Walter Benjamin
y los pasajes de París: el abordaje metodológico[1]
Daniel Hiernaux-Nicolas
Universidad
Autónoma Metropolitana-Xochimilco
Introducción
Los últimos años
del siglo xx
han visto nacer profundas inquietudes respecto al sentido de la producción y
transmisión de los conocimientos. Por una parte, el carácter masificado de la
educación propiciaría su abandono, mientras que se ha hecho hincapié en el
postulado de que la investigación debería orientarse, en forma creciente, a
apoyar los esfuerzos del “desarrollo” y del “progreso” económico y social.
De tal suerte, se han criticado en
forma radical los patrones de enseñanza masiva
surgidos de la fase denominada fordista y, en
ciertos casos, populista, como es el de México, es decir, la fase del desarrollo
capitalista de la posguerra. Tal crítica enarbola la necesidad de regresar a
una educación de “calidad”, impartida a quienes realmente puedan aprovecharla,
en el marco de un proceso de transmisión de conocimientos que se quiere
eficiente, actualizado, y cada vez más articulado con los cambios que surgen en
el medio productivo.
Por su parte, la investigación en
ciencias sociales se ha visto duramente criticada por su improductividad,
entendida como el desprendimiento de las necesidades de la sociedad y de los
sectores productivos. Así mismo, se considera necesario destinar menos recursos
estatales a aquellos rubros, ya que se proclama que la investigación social
realmente productiva debería ser capaz de conseguir sus propias formas de
financiamiento. Una especie de “selección natural” sería entonces factible,
desprendiendo lo útil de lo inútil, lo productivo de lo improductivo, lo
necesario de lo prescindible.
La cuestión del carácter superfluo
de las ciencias sociales posiblemente sea central en los debates que orientarán
la visión del mundo que estamos construyendo para el próximo siglo. Para ello,
es necesario remitirse no sólo a criterios que definan la calidad de la
investigación y del proceso mismo de su desarrollo, sino que es preciso
plantearse cuál puede o debería ser la relación entre el investigador, las
concepciones existentes y el objeto de estudio, para determinar qué aspectos
pueden ser revisados tanto en la formación de los investigadores, como en la
relación entre la sociedad y ellos.
Para ejemplificar algunas de las
ideas que manejamos con respecto a lo que podría ser la investigación en las
ciencias sociales, nos hemos planteado usar el ejemplo de un personaje muy
particular de estas ciencias y las humanidades, cuyas obras han sido revalorizadas
después de su temprana muerte, ocurrida en septiembre de 1940 en Port Bou,
España, por temor a caer en manos de los nazis: Walter Benjamin
(1892-1940). Él es sin lugar a dudas un caso particular, difícil de clasificar,
a veces considerado como el mayor filósofo de la época de Weimar, en otras
ocasiones asimilado a los pensadores de la Escuela de Francfort.
Tildado de marxista, a veces también de filósofo marcado por su judeidad, Benjamin es un caso
aparte, y no puede ser asumido como prototipo y menos aun como ejemplo de lo
que debería ser un investigador en la actualidad.
A pesar de lo particular de su
carrera –si de “carrera” podemos hablar, contando su nula inserción en el medio
académico–, Benjamin desarrolló una serie de
actitudes cara a cara de la investigación, sobre las cuales es pertinente
reflexionar como posibles fuentes de estímulo para lo que podría ser el perfil
del investigador contemporáneo en ciencias sociales, el sentido que pueda tener
la investigación en éstas, y por ende, como valores transmisibles para la
formación del investigador.
Benjamin como investigador
Resulta sumamente
difícil sintetizar una obra de la magnitud de la que publicó Benjamin en tan corta vida. Las obras reunidas por Rolf Tiedemann que forman los Gesammelte Schriften,
suman millares de páginas a cuyo análisis se han abocado decenas de
investigadores, sin extraerles aún toda su riqueza. Para dar un ejemplo, sus
notas sobre los Pasajes de París (Passagen
Werken)
en su versión francesa llegan a cerca de las mil páginas, y han dado lugar a
numerosos trabajos más voluminosos que el original, como es el caso de las
ponencias del evento compiladas por Wismann en el
libro Walter Benjamin y París (Wismann,
1986), sin olvidar otras obras de gran valor como la de Susan
Buck-Morss (1995).
Benjamin
no fue un académico en el sentido tradicional del término, como tampoco lo fue
quien tuvo una influencia importante sobre él, Georg Simmel. Ambos se destacaron por haber sido rechazados del
medio académico, en el caso de Simmel en forma
radical hasta 1918, cuando se incorporó finalmente a la Universidad de
Estrasburgo, un lugar más bien periférico a los polos del conocimiento de la
época. La tesis de habilitación de Benjamin sobre el
drama barroco alemán también fue rechazada, aunque hoy se la reconoce como uno
de los pilares de su obra intelectual, sin lugar a dudas una clave para
entender conceptos posteriores que surgirán en el desarrollo de la obra sobre
la cual nos vamos a abocar en esta ocasión: el famoso trabajo sobre los pasajes
de París.
