De la ley de la calle a la ley de las élites: la sociedad
civil en la encrucijada de la gubernamentalidad en América
Latina
Morgan Quero*
Abstract
In the
society of risk, the acceleration and multiplication of political crises and
the uncertainty produced by the effects of the democratic modernisation
create hitherto unheard-of political gaps. Such gaps are successfully filled
by actors of the civil society when it is necessary to take government
responsibilities. Implicitly, it is possible to track authoritarian
characteristics coming from the continuities of the Latin American political
culture in which the elites appear with a renewed and predominant leadership
role. In this way, the authoritarism, masqueraded as
democratic, would not be originated in the deceptive theoretical separation of
Estate and civil society, but in their enigmatic mutual understanding, in their
battle to define governmentality. It is indeed a
battle expressed in terms of over-representation of the elites and the gradual
disappearance of the self-representation of the popular sectors.
Keywords:
civil
society, presidentialism, governmentality,
crisis, democracy, elites, authoritarism.
Resumen
En la sociedad
del riesgo, la aceleración y multiplicación de las crisis políticas y la
incertidumbre producida por efectos de la modernización democrática genera vacíos políticos, que son ocupados por
actores de la sociedad civil al asumir responsabilidades de gobierno. Pero se
pueden rastrear rasgos autoritarios, reflejo de las continuidades de la cultura
política latinoamericana, donde las élites reaparecen con un papel de
liderazgo. Así el autoritarismo con rostro democrático se originaría, no tanto
en la supuesta separación teórica entre Estado y sociedad civil, sino más bien
en su compenetración, en su batalla por definir la gubernamentalidad,
expresada a través de la sobre-representación de las élites y la paulatina
desaparición de la auto-representación de los sectores populares.
Palabras clave: sociedad civil, presidencialismo, gubernamentalidad,
crisis, democracia, élites, autoritarismo.
*
Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, Universidad Nacional
Autónoma de México. Correo-e: morgan@servidor.unam.mx.
Introducción
Si en los años 80
América Latina vivió fenómenos concomitantes y paradójicos como la transición a
la democracia, la década perdida y la descentralización del Estado, en los 90
el panorama fue todavía más complejo y contradictorio: fortalecimiento de la
sociedad civil y neoliberalismo globalizador con inestabilidad institucional.
En su conjunto, estos fenómenos terminaron por degradar al conjunto de las
democracias, restándole legitimidad y confianza a instituciones y actores que
tenían por tarea consolidar los frágiles sistemas políticos.
Con la caída del
muro de Berlín y el consecuente mal llamado fin de las ideologías, las opciones
revolucionarias de izquierda se diluyeron y la ‘utopía’ se desarmó. A pesar de
que se mantienen focos guerrilleros de incierta claridad ideológica y en franca
descomposición en países como Colombia, Perú, México, Bolivia; y a pesar de que
los partidos democráticos de izquierda no han logrado convertirse en
alternativas coherentes de gobierno (con las excepciones de Brasil y Chile),
los descontentos sociales ante la democracia y las protestas políticas contra
los gobiernos en turno no han cesado. De hecho, el resultado de este desencanto
ha sido canalizado como nunca antes en la historia de América Latina de forma
eficaz, al traducirse las protestas en juicios políticos o posmodernos impeachments tropicales y renuncias sonadas de primeros mandatarios
con muy novedosos exilios, extraños asilos y espectaculares huidas. En total,
en los años 90 y hasta el 2001 tenemos a no menos de siete presidentes de
República[1]
que han tenido que abandonar sus cargos por distintas presiones políticas que
provenían principalmente de una pérdida de legitimidad interna, de una crisis
política prolongada y azuzada también desde la calle a través de un continuum de manifestaciones y protestas
pacíficas o violentas.[2]
El problema
planteado por estas nuevas formas de expresión política reside en que detrás de
dichas dinámicas de cambio político y de crítica al poder establecido, a los
programas económicos en marcha o a los estilos de gobierno, no sólo encontramos
una voluntad democratizadora y popular sino un riesgo latente de retroceso
autoritario y recuperación elitista al más puro estilo de la tradición política
latinoamericana que subraya el divorcio entre el mítico país
real y el país
legal.
