Productores de alimentos y el mercado: el desafío de las competencias
Food producers and the market:
the challenge of competents
Rubio, Blanca
(coord.) (2013), La crisis
alimentaria mundial: impacto sobre el campo mexicano, Miguel Ángel
Porrúa-dgpa-iis-unam, México, 304 pp. isbn: 978-607-02-4018-8
Esta
compilación de estudios sobre los orígenes y efectos de la crisis alimentaria
para los agricultores mexicanos tiene, entre otros méritos, el de presentar una
visión caleidoscópica de una problemática de crucial importancia: los
alimentos, su producción, distribución y accesibilidad. Indudablemente, la
seguridad alimentaria se ha convertido en el tema de mayor importancia en esta
segunda década del siglo xxi.
Blanca Rubio, coordinadora de esta estimulante obra colectiva, nos ofrece una
perspectiva global de análisis con los dos primeros capítulos de su autoría,
uno trata el mercado mundial de alimentos y el segundo se refiriere a la crisis
de la tortilla en México.
Este panorama
económico-financiero es complementado por estudios de caso en el Estado de
México, Michoacán, Veracruz, Chiapas y Chihuahua. Así, el libro
La crisis alimentaria mundial: impacto sobre el campo mexicano presenta a la vez enfoques globales y
estudios locales sobre la inseguridad alimentaria. Su lectura permite esbozar
una síntesis personal de las conductas grupales de sobrevivencia de quienes
tienen en común el ser a la vez productores y consumidores de alimentos.
Blanca Rubio nos
recuerda que en 2007 estalló la crisis inmobiliaria en los Estados Unidos a
causa del endeudamiento generalizado de la población y la poca vigilancia del
mercado de futuros y derivados. Luego, este desarreglo del mercado se manifestó
en forma de una crisis energética que convirtió el mercado de futuros del petróleo
en un sector atractivo para los inversionistas. Esta debacle financiera mundial
tuvo repercusiones múltiples. En una obra muy sugerente “La crisis: el despojo
impune”, Jean Robert analiza precisamente el efecto dominó de la crisis que
pasó de lo inmobiliario a lo financiero, y luego al petróleo y lo alimentario.
Por su parte, Blanca Rubio denomina la crisis del petróleo y la crisis de
granos como crisis gemelas
porque siguieron, grosso modo, una misma evolución los dos años siguientes al
2007.
La búsqueda
incesante de mayores ganancias en un contexto general de incertidumbre de los
mercados financieros conllevó una tendencia hacia la financiarización del sector agroalimentario, es decir,
inversiones para generar una plusvalía inmediata que perjudica directamente al
sector productivo,o mejor dicho, que desestabiliza
artificialmente los mercados y afecta a los pequeños productores de los países
del sur.
La conversión de
materias primas estratégicas (granos básicos) en objeto privilegiado de
especulación cambió drásticamente el uso de los alimentos. Especular con los
granos básicos mediante la limitación de las exportaciones, la reducción
intencional del volumen de producción, el incremento del volumen de alimentos
destinados para los biocombustibles, la firma de contratos pre-producción, etc.
tuvo un efecto negativo sobre los pequeños agricultores que carecen de capital.
El incremento de los precios en el mercado internacional no benefició a los
productores, quienes vieron subir de manera vertiginosa el precio de los
fertilizantes. “En este contexto, las otrora empresas agroalimentarias abocadas
a los alimentos se van convirtiendo en empresas que, además de este rubro,
incursionan en la producción y distribución de energía, y son punta de lanza en
la inversión especulativa con los futuros de las commodities” (p. 45).
El proceso de
concentración de la producción agrícola conllevó el aumento del tamaño de las explotaciones y la
disminución de la población económicamente activa en el sector primario. La
industrialización de la agricultura masificó la precarización laboral de los
campesinos, quienes se vieron forzados a buscar otras fuentes de ingreso.
También el cambio climático, parcialmente relacionado con la emisión de gases
de efecto invernadero por la ganadería intensiva y la deforestación, tiende a
incrementar la incertidumbre de la producción agrícola.