En las páginas que siguen trataremos
de seleccionar ejemplos de la vida de Benjamin y de
su forma de concebir la investigación, que apoyen nuestro propósito de
acercarnos a la idea de enfocar aquélla de una manera a la cual prestamos poca
atención en la actualidad, pero que eventualmente podría apoyar la necesaria
revisión de nuestra concepción de la investigación en ciencias sociales.
El manejo de una “Dirección única”
Título de una de
sus obras esenciales, Dirección única podría parecer una suerte de
monomanía del investigador. Queremos a este respecto remitir al tema de los Pasajes
de París, que
finalmente resulta ser la investigación central de Benjamin,
aunque su obra esté inconclusa. La idea de trabajar sobre los pasajes, según se
desprende de su correspondencia, surge de la lectura del entonces recién
publicado libro de Louis Aragon titulado Un
campesino en París. Benjamin se planteaba inicialmente escribir en el curso del
año 1927 un ensayo corto, con Franz Hessel (Gilloch, 1996). Luego informó a su amigo Sigfried Kracauer que el tema
empezaba a absorberlo día tras día. Si bien algunos trabajos de gran
importancia verán la luz durante los años consecutivos (entre los cuales
aparece la Pequeña historia de la fotografía), no es menos cierto que los Pasajes absorberán toda su vitalidad
intelectual hasta la fecha de su muerte, o sea, por más de trece años
consecutivos.
Benjamin
se verá involucrado en forma creciente en el tema de los pasajes: su vida en
París a partir de 1932 le facilitará la tarea; vivirá junto a los pasajes, los
cruzará a diario y laborará en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional, a
pocos pasos del Passage Choiseuil.
Las últimas noticias que tenemos de su vida informan que intentó cruzar rumbo a
España a pie por los Pirineos cargando una enorme maleta, que según él
“contenía toda su vida”. La leyenda insinúa que la maleta, desaparecida después
de su suicidio, contenía el borrador del libro acerca de los pasajes, mientras
que los documentos que conocemos en la actualidad sólo son sus notas de trabajo
que dejó a su amigo Georges Bataille, entonces
director de la Biblioteca Nacional de Francia, apuntes que éste escondió en ese
sitio, para evitar la segura destrucción de los escritos de un judío perseguido
por los nazis que entonces ocupaban París.
Benjamin
se dedicó a su obra de los Pasajes en cuerpo y alma. Parte de su extensa
correspondencia pretendió explicar y discutir con sus amigos este tema que le
apasionaba. Vivía a diario su tema de investigación. Lo hacía su vida, en una
especie de “dirección única” por él impuesta a su investigación. No podemos más
que recordar también a Braudel, quien después de ser
capturado por los alemanes dedicó sus esfuerzos a escribir el Mediterráneo en cautiverio, haciendo pasar su
investigación por encima de su condición personal de preso de guerra y
usándola, en cierta forma, como un magnífico aliciente para no darse por
vencido frente a la descomunal desgracia que padecía.
La investigación
como entrega personal
El trabajo de Benjamin sobre los pasajes no sólo representó una
orientación central, sino quizá la orientación decisiva de su vida
filosófica y personal. Ha sido también la fuente de una entrega personal
constante. Lejos de nosotros está la posibilidad de pensar que la investigación
en ciencias sociales debe ser sufrimiento, pero es preciso reconocer que la
constancia en un tema particularmente difícil como fue el caso de la
investigación de los pasajes (y ahora veremos por qué) no podía lograrse sin
numerosos esfuerzos personales que expresaron de distintas formas su entrega
personal al proceso de conocimiento.
Recordemos que Benjamin
no contó con una fortuna personal ni heredada suficiente como para mantenerse
sin trabajar, aun cuando su familia lo sostuvo económicamente en los primeros
años de su vida profesional. Tuvo que vender regularmente sus trabajos a
periódicos y revistas, desempeñarse un tiempo como periodista radiofónico,
padecer las envidias y el carácter particularmente difícil de Horkheimer y Adorno, quienes no dejaron de dificultarle la
publicación de sus trabajos (lo que en términos prácticos le significaba
disponer de menos recursos económicos) y plantearle exigencias de adecuaciones
de sus trabajos a ciertos puntos de vista, para que pudieran ser publicados en
el Instituto de Investigaciones Sociales. Existe una amplia documentación sobre
las primeras versiones del proyecto de los pasajes que fueron sometidas por Benjamin al Instituto dirigido por Horkheimer,
y resultaron rechazadas; de tal modo que Benjamin
careció crecientemente de los recursos económicos que tanto necesitaba. En el
caso del conocido ensayo sobre Baudelaire, Adorno lo consideró como
determinista (según este autor, Benjamin construyó
una ecuación demasiado simplista entre las condiciones socio-económicas de la
época y la obra poética de Baudelaire). No era lo suficientemente “dialéctico”,
según Adorno.
