Neomujeres:
confluencia de lo tradicional y lo moderno en la obra de Gilles
Lipovetsky
Al terminar este
siglo, cuando la figura sociohistórica de las mujeres
ha tenido un profundo proceso de transformación, más que en ningún otro periodo
de la historia, surge una pregunta central: ¿Por qué las mujeres están
conservando formas de concebirse a sí mismas y de ser ante los hombres, que
pertenecen a modelos tradicionales, junto con otras maneras insertas en una
nueva manera de definirse y de relacionarse?
Gilles Lipovetsky, sociólogo y filósofo francés, en su última
obra: La tercera mujer,[1]
narra y analiza estos procesos de transformación y de confluencia de los roles
de género “tradicionales” y “modernos” en la vida de las mujeres de hoy.
Afirma Lipovetsky
que el siglo xx,
el gran siglo de las mujeres, ha revolucionado en las tres últimas décadas su
destino e identidad. Esclavas de la
procreación, con sueños de realización personal vinculados únicamente a ser
madres y amas de casa, sometidas en su expresión sexual por una moral severa,
las mujeres ahora han afirmado nuevas maneras de ser en el mundo que
trascienden lo que fueron limitaciones ancestrales, abriendo “brechas en las
ciudadelas masculinas”.[2]
A la nueva figura social de lo
femenino que marca una fuerte ruptura en la historia de las mujeres, y que
“expresa un supremo avance democrático aplicado al estatus social e identitario de lo femenino”,[3] Lipovetsky la denomina “la tercera mujer”. El sentido de la revolución democrática en el
ámbito de la construcción social de los géneros, está marcada, indica, por el
mismo “destino”: la libertad de autodeterminación y de la construcción de sí
mismo, trascendiendo los imperativos sociales.
Sin embargo, la llegada de la mujer
sujeto –afirma– no implica la ruptura de los mecanismos de diferenciación
social de los sexos. Aunado a las
exigencias de libertad y de igualdad, se reactualiza la división social de los
sexos, de maneras más imprecisas y menos visibles. Esta continuidad relativa de
los roles sexuales aparece como un fenómeno que desafía la comprensión de los
procesos de la identidad femenina en las sociedades democráticas.
La interpretación de la persistencia
de las dicotomías de género, en que las mujeres continúan adscritas al orden
doméstico, sentimental o estético, debe interpretarse desde la dinámica del
sentido, de las identidades sexuales y de la autonomía subjetiva, mantiene Lipovetsky, y no únicamente como consecuencia del peso
social. En este sentido, asegura que el
hecho de estar circunscritas a este orden ya no obstaculiza la autodeteminación; funcionan como vectores de identidad, de
sentido y de poderes privados.
Señala dos caminos con relación a
las disimilitudes de las posiciones de género.
Uno de ruptura de los códigos ancestrales de lo femenino, cuando las
posiciones de género se vacían de sentido existencial y se oponen a los
principios de soberanía individual; el otro, ante los demás casos, en los que
se perpetúan las funciones y roles antiguos, presentando combinaciones inéditas
con los roles modernos.
Para Lipovetsky,
este conflicto que opone la búsqueda de la igualdad y la lógica social de la
alteridad de los sexos, se resuelve en que ambas triunfan al unísono, en vez de
prevalecer una sobre la otra. Así, las posiciones diferenciales de género más
sostenidas actualmente, en la modernidad democrática, no se conforman como un
obstáculo al principio de la libre disposición de sí mismo.
Afirma, haciendo una similitud con
las teorías del caos, que a pequeñas causas grandes efectos, por lo que ínfimas
variaciones iniciales cambian de arriba a abajo las trayectorias finales. Así,
las disimetrías según el género están lejos de desaparecer, sino que se
reproduce la separación estructural e identitaria
masculino/femenina, traducida en los gustos, las prioridades esenciales y la
jerarquía motivacional.
Con un tono incisivo –que en algunos
momentos se antoja visceral–, Lipovetsky plantea que
la dinámica democrática no ha llegado hasta sus últimas consecuencias,
basándose en el análisis de fenómenos diversos de las condiciones de las
mujeres actuales: el amor; la seducción; la belleza física; la relación con el
trabajo, con la familia y con el poder.
Este análisis se agrupa en cuatro ensayos que conforman esta obra.