En los países
desarrollados, el precio de los bienes básicos está por debajo del costo de
producción gracias a los elevados subsidios a los grandes productores, pero aún
así estos precios se impusieron como precios referentes en el mercado mundial.
Esta situación incrementó las desigualdades entre los países industrializados y
los demás, al grado de que tres cuartas partes de las naciones se volvieron
alimentariamente dependientes.
La peligrosa
política neoliberal de acentuación de los desequilibrios entre la producción y
la oferta de alimentos ha provocado crisis políticas en varios países en
desarrollo, tal es el caso de Haití, Túnez, Nigeria y Kenia. Con el aumento del
precio de los alimentos básicos entre 60 y 70%, el número de personas con
hambre en el mundo pasó de 920 millones, en 2008, a 1,020 millones el año
siguiente.
Frente a un
problema de gran magnitud, la fao
convocó a cuatro cumbres mundiales y prometió implementar programas de ayuda
con recursos que, en los hechos, alcanzaron apenas 10% de lo prometido. En 2011
perduraban los problemas estructurales del subconsumo
y sobreacumulación, por lo que la autora asevera que no se trató de una crisis
financiera sino de una crisis del modelo de crecimiento. Blanca Rubio parte de
la hipótesis de que la crisis alimentaria mundial de 2008 y 2010 “expresa la
fractura del orden agroalimentario global pero, a la vez, su gran contenido
financiero la coloca en el corazón del declive del modelo neoliberal” (p. 12).
A nivel nacional,
la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan) en 1994 acentuó la dependencia
alimentaria de México con Estados Unidos, ya que el gobierno nacional reorientó
la política interna de subsidios hacia un selecto grupo de grandes productores
de Sinaloa, Chihuahua y Tamaulipas.
En 2009, 10% de
los productores concentraron 53% de los recursos de Procampo,
mientras que 10 entidades federativas acapararon 64.2% de los apoyos
gubernamentales para el campo. La política neoliberal que favorece la
focalización territorial vuelve al sector maicero más vulnerable.
En 2007, la
Agencia de Servicios a la Comercialización y Desarrollo de Mercados Agropecuarios (Aserca) permitió
que 1,500 mil toneladas de maíz
blanco fueran vendidas en el mercado norteamericano, lo cual generó un
virtual desabasto interno e incrementó 40% el precio de la tortilla. Esta crisis
de la tortilla
sucedió también al vencimiento del periodo de 15 años para liberar de aranceles
de importación los productos agrícolas de Estados Unidos y Canadá.
Aunque esta crisis fue apagada rápidamente mediante el otorgamiento de
subsidios masivos a las agroempresas del sector
maicero, tuvo consecuencias deletéreas sobre la situación alimentaria de los
hogares más pobres. Según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la
Política de Desarrollo social (Coneval), el
porcentaje de hogares que experimentó inseguridad alimentaria severa en México
pasó de 8% en 2008 a 17% en 2009.
En el transcurso
de los últimos años se agudizó esta polarización de la agricultura mexicana
autosuficiente en maíz blanco, y dependiente en todos los demás cultivos
básicos. El incremento de producción de maíz grano en la primera década del
siglo xxi muestra, según Blanca
Rubio, la capacidad de respuesta a las condiciones del mercado, de los cuatro
tipos de productores: pequeño, mediano, grande y agroempresa.
Habría sido
interesante que la economista pudiese precisar los indicadores empleados para
construir esta taxonomía de los maiceros mexicanos, ya que el tamaño de la
parcela para determinar la categoría del agricultor varía según la región del
país (alguien que trabaja con 50 hectáreas es un pequeño agricultor en el
norte, mientras que es un productor mediano en el centro y sur del país).
La gran
diversidad del sector maicero dificulta las generalizaciones pero, aún así,
puede afirmarse que la gran mayoría de las unidades familiares rurales se
caracteriza por su pluriactividad y una producción
maicera de autoconsumo. Estas dos características permitieron a las familias
campesinas amortiguar los efectos de la crisis de la tortilla.