Sin pretender aquí discutir las
razones de Adorno frente al trabajo de Benjamin,
queremos evidenciar que nuestro autor pasó por severas privaciones, y en
ciertos momentos tuvo que hacer importantes esfuerzos para continuar con su
obra, para mantenerse en la tesitura de trabajar sobre los Pasajes, obra de la cual el trabajo sobre
Baudelaire era un eje y, para algunos, una versión en miniatura. Se recordará
por ejemplo, que Baudelaire ha sido considerado también como el prototipo del flâneur (‘paseante’), entre otros motivos por
su costumbre de pasear a su tortuga en uno de los pasajes de moda en su época. Benjamin tuvo que revisar completamente su trabajo sobre
Baudelaire, para que finalmente acabara siendo publicado en enero de 1940 por
el citado instituto, a escasos meses de su muerte.
La investigación
como tarea permanente
Muchos
investigadores lo viven en carne propia; el tema de investigación no es algo de
lo cual el investigador pueda desprenderse fácilmente. Podemos decir inclusive
que persigue al verdadero investigador, de día y de noche. Cuando Benjamin escribía sobre los pasajes vivía intensamente su
tema; en una carta a Adorno con fecha 31 de mayo de 1935, relataba que cuando
leyó El campesino de París de Aragon,
“en la cama por la noche [..] sólo era capaz de leer dos o tres hojas, porque
los latidos de mi corazón eran tan fuertes que tenía que dejar el libro”
(citado por Gilloch, 1996:94).
La investigación no tiene horario:
El antropólogo que vive en una comunidad lo sabe más que cualquiera, pero
también el verdadero investigador “atrapado” por su tema, y más allá de su
disciplina, vive su investigación con la fuerza de una pasión. Ésta le acosa
día y noche, transforma sus vivencias, sus pensamientos, sus modos de ser, y a
veces, sus relaciones sociales. Las conversaciones, los anhelos, las pequeñas
recreaciones, no dejan de ser absorbidas por el maremoto de la temática central
que arrasa con cualquier otro tema o quehacer.
Por ello, el auténtico investigador
no puede tener un horario preestablecido, como se pretende en algunas
universidades, ya que es cada hora de su vida la que dedica, en mayor o menor
medida según la intensidad del momento, a construir y reconstruir su
investigación.
Inclusive escribir no lo era todo
para Benjamin, ni tampoco leer; “investigar” no era
sólo recoger las innumerables citas que nos heredó, sino que también fue parte
de este proceso suyo el andar por los pasajes, integrar la experiencia
cotidiana a la investigación. Si bien nuestro autor nos legó intensas páginas
de trabajo, no pudo dejarnos la experiencia de sus vivencias en los pasajes,
que sólo podemos suponer, con mucha imaginación, al cruzar hoy día un pasaje,
que no es ya lo que fue en los años veinte o treinta de este siglo, ni un siglo
antes, cuando estaban en su apogeo económico y cultural.
La construcción
permanente del tema y del concepto
Uno de los
aspectos más fascinantes, aún hoy día, de la obra benjaminiana
sobre los pasajes, es la evolución, la construcción permanente de sus
conceptos, de sus formas de acercamiento a la realidad. Quizá la desgracia de
la obra inacabada resultó benéfica en ciertos aspectos, en cuanto define un resultado
que normalmente no se encuentra a disposición del lector. Buck-Morss
señala por ello que las notas de Benjamin no
constituyen los ladrillos de una ruina (ya que nunca salió a la luz la obra
maestra ni pudo por ende “derruirse”), sino las piezas de una construcción
siempre por armar.
De tal suerte, lo que tenemos es la
disponibilidad de los ladrillos, pero también las varias ‘Exposiciones’ (exposés) que tuvo que hacer el autor para intentar “vender” el
proyecto del libro. Así mismo, algunos trabajos que realizó en el transcurso de
esos años, particularmente los escritos sobre Baudelaire, constituyen una
miniatura de su obra. Pero lo cierto es que nadie puede advertir cómo habría
terminado el texto, ni siquiera si habría sido la obra “maestra” de Benjamin –como todos los que lo admiramos estamos
inclinados a decir.
Como ya se mencionó, Benjamin tuvo por lo menos dos influencias decisivas en
cuanto a sistemas de pensamiento que lo orientaron. Por una parte, la filosofía
judía alimentada por su larga amistad con Gershom Scholem; la segunda línea fue el materialismo marxista. En
este contexto, resultó profundamente marcado por Bertolt
Brecht –a quien también influyó considerablemente–, pero también por los
miembros de la Escuela de Francfort, y desde luego,
por sus lecturas directas de Marx y Engels.