Para tratar de
acercarnos a estos nuevos fenómenos políticos que plantea la siempre
conflictiva relación entre sociedad civil y Estado en nuestro continente
procederemos en dos partes. Primero, interpretando la multiplicación de estas
crisis políticas como expresión latinoamericana de la sociedad del riesgo;
segundo, señalando que el vacío dejado por estas situaciones de crisis es
ocupado, a través de la sociedad civil, más por las élites que por los pueblos
en su voluntad de cambio. Esto último explicaría la dificultad para crear
alternativas de gobierno a la hegemonía política y económica de la
globalización en América Latina, así como a las profundas dudas y limitaciones
inherentes a la acción democratizadora de la sociedad civil.
1. Del riesgo a la
crisis
“La sociedad del
riesgo” es el sugerente título del libro más conocido del sociólogo alemán
Ulrich Beck (1998). Su propuesta teórica nos puede ser útil para comprender el
tipo de crisis política, no revolucionaria, que han tenido que enfrentar
gobiernos y actores políticos latinoamericanos en la última década. Y sin duda
nos permitirá también comprender que la multiplicación de las crisis nos coloca
ante la presencia de novedosos vacíos políticos.
Muy someramente,
para Beck (1998), la sociedad del riesgo es la configuración de nuevos
problemas sociales, científicos y políticos surgidos de la lógica misma de la
modernidad, peligrosamente amplificada y fragmentada por el proceso de
globalización. Los riesgos afectan a los mismos centros de producción y a los
propios actores-conductores de la modernidad, generando así un peligroso efecto
boomerang
porque su causalidad no tiene límites, multiplicando los efectos perversos.
Ante esto se reconfiguran las tradicionales nociones de clase, ciudadanía,
espacio público y control, y queda al descubierto la imposibilidad del control
absoluto. La sociedad del riesgo de Beck es una sociedad de múltiples y
recurrentes crisis. Su paradoja es que en la sociedad del control, el
descontrol es el rasgo principal. La multiplicación de las crisis derivadas de
los riesgos inherentes a la producción material y simbólica de objetos y
sentidos genera también una inusual movilización multisectorial de resistencia
que a veces puede aparecer como fragmentada e inconexa, pero que en otras es capaz
de centralizar y focalizar su acción con eficiencia. Sin embargo, ni siquiera
cuando lo logra se puede comparar a una movilización de tipo revolucionaria
(entendida ésta como omniabarcante en el tiempo y el
espacio), ya que su éxito está basado en el mismo mecanismo que la produjo: la
extensión de la propia lógica moderna de la sociedad del riesgo.
La expresión
inédita de estos fenómenos en América latina, traídos consigo por la
democratización, la globalización, el neoliberalismo y el neopopulismo se han
vivido en directo,
y hasta con recurrencia, en el caso de las crisis políticas que terminaron con
la salida y renuncia de varios presidentes.
No hay acción
ciudadana sin víctima política. Los tambores rituales anuncian siempre algo más
que la aplicación de la ley: el sacrificio de uno en nombre de todos. En
América Latina, los progresos incontestables de la democracia y de la opinión
pública han traído consigo excesos y ajustes de cuentas entre las élites
políticas. Disfrazados de legalidad y justicia, amparados por el clamor popular
e invadidos por una sed de racionalidad y transparencia, los actores políticos
más tradicionales del continente han sabido sacar provecho de la apertura
democrática. En nombre de las instituciones se han violentado a las propias
instituciones.
Los
acontecimientos del 2000 en Ecuador, en donde el presidente Mahuad fue
derrocado tras una serie de confusas manifestaciones con participación de los
grupos indígenas de la conaie
(Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) y de facciones
militares, que determinaron el ascenso al poder del vicepresidente Noboa. Desde
Brasil a Guatemala, pasando por Venezuela y el Perú, actores políticos de
primer nivel se han visto acusados de todos los delitos, obligados a partir al
exilio o a vivir en ostracismo. En algunos casos se trató del mismísimo
Presidente, quien llegaba al poder envuelto en la aureola del héroe. En otros
se trataba de líderes políticos de gran factura, partícipes de los avances
democráticos. Pero siempre de personajes centrales en la vida política de un
país. Podemos preguntarnos, entonces, si acaso estas caídas no corresponden más
bien a un cambio en los pactos entre las élites en los sistemas políticos que a
una verdadera toma de conciencia ciudadana.