Beatriz Cavalloti, quien estudia la evolución de los precios, del
consumo y de la importación de carne a México, concluye también que la crisis
alimentaria de 2007 no tuvo efectos notables sobre el consumo de carne de las
familias mexicanas porque las agroempresas
transnacionales recibieron importantes apoyos gubernamentales para no
transferir a los consumidores la elevación del costo de los insumos
(fertilizantes en el caso de agricultura y alimentos en caso de la producción
cárnica), pero aún así los pequeños y medianos ganaderos tuvieron muchas
dificultades para enfrentar la competencia desigual en un mercado abierto.
La tendencia
histórica hacia el aumento del tamaño de los hatos y el uso concomitante de
tecnología para elevar la productividad provocó la paulatina desaparición de
las granjas menos competitivas. La cría de animales
de traspatio para autoconsumo –actividad asignada generalmente a las
mujeres y niños– y la alimentación de esos animales con maíz de su milpa,
mezclado o no con insumos industriales, se ha mantenido como una actividad no
comercial que consolida la seguridad alimentaria de los hogares campesinos.
Frente a esta
búsqueda de la mejor manera para asegurar las necesidades básicas de los
miembros de la familia, se despliegan estrategias agrícolas de corte
industrial. A la lógica del equilibrio alimentario del campesino pobre se opone
la lógica de acumulación de ganancias del agroempresario.
El fomento de monocultivos con agroquímicos dañinos para el hombre y el medio
ambiente se inscribe en una perspectiva capitalista de aumento constante del
capital. Incluso se dan nuevos usos comerciales a las plantas cultivadas.
Michelle Chauvet y Rosa Luz González analizan precisamente la
relación entre la crisis alimentaria y los biocombustibles en México. Esta
política energética de progresiva sustitución del petróleo, como fuente de
energía por productos agrícolas cultivados de manera intensiva, reproduce
desigualdades económicas, desestabiliza el mercado mundial de alimentos y es
viable a merced de importantes subsidios. Pero por el otro lado, los combustibles
fósiles son finitos y las reservas de hidrocarburo se agotan, incluso en
México.
La disminución de
la dependencia petrolera de los países industrializados va de la mano con una
mayor dependencia alimentaria de los países en desarrollo. El anuncio del
programa de etanol en los Estados Unidos provocó un aumento de 60% del precio
internacional del maíz entre 2005 y 2007. Fue el inicio de una nueva
competencia entre la producción de alimentos y los biocombustibles.
Los países del
norte pretenden proteger su seguridad alimentaria por lo que financian cultivos
bioenergéticos en regiones del sur, con excepción de
Estados Unidos y Brasil. Los alimentos pasaron de ser utilizados para el
consumo humano y animal, a ser objeto de especulación financiera e insumo para
los transportes. Cabe recordar aquí que Ivan Illich, en su conocida obra Energía
y equidad, profetizó
las consecuencias dañinas de la masificación de un parque vehicular destinado
esencialmente al transporte individual, la tendencia hacia el aumento de las
distancias recorridas diariamente y la aceleración de las velocidades de
transportación.
Además, el
balance energético es desfavorable a los biocombustibles: se gasta más energía
de la que se obtiene, y el monocultivo de palma en Malasia e Indonesia, por
ejemplo, provoca graves daños ambientales que afectan prioritariamente a las
tribus selváticas.
En México, la
producción de bioenergéticos es insignificante debido
a la fuerte resistencia para emplear maíz blanco como materia prima;
precisamente, el proyecto de Destilmex en Sinaloa fue
suspendido debido a la crisis de la tortilla en 2007, pero existe también el
Proyecto Mesoamérica (antes Plan Puebla Panamá) que incluye la operación de una
planta de biodiesel en Puerto Chiapas e inversiones de la Unión Europea en ese
sector, en el mismo estado (las zonas tropicales son más favorables) y, por su
parte, el gobierno mexicano tiene un Plan Rector de la Palma de Aceite
(2004-2014).