Sin embargo, la obra benjaminiana no puede derivarse de una u otra fuente de
pensamiento: él construyó a diario sus conceptos, de una forma tan heterodoxa
que ponía incómodos a quienes vivían de la ortodoxia, o por lo menos de cierta
ortodoxia, como los miembros de la Escuela de Francfort.
Quizás una de las mayores virtudes de Benjamin, este
desprendimiento respecto a las corrientes de pensamiento, no es una actitud
frente a los demás –para aparecer como un ser “aparte”, “diferente”–, sino el
resultado de la forma singular de cómo integraba dentro de su propia vida los
conceptos que surgían de sus lecturas ávidas de fuentes variadas.
Como lo veremos con más detalle
luego, Benjamin desorienta a cualquier racionalista
que revisa el aparato crítico de su trabajo sobre los pasajes: desde novelas
(empezando por El campesino de París), poesía (Víctor Hugo y Baudelaire),
textos de la época que podemos llamar de “crónicas sociales”, reportes
oficiales, extractos de diarios, etc., etc. Benjamin
construyó permanentemente su obra por medio de las lecturas más dispersas,
resultando sumamente creativo en la selección. Se recordará que fue un gran
coleccionista, entre otros géneros, de libros infantiles, y que el traslado de
su biblioteca personal le suscitó muchos dolores de cabeza, sobre todo cuando
emprendió el exilio, primero de Alemania a París, y luego hacia su último
pasaje: la muerte, como tan atinadamente calificó Maurice de Gandillac (1986:9), su salida voluntaria de la vida.
Esta capacidad de construcción
permanente del concepto en el pensamiento de Benjamin,
se debe entonces no al seguimiento constante y “alineado” de una corriente de
pensamiento, sino a la confrontación permanente y al estilo de un relámpago de
rutas distintas a las tradicionales. Benjamin nos
permite observar que un investigador puede ser de dirección única, sin por ello
tener que viajar siempre con el mismo vehículo, la dirección única es el
compromiso con la investigación. Más bien nos recuerda a los exploradores que
suelen pasar del avión al tren y al elefante, para llegar a su punto soñado.
Ésta fue la forma de trabajar de Benjamin,
heterodoxo, complejo, imprevisto, gracias a lo cual pudo elaborar síntesis
extraordinarias y abrir senderos inexplorados en las ciencias sociales.
En cierto modo, los llamados de
Feyerabend a la construcción de una ciencia libre, elaborando un tratado contra
el método, representan la continuación de una actitud que Benjamin
expresó directamente en escasas ocasiones, pero que vivió internamente en forma
cotidiana.
Extender la fuerza
filosófica a lo banal
Las ciencias
sociales se han orientado hacia la construcción conceptual a partir de
aportaciones de otros autores o del propio investigador, en una especie de hilo
conductor del pensamiento. Por ello es que, aún en la actualidad, la existencia
de un aparato crítico es tan importante para fundamentar y justificar una
investigación. En toda investigación se espera encontrar tanto las huellas
citadas de los autores leídos, como las aportaciones propias del investigador,
del autor. Sin lugar a dudas bajo estos criterios Simmel,
quien escasamente citaba sus fuentes –posiblemente porque las integraba en su
propio texto, en vez de mencionarlas–, nunca habría adquirido reconocimiento
académico en nuestros medios.
Más aún, en la actualidad se espera
que la investigación se nutra de hechos científicamente comprobados, domados
por el lenguaje de la disciplina utilizada, y transformados así en
formulaciones científicas, distanciadas de los hechos cotidianos. De tal suerte
que la distancia entre lo banal o lo cotidiano y las formulaciones de las
ciencias sociales ha sido y sigue siendo abismal. Aunque a muchos
investigadores no les preocupa este problema, desde otros ángulos del conocimiento,
escuchamos en los últimos años más y más advertencias sobre la necesidad de que
nuestros conceptos e interpretaciones se aproximen cada vez más a la realidad
estudiada.
Por su parte, Walter Benjamin partió de una posición radicalmente opuesta a esta
corriente o tendencia que incorpora la enorme distancia entre la realidad y su
interpretación como lo natural. Ejemplo de lo anterior son las siguientes
palabras benjaminianas: “una filosofía que no incluya
la posibilidad de adivinar a partir de la borra del café y que no pueda
explicar esto, no puede ser una verdadera filosofía” (Benjamin,
en Scholem:59, citado por Buck-Morss, 1995:30).
Benjamin
partió entonces de los objetos banales, pues consideraba que son susceptibles
de darnos la clave de lo que queremos descubrir. El pasaje no es por ende una
figura conceptual, es antes que todo una forma arquitectónica-urbana que tuvo
su esplendor hacia fines del siglo xviii y mitades del xix. Por tanto, el pasaje, como
objeto banal, elemento de la ciudad, permite entender realidades más complejas,
particularmente la presentación y representación de la mercancía, y no sólo la
producción de las mismas, tema que fue central en la obra marxiana. Benjamin pidió así a los objetos hablar por sí mismos,
basándose en que “un método científico se caracteriza por el hecho de que
encontrando nuevos objetos se desarrollan nuevos métodos” (Benjamin,
1989:490).