Sostiene Lipovetsky
que “la tercera mujer” concilia a “la mujer radicalmente nueva y a la mujer
siempre repetida”,[4] cuando en las vidas
individuales se presenta una confluencia de discontinuidad y continuidad, de
determinismo e impredictibilidad, de igualdad y
diferencia.
Las múltiples caras
del amor
La invención
occidental del amor, a partir del siglo xii, afirma Lipovetsky,
ha logrado introducirse y redefinir las maneras de ser y de actuar de mujeres y
hombres. En nueve siglos de historia,
podemos contemplar la metamorfosis de la vida amorosa, reñida o reconciliada
con Eros, con alianza matrimonial o sin ella, enmascarada en formalismos o
privilegiando la comunicación directa, distante o comprometida con la totalidad
de uno mismo frente al otro. Este espectro en la historia del amor ha visto
transformaciones en sus códigos simbólicos que influyen también en la vida
sexual, en especial, sostiene Lipovetsky, a finales
del siglo xviii.
Dentro de estas continuas
mutaciones, identifica una línea rectora estable a lo largo de la historia, que
traduce en el desarrollo de aspiraciones e ideales más estables que cambiantes.
Este ideal converge en una idea central: la reciprocidad de los sentimientos,
en el amor mutuo, en poder amar y ser amado al unísono. Esto, sostiene Lipovetsky, va más allá de la atracción sexual y de los
intereses económicos, sociales o matrimoniales. Por el contrario, se asocia con
la libertad de elección de los amantes, la autonomía del sentimiento, y se hace
realidad en la fidelidad y la exclusividad.
Inserta en esta cultura amorosa, se
encuentra una lógica social invariable asociada con la disimilitud de los roles
femeninos y masculinos, en la que a pesar de exaltarse la libertad de los
amantes, se edifica de manera diferencial el lugar de las mujeres y de los hombres,
como puede observarse en la seducción, en la moral sexual, y en la importancia
y significación diferencial que juega el amor en la existencia total del
individuo, ya sea que se conjugue en femenino o en masculino.
El lugar privilegiado que ocupa el
amor en la identidad y en los sueños de las mujeres, está asociado con un conjunto de fenómenos
como la asignación de la mujer al papel de esposa, la inactividad profesional
de las mujeres burguesas y su necesidad de evasión en lo imaginario, sostiene Lipovetsky. Esto sumado a la construcción moderna del ideal
de felicidad individual y de la legitimación progresiva de integrar el amor en
la vida matrimonial.
En los años sesenta, el feminismo
impugna el amor, no tanto por su esencia, sino por la manera en la que se
socializa a las mujeres y se las somete al ideal romántico sentimental. Se
desmitifica y deconstruye el amor, en tanto
instrumento de servidumbre y alienación femeninas. De tal modo, se lanzan
denuncias contra las mitologías del amor propagadas por la cultura de masas, y
los roles estereotipados que, de acuerdo con Lipovetsky,
vampirizan
el imaginario femenino.
Se desplaza el énfasis de lo
sentimental a lo sexual, cuestionándose también la exclusividad amorosa y la
fidelidad en cuanto a valores burgueses. Así, unir el “siempre” al “amor” se
vuelve una conjugación obsoleta.
Lipovetsky
sostiene que, sin embargo, las mujeres mantienen su adhesión privilegiada al
ideal amoroso; continúan soñando masivamente con el gran amor, aunque han
tomado distancia del lenguaje romántico y se resisten a sacrificar sus estudios
y profesión por el amor. Esta
afirmación, por su grado de generalización, valdría la pena que se le estudiara
con mayor detenimiento.
Afirma que pese a esto, el amor
tiene actualmente un ciclo inédito de politización y revolución cultural, en
tanto búsqueda de la deconstrucción de los estereotipos sexuales que aplastan
las individualidades, por las definiciones artificiales de la feminidad y de la
masculinidad.
Afirma, sin embargo, que no es
posible sostener el esquema de que la reproducción social de la disimetría
social vinculada al sexo es un simple atraso histórico que tarde o temprano va
a desaparecer, y se pregunta: ¿cómo y por qué se recompone la división sexual
de la cultura amorosa en un universo basado en el ideal de igualdad y libertad
de las personas? ¿Cómo concebir el destino del amor en las sociedades que
sacralizan la libre disposición de sí, tanto de los hombres como de las
mujeres?
Los valores de autorrealización y de
independencia, aduce Lipovetsky, han liberado al amor
respecto del ethos
de la renuncia de sí,
y en el presente, se conjuga al unísono con las aspiraciones de autonomía
individual. Esto se traduce en una mayor
exigencia con respecto al otro y una menor resignación por una vida de pareja
insatisfactoria.
