Planeación
urbana, participación ciudadana y cambio social[1]
Boris Graizbord
El Colegio de México/LEAD-México
Introducción
La
idea de participación ciudadana o pública no es nueva. En Inglaterra se
institucionalizó como parte de los cambios que sufrió el proceso de planificación
a partir del reporte “Skeffington” a fines de la década de los sesenta. El
antecedente inmediato era la ley de planeación de 1968, que constituyó en la
Gran Bretaña un hito en el desarrollo de un marco de planeación con un alto grado
de participación ciudadana. Sin embargo, el estímulo venía del gobierno
central, pues era necesario que los gobiernos locales se organizaran
apropiadamente para ejercer sus funciones de planificación.
El gobierno británico convocó en marzo de 1968
a un comité bajo la dirección del que era secretario del ministro de Vivienda y
Gobierno Local, Arthur Skeffington, quien publicó el reporte “People &
Planning” en 1969. Las recomendaciones parecían obvias:
·
la población debía mantenerse informada acerca
de la preparación de los planes locales de sus correspondientes jurisdicciones
político-administrativas;
·
las autoridades locales
de planeación debían publicar propuestas de forma que quedaran claras sus
implicaciones para los residentes en el área a la que se refería el plan;
·
el público debía ser notificado de los logros
de sus representantes sobre lo que habían aceptado y por qué lo habían hecho; y
·
la gente debía ser animada a participar en la
preparación de los planes, no sólo haciendo comentarios, sino también
involucrándose en encuestas y otras actividades relacionadas con el proceso de
planeación.
Entre
estas recomendaciones y la realidad había, por supuesto, una enorme distancia:
el cómo. En efecto, la brecha entre los procedimientos de planeación y los intereses
más amplios de la ciudadanía, entre planeación física y política económica y
social, entre las propuestas y sus implicaciones políticas, sólo podía cerrarse
con una transferencia de poder que permitiera decidir aquellas cuestiones de
interés para la población local. En ese momento se hizo evidente que:
1.
Había que ir más allá de los procedimientos formales, las encuestas y las
exhibiciones públicas de las propuestas y los planes.
2.
El proceso era político y debía rebasar la planeación urbana.
3.
Había que encontrar y construir vínculos entre participación popular y
democracia representativa.
4.
La participación debía ser un medio para que los consumidores y usuarios
controlaran el poder burocrático y profesional de los planificadores o
tomadores de decisiones.
5.
La representatividad social de los ciudadanos organizados y participantes era
limitada: no cubría a toda la población y no se refería a todos los problemas o
intereses existentes en un lugar y momento dados.
6.
Existía la posibilidad de que la participación ciudadana llevara a propuestas
excluyentes o que implicara enormes costos sociales que afectarían a una
comunidad más amplia o a la ciudadanía en su conjunto.[2]
7.
Era necesario conciliar lo que debía mantenerse en secreto para evitar su
difusión y, por tanto, su uso especulativo antes de tiempo, y el derecho a ser
informado o el deber de informar, lo cual resultaba difícil ante una mayor
participación ciudadana.
Considerando
los antecedentes anteriores, en estas notas se propone un modelo de análisis de
la participación –o, más bien, una interpretación de la misma como proceso[3] de planeación y cambio social– y se señalan
algunas de las enormes dificultades que implica la participación de la
población y de las condiciones para su efectividad en la escala metropolitana
para el caso de la ciudad de México, o de una ciudad tan grande como ésta.
Divido el texto en una introducción, la propuesta del modelo y algunos aspectos
del mismo; hago referencia en un tercer apartado a la población desorganizada
y, finalmente presento unas conclusiones.
Un modelo analítico de participación ciudadana
Me
parece que una efectiva participación ciudadana debe atender cuatro
dimensiones:
1.
La
escala.
Seguramente hay diferencias si se trata de ciudad o territorio social y
público; o bien de zonas y barrios o territorio comunitario; o, finalmente, de
los espacios interaccionales; es decir, del lugar de trabajo, las áreas
recreativas, los espacios de uso común vecinales, etcétera.
2.
El tiempo.
No es lo mismo intervenir ex-post que ex-ante
en el proceso de planeación.[4] Lo primero implica la continua evaluación de
resultados que deben convertirse en insumos para la formulación de políticas o
identificación de problemas.