Es entonces por medio del estudio de
la forma-pasaje, de sus contenidos elementales, que Benjamin
pudo construir un modo de comprensión integral de la mercancía en su
presentación. La luz transformada por la presencia del vidrio, la presencia de
la iluminación de gas, pero también las demás actividades que acompañaban a la
venta de productos de la primera fase de la industrialización, se tornaron los
objetos de su inquisición desprejuiciada. Los objetos, las formas físicas de su
presentación, el autor no los podrá encontrar en los libros de “ciencias
sociales”; es a la literatura que debe pedir la explicación involuntaria del
sentido de la mercancía y de su presentación. También en textos imprevistos,
como las guías de forasteros o los relatos de viajeros, Benjamin
encontró un material de una riqueza inigualable para su propósito.
Él nos enseña que lo pequeño ofrece una
riqueza inconmensurable, que lo cotidiano es fuente de gran enseñanza, y que,
como tan ejemplarmente lo demostró Luis González y González, la microhistoria y
el microevento son esenciales en el quehacer del
investigador social. Han pasado varias décadas, por lo menos medio siglo, desde
las afirmaciones de Benjamin, y ya algún tiempo desde
que el doctor González y González las reafirmara en la apreciación de lo micro
y de lo banal.
Por este mismo camino han transitado
ya muchos investigadores, algunos de los cuales han recibido el oprobio
estructuralista, como es el caso de Michel Maffesoli
o Pierre Sansot, cuya “poética de la ciudad” ha sido
revalorizada a fines de los años ochenta, cuando su publicación inicial fue en
los setenta, época de mayor floración de las plantas envenenadas por el
estructuralismo.
Algunos autores como Claude Javeau han revalorizado lo banal a categorías que quizá
puedan parecer exageradas, como el saludo elemental, el “–
ça
va? – ça va!”
de los franceses, el gruñido, el gesto básico de salutación; elementos todos de
una cotidianeidad reencontrada por el investigador bajo los mantos protectores
de los conceptos que los tornaban invisibles, se han vuelto temas de sus
investigaciones sobre la sociedad.
Por otra parte, la revaluación del
estudio de la cotidianidad nos llama progresivamente a reutilizar nuestros
sentidos elementales, recordándonos que la investigación se basa no sólo en el
intelecto, sino también en los cinco sentidos. Nos lo recuerda Louis Ferdinand Céline en Mort à Crédit,
al describir la degradación del pasaje en el que transcurrió su infancia (Céline, 1952:76). El pasaje mágico del siglo xix se había
vuelto mingitorio informal de perros y personas, lugar de trabajo de
prostitutas; su pluma franca y alerta nos hace revivir el ácido olor que debía
impregnar los pasajes decadentes de comienzos del siglo xx.
Benjamin
consideraba que los objetos banales permiten construir “imágenes dialécticas”,
que fueron un elemento esencial en el “método benjaminiano”,
si podemos hablar en estos términos sobre su modo de acercamiento al tema de
los pasajes. El objeto, visto hoy en su estado actual, permite una “síntesis
auténtica” (Benjamin, 1989:491) porque devela el
sentido que tenía en el pasado mediante la observación de su estado actual.
Como lo menciona Gilloch, “Benjamin
trata de revelar y de dar voz a la experiencia y al carácter de las formas
sociales modernas, a través del rescate, del examen y del acto de descifrar las
minucias y los desechos de la existencia urbana” (Gilloch,
1996:111).
En cierta forma la imagen dialéctica
benjaminiana es el momento en el que lo olvidado se
recuerda (idem.), de tal modo que es “la memoria
involuntaria de una humanidad redimida” (Benjamin, Gesammelte..., p. 1233, citado en Gilloch,
1996:114).
La propuesta del recurso al objeto o
a la situación banal no es entonces una actitud que se estableciera en
oposición al análisis a partir del concepto, sino una verdadera actitud
metodológica autónoma que conduce a pensar que en el objeto se encuentra la
clave del entendimiento del pasado y, finalmente, de las reglas del capitalismo
respecto a la presentación de la mercancía, para el caso de la aplicación a los
pasajes.
La forma de trabajar de Benjamin no podía ser expresada de mejor manera que en sus
propios términos:
Las tentativas
de los otros comparadas a navegaciones durante las cuales los navíos son
desviados de su ruta por el polo Norte magnético. Encontrar ese polo magnético.
Los fenómenos que para los otros son desviaciones, constituyen para mí datos
que determinan mi ruta. Baso mis cálculos en las diferenciales del tiempo que,
en los demás, perturban las “grandes líneas” de la investigación (Benjamin, 1989:473).