La Ley de Promoción y Desarrollo de los Bioenergéticos,
en su versión revisada de 2008, excluye el maíz blanco como biocombustible. No
obstante, “los campesinos e indígenas de Chiapas se han visto forzados a entrar
a la reconversión productiva porque para jatropha y
palma de aceite sí hay apoyos, pero para cultivos como maíz y frijol no los
tienen” (p. 105).
Las autoras nos
recuerdan que existen tres clases de biocombustibles: la primera generación que
utiliza plantas alimenticias cultivadas en forma intensiva, la segunda que
transforma desechos de la agricultura y maderería, y la tercera generación que
opera con algas de alto contenido en aceite que no compiten con la alimentación
humana, ni compiten por el uso del agua. Subrayan el papel dudoso de Pemex,
empresa estatal que se destaca por gestiones turbias de cuantiosas cantidades
de recursos pero que no invierte en la reconversión energética de
biocombustibles e, incluso, frena la elaboración y comercialización de
combustibles menos contaminantes.
Por otro lado,
las investigadoras señalan que la utilización de la caña de azúcar como fuente
de energía no es costeable debido a la reglamentación restrictiva que existe en
México concerniente a la producción, transformación y venta del azúcar.
Kirsten Appendini y
María Guadalupe Quijada se enfocan en la cadena maíz-tortilla en el periodo
2006-2010 en un artículo en dos partes: la polarización del mercado nacional
por un lado, y la sobrevaloración comunitaria del maíz local por el otro. Con
la desaparición de la Conasupo, el Estado distribuyó
apoyos a los agentes que mejor aprovechaban las oportunidades del mercado.
Con un abundante uso de estadísticas y datos cuantitativos, las autoras muestran que tanto las condiciones de
mercado como los apoyos gubernamentales favorecieron la emergencia de grandes
productores de maíz en Sinaloa. Mientras tanto se mantuvo la producción maicera
para autoconsumo por campesinos pauperizados.
El sector de
transformación del maíz también está polarizado entre las tortillerías que usan
o no molino de nixtamal y los grandes grupos empresariales (Maseca
y Minsa). Con la crisis de la tortilla, el gobierno
estimuló los flujos comerciales “beneficiando a los grandes productores y
comercializadores, a fin de garantizar el consumo urbano” (p. 137). Ambas
autoras defienden la hipótesis de que la calidad es un factor importante en las
estrategias alimentarias de las poblaciones campesinas, con particular
referencia a la tortilla: la producción para autoconsumo es garantía de calidad
del maíz y sus productos derivados.
En Atlacomulco,
la mayoría de los pobladores rurales cultivan maíz para autoconsumo; prefieren
las tortillas hechas a mano. De hecho, la tortilla casera tradicional se ha
vuelto un producto cotizado, por lo que las mujeres se autoemplean
vendiendo en su poblado tortillas hechas a mano, fenómeno notorio en
comunidades semi-rurales y localidades donde
predomina un cultivo comercial del maíz. La tortilla no industrial se está
convirtiendo en un producto gourmet, considerado por los habitantes del medio
rural como un alimento básico, sano y dietético.
Al respecto, una
excelente referencia para entender la importancia de la tortilla en la dieta de
las poblaciones indígenas de esta zona del norte del Estado de México, es El
taco mazahua de
Ivonne Vizcarra, quien muestra que más allá de la infinidad de combinaciones de
la tortilla en guisados diversos, sobreviven profundas y enraizadas representaciones
colectivas en torno al maíz.
En el siguiente
capítulo, la investigadora Aurora Martínez presenta un excelente análisis de
las estrategias domésticas para asegurar el consumo diario de alimentos en tres
poblados de Veracruz. Destaca que las condiciones ambientales y particulares de
cada lugar influyen directamente sobre las conductas colectivas de los
habitantes referentes a su alimentación. Asimismo, son tres las conductas de
los cafeticultores veracruzanos que tratan de disminuir los riesgos inherentes
a la comercialización del aromático. “A nivel localidad, encontramos que las
alternativas para cubrir todas las necesidades más ingentes son, como en la
mayoría de las localidades cafetaleras: la producción de autoconsumo, el
trabajo asalariado del propio productor, mayor uso de la fuerza de trabajo
familiar y, en algunos casos, las aportaciones y remesas de familiares que han
emigrado” (p. 174).
