La economía y las modalidades de la
urbanización en México: 1940-1990
Crescencio Ruiz Chiapetto
El
Colegio de México
Introducción
En este trabajo
propongo que las modalidades que ha experimentado la urbanización de nuestro
país en los últimos cincuenta años, están asociadas –en mayor o menor medida–
a los avatares de la economía mexicana.
La revisión de los cambios de la
economía y de la urbanización parece indicar que, en el periodo 1970-1990, la
descentralización de la población se originó por el auge petrolero, y continuó
con la crisis de los ochenta.
La economía mexicana:
un horizonte de crisis recurrentes
La historia
reciente de la economía mexicana, en sus diferentes periodos, ha recibido
calificativos ingeniosos, ahora ya convencionales: “milagro mexicano”, “docena
trágica”, “modelo neoliberal”, etcétera. En este apartado sigo la nomenclatura
utilizada por Gollás (1994) para narrar los cambios
experimentados en la economía mexicana. Él señala cinco periodos a los que
bautiza como lecciones.
Primera lección: el desarrollo
estabilizador
Durante cuarenta
años (1940-1980), el producto bruto por habitante en México creció a una tasa
anual de 3.1 por ciento. En estos años el tipo de cambio se mantuvo fijo, hubo
amplia libertad cambiaria, y hasta principios del decenio de 1970, la inflación
fue muy baja. Al periodo comprendido entre 1950 y finales de 1960 se le conoció
como la etapa del desarrollo “estabilizador”.
La estrategia de crecimiento fue la
política de sustitución de las importaciones al amparo de la protección
estatal. Los rasgos característicos de esta política fueron: a) elevado proteccionismo; b) generosidad en los subsidios a la
industria; c)
fuertes concesiones fiscales a la importación de bienes de capital; y d) un alto contenido importado de la
producción manufacturera (García Rocha, Gómez-Galvarriato
y Romero, 1988).
Por estos años, tanto el crecimiento
demográfico como la concentración de la población fueron muy intensos; pero
como la economía presentaba tasas de crecimiento mayores que las de la
población, existía una gran confianza en los hacedores de las políticas. Con el
tiempo, una estructura por edad extremadamente joven, junto a un crecimiento
industrial insuficiente en las grandes urbes, generaron una profunda
desigualdad económica y social.
Segunda lección: el populismo
La disminución en
el crecimiento de la economía en los primeros años de la década de 1970 condujo
a cambios sustanciales en la política fiscal. Durante la administración de Luis
Echeverría (1971-1976), con el propósito de satisfacer demandas populares sin
modificar la estructura de la producción, el gasto público se ejerció con
demasiada soltura.
Este gasto produjo un incremento en
el déficit fiscal que se financió –principalmente– mediante préstamos extranjeros,
sin alterar la tasa de cambio. Estas medidas tuvieron como consecuencia: a) un aumento en el déficit de cuenta
corriente de la balanza de pagos (de 0.9 mil millones de dólares en 1971,
cambió a 4.4 mil millones en 1975); b) la deuda externa creció de 6.7 mil
millones de dólares en 1971, a 15.7 mil millones de dólares en 1975; y c) la tasa de inflación, de 3.4 por
ciento en 1969, pasó a 17 por ciento en 1975 (Gollás,
1994).
La forma de conducir la economía era
insostenible. En 1976 comienza a manifestarse una fuga de capitales que el
Gobierno trata de amortiguar mediante más préstamos del extranjero, y usando
las reservas monetarias. Estas políticas sólo agudizaron los problemas: en ese
mismo año el peso se devaluó en 40 por ciento, la producción disminuyó su
crecimiento en forma drástica, y la inflación fue en aumento. Por primera vez
en 20 años el Gobierno mexicano acudió a la ayuda del Fondo Monetario
Internacional.
Tercera lección: el derroche
La recesión de
1976 duró poco; pronto se descubrieron reservas petroleras que liberaron a la
economía de las restricciones financieras externas. Con el auge petrolero se
estimuló el crecimiento dirigido por el gasto público, lo que dio lugar a los
resultados esperados: el producto interno bruto, el empleo y la inversión
crecieron a tasas elevadas.
Las expectativas del Gobierno de
obtener mayores ingresos por el petróleo (de 1978 a 1981 el precio del petróleo
aumentó de 13 a 30 dólares por barril) indujeron a un mayor gasto. Con el
tiempo, el efecto de un elevado déficit público y un peso sobrevaluado, fue un
desequilibrio en la balanza de pagos (Gollás, 1994).
Para finales de 1981, el déficit total del sector público era más de 14 por
ciento del Producto Interno Bruto (pib), y como su financiamiento se hizo con base en
préstamos extranjeros, la deuda externa aumentó de 26 a 34 mil millones de
dólares entre 1978 y 1980.
Por otra parte, las exportaciones no
petroleras tuvieron un crecimiento muy bajo, lo que unido al déficit fiscal,
incrementó la demanda de bienes importados, situación que se reflejó en el
crecimiento del déficit comercial. Entre 1978 y 1980 pasó de 1.8 mil millones
de dólares, a 3.4 mil millones de dólares (Lustig,
1994).
Al mismo tiempo, la inflación por
arriba de la mundial, sumada a un cambio fijo, significó una sobrevaluación
insostenible del tipo de cambio real. En 1982 la caída en el precio del
petróleo y la enorme sobrevaluación del peso elevaron las expectativas de
devaluación. Las tasas de interés reales eran negativas, lo cual provocó una
voluminosa fuga de capitales que produjo el colapso cambiario (García Rocha,
Gómez-Galvarriato y Romero, 1988).