A fines de 1992,
Fernando Collor de Mello, Presidente electo de
Brasil, era destituido a través de un impeachment por la Asamblea y el Senado. Después
de multitudinarias manifestaciones en las principales ciudades de Brasil que
hacían eco al descubrimiento de una red de influencias que involucraba a
familiares y ministros, el presidente tenía que retirarse y enfrentar cargos de
corrupción. En Venezuela, en mayo de 1993, Carlos Andrés Pérez era destituido
también acusado de corrupción. Y en junio del mismo año, en Guatemala, Jorge
Serrano era derrocado por intentar cerrar el parlamento al estilo Fujimori. Más
cerca, en 1997, en Ecuador, el presidente Bucaram era derrocado en condiciones
similares a las de Mahuad, pero esta vez escapando del país, evitando así un
proceso en su contra. Por último, en el 2001 Fujimori y De la Rúa, presidentes
de Perú y Argentina, tuvieron que renunciar a sus respectivos cargos de forma
poco decorosa, tras la presión conjunta de la calle y el parlamento.
Es allí que la
‘ley de la calle’ como expresión negativa aparece en el corazón del conflicto
político. Consiste en saber hasta qué punto un sistema político escucha a la gente o hasta qué punto
escamotea su voluntad confiscándole su soberanía y alejando a la sociedad de
las decisiones que la afectan. Esta expresión nos remite también al temor, al
reino del más fuerte, a la ausencia de reglas pacíficas para sortear los
conflictos. Pero también reúne, tras una metáfora, a los movimientos sociales y
a la sociedad civil en su dinámica: una dinámica basada en la acción ciudadana,
vigorosa y libre, que privilegia la expresión directa por encima de la
representación política que mediatiza y atempera. Viene a colocar en el centro
del debate el lugar de los excluidos, de la plebe no representada, expropiada
de su libertad. Pero, además, parece contener el fantasma del populismo en su
versión latinoamericana, capaz de capitalizar políticamente el descontento y la
protesta, remitiéndonos finalmente a las virtudes de la sociedad frente a las
perversiones del Estado.
Estas
posmodernas crisis políticas en el contexto de la sociedad del riesgo parecen
surgir tanto de la tradicional debilidad del Estado como de la capacidad re-legitimizadora de los actores de la sociedad civil. Como
nos lo recuerdan Anthony Pagden y Luis Castro Leiva,
en América Latina la construcción estatal del siglo xix tenía como objetivo crear una sociedad civil que fuera capaz de
asegurar la felicidad para sus miembros. Después de la revolución rusa, señalan
los autores, el objetivo se invirtió paso a paso, acelerándose,
paradójicamente, durante los 90; para la sociedad se trata de ‘eliminar’, lo
más posible, al Estado (Castro y Pagden, 2001).
Si hay crisis es
porque ésta se debe en primer lugar a la imposibilidad que tiene el Estado, no
sólo de oír las criticas que le llegan desde la
calle, sino que en su misma estructura o aparatos no existen mecanismos, ni
políticos ni burocráticos, para corregir rumbos y afinar estrategias con el fin
de responder a las demandas.
Así, nos parece
sugerente la postura de O’Donnell (1988) al sugerir
la necesidad de fortalecer las instituciones del Estado que promuevan una accountability
horizontal. Definida
esta última como la “existencia de agencias estatales que tienen la autoridad
legal y están fácticamente dispuestas y capacitadas para emprender acciones,
que van desde el control rutinario hasta las sanciones legales o incluso impeachment, en relación con actos u omisiones de otros agentes o
agencias del Estado que pueden, en principio o presuntamente, ser calificadas
como ilícitos” (O’Donell, 1988: 173-174). Por lo
tanto, la ausencia de estos mecanismos o virtudes del sistema político, más
allá de la acción ciudadana, puede acelerar o agudizar las situaciones de
descomposición de un gobierno o de un régimen.