La multiplicidad de
dimensiones de la realidad
La realidad
expresada mediante los objetos más cotidianos no es tan elemental como podría
parecer. El objeto cristaliza una época, y es por medio de lo que se ha vuelto
con el tiempo, que podemos entender lo que fue, y por ende, entender la
transformación histórica, el pasaje mismo de un sentido a otro. Vale recordar
que Benjamin no creía en la noción de historia lineal
y de progreso, sino que contemplaba con cierto interés la idea del eterno
retorno nietzschiano y de la historia como la
sucesión de una serie de acontecimientos que podemos calificar de
“cataclismos”. Para él “el pasado telescopa el
presente” (ibidem:488).
Por lo tanto, la realidad del objeto
que se indaga está formada por elementos que remiten al pasado, así como por
los usos actuales del objeto. En el caso de los pasajes, el hecho de que Benjamin los haya estudiado en su fase de total decadencia,
en los años veinte y treinta del presente siglo, no esconde la naturaleza
fantástica que tuvieron en su apogeo un siglo antes. Por ende, la realidad del
objeto “pasajes” está hecha de capas articuladas de tiempo. Tema, este último,
que se ha desarrollado también para entender el espacio en la obra de Milton
Santos. La imagen dia-léctica “revela entonces una
síntesis auténtica” (ibidem:491). También afirma que “el objeto
histórico, en virtud de su estructura monadológica, encuentra representada en
su interior su propia historia anterior y posterior” (ibidem:493). Para Benjamin,
en las entrañas del objeto histórico se confrontan todas las fuerzas y todos
los intereses históricos a una escala reducida.
Entendido de este modo, el objeto
histórico, que puede ser un simple objeto de producción industrial o una forma
urbanística particular –como el pasaje–, entre otras múltiples posibilidades,
se vuelve una mina de oro para el investigador que logra reconstruir, a partir
del mismo, la historia de la sociedad en una época dada.
Para ello, para la captación de esta
realidad de dimensiones múltiples, es preciso no tanto un análisis detallado
sobre la base de métodos preestablecidos y transmitidos, sino conocimiento
metodológico de una vez por todas; alcanzar una “intuición”, una “iluminación
profana”, es decir, el logro de lo que puede considerarse como un “momento de
gracia” del investigador, en el curso del cual adquiere la capacidad de entender
la complejidad de la relación socio-temporal del objeto que investiga.
La transmutación del
texto en el tema, el estilo y el montaje
Después de
revisar algunos de los múltiples aspectos apasionantes de la obra de Benjamin que nos guían con relación a su enfoque como
investigador, debemos interrogarnos acerca de la representación misma de sus
ideas, la forma en que expresó sus hallazgos en el texto. Son dos los aspectos
centrales que trataremos en el contexto de este trabajo. Por una parte, la transmutación
del texto en el tema, y posteriormente la cuestión de la forma de presentación –su idea particular del montaje– y el estilo correspondiente.
Gilloch
plantea que Benjamin consideraba a la ciudad como un
texto, y a su vez, el texto era pensado como una ciudad. En otros términos, el
autor se preocupaba por encontrar una forma de “escribir la ciudad” que
respetara la importancia otorgada a la experiencia y, en particular, a las
imágenes de las cuales se abrevaba en la ciudad. Pretendió capturar, por
ejemplo, el carácter poroso de Nápoles que se expresa no sólo en lo intrincado
de la forma urbana y de lo arquitectónico, sino también en la porosidad de las
instituciones y del modo de vida de sus habitantes.
Benjamin
intentó, en ese texto, representar con palabras el colorido, la porosidad, pero
también la profunda miseria, fruto de las desigualdades sociales que encuentra
en aquella ciudad.[2] En su forma de pensar la
ciudad como texto, no podía expresar esto en los términos tradicionales usados
por las ciencias sociales, sino que recurrió a un manejo del texto que refleja
las imágenes y las impresiones que suscitó la ciudad en su mente.
Para lograr este tipo de expresión
es preciso que la forma y el contenido se fusionen para dar paso al
revelamiento de la experiencia de la ciudad, antes del contenido conceptual que
puede o no desprenderse del texto en sí. Así, el texto se vuelve una ciudad,
con la complejidad de sus volúmenes, sus itinerarios, sus plazas, sus jardines.
El texto adquiere la complejidad y la densidad de una ciudad y se vuelve
finalmente ciudad.
Por otra parte, la ciudad es un
texto que debe ser descifrado, sus objetos son palabras o expresiones, esconde
interpretaciones diversas en inscripciones que no todos pueden interpretar,
como el caso de los mensajes incluidos en los grafitis. Esta pretensión era la de Benjamin cuando “lee” los pasajes, por ello también decidió
usar códigos distintos, formas múltiples de leer la ciudad y sus pasajes.