Para entonces resultaba ya imposible
mantener la tasa de cambio mediante préstamos externos, por lo que el peso se
devaluó de 26 a 45 pesos por dólar. En agosto de 1982 las reservas casi se
habían agotado, la fuga de capitales continuaba, y se había interrumpido el
flujo de préstamos del exterior, lo que llevó a otra devaluación.
En ese mismo agosto el gobierno
federal nacionalizó la banca privada, y en diciembre de ese año México declaró
la moratoria al pago principal de su deuda externa. Esto provocó el cierre de
flujos de crédito externo, el cese de las inversiones privada y pública, y una
fuga de capitales sin precedente (Gollás, 1994; y
García Rocha, Gómez-Galvarriato y Romero, 1988).
Cuarta lección: las bases del ajuste
La nueva
administración comenzó su periodo enfrentando una aguda crisis económica. Las
tareas heredadas exigían corregir los enormes desajustes fiscales y monetarios,
además de la negociación con los acreedores bancarios internacionales. Con este
propósito, en diciembre de 1982 Miguel de la Madrid anunció un plan de
estabilización: pire (Programa
Inmediato de Reorganización de la Economía). La instrumentación de este plan en
1983, se tradujo en una reducción sin precedente del gasto público.
El déficit primario, que
representaba 7.6 por ciento del pib en 1982, en 1983 se convierte en superávit de 4.4
por ciento. La oferta monetaria también disminuyó durante este periodo, y el
grueso de los ajustes presupuestales fue a costa de la inversión pública. La
inflación de casi 100 por ciento en 1982, bajó a 80.8 por ciento en 1983, y a
59.2 por ciento en 1984.
A pesar de la contracción en la
demanda, el tipo de cambio tuvo que ajustarse para permitir una subvaluación
que redujera el saldo comercial y fomentara las exportaciones. Esta
depreciación del tipo de cambio real tuvo los efectos esperados; la balanza
comercial en 1982 alcanzó un superávit de 6 mil millones de dólares, después de
un déficit del mismo monto en 1981. En 1983 el superávit fue de 13.3 millones
de dólares, y en 1984 de 12.4 (Gollás, 1994).
En 1985 comenzó el proceso de
restructuración industrial que consistió básicamente en eliminar subsidios y
abrir la economía a la competencia externa. En ese año México ingresó al gatt (Acuerdo
General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio), y se registró un aumento sin
precedente de las exportaciones manufactureras. Desafortunadamente, en 1985 y
1986 hubo fuertes choques de oferta. (El terremoto de septiembre de 1985, y una
caída brusca en el precio del petróleo en 1986). Fue necesario depreciar una
vez más el tipo de cambio, lo que causó un fuerte descenso en el salario real y
un aumento en la inflación. En 1985 ésta fue de 63.7 por ciento, y en 1986
llegó a 105.7 por ciento (García Rocha, Gómez-Galvarriato
y Romero, 1988).
Por otra parte, ante la crisis
provocada por la disminución de los precios del petróleo, el país estuvo en
1986 a punto de declarar una moratoria de pagos. Ante esta perspectiva, los
bancos internacionales, con poco entusiasmo, acordaron cooperar con el Plan
Brady, mediante el cual se le prestaron a México 6 mil millones de dólares y se
renegoció 83 por ciento de la deuda (Gollás, 1994).
En 1987 los precios del petróleo
comenzaron a recuperarse, pero la inflación no cedió a pesar de la restricción
de la demanda. La elevada inflación provocó el desplome del tipo de interés
real, y la reducción del crédito condujo a un auge en los mercados secundarios
de crédito. Durante este año la Bolsa de Valores fue muy promisoria, hasta que
declinó bruscamente en el mes de octubre, cuando cayeron las Bolsas del resto
del mundo. Con esta experiencia los inversionistas cambiaron la composición de
su cartera a favor de activos denominados en dólares. Las autoridades
monetarias percibieron este hecho como un posible ataque especulativo, y con el
objeto de proteger las reservas internacionales, decidieron retirarse del
mercado cambiario. El anuncio del Banco de México provocó una devaluación
especulativa que desató niveles inflacionarios altos. La inflación en 1987
llegó a 159.2 por ciento (García Rocha, Gómez-Galvarriato
y Romero, 1988).
Ante estas circunstancias, se puso
en marcha un plan heterodoxo con el fin de lograr la estabilidad de precios. El
eje central de este plan consistía en un acuerdo entre el Gobierno y los
sectores obrero, campesino y empresarial, de no subir precios ni exigir
demandas excesivas. Es decir, tomar medidas que requerían de los agentes
económicos –obreros, campesinos, empresarios y Gobierno– aceptar pérdidas en
forma explícita y concentrada. A este acuerdo se le bautizó como el Pacto de
Solidaridad Económica (pse),
que después, en 1988, cambio de nombre a Pacto para la Estabilidad y el
Crecimiento Económico (pece),
vigente hasta 1994.
Para lograr el objetivo de una menor
inflación, el pse
fijó como meta disminuirla en 2 por ciento mensual. Otras metas fueron: reducir
el déficit fiscal, continuar con la liberación del comercio, y establecer una
política de ingresos (control de precios y salarios). El Gobierno se
comprometió a mantener fijos la tasa de cambio y los precios de los bienes
públicos; el sector privado, por su parte, a no aumentar los precios de bienes
y servicios (Gollás, 1994).