Pero, ¿si las
instituciones fallan? La crisis se ahonda y es recuperada por la calle. Bobbio nos recuerda que, en la tradición, la última
instancia de legitimidad en una crisis política de gobernabilidad es la
sociedad civil. El italiano plantea la relación entre gobernabilidad y sociedad
civil como un eje que es articulado por el problema de la legitimidad. Así “la
sociedad civil es sede donde se forman, especialmente en los periodos de crisis
institucional, los poderes que tienden a obtener su legitimidad incluso en
detrimento de los poderes legítimos, donde, en otras palabras se desarrollan los
procesos de deslegitimación y relegitimación”. Y añade, “de aquí que la frecuente afirmación de que la
solución de una crisis grave
que amenaza la sobrevivencia de un sistema político debe buscarse ante todo en
la sociedad civil, donde se pueden encontrar nuevas fuentes de legitimización,
y por tanto nuevos espacios de consenso” (Bobbio,
1989). El comentario de Bobbio nos permite sopesar
los elementos del conflicto a partir de las demandas, presiones y acciones de
la Sociedad Civil, sin la cual no podemos imaginar ningún escenario de
gobernabilidad, porque revela que en el corazón del cambio está esa legitimidad
en disputa por parte de múltiples actores políticos. Sin embargo, un análisis
poco cuidadoso podría llevarnos a creer que la única legitimidad posible está,
‘material y espiritualmente’, en la sociedad civil. Esta tentación podría
entonces conducirnos a pensar en una subjetividad radical de la sociedad civil
opuesta a cualquier forma racional e institucional de regulación de conflictos,
volviendo a oponer la supuesta pureza del país real a la supuesta corrupción
del país legal.
2. De la crisis a la elitización
La sociedad del
riesgo conjuga la noción de crisis bajo el signo de lo múltiple y lo continuo.
La recurrencia de los procesos de crisis política sin solución refuerza, por un
lado, la inestabilidad de los frágiles regímenes democráticos, y por otro la
fragmentación de las luchas políticas que dan pie a esas crisis. Nunca antes de
los años 90, en la historia de América Latina, tantos presidentes habían sido
derrocados o se habían visto obligados a renunciar al poder por la amenaza de
juicios políticos o la realización de manifestaciones en su contra. Históricamente,
la inestabilidad política provenía de los golpes de Estado, pero durante los
años noventa no había que temerle ni a los militares, ni a las elecciones, sino
a la presión de las manifestaciones y a las constantes movilizaciones de la
sociedad civil.
Pocas veces en
América latina, el axioma de Claude Lefort de que la
democracia es un espacio vacío, lugar de la incertidumbre y de la ausencia de
trascendencia de las normas ha sido más cierto que durante los años 90. Para Lefort, autor de La invención democrática: “la democracia asocia dos principios
aparentemente contradictorios: uno, que el poder emana del pueblo; el otro, que
ese poder no es de nadie”. Y agrega que, la democracia, “sin embargo, vive de
esta contradicción” (Lefort, 1981). Pero Lefort va más allá al sugerir que es el Estado, en última
instancia, el que dota de una dimensión simbólica que permite darle forma y
cohesión a la sociedad civil, convirtiéndola en la expresión secular del
tradicional cuerpo del rey teológico-político.
Lo que nos
interesa señalar aquí es que con la multiplicación de las crisis de
gobernabilidad en América Latina, quedaba al descubierto la desnudez del poder
que debía representar la voluntad del pueblo y se convertía –no sólo
simbólicamente– en un espacio realmente vacío, abandonado incluso durante las
pugnas entre los distintos grupos de la sociedad civil, a merced de las
negociaciones a espaldas de los ciudadanos en los casos de los nombramientos de
los sustitutos de los presidentes salientes o de los interminables cabildeos
parlamentarios con resultados más que confusos. Fue el caso en el Perú y en
Argentina (este último con una enigmática danza de cinco presidentes al hilo),
pero también en Ecuador en las dos ocasiones de crisis presidencial. Incluso,
en el caso venezolano de abril de 2002, fue la oportunidad para que el depuesto
Hugo Chávez recuperara el poder.
Así que la
democracia mostraba su rostro no sólo como territorio de conflicto entre el
conjunto de la pluralidad y diferencia de la sociedad civil, sino sobre todo
como espacio vacío, ya no en el sentido figurado, sino literalmente hablando.
Los países latinoamericanos envueltos en estas crisis vivieron horas de
ausencia real en los controles materiales del gobierno y el Estado. Pocas veces
como entonces el vacío político se hacía tan patente en la experiencia
histórica de nuestras sociedades.
Pero sin duda
este vacío, esta ausencia en los espacios materiales desde donde se ejerce
ritualmente el poder de los gobiernos, esta dispersión de opciones contradictorias,
este magma social expresado con fuerza irrefrenable a través de la movilización
social en las calles dejaba la puerta abierta a una nueva, pero extraña
recomposición. Después de la perplejidad ante el vacío, después de darse cuenta
de que, en efecto, la protesta caótica había ganado, se generaba un extraño
sentimiento de desorientación al desaparecer el personaje que encarnaba al
‘enemigo’.