Recordemos que al respecto afirmó que “un método científico se caracteriza por
el hecho de que encontrando nuevos objetos desarrolla nuevos métodos” (ibidem:490). El objeto “urbano” y su
fragmento, “el pasaje”, obligaron a Benjamin a crear
una especie de nueva trama de lectura del texto que frente a él se presentaba.
Para esto echó mano de la literatura, la poesía, los textos oficiales y las
descripciones de las guías turísticas, para calificar este objeto nuevo que
pretendía disecar.
En estas condiciones, resulta claro,
que el estilo, la forma de escribir de Benjamin es
sensiblemente diferente de aquel que aplicará quien pretenda efectuar un
análisis convencional de los pasajes, basándose, por ejemplo, en la relación
entre la exposición y venta de las mercancías y la producción de éstas, en el
contexto de un análisis marxista. “Es por medio de palabras familiares que el
estilo muerde y penetra en el lector”, nos recuerda Benjamin
retomando a Joubert (ibidem:501).
En forma por lo demás innovadora
para su tiempo, y ciertamente hoy reconocida como posmoderna (en el análisis de
Frisby, 1992, por ejemplo), Benjamin
consideraba que la única manera de presentar a la ciudad en el texto, es la de
proceder al montaje de imágenes que orienten al lector, que le permitan captar
lo que expresan la ciudad y los pasajes. Manifestó:
No tengo nada que decir, sólo
tengo cosas para mostrar. No voy a robar nada de valor ni apropiarme de
fórmulas espirituales. Pero los harapos, el desecho: no quiero hacer su
inventario, sino permitirles que se les haga justicia de la única forma
posible: usándolos (Benjamin, 1989: 476).
Por ello, quizá los ladrillos de la
construcción de los pasajes, que son las millares de citas reunidas en sus
apuntes, son las verdaderas explicaciones de los pasajes: son probablemente lo
que Benjamin habría seguido trabajando, pero no
destruido, como se acostumbra mediante la redacción de un sesudo texto
reforzado por citas tradicionales. A la luz de sus pretensiones de montaje, es
posible pensar que hubiera hecho el trabajo de recortar los negativos para montarlos
en una trama de película. A pesar de la desaparición del guionista, la película
sigue viva en sus propios recortes de escenas.
La formación del
investigador: las lecciones de Benjamin
No puede existir
prototipo, ni modelo único. No existe una teoría única para entender el mundo
(afortunadamente), ni modelos universales. Lo que ha sido y lo que ha hecho Benjamin son fragmentos de experiencias, como se habría
complacido en expresar él mismo, imágenes de interés frente a los retos de
entender qué debe de hacer un investigador y qué debemos trasmitir como
conocimiento para que los otros se constituyan en verdaderos investigadores de
las ciencias sociales.
Los puntos tratados anteriormente
son claros a mi entender: tesitura, involucramiento, apertura, multidisciplinariedad, estilo de redacción, son algunas de
las claves que quisimos evidenciar en la vivencia y la obra del Benjamin-investigador. Claro que, tenemos enfrente a un ser
excepcional; pero si no es de las vidas ilustres, ¿de quiénes podemos aprender?
La renovación de la investigación en
las ciencias sociales debe empezar por una revisión lo más desprejuiciada
posible del quehacer del investigador. Con una mirada infantil, debemos
emprender la tarea de repensar todo lo pensable, destruir los prejuicios,
demoler los edificios que guardan los falsos secretos de los investigadores, y
asumir posiciones libres, como la que Feyerabend calificó de anarquista.
Por ello, nos parece lamentable que
sigamos todos, o casi todos, enseñando a investigar esencialmente a partir de
“cursos de metodología” que, supuestamente, califican para cualquier objeto de
trabajo. Peor aun, más lamentable nos parece que
muchos crean que es lo cuantitativo aquello a lo que debemos apelar para
construir el conocimiento, más que a lo interpretativo. A los computólogos más que a los chamanes, a los técnicos más que
a la gente común y corriente.
¿Y si toda la parafernalia de la
ciencias sociales tradicionales, sus discursos frecuentemente incomprehensibles, fueran a su vez un manto de magia que
sólo esconde la realidad? Benjamin arguye, por
ejemplo, que en lo más profundo de la tecnología existe un amplio espacio para
el mito, y que la misma remite a los mitos más antiguos de la humanidad.
Él nos recuerda, por otra parte, la
“necesidad de estar atentos durante muchos años a cada
cita fortuita, a cada mención fugitiva de un libro” (ibidem:487; subrayado mío). Quizá, más que
elaborar extensas bibliografías para la formación de los alumnos, deberíamos
enviarlos, como a niños exploradores, a las bibliotecas, a visitar los libroviejeros, a explorar, descubrir, buscar, sentir,
imaginar...
A todos, profesores y alumnos,
resulta necesario inculcarles el reconocimiento de lo específico de la vida del
investigador: el compromiso, la pasión por el tema, ya que no existe gran obra
de investigación sin una gran pasión por el tema, aun si se resume en un affaire temporal resultado de un desliz
intelectual hacia una flor temática pasajera, que se plasmará finalmente en un
artículo.