El Pacto produjo buenos resultados
de inmediato. Durante el segundo semestre de 1988, la inflación fue de sólo 1.2
por ciento (obviamente menor al 9 por ciento registrado en el mismo periodo de
1987). En 1988 el pib
creció a 1.3 por ciento, las exportaciones no petroleras a 15.2 por ciento, y
la inversión privada a 10.9 por ciento.
Pero, el control de la inflación no
se reflejó en un crecimiento sustancial del producto. La disciplina fiscal era
esencial para recuperar y mantener la estabilidad financiera y de precios, pero
también tenía efectos desalentadores sobre la inversión privada. El gobierno de
Salinas, que llegó al poder en 1988, afrontó el desafío de terminar con ese
estancamiento.
Quinta lección: la modernización
El primer paso
del gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) fue anunciar el Pacto
para la Estabilidad y el Crecimiento Económico (pece).
En él se destaca el compromiso del Gobierno con la recuperación del crecimiento
sin sacrificar la estabilidad de precios. Parte importante de la política
económica consistía en recuperar los capitales mexicanos que habían salido del
país, por lo que era necesario ganar la confianza del sector privado nacional y
extranjero.
Reducir las transferencias de
recursos al exterior exigía concentrar los esfuerzos en tres objetivos:
disminuir la carga del servicio de la deuda, alentar la repatriación de
capitales, y atraer la inversión extranjera. Para estos propósitos era
fundamental convencer al Gobierno de Estados Unidos de que la política
económica mexicana prometía seriedad y eficacia. Las buenas negociaciones
condujeron a que el Gobierno estadounidense decidiera poner en práctica el
llamado Plan Brady, orientado a reducir el monto y servicio de la deuda de
aquellos países elegibles. México fue el primer país en solidarizarse con ese
Plan (Lustig, 1994).
A pesar de ese acuerdo (Plan Brady),
el ahorro y las entradas de capital no fueron sustanciales. El gobierno de
Salinas tomó entonces dos medidas espectaculares: a) en 1990 reprivatizó los bancos, lo
que provocó que el flujo de capitales hacia México creciera y que las tasas de
interés disminuyeran; y b) se iniciaron las negociaciones para
un Tratado de Libre Comercio (tlc, o nafta,
por sus siglas en inglés) entre Estados Unidos, Canadá y México. Estas medidas
restablecieron la confianza del sector privado en el Gobierno y en la economía.
De enero a septiembre de 1991 el monto del flujo de capitales hacia México fue
de alrededor de 154 mil millones de dólares.
En la administración de De la Madrid
se dieron los primeros pasos para privatizar las empresas paraestatales, pero
fue el gobierno de Carlos Salinas el que llevó a cabo esa medida hasta sus
últimas consecuencias, vendiendo o cerrando la mayoría de las empresas del
Estado. En 1983 el Gobierno controlaba o era propietario de 1 155 empresas; en
1988, 130 se habían vendido al sector privado, 526 se habían liquidado, y 496
aún estaban en manos del Gobierno, o estaban en proceso de cerrarse o de
venderse. Paralelo al programa de “privatización”, el Gobierno instrumentó un
programa de “desregulación” cuyo objetivo era disminuir los trámites y trabas
burocráticas a la actividad productiva privada (Gollás,
1994).
Parecía, en 1991, que la economía
había arrancado. En ese año la inflación fue de 18 por ciento y el crecimiento
de la economía de 3.6 por ciento. El entusiasmo por los primeros logros del
“nuevo” modelo de desarrollo se hizo letra impresa en los estudios de
especialistas en la economía mexicana. Nora Lustig,
por ejemplo, dice:
[...] el caso
de México ilustra cómo la austeridad fiscal, la reducción del salario real y la
adopción del menú completo de reformas sugerido por las instituciones de Bretton Woods pueden ser insuficientes para activar la
recuperación económica... Este tipo de medidas se expresó en México en la
decisión del gobierno de buscar un acuerdo de libre comercio con los Estados
Unidos. Esta iniciativa, aunada a la reprivatización de los bancos, contribuyó
a modificar la imagen de México en los mercados externos y en las expectativas
de los empresarios de forma contundente y en consecuencia aumentaron las
entradas de capital privado y se posibilitó la recuperación (Lustig, 1994:86).
Y de manera
exagerada, Pedro Aspe declara:
Existen
razones para ser optimistas ante el futuro porque sabemos que fuimos capaces de
crecer con estabilidad en el pasado y porque los resultados alcanzados hasta
ahora nos han demostrado que el esfuerzo del ajuste y la confianza entre todos
los sectores de la sociedad mexicana pueden realmente traducirse en proceso
económico y social [...] Hoy en día, la sociedad civil y su gobierno,
democráticamente más fuerte y al mismo tiempo más ágil, están encontrando una
nueva vitalidad y de-terminación para tener un proceso todavía mayor, con
nuestras aspiraciones firmemente encaminadas hacía un
futuro mejor (Aspe, 1993:208-210).