He allí que una
nueva hegemonía se reconstruía al amparo y gracias al vacío generado por la
movilización de la sociedad civil en las calles. Al multiplicar las demandas
muchas veces inconexas y altamente diferenciadas de esa muy plural sociedad
civil, o al contrario, su carencia de demandas específicas y la expresión de
bronca, frustración o reivindicación de una ética ante la maquiavélica lógica del
poder, lo que se producía era una emergencia de significantes vacíos. Como lo
explica Ernesto Laclau (2000), vacíos en tanto
significantes de la categoría de falta, de una totalidad ausente, indisponible
dirían los psicoanalistas. Ahora bien, ¿cuál de las opciones políticas en juego
podía, en los contextos particulares de las movilizaciones, reunificar,
articular, sumar a los actores para eventualmente convertirlos en sujeto y
definir una hegemonía? La respuesta es ninguna... Más que el carácter desigual
de lo social que se reinstala en la historia presente a través de la figura de
las élites.
La relación por
la cual un contenido particular se convierte en el significante de una plenitud
comunitaria ausente es lo que se define como una relación hegemónica […] una
clase o un grupo son considerados como hegemónicos si no se quedan encerrados
en una perspectiva estrechamente corporatista, y más
bien se presentan como realizando, para sectores más amplios de la población,
objetivos más vastos como son los del orden o la emacipación.
(Laclau, 2000: 102-103).[3]
Observamos
entonces que lo que unificaba a los muy diversos sectores movilizados por la
sociedad civil a la hora de expresar su descontento y repudio era la figura misma
del personaje político en cuestión. Al dejar vacío el poder, este ‘enemigo’
dejaba al descubierto de forma indirecta la multitud de significantes vacíos
desarticulados entre sí, sin mediador interno, sin un liderazgo específico claro que pudiera dar forma a la
nueva relación hegemónica por construirse.
El poder dejado
vacante era ocupado por novedosas élites sociales y económicas, únicas capaces
de hacer jugar a su favor la desigualdad social y la fragmentación a ultranza
del descontento social. La tesis no es nueva, lo interesante es que,
anteriormente, en las discusiones sobre movimientos sociales, los que sacaban
provecho de las turbulencias políticas eran los miembros de un sector de
profesionales o emprendedores políticos altamente especializados. Ahora, esos
tradicionales actores de un modelo lenninista son
apenas actores secundarios y los actores principales son las élites dotadas de
un capital simbólico y cultural, económico y político que hace la diferencia.
En ese caso ya
no hablamos ni de los tradicionales activistas profesionales ultrapolitizados, ni de las oligarquías tradicionales de
mediados del siglo xx, sino de un
reducido grupo de actores interesados por el poder político dejado vacío,
dotados de un fuerte capital simbólico. Más solitarios que orgánicos, síntesis
del nuevo outsider
y del viejo condottiere, son capaces, al mismo tiempo, de
burocratizar al movimiento social y de recomponerlo con nuevos discursos. En
todos está latente una soledad laberíntica que los coloca, a pesar suyo, como
jefes de movimientos sin tropa. Provenientes de muy diversos horizontes
sociales y depositarios de la formación escolar otorgada por los procesos de
modernización de las sociedades latinoamericanas de los años 50 y 60, las
élites son tan diversas como la misma sociedad que los ha parido (citado en Lipset y Solari, 1967). Estas élites son indígenas en su
actual acepción indianista, como Nina Pakari, fugaz
ministra de relaciones exteriores en Ecuador o Evo Morales, líder de la
oposición en Bolivia; guerrilleros como el Sub-Marcos en México o Tirofijo en Colombia; sindicales como Carlos Ortega en Venezuela
o José Luis Risco en Perú, empresarios como Pedro Carmona en Venezuela o Lino Korrodi en México, intelectuales como Cardoso en Brasil o
Castañeda en México, deportistas como Reutemann en la
Argentina, militares como Lucio Gutiérrez en Ecuador y hasta políticos
disímiles como Alejandro Toledo en Perú o Eduardo Duhalde en Argentina.[4]
Su
característica principal es la de romper con las imágenes del pasado, del
tradicional discurso hegémonico y populista y de
intentar refundar el presente solamente desde una acción política decidida
consciente de que su liderazgo es minoritario y está seriamente acotado, pero
con la flexibilidad negociadora capaz de lograr consensos mínimos, tanto en sus
propios espacios organizativos como hacia fuera, con el resto de la sociedad.