La relación de las mujeres con el
amor resulta para Lipovetsky un enriquecimiento de
“la vida subjetiva con un horizonte de sentido del que nuestra sociedad
desencantada se encuentra tendencialmente desposeída”.[5]
Por otro lado, a través de los
siglos han cambiado los modos de aproximación y de cortejo, pero no la regla de
la diferencia seductiva entre hombres y mujeres. La promesa del matrimonio, las lisonjas a la
mujer y la declaración de amor, los tres principios básicos que estructuraban
la seducción masculina, resultan cuestionados en una época en que las mujeres
gozan de independencia económica, el sexo es libre y se busca una aproximación
más personal que teatralizada.
Los antiguos protocolos del cortejo se
ven eclipsados por el juego desenvuelto del “ligue”, según el vocablo acuñado
en los años cincuenta. Dice Lipovetsky: “Hay que seducir sin énfasis ni ‘te quiero’,
sin promesas ni rito convencional; limitarse a ser uno mismo. Vivimos en la
hora de la seducción tranquila, minimalista, posromántica”.[6]
La antigua gravedad romántica da
paso al solaz, a la risa y al humor en la relación hombre-mujer. Esta
consagración del humor, como parte de la seducción contemporánea, la asocia Lipovetsky con la renovada fuerza de los valores hedonistas
y distractivos, la primacía del referente del
presente y de la evasión, y del contacto que caracteriza la era del
consumo-comunicación de masas.
En este nuevo lugar del humor como
parte de la seducción masculina se halla subyacente, según Lipovetsky,
el deseo femenino de relaciones menos convencionales y más libres, de trato más
cómplice con
los hombres. Por parte de las mujeres, la “coquetería” tiende a eclipsarse,
dando paso a conductas más directas e inmediatas.
Según Lipovetsky,
Don Juan está cansado, y aún más, las actitudes de las mujeres más accesibles
en cuanto a ser compañeras sexuales resultan al mismo tiempo intimidantes y
amenazadoras para el hombre. Afirma: “Muchos hombres ya no entienden lo que las
mujeres esperan de ellos... Desamparados frente a las ‘nuevas mujeres’
independientes, que se niegan a vivir a la sombra de los hombres, éstos se
sentirían en la actualidad ansiosos, frágiles, desestabilizados en su
identidad, inquietos respecto de sus capacidades viriles”.[7] Sin embargo, esta idea de la crisis de lo
masculino resulta engañosa, pues la mayoría de los hombres no presentan un
malestar ligado a su identidad, sino más bien a dificultades relacionales o
profesionales. Así, la apatía masculina respecto a la seducción se asociaría
con el empuje de una cultura que privilegia lo relacional, la autenticidad, el
escucharse a sí mismo y la comunicación intimista.
Ante estos hechos, cada pareja
establecerá las diferencias necesarias para la seducción y se presentarán cada
vez menos como representación de la colectividad femenina y la colectividad
masculina.
Lipovetsky
asevera, desde su concepción masculina que analiza la identidad y la esfera
relacional de las mujeres, que: “Por pujante que se manifieste la cultura de la
igualdad y la autenticidad, la mujer sigue siendo lo inaprensible, el enigma
cuya seducción permanece inalterable”.[8]
El imperativo de la
belleza
La belleza no
tiene el mismo valor en el hombre que en la mujer, sostiene Lipovetsky.
No obstante, esto no fue cierto en la historia de la humanidad, como lo
comprueba el autor por medio de un minucioso recorrido a través de la historia,
y el énfasis que durante siglos se puso en diferentes atributos, entre los que
sobresale la fecundidad, con mucha mayor fuerza que la belleza.
La valoración de la estética
femenina surge con la división social entre clases ricas y clases pobres,
correlato de las mujeres exentas del trabajo.
Así, las largas horas de holganza llevan a las mujeres de clases superiores
a tener cuidados de belleza, con el propósito de agradar a su compañero. La
idolatría del “bello sexo” es, para Lipovetsky, una
invención del Renacimiento. Y se pregunta: ¿qué sentido social debe otorgarse a
esta promoción histórica de la belleza femenina, a este dispositivo cultural
que logró imponerse como un rasgo permanente de la civilización occidental
moderna?