El
optimismo no duró mucho; en 1993 la estabilidad de precios marcó un record (la
tasa de inflación fue menor a 10 por ciento), pero el crecimiento del pib fue de
sólo 0.4 por ciento; y 1994 estuvo marcado por hechos dramáticos que parecían
superados en nuestra historia reciente. El primero de enero de 1994 estalló en
el estado de Chiapas el levantamiento armado que cambiaría el futuro político y
económico del país, y en marzo de ese año fue asesinado Luis Donaldo Colosio,
candidato a la presidencia de la República por el partido oficial, el
Revolucionario Institucional (pri).
A pesar de estos hechos, los
pronósticos de la economía para 1994 y 1995 eran optimistas. Incluso las
previsiones no oficiales tenían ese carácter. Para una firma extranjera, por
ejemplo, el pib
crecería a 2.0 por ciento en 1994 y a 3.5 en 1995; la inflación permanecería en
alrededor de 7.5 por ciento en los dos años; la tasa de cambio entre 3.40 y
3.51 nuevos pesos; y las tasas de interés entre 12 y 11 por ciento (Blue Chips Indicators, citado por Gollás,
1994).
Algunos comentaristas sugirieron que
esos pronósticos tenían una sombra de maquillaje para mejorar el rostro de las
elecciones de la presidencia de la República, pues era difícil aceptar que la
reactivación económica pudiera llevarse a cabo justamente cuando el país vivía
uno de los momentos financieros, cambiarios y políticos más inciertos de las
últimas décadas.
Más allá de las cifras
macroeconómicas, la política económica del sexenio de Salinas, a pesar de su
aparente éxito, había sido sumamente costosa:
A mediados de
1994 se puede afirmar, con confianza, que el objetivo inicial y más fácil del
programa de estabilización, reducir la inflación, ya se cumplió. Ésta ha
disminuido como resultado de los acuerdos de la negociación de la deuda
externa; de la disminución del déficit público; y del control de algunos
precios clave como la tasa de cambio y los salarios. Los costos del éxito del
programa de estabilización han sido, entre otros, la drástica disminución del
crecimiento de la economía, de los salarios reales, del ingreso per
cápita y del nivel de
vida de la población (Gollás, 1994:37).
Sexta lección: nueva crisis, nuevo ajuste
En
los primeros meses de 1994, la violencia estuvo acompañada de cambios negativos
en las variables macro-económicas. La política monetaria de los Estados Unidos
(E.U.) comenzó a restructurarse, y parte del capital
(en bonos y valores) que había venido a México cuando las tasas interés en E.U.
eran bajas, comenzó a retornar a ese país. Para mantener el capital extranjero
en México se elevaron las tasas de interés, pero como lo mismo sucedía en E.U.,
comenzó a disminuir de manera sustancial la inversión en portafolio. Se
recurrió entonces a las reservas monetarias para enfrentar los flujos de
capital, con el fin de mantener la tasa de cambio.
A esto se agregaba el hecho de que
la cuenta corriente en la balanza de pagos empeoraba. Los diferenciales en las
tasas de in-terés en México y en E.U. se ampliaban, y
con una tasa de cambio constante en nuestro país, se hacían más atractivos los
productos mexicanos a los compradores mexicanos. Por otra parte, la apertura
comercial con el Tratado de Libre Comercio favoreció a la competencia
extranjera, en términos que algunas compañías mexicanas no podían solventar.
De esta manera, la disminución en el
flujo de capital extranjero, el exceso de las importaciones sobre las
exportaciones, y la tasa de cambio fija, hacían predecible un impacto negativo
en las reservas monetarias. Cuando las reservas comenzaron a caer de una manera
abrupta, se emitieron en México bonos de corto plazo (tesobonos) que
garantizaban a los inversionistas su reembolso en dólares. En los últimos meses
de 1994 la mayor parte de los bonos gubernamentales en manos privadas eran
tesobonos.
Las medidas adoptadas (altas tasas
de interés, tesobonos) no cambiaron el panorama, las tasas de interés no
lograron recuperar las reservas monetarias, el déficit de la cuenta corriente
era mayor, y las tasas de interés en E.U. seguían incrementándose. Estos hechos
fueron el escenario previo a la devaluación de diciembre de 1994 (Gruben, 1955).
Lo grave de la devaluación se
atribuye también a otros factores: a) como en su anuncio inicial se dijo
que continuaría la política de deslizamiento del peso a partir de una nueva
tasa de cambio, y esta medida no se consideró suficientemente confiable, los
tenedores de pesos mexicanos continuaron demandando dólares, hasta el punto en
que la compra y venta de esta moneda se dejó a las fuerzas del mercado; b) la proporción elevada de préstamos
bancarios no recuperados (cartera vencida) por empresas que no podían competir
en un mercado abierto, debido a las dificultades que presentaban un nuevo valor
del peso y las crecientes tasas de interés; y, c) la inminente convertibilidad en el
corto plazo de los tesobonos, amparados en dólares, ejercía una presión externa
en la posición de las reservas monetarias en la primera mitad de 1995 (Gruben, 1995; y Sachs, Tornel y Velasco, 1995).
A los pocos días de la devaluación
se presenta un Programa de Ajuste (24 de enero de 1995). Historia repetida para
los mexicanos: la restricción del gasto público se programa en 1.3 por ciento
del pib,
el peso continúa flotando, se limita el crecimiento de la masa monetaria, y el
salario mínimo tiene un incremento de sólo 7 por ciento. Los estudiosos de la
economía mexicana pronto darán cuenta de los alcances y límites de esas medidas
de ajuste. Entonces, los pronósticos para 1995 eran, por demás, desalentadores.