Pocas veces como antes estas élites han gozado de la oscilación mediática,
efímera pero siempre impactante. Atrás quedaban los índices de aprobación plebiscitaria
de nuestros viejos caciques populistas capaces de generar amplios consensos
nacionales, es decir procesos hegemónicos tan duraderos como el mismo proyecto
del Estado-Nación. Estas élites no son más mercuriales y cambiantes que las
anteriores, pero sí son estrellas más fugaces, personajes más flexibles, menos
heroicos y más humanos, pero sobre todo muy frágiles en el tiempo: viven del
vaivén del rating,
elegidos de un día, nominados de siempre, como héroes deportivos pasajeros; más
que ídolos con pies de barro, íconos de alguna extraña academia política sin
claustro, sobrevivientes de alguna operación triunfo. Estas élites se nutren de la
confusión de nuestra época y terminan expresándola mejor. Su nostalgia está en
el futuro, ya que el presente los envejece prematuramente y el pasado realmente
nunca les perteneció.
Estas élites son
las que juegan un papel de mediadores fundamentales al momento de recomponer
los vacíos dejados por la protesta y la crisis ante el gobierno saliente.
Adaptan sus discursos desde la sociedad hacia el Estado para legitimar su
novedosa presencia y ensanchar así los márgenes de gobernabilidad. Justamente
porque este concepto involucra dimensiones de legitimidad y eficiencia que ya
no parten del propio corazón del gobierno, es que nos parece fundamental hacer
una reflexión que vincule las nociones de gobernabilidad con la de gubernamentalidad.
Aunque parezca
extraño, este concepto acuñado por Michel Foucault (1991) se refiere a la cada
vez mayor autonomía del gobierno de los hombres y las cosas en relación con el
Estado. Después de señalar que lo más importante para la modernidad no es la
estatización de la sociedad sino la gubernamentalización
del Estado, Foucault define:
La gubernamentalización del Estado es un fenómeno singularmente
paradójico, ya que si bien los problemas de la gubernamentalidad,
las técnicas de gobierno han constituido la única apuesta del juego político y
el único espacio real de la lucha política; la gubernamentalización
del Estado ha sido sin duda el fenómeno que le ha permitido sobrevivir, y muy
probablemente el Estado es actualmente lo que es gracias a esa gubernamentalidad, que es a la vez interna y externa al
Estado, ya que son las tácticas de gobierno las que permiten definir paso a
paso qué es lo que le compete y qué es lo que no le compete, qué es lo público
y qué es lo privado, qué es lo estatal y qué es lo no estatal, etc. (Foucault,
1991: 25-26).
Antes de llegar
hasta allí, Foucault señalaba tres puntos importantes: 1) La pluralidad
sincronizada de las formas de gobierno respecto del Estado y la inmanencia de
esta actividad como conexas y entrelazadas en el interior de la sociedad; 2) El
arte de gobierno y el poder del príncipe no son discontinuos con relación a
otras formas de poder como la economía y la moral; 3) El contrato viene a ser
la matriz teórica a partir de la cual se intentan alcanzar los principios
generales de un arte de gobierno. Estos tres puntos sostienen en su acepción
política a la gubernamentalidad, desde por lo menos
el siglo xviii (Foucault, 1991:
13).
Foucault (1991)
nos recuerda que debemos pensar la gubernamentalidad
como algo más complejo, desligado del aparato de Estado, que ocurre también en
el ámbito de lo social, a través de las élites y que, a su vez, está habitado
por la racionalidad de los equilibrios, técnicas y tácticas de lo gubernamental
en su educación política. Esta perspectiva nos lleva a entender mejor que los
márgenes de control político entre las diferentes esferas están mucho más cerca
el uno del otro que lo que en algunos casos se cree.
En otras
palabras, lo que queremos sugerir es la posibilidad de que a través de la gubernamentalidad, es decir, de la presencia continua de la
sociedad en las decisiones políticas más allá de la lógica coactiva del Estado,
se hayan dado formas de representatividad eficientes pero que desbordan el
marco institucional y las reglas básicas del juego democrático y donde es
fundamental el papel de las élites como mediadoras y transformadoras.
