y cuando se destierren
prácticas clientelares, asociadas al sistema tradicional de dominación.
4. Corolario
El regreso a un intervencionismo estatal de viejo cuño es política y
técnicamente inviable. El intento neoliberal de implantar un proceso modernizador
fincado en una racionalidad única y uniformadora es incapaz de solucionar los
problemas nacionales, porque al combinarse con una estructura económica y
social heterogénea, arroja resultados que distorsionan el funcionamiento
económico y lo alejan del camino que conduce al bienestar y a la justicia
social. Por tal razón, la intervención del Estado debe ser orientada hacia la
conformación de un modelo propio de desarrollo, que recoja y adapte la
racionalidad del mercado a las
necesidades, valores y prácticas de los mexicanos.
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Aires, Vergara.
Enviado:
22 de agosto de 2000.
Aceptado:
13 de marzo de 2001.
[1] Agradezco los comentarios de los dos
dictaminadores anónimos.
[2]
El agotamiento del proceso de sustitución de importaciones puede ser ubicado en
el año de 1971, cuando el coeficiente de sustitución definido como la
participación de las importaciones en la oferta. detiene el descenso iniciado
en los años cuarenta. A partir de entonces, este indicador inicia un
comportamiento errático hasta 1985, cuando comienza a mostrar el comportamiento
contrario: el de sustitución de importaciones (Millán, 1998).
[3] Una demostración matemática del carácter
obligado de la transición hacia un modelo secundario exportador, se puede
encontrar en Millán, 1998.