Tres características del repaso
hecho hasta aquí me parecen relevantes: a) el predominio, en el análisis, de la
esfera financiera por encima de las estructuras productiva y ocupacional; b) la fuerza de ciclos sexenales en la
repetición de crisis y ajustes; y, c) el surgimiento de nuevos agentes
privados en la toma de decisiones de la política económica nacional.
Modalidades de la urbanización: auge y depresión
económica
Con el riesgo de
ser excesivamente esquemático, propongo una asociación entre los tiempos de la
economía y los tiempos de la urbanización en nuestro país. El desarrollo
estabilizador estuvo acompañado de un ritmo intenso de concentración de
población en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México (1940-1970); luego,
los años de la “docena trágica”, no tan trágica para el desarrollo regional,
comenzaron a presentar indicios de descentralización de la población, que para
algunos autores fue anuncio de una transición urbana (1970-1982); y,
finalmente, los nuevos años de crisis-ajuste-crisis continuaron esa
descentralización demográfica por el estancamiento de la economía (1982-1995).
Hago referencia a estos periodos.
1. Desarrollo estabilizador y concentración de la
población: 1940-1970
En
los años del “milagro mexicano” (1940-1970), como dije antes, la tasa de
crecimiento económico de México fue cercana o mayor a 6.0 por ciento anual. En
ese periodo, el sector agrícola generó la mano de obra para las ciudades,
produjo bienes, salario y materias primas baratas, y con base en los cultivos
de exportación, fue la principal fuente de divisas. De 1940 a 1995 la
agricultura creció 7.4 por ciento anual y la industria manufacturera 6.9 por
ciento, y en el lapso 1955-1970 la agricultura disminuyó su tasa de crecimiento
a 3 por ciento anual, por debajo del crecimiento de la población; en cambio, la
industria aumentó a 8.6 por ciento anual (Solis,
1970).
Mientras en la economía se hablaba
de milagros, en el desarrollo urbano se veían problemas. En los años sesenta y
setenta, como se recordará, el panorama de la urbanización, según los
especialistas, era alarmante, sobre todo para países menos desarrollados, cuya
población se concentraba con una intensidad sin precedente.
Las características atribuidas a la
urbanización justificaban esa alarma. Aun cuando la proporción de población
urbana en los países de mayor desarrollo había alcanzado un límite que
permanecía constante, las grandes ciudades continuaban aumentando de tamaño
debido al crecimiento de la población total. Este atributo de la urbanización,
su irreversibilidad, fue el elemento esencial de las visiones del desarrollo
urbano futuro (ciudades mundiales, áreas megalopolitanas,
etcétera) (Scientific
American, 1965).
En los países de menor desarrollo
las preocupaciones por el crecimiento de la población urbana, y en especial de
las zonas metropolitanas, dio lugar a dos temas de estudio: la sobreurbanización, y el alto grado de primacía en la
estructura urbana. La formulación del fenómeno de la sobreurbanización,
generalmente se presentaba con base en aspectos demográficos o sociales: a) Así, se decía que el alto
crecimiento de la población –la caída en la tasa de mortalidad y la
persistencia de la alta fecundidad– en la mayor parte de los países de América
hispánica, asociados a una intensa concentración de población y a un desarrollo
industrial poco dinámico, daba lugar a la “sobre-urbanización” o “terciarización” en estos países. De acuerdo con esta idea,
puede haber un desequilibrio entre el crecimiento de la población y el
crecimiento de la participación del sector industrial en el producto y en la
fuerza de trabajo (Friedman y Lackington,
1967; y Sovani, 1964). b) O bien, se comentaba que dentro de
la teoría de la modernización, el proceso de migración en la última de sus tres
etapas –motivación, canal de traslado y ajuste o desajuste personal en el lugar
de destino– podía dar lugar a una masa marginal, ya que, el ajuste o desajuste
del migrante rural a la vida urbana, en una sociedad en transición, dependía de
la capacidad del individuo para cambiar los roles de una sociedad tradicional
(adscripción, particularismo, difusión y afectividad) a los de una sociedad
moderna (desempeño, universalismo, especificidad y neutralidad afectiva) (Germani, 1979).
El tema de la terciarización
en el desarrollo urbano de Mé-xico, fue puesto en
duda por el hallazgo de algunos estudiosos de la migración a las grandes
ciudades. Oliveira (Oliveira,
en Muñoz, Oliveira y Stern,
1977) encontró que la migración a la ciudad de México se había dirigido en una
proporción alta al sector secundario y no al terciario. De 1940 a 1959 el
sector secundario absorbió un poco más de la tercera parte de los migrantes, y
de 1960 a 1969 dio trabajo a más de la mitad de ellos. Este hallazgo se asocia,
sin duda, con la época de mayor crecimiento industrial del país.
Los estudios de la primacía en la
estructura urbana de los países menos avanzados tomó dos vertientes: una la
atribuía a la diferencia entre los países ricos y pobres; otra consideraba que
el predominio de una gran ciudad en el sistema de ciudades era consecuencia de
las características del capitalismo.