Conclusión
Para salir de la
crisis las recetas son siempre riesgosas, pero hay que saber tomar los riesgos
necesarios. Si la accountability horizontal puede ser un elemento
fundamental para darle equilibrio al sistema político en sus futuras crisis, no
podemos olvidar que la sociedad civil puede reclamar la redefinición de la
legitimidad en los momentos de mayores problemas políticos. Esta noción nos
conduce, entonces, a asumir que los problemas de gobierno no están sólo en
aquellos que gobiernan, sino en la relación de éstos con el resto del cuerpo
social. Esta continuidad de los eslabones del poder nos plantea la urgencia de
profundizar la noción de gubernamentalidad que sería
uno de los aportes de la modernidad, trascendiendo la dicotomía Estado y
sociedad y dejando aparecer a unas novedosas élites. El riesgo es que, al
pensar de este modo, nos encontramos con una larga tradición de fortaleza de la
sociedad civil, entendida como reino de los particularismos. Esta dinámica
histórica muy particular refleja una tentación constante en reclamar acciones
políticas directas que faciliten la expresión en el corto plazo basándose en
negociaciones poco transparentes. Esta situación desbordaría de hecho, no sólo
el marco legal, sino el esquema institucional de la representación en favor de
la expresión directa de la voz de unos y otros, pero bajo la amenaza del más
fuerte, al estilo de la ley de la calle. Esto produce una apuesta en términos
estratégicos de la violencia simbólica o de la amenaza que fragiliza a la larga
el sistema democrático en un periodo de cambio y reacomodo político.
El reto, y el
riesgo, es dejarse llevar por una fragmentación a ultranza que reafirme el
poder de las élites como únicos actores dirigentes de la sociedad civil en este
nuevo contexto. Con su mayor capacidad de negociación por sus vínculos
económicos y sociales con los gobiernos, las élites podrían ser las
depositarias momentáneas de las iniciativas de la sociedad civil o las
monopolizadoras del discurso democrático implícito en su dinámica. Saltando
incluso por encima de los partidos, asociaciones y organizaciones no
gubernamentales pertrechadas por sus asociaciones mínimas y con fuertes
tendencias corporativas, las élites podrían poner en riesgo parte de los
valores democráticos implícitos en la esfera de la sociedad civil. Este detalle
es relevante cuando observamos que la nueva legitimidad surgida de las
protestas es la de los sectores conservadores como en Venezuela. Pero también
cuando recordamos las tradiciones de ciertos grupos de la izquierda en el
continente, más proclives a crear su propia asociación (de cofradías tipo entre-nous)
que a buscar una acción abierta en el espacio público, enriqueciendo el debate
democrático. Por eso, los sectores populares, también muy fragmentados en su
identidad, acción y representación, podrían verse aislados y abandonados a la
suerte violenta que les depara la calle a los más humildes de América Latina. Excluídos de la política por el abstencionismo electoral o
por su dependencia clientelar, pero también a espaldas de la sorprendente
sociedad civil.
Bibliografía
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(1998), La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Paidós, Barcelona.
Bobbio, Norberto (1989), Estado,
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Por una teoría general de la política,
México, fce.
Castro Leiva, Luis y Anthony
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republics of Latin America”, en Sudipata Kaviraj y Sunil Khilnani (eds.), Civil Society, History and Possibilities,
Cambridge University Press, Cambridge.
Foucault, Michel
(1991 ), “La gubernamentalidad”, en Espacios
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1988, octubre, pp. 173-174.
El País Semanal
(2003), “Rebelión en la calle: todo empezó en Porto Alegre, la sociedad mundial
se organiza y toma las ciudades”, 16 de marzo 2003, España.
Enviado: 17 de noviembre de 2003.
Aprobado para su publicación: 16 de febrero de 2004.
[1] Collor
de Mello en Brasil, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Jorge Serrano en
Guatemala, Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad en Ecuador, Alberto Fujimori en Perú y
Fernando de la Rúa en Argentina. Muy cerca han estado, y están todavía, Hugo
Chávez de Venezuela y Gonzalo Sánchez de Losada de Bolivia.
[2] En su edición del domingo
16 de marzo de 2003, la revista de El País Semanal, de España, mostraba un titular que
anunciaba el tono de la época: Rebelión en la calle, con el subtítulo: “Todo empezó en
Porto Alegre. La sociedad mundial se organiza y toma las ciudades”.
[3] La traducción es del autor
de este artículo.
[4] Habrá que agregar el
historiador y periodista de televisión Carlos Mesa, presidente de Bolivia.