Admitamos que la experiencia de
otros, tal como en este caso quisimos destacar ciertas características de la
obra benjaminiana, es útil en la formación de los
investigadores. De hecho, salvo excepciones, la mayoría de los investigadores
construye el método a partir del caso, como lo menciona Benjamin,
aunque el miedo a la censura de los puristas les obliga a esconder este
“desliz” metodológico. También, es frecuente que a partir de elementos no
integrados en el esquema de investigación, opera la intuición, esa “iluminación
profana” que todos buscamos con avidez para ofrecer resultados innovadores en
nuestro tema.
Debemos enseñar a nuestros alumnos a
adecuarse a sus casos de estudio, y no lo contrario. También es preciso que los
confrontemos con la realidad diaria, quizá la que puede enseñarles más, antes
que remitirlos a los grandes análisis del sistema global o de los sistemas
nacionales. En lo banal encontramos la fuente de grandes conocimientos, y
podemos animar a los alumnos a conocer, reconocer, interpretar y sopesar la
realidad, en su confrontación con lo banal y cotidiano.
La formación en la investigación no
puede alejarse totalmente de la transmisión de los grandes sistemas de
conocimiento, así como de los métodos que usaron quienes nos precedieron y
tuvieron la suerte de lograr hallazgos que mantienen vivo su trabajo a través
de los años. Pero quizás debemos también regresar al “campo”, como dicen los
antropólogos y los geógrafos, para reencontrar las pequeñas verdades que
esconden los hechos banales. Si un alumno se muestra capaz de afinar su
criterio y su capacidad de investigación a partir de la cotidianidad, también
debería ser capaz de construir sistemas más complejos de pensamiento y de
análisis, cuando haya concedido el tiempo suficiente para agudizarse y florecer.
Lo anterior sólo puede ser el fruto
de la experiencia y no de la formación acelerada a la que se aspira en la
actualidad. Surgirá también de una relación diferente entre el maestro y el
alumno, en la cual se podrá compartir una búsqueda, situación que difícilmente
puede florecer bajo el manto de la productividad a ultranza y de la inmanencia
de la relación, en vez del “buen uso de la lentitud” como lo calificó hace poco
Pierre Sansot (1998).
Bibliografía
Benjamin, Walter, Paris,
capitale du xixe siècle (le livre des passages),
París, Le Cerf,
col. Passages, 1989.
El libro de Benjamin
en francés retoma el tomo v de Gesammelte Schriften
(obras completas) editadas/compiladas por Rolf Tiedemann, en la casa Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, bajo
el título de Das Passagen-Werk (tomo v) y publicado en 1982. La traducción al francés es de Jean Lacoste y fue publicada por Le Cerf
en 1989 en 974 pp. Las anotaciones críticas hechas por Tiedemann
a la edición mencionada en alemán, no fueron integradas a la traducción
francesa. Las notas críticas son las explicaciones al texto de Benjamin que da Tiedemann como
editor y que la versión francesa de Le Cerf no
retoma, porque representa todo un trabajo extra del editor alemán que en esa
ocasión no se consideró necesario.
Buck-Morss, Susan
(1995), Dialéctica de la mirada (Walter Benjamin
y el proyecto de los Pasajes),
Madrid, Visor.
Céline, Louis Ferdinand
(1952), Mort
à crédit,
París, Folio.
De Gandillac, Maurice (1986), “Passage
et destin chez Walter Benjamin”, en Heinz Wisman (comp.), Walter Benjamin
et Paris, París, Le Cerf.
Frisby, David (1992), Fragmentos
de la modernidad, Teorías de la modernidad en la obra de Simmel,
Kracauer y Benjamin, Madrid, Visor, col. La
balsa de la Medusa.
Gilloch, Graeme (1996),
Myth and Metropolis (Walter Benjamin and the City), Londres, Polity
Press.
Sansot, Pierre (1998), Du
bon usage de la lenteur, París,
Payot.
Smith, Gary (ed.) (1989), Benjamin: Philosophy, History, Aesthetics,
Chicago y Londres, The University of Chicago Press.
Wisman, Heinz (comp.)
(1986), Walter Benjamin et Paris, París, Le Cerf.
[1] Una primera versión de este texto fue
presentada en la mesa 4, celebrada el 13 de enero de 1999 (titulada “La
formación de investigadores: vocación y utopía”), durante el Congreso de
Historia Regional de El Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán.
[2] El texto sobre Nápoles es muy significativo, además de la confluencia de sus propias interpretaciones más filosóficas y vivenciales con aquellas que surgen del marxismo, por la presencia, a su lado durante el viaje y aún en la misma redacción del texto, de su amante Asja Lacis, quien provenía del mundo intelectual bolchevique.