La primera visión asociaba el nivel
de desarrollo con los tipos de distribución de población (mayor primacía en los
países subdesarrollados y mayor cercanía a la regla rango-tamaño en los países
desarrollados) (Berry, 1961). Aunque no pudo
comprobarse esta hipótesis, la literatura sobre primacía en esta línea fue
extensa. Algunos autores vieron a las grandes ciudades como parasitarias (Hoselitz, 1955); otros identificaron condiciones típicas de
países con alta primacía (Linsky, 1965); e incluso se
argumentó que el predominio de las ciudades capitales obedecía más a
características demográficas que económicas (Richardson y Schwartz,
1988). La solución más cercana a este problema está en el trabajo de El-Shakhs (1972), quien muestra que los países aumentaron su
primacía en la etapa del despegue de su economía, cuando la concentración de
las actividades económicas era condición del arranque de la industrialización;
y al llegar la economía a mayor grado de desarrollo comienza a presentarse un
fenómeno de descentralización, acompañado de una disminución relativa del
predominio de la ciudad capital.
La contraparte a este tipo de
literatura proviene de la teoría de la dependencia, que objetaba el supuesto de
que todos los países tomaran una pauta similar en su desarrollo. Para los dependentistas, la inserción perférica
de los países menos desarrollados en el ámbito internacional los podría
destinar a un subdesarrollo permanente. Las bases para explicar la primacía con
este enfoque eran históricas y económicas: a) los países con herencia colonial
recibieron como secuela estructuras urbanas de alta primacía, pues tanto los
países metropolitanos como los coloniales ejercieron su control por medio de
las principales ciudades; y b) las economías de los países pobres
están supeditadas a una base exportadora muy débil, pues si el comercio de esas
exportaciones requiere sólo de una ciudad, a ella se destinará la
infraestructura (vías de comunicación), la inversión y los mejores servicios,
con el consecuente deterioro de las localidades de menor tamaño (Smith, 1985).
En nuestro país, la preocupación por
la primacía de la ciudad de México ha estado presente en buena parte de la
literatura sobre desarrollo urbano. El crecimiento demográfico de la Zona
Metropolitana de la Ciudad de México (zmcm) fue explosivo durante los
años 1940-1970. En estas décadas, cuando la economía experimentaba un
desarrollo sostenido, la población de la zmcm más que se cuadruplicó. En
1940 era de 1.9 millones de habitantes, y en 1970 aumentó a 9.0 millones. En
estas tres decadas la tasa de crecimiento de la
población fue mayor a 5 por ciento. El incremento extraordinario en el volumen
de la población de la zmcm se refleja también en su participación
respecto a la del total del país: en 1940 fue de 9.9 por ciento, y en 1970
llegó a 18.6 por ciento.
Cuando aparecieron los datos de
población de la zmcm
para 1970, y con base en éstos se elaboraron proyecciones para décadas posteriores,
las reacciones de alarma no se hicieron esperar. La catástrofe parecía un
anuncio en el futuro de la ciudad de México: ésta llegaría a ser en el año 2000
la metrópoli más poblada del mundo. Esta visión de la ciudad de México alimentó
a los estudios urbanos, que en el decenio de los años setenta estaban
fuertemente influidos por conceptos de la economía política. Para esos
estudiosos, la concentración de población en las grandes ciudades se debía a
características inherentes al capitalismo; en los países con esa modalidad
productiva, las ciudades seguirían aumentando de tamaño de una manera
irreversible. A la zmcm
se le auguraba un futuro megalopolitano.
Los datos del Censo de Población de
1980 disminuyeron, en parte, esa visión alarmante. El volumen de la población
de la ciudad de México en 1980 fue de 13.9 millones de habitantes, con una tasa
de crecimiento de 4.38 por ciento en el periodo 1970-1980. Quizá estos
resultados, o quizá la nueva literatura de países avanzados, dio lugar a
investigaciones relacionadas con la transición urbana, la descentralización de
la población y las ciudades medias.
2. La “docena
trágica”
y los inicios de la transición urbana
En el curso de
los años setenta, buen número de países desarrollados tuvieron, por primera vez
en su historia industrial, un decrecimiento demográfico de sus grandes
metrópolis. La novedad de este fenómeno sustituyó la concepción clásica de la
urbanización, que pronosticaba mayores incrementos relativos de la población en
las ciudades grandes (Davis 1965; y Simon, 1955).
La experiencia de ese cambio
demográfico contrarió al esperado, y originó múltiples estudios sobre la
descentralización de lo que algunos autores bautizaron como proceso de
“contra-urbanización” (Berry, 1976; y Champion, 1989). El claro rompimiento con el pasado (clean break) se manifestaba en el crecimiento
poblacional de las ciudades pequeñas, mayor que el de las grandes urbes (Vining y Strauss, 1977), y en el crecimiento autónomo (no megalopolitano) de las ciudades localizadas alrededor de
las grandes metrópolis (“reversión de la polarización”) (Richardson, 1980).
Preocupaciones afines a este tema produjeron estudios aplicables a países de
menor nivel de desarrollo. Alonso (1980), por ejemplo, sugiere que el
desequilibrio en el progreso de un país en sus primeras etapas de desarrollo,
disminuye en etapas posteriores de industrialización. Según Alonso, varios
procesos sociales toman la forma de campana en el tiempo: las etapas de
desarrollo, la desigualdad social, las disparidades regionales, la
concentración geográfica (primacía), y la transición demográfica. Wheaton y Shishido (1981), por su parte, asocian –en un modelo logístico– la disminución en
la concentración de la población con un determinado nivel de desarrollo. Cuando
este último llega a los 2 000 dólares per cápita, las economías de algomeración
de la gran ciudad dejan de funcionar y se presenta una incipiente
descentralización de la población.