Este triunfo estético de lo
femenino, sin embargo, no transforma las relaciones jerárquicas que subordinan
la mujer al hombre, siendo que contribuye a reforzar el estereotipo de la mujer
frágil y pasiva, inferior en mentalidad, condenada a la dependencia hacia los
hombres.
En el siglo xx se rompe la dimensión elitista
de la belleza a través de los medios que difunden ampliamente normas e ideales
de lo femenino. La cultura industrial y mediática moderna ha permitido la
llegada de una nueva fase en la historia de la belleza femenina, esto es, su
fase comercial y democrática. Las nuevas normas de belleza-delgadez-juventud se
imponen a las mujeres, pero también a los hombres, aunque con menor fuerza a
estos últimos. Según Lipovetsky, la esbeltez y las
carnes firmes son sinónimas de dominio de sí, de éxito y de self management,
y representan un signo de igualación de las condiciones entre hombres y mujeres,
más que un vector de opresión de la mujer. Valdría cuestionar este último punto
y analizarlo de manera más detenida ante la creciente problemática de bulimia y
anorexia entre las mujeres jóvenes.
La dinámica igualitaria no ha
cambiado el régimen asimétrico de la seducción en uno y otro sexos. Lipovetsky asevera que la revolución democrática topa aquí
con uno de sus límites.
Trabajo y familia:
esferas opuestas o armónicas
En esta época, en
que se presenta el reconocimiento del principio igualitario, cuando la mujer
tiene plena posesión de sí misma, persisten lógicas disímiles en cuanto a los
roles sexuales. Lipovetsky se plantea: ¿Cómo situar
entonces históricamente la figura de “la tercera mujer” a medio camino entre la
igualdad y la desigualdad?; ¿reliquia del pasado o modelo de futuro?
Hasta los años cincuenta el reparto
de los roles para uno u otro sexos estaban claramente delimitados. El marido es
proveedor del ingreso económico del hogar y quien asegura la dirección de la
familia. La esposa, la responsable de la cohesión afectiva del grupo doméstico,
del cuidado de la casa y de la crianza de los hijos.
Actualmente, el hombre –afirma Lipovetsky– ya no es cabeza de familia y la mujer dispone
de recursos económicos de su trabajo, por lo que el poder de decisión dentro de
la pareja ha cambiado. El nuevo modelo formado por la autonomía femenina, el
descrédito de los comportamientos machistas y la incursión de la mujer en el
mercado laboral, favorecen la participación igualitaria de ambos cónyuges en las
decisiones importantes. De la misma manera, aparece la pareja
igualitaria-participativa y también el individualismo gestionario
entre los propios cónyuges.
En Europa, afirma, los cambios en la
distribución de las tareas domésticas son significativos, aunque lentos y
limitados, “incapaces de encauzar a hombres y mujeres hacia una democracia
doméstica”.[9] La intensa persistencia de
la discrepancia entre los roles paternos y maternos se refleja en que la mujer,
ahora como antes, es más madre que lo que el hombre es padre.
En una prognosis de las sociedades
democráticas respecto a la relación que Lipovetsky
denomina “esencial” de las mujeres con la esfera
doméstica, afirma que no se perfila el cambio de los roles familiares de los
dos géneros, en tanto que esta prórroga de las normas diferenciales de los
sexos obedece a que, son ahora reacondicionadas, “recicladas mediante las del
mundo de la autonomía”.[10]
Afirma, por el lado de la identidad masculina, que ésta se encuentra, más que
herida, reciclada, sosteniendo la afirmación de Hegel en el sentido de que la
subjetividad masculina se construye en el conflicto interhumano en pos de
reconocimiento y de prestigio, y termina afirmando: “el hombre es el futuro del
hombre, y el poder masculino, el horizonte insistente de los tiempos
democráticos”.[11]
Lipovetsky
realiza un minucioso retrato de la sociedad actual en torno a la figura de las
mujeres y sus relaciones con los hombres, mismo que ha provocado un
considerable y polémico debate en Francia. (Este libro fue publicado por Gallimard en París en 1997, y por Anagrama en Barcelona en
1999, contando ya con tres reimpresiones en esta editorial, dos en enero y una
tercera en febrero de este año.) Valga esta reflexión masculina para encontrar
los elementos comunes y diversos con nuestra realidad mexicana, con relación a
la persistencia y al cambio de roles de las mujeres mexicanas, y las relaciones
que establecen con los hombres y en las diversas esferas de su existencia.
Celia Mancillas Bazán
Universidad
Iberoamericana/ddh