A partir de una
rica fuente de información de primera mano recolectada en trabajo de campo, la
economista de la unam analiza los
alcances de los productos de autoconsumo en la dieta anual de los hogares.
Dentro de las estrategias para asegurar sus requerimientos alimentarios, los
pequeños productores se las ingenian para cumplir mínimamente con las reglas de
operación de los programas gubernamentales de apoyo y de esa forma obtener un
ingreso más.
Por ejemplo, un
cafeticultor entrevistado “ha tenido que comprar café cereza a otros
productores más precarios que él, a fin de cumplir con la comprobación de la
venta de café que oficialmente se exige para ser considerado en la entrega del
subsidio al final del corte” (p. 176). Al margen de la lógica racional
determinada por un cálculo empírico de costo/beneficio, los cafeticultores muestran una sorprendente flexibilidad para enfrentar las contingencias y asegurar la
reproducción de la unidad doméstica. Su adaptación a un entorno
cambiante (fluctuación de precios del mercado del café, modificación del
sistema de ayuda, evolución del mercado de tierras, cambio climático, etc.)
conlleva al abandono parcial de las actividades agrícolas para emigrar y
trabajar en otros sectores. La migración afecta la cafeticultura,
ya que escasea la mano de obra.
En su artículo
sobre la racionalidad socioeconómica de los campesinos productores de café,
Armando Bartra, Rosario Cobo y Lorena Paz Paredes recuerdan oportunamente que
no hay cafeticultor campesino puro, ya que diversifican sus fuentes de ingreso.
Lo que los autores denominan teología campesina, cuyo fin es la maximización del bienestar,
debería incluir como correlativo la disminución tendencial de los riesgos
agrícolas. En pos de teología campesina y de racionalidad
campesina, quizá
convendría más hablar de ingenio campesino para referirse al conjunto de
conductas no siempre racionales y planeadas que el productor lleva a cabo en su
vida diaria para aumentar sus ingresos.
Asimismo, la
simulación y disimulación forman parte por completo del comportamiento
socioeconómico del campesino. Contrariamente al espíritu capitalista de producción
intensiva de un solo producto (el café, por ejemplo), el ingenio
campesino en la era
neoliberal privilegia la diversidad de actividades económicas, la solidaridad
intrafamiliar, y mantiene viva una economía de prestigio que privilegia el
gasto suntuario y de obsequios. “Diversidad que cuando es total o parcialmente
de autoabasto, genera seguridad alimentaria, mejora
en cantidad y calidad el consumo familiar y reduce sus costos monetarios” (p.
205).
Los años de
buenos precios del café son años malos para las organizaciones de productores
del Comercio Justo porque siendo poca la diferencia de precio entre el café
convencional y el café orgánico, los socios suelen vender su producción a
intermediarios o empresas como AMSA, filial de Starbucks. De hecho, los
investigadores apuntan al coyotaje y los sobreprecios como la mayor amenaza de
la seguridad alimentaria de las familias rurales, sobretodo las que viven en
lugares apartados.
Las agrupaciones
de productores permiten, hasta cierto punto, reducir la vulnerabilidad de los
hogares campesinos asegurándoles ingresos mínimos por la venta de su café. La
defensa colectiva de sus intereses se presenta como una alternativa viable a
las desigualdades entre los agentes económicos.
Finalmente,
Víctor Quintana redacta una crónica de las movilizaciones de las organizaciones
rurales en Chihuahua a finales de la década del 2000. Narra los pormenores de
las luchas en contra de las elevadas tarifas de
la Comisión Federal de Electricidad (cfe).
Detalla también las diferentes movilizaciones colectivas para detener
los cortes eléctricos de los pozos profundos en un ambiente de franca
hostilidad: los políticos y funcionarios públicos, quienes mostraron una
actitud autoritaria que llegó hasta el encarcelamiento y asesinato de líderes.