La base teórica de esa literatura
fue expuesta por primera vez en un artículo de Zelinsky
(1971), quien supone cinco etapas de desarrollo, durante las cuales la
migración rural-urbana manifiesta un comportamiento en forma de campana. Las
etapas intermedias se caracterizan por migraciones masivas que van decreciendo
conforme el país avanza en su desarrollo. Es decir, las transferencias de
población de las zonas rurales a las urbanas, de manera similar a la transición
demográfica, aumentan y disminuyen de acuerdo con el desarrollo económico
(transición urbana). Al aplicar este modelo a México, Ledent
(1981) encontró que la tasa de migración rural-urbana del país en 1980, estaba
en el punto más elevado, por lo que consideró que después de ese punto la
tendencia creciente de la migración se revertiría.
Los datos del Censo de Población de
1980 –como se dijo antes– mostraban una incipiente descentralización de la
población. La ciudad de México, en el periodo 1970-1980, había disminuido su
velocidad de crecimiento demográfico en comparación con el decenio 1960-1970, y
más de diez ciudades (con población mayor de 100 000 habitantes en 1980)
experimentaron una tasa mayor que las grandes metrópolis del país (más de 5 por
ciento anual).
Estos cambios en la distribución de
la población fueron interpretados de distinta manera; para algunos autores se
trataba de indicios que anunciaban grandes cambios (transición urbana, despegue
de las ciudades medias, reversión de la polarización, etcétera) (Graizbord, 1984; Negrete y Ruiz, 1991; Velázquez y Arroyo,
1992; y Chávez, 1995); para otros, la gran atracción de la zmcm continuaría en los años por
venir, por lo que era de esperar un crecimiento megalopolitano
(Garza y Partida, 1988; y Garza y Rivera, 1993).
Con los años, las administraciones
de los presidentes Echeverría y López Portillo han sido severamente criticadas;
la herencia que dejaron, esos doce años, en el sistema financiero, más que
justifican las críticas. Pero, durante esos dos sexenios la economía mexicana
manifestó cambios claramente positivos. El crecimiento del pib mantuvo una tasa mayor a 6 por ciento anual (de 1970 a 1975
el pib
tuvo una tasa de crecimiento anual de 6.26 por ciento; de 1976 a 1977 disminuyó
a 3.8 por ciento anual; y, de 1978 a 1981, alcanzó una tasa de 8.4 por ciento
anual), y nuestro país cruzó el umbral de los 2 000 dólares pér capita necesarios para la descentralización
de la población según el modelo de Wheaton y Shishido.
El ingreso per cápita
en 1975 fue de 2 276 dólares, y en 1980 llegó a 2 578 dólares (precios
internacionales de 1975) (Summers y Heston, 1984). Desde esta perspectiva, los resultados del
Censo de 1980 se convirtieron en un anuncio claro de la disminución en la
fuerza de atracción de población de la zmcm.
Como se sabe, los resultados del
Censo de Población de 1990 mostraron una disminución sustancial en el
crecimiento de-mográfico de la zmcm. De 1980 a 1990 su tasa de
crecimiento fue de sólo 0.64 por ciento anual. Si ese dato es cierto,
prácticamente todas las ciudades intermedias crecieron más que la ciudad de
México. Con base en esa cifra podría pensarse que la transición urbana tomó
carta de ciudadanía en el crecimiento de las ciudades del país; pero, es
conveniente aclarar que, si bien México había llegado a un nivel de desarrollo
considerable en 1980, los años posteriores a la “docena trágica” fueron
escenario de una crisis económica severa, por lo que la disminución en la
concentración de población de 1980 a 1990 deberá explicarse por razones
económicas diferentes a lo ocurrido en el decenio 1970-1980.
3. Crisis económica y descentralización de la
población
La
“contra-urbanización” no fue duradera. Los primeros datos de los
Censos de Población
de 1980 en
los países desarrollados –específicamente Estados
Unidos– mostraron que la caída en el crecimiento demográfico de las grandes ciudades
en el periodo 1970-1980, no continuó en el quinquenio 1980-1985. Las grandes
metrópolis del noreste de E.U. (Nueva York, Filadelfia y Boston) que habían
experimentado tasas de crecimiento negativas en el decenio 1970-1980, tuvieron
un crecimiento positivo después de ese periodo. Un comportamiento semejante se
presentó en las grandes ciudades de países europeos.
Dos estudios fundamentales (Vining y Pallone, 1982; y
Cochrane y Vining, 1988) apoyaron la explicación de
varios autores a estos nuevos fenómenos. La migración a las áreas periféricas
de las regiones centrales (metrópolis) parecían sólo un acontecimiento pasajero
que ocurre cuando se exigen nuevos requisitos en la localización espacial de la
población por ajustes en la economía (Cochrane y Vining,
1988). El surgimiento y la caída de la contraurbanización
se debían entonces a fuerzas económicas y demográficas que daban lugar a la
desconcentración de la población y a la restructuración de las regiones (Champion, 1988). Para Frey (1988) los años ochenta no
indicaban un retorno a la alta urbanización, ya que las tasas de crecimiento de
las ciudades en ese periodo fueron sustancialmente menores que en la década
1960-1970. Mera (1988) encuentra que, en Japón, fueron las medidas
conservadoras de la política económica (desregulación y privatización) las que
contribuyeron a la reconcentración de la urbanización en los ochenta; y Berry (1988) busca una explicación de mayor alcance
temporal, ubicando los cambios de la urbanización en la teoría de los ciclos económicos
de larga duración.
Geyer y Kontuly (1993) proponen una teoría (urbanización
diferencial) que busca explicar los elementos característicos de la
desconcentración de la población (“reversión de la polarización”, “clean break” y “contra-urbanización”) y el retorno a la
urbanización. Suponen ellos ciclos urbanos en los que el predominio en el
crecimiento demográfico (las tasas más altas) corresponde primero a las
ciudades grandes, luego a las medianas, y al final a las pequeñas. Terminado
este ciclo comenzará otro con las mismas características. Urbanización-contraurbanización-urbanización, etcétera, marcan los
puntos de auge y depresión en los ciclos de la concentración de la población.
Considerar ciclos en la urbanización
lleva a revisar los modelos que ven en los procesos de desarrollo el
comportamiento de una forma de campana (Williamson,
1965; Zelinsky, 1971; y Alonso 1980), pues en ellos
no se establece con claridad la relación que puede darse entre una crisis
económica y la concentración y desconcentración de la población.
México, en los años ochenta,
experimentó una profunda crisis económica. De 1982 a 1988 el crecimiento del pib fue de
sólo 0.2 por ciento, los salarios reales disminuyeron sustancialmente su poder
adquisitivo, el gasto público se contrajo, y la inflación llegó en algunos de
esos años a los tres dígitos. Esta crisis, sin duda, detuvo el desarrollo
regional incipiente de los años setenta, afectando especialmente a los grupos
de población de menores ingresos. A partir de estas consideraciones, es posible
pensar que al agravarse los factores de rechazo en los lugares de origen de la
población, la migración rural-urbana sería más intensa. Por otra parte, los
datos económicos indicaban que las entidades con mayor grado de desarrollo eran
las más afectadas por la caída de la economía. La literatura sobre el tema es
breve, pero muy clara: los ciclos económicos en sus
etapas de auge dan lugar a mayores flujos migratorios, y en épocas de depresión
los disminuyen
(Thomas, 1954; Lee, 1969; y Schultz, 1945).
Los datos del Censo de Población de
1990 se dieron a conocer con una rapidez desacostumbrada (a menos de cinco
meses de su levantamiento se publicaron los datos preliminares). Las cifras no
esperadas para la población del país, y para el Distrito Federal, provocaron
reacciones desfavorables al nuevo Censo. La población asignada al total del
país fue de 81.1 millones de habitantes (con un valor muy por abajo del
señalado por las proyecciones), y el dato de la población del Distrito Federal
(8.2 millones de habitantes) era menor que el del Censo de 1980. Con las cifras
de 1990, la zmcm
sólo habría aumentado en 900 mil habitantes en los años ochenta. De 13.8
millones de habitantes en 1980, a 14.7 millones de habitantes en 1990, con una
tasa de crecimiento de 0.64 por ciento anual.
Esta caída de la ciudad de México en
la estructura urbana sólo podría explicarse por un subconteo
sustancial de la población de la capital del país en el levantamiento del Censo
de 1990. Pero hay indicios de una fuerte emigración de los habitantes del
Distrito Federal a las ciudades medias durante el periodo 1980-1990 (conapo, 1987;
Negrete, 1990; y Negrete, Graizbord y Ruiz, 1993),
por lo que es difícil llegar a una conclusión cierta sobre el monto de
población de la ciudad de México. Podemos decir que parece existir una clara
tendencia de descentralización demográfica en el centro del país, aunque no
sabemos su magnitud exacta.
Aun dejando de lado los datos del
Censo de 1980, y tomando sólo los datos de la población de 1970 y 1990, la tasa
de crecimiento de la zmcm
es sustancialmente menor que la de las ciudades intermedias. En esos 20 años la
zmcm
creció a una tasa de 2.25 por ciento anual, y diez ciudades medias (mayores de
100 000 habitantes en 1980) tuvieron un crecimiento mayor de 3.5 por ciento
anual.
Si estamos interesados en asociar
los cambios en la descentralización de la población con factores económicos,
podemos suponer –a manera de hipótesis– que la disminución en la velocidad del
crecimiento demográfico de la zmcm en el periodo 1970-1990 se produjo por
condiciones económicas diferentes. De 1970 a 1980, por un impulso del gasto
público en la inversión productiva que se reflejó tanto en el incremento del pib per
cápita nacional (en
este decenio se cruzó el umbral de los 2 000 dólares, precios de 1975), como en
el impulso a proyectos de desarrollo regional. De 1980 a 1990, la crisis
económica y los programas de ajuste condujeron a una disminución del pib per
cápita nacional (en
1980 el pib
per cápita
fue de 4 342 dólares, y en 1985 pasó a 3 985 dólares, precios internacionales
de 1980) (Summers y Heston,
1988), lo que desalentó la migración a las grandes ciudades, pues fueron ellas
las que recibieron el peor impacto por la caída de la economía.
Sin duda, esta forma excesivamente
esquemática de atribuir a dos factores económicos diferentes, y hasta
contrarios, la descentralización de la población, debe tomarse con reserva.
Será necesario profundizar en la investigación de la urbanización y la economía
para conocer el alcance de esta hipótesis.
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