Con menos fuerza, las protestas en contra del maíz transgénico
convocaron un sector agropecuario progresista vinculado con las cuestiones
ambientales y los derechos humanos. El autor describe en forma periodística los
incidentes de estos ciclos de violencia entre un Estado represor y
organizaciones combativas que luchaban para garantizar la sobrevivencia de la
agricultura en pequeña escala. Aunada a la insistencia de la cfe de cortar la luz a los productores
de riego deudores a quienes anteriormente había aumentado la tarifa de más de
cien por ciento; la mafia afianzó su penetración en el tejido social de los
poblados rurales de Chihuahua forzando la reconversión productiva con la
siembra de enervantes.
Esta violencia enquistada en los poblados contribuyó a fragilizar aún
más la situación de los pequeños productores, una parte de los cuales se vio
forzada a emigrar a los Estados Unidos de América. Un análisis más profundo de la
lógica de acción de los agricultores chihuahuenses hubiera permitido
quizá esclarecer mejor el papel del Estado en la criminalización del
descontento, ya que la liberación total del mercado agropecuario fue acompañada
por una restricción mayor de la libertad individual y colectiva.
En suma, la obra La crisis
mundial. Impacto sobre el campo mexicano ocupa un lugar en la lista de
publicaciones académicas contemporáneas sobre el campo, publicaciones que
reúnen generalmente artículos de varios
autores. Los maiceros, cafeticultores y ganaderos son objeto de una lectura cruzada que revela diferentes enfoques de
análisis, pero también una misma preocupación: las modalidades colectivas de
resolución del riesgo alimentario.
Los economistas mostraron en esta obra que la seguridad alimentaria
está directamente vinculada a los ingresos del hogar y a las condiciones del
mercado, pero al ser a la vez productores y consumidores de alimentos, las
familias campesinas emplean múltiples estrategias para asegurar la reproducción
de su fuerza de trabajo. Cuando las condiciones mínimas de sobrevivencia no
están aseguradas pueden recurrir a la reconversión laboral, la migración e
incluso la protesta. Asimismo, lejos de la etiqueta de ser conservador y
renuente al progreso, el campesino mexicano enfrenta con ingenio y valor los
desafíos de las competencias en la era del neoliberalismo.
Recibida: 13 de marzo de 2014.
Aceptada: 26 de marzo de 2014.
Bruno Lutz
Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Xochimilco
Correo-e: brunolutz01@yahoo.com.mx
Bruno Lutz. Francés. Doctor
en ciencias sociales por la uam,
con posdoctorado en el iis-unam;
licenciado en Sociología y maestro en Antropología en París iii. Es profesor investigador titular de
la uam unidad Xochimilco y miembro
del Sistema Nacional de Investigadores. Sus líneas de investigación son: la
relación del Estado con los campesinos, las organizaciones rurales y las formas
sociales de dominación. Ha dictado más de veinte conferencias magistrales sobre
temas de la teoría sociológica y sociología rural. Ha impartido seminarios de
posgrado en México y Uruguay; actualmente es profesor en el doctorado de
Ciencias Sociales y licenciatura en sociología. Ha sido coordinador de varios
libros, el más reciente es Acción
colectiva y organizaciones rurales en México, uam-unam, México (2014). Ha publicado también
una cuarentena de artículos científicos en revistas nacionales e
internacionales, los más recientes son: “El mismo fogón: migración y trabajo
reproductivo femenino en comunidades mazahuas”, Convergencia.
Revista de Ciencias Sociales, 20
(61), uaem, Toluca, pp. 193-218 (2012); “Estrategias de civilización del
campesino contemporáneo. Biopolíticas alimentarias en
México”, Ruris, 6 (2), Ceres,
Sao Paulo, pp. 89-120 (2012); «Ley y orden en el proceso de civilización. Caso
de los indígenas rarámuris», en Iberoforum, Revista de Ciencias Sociales, 13, Universidad Iberoamericana, México, pp. 1-32
(2012).