3.
El contexto.
Habría que distinguir entre una situación de rutina y una de crisis. La primera
se refiere a procedimientos operativos establecidos, normales, estandarizados,
o bien a una estructura establecida –statu
quo– que se deriva o refleja valores, normas,
intereses, identidades y creencias. Una situación de crisis, por otro lado,
implica grandes cambios de política o modificación del espacio político en el
que se tiene que tomar decisiones y responder a cambios abruptos en el ambiente
institucional.
4.
Los motivos de los
actores. Es diferente cuando se trata de intereses
utilitarios, pecuniarios y materiales, que cuando se tienen motivaciones
simbólicas, no pecuniarias y espirituales. Asimismo, no es igual cuando lo que
se busca es un fin político que cuando se trata de uno profesional; y, finalmente,
la intervención puede tener un alcance o motivación inmediatos o bien alentar
expectativas en una perspectiva de largo plazo.
En
lo que sigue haré referencia a sólo algunos aspectos de cada una de las
anteriores dimensiones.
La
escala
En
términos de escala,
los mecanismos o instituciones[5] y aspectos en discusión varían según estemos
pensando en una decisión que afecta a la toda la ciudad; trátese de un sistema
de vialidad y transporte público, del abastecimiento y distribución de agua
para la ciudad, o del manejo y operación global de residuos domésticos o
industriales.
Es obvio que en esta escala es necesario
referirse al “habitante metropolitano”, pero en una ciudad concurren diversos agentes
e intereses que pueden, desde muy diversos ángulos, percibir las posibilidades
de verse afectados o tienen distintas capacidades de articular sus intereses.
En esta escala se producen costos sociales directos e indirectos
(externalidades) que afectan de alguna manera a unos más que a otros, y deberán
crearse mecanismos de transferencia extra-mercado[6] que subsanen, compensen o mitiguen dichos
costos o beneficios no merecidos. Los procesos de decisión no pueden darse a
partir de la intervención de un sólo grupo o un agente en particular, y el
mecanismo de participación tiene que prever y permitir la expresión de la
ciudadanía, de todos los usuarios, de la población en general, etcétera.
En el espacio comunitario y vecinal, por el
contrario, los participantes tienen “nombre y apellido”, y los mecanismos y decisiones
se negocian o consensan ad
hoc. Los intereses están representados o tienen
voz,[7] y los procedimientos pueden ser de carácter
extraordinario o permanente. El papel que juega aquí el “experto” es
relativamente débil, al contrario que en el caso anterior, pero pudiera actuar
en calidad de consejero o facilitador (por ejemplo, organizando talleres
participativos); es decir, un advocacy
planner.[8]
Un ejemplo concreto de participación en el
espacio comunitario y vecinal lo ofrece la negociación o “convenio de
concertación democrática” que se estableció para el Programa de Renovación
Habitacional, que permitió la construcción o rehabilitación de cerca de 50 000
viviendas en el Distrito Federal después del sismo de 1985. En este caso las
autoridades encargadas, en una situación de crisis, lograron establecer una
comunicación positiva con más de 100 grupos de ciudadanos y de población
afectada que se organizó e hizo representar en el proceso, diversas
organizaciones no lucrativas o no gubernamentales y numerosas empresas del
sector privado, si bien se mantuvo una estructura vertical en la integración
del proceso (organismos del gobierno federal-Departamento del Distrito
Federal-Banco Mundial), característica del funcionamiento de las instituciones
políticas y organismos públicos en nuestro país.
El
tiempo
La
dimensión temporal,
o el momento oportuno y adecuado para auspiciar, aceptar, o
propiciar la participación, es un tema tratado en el mencionado reporte
“Skeffington”. Habría que ver si la participación del público debe darse desde
el inicio del proceso, incluso desde la definición del problema, o bien si sólo
una vez formulada la propuesta o el plan ésta quedaría al alcance de quien quisiera
revisarla y cualquiera tendría derecho a expresar su opinión al respecto, para
modificarla, rechazarla o buscar la anulación parcial o completa de la misma.
La pregunta aquí, como se la hicieron los
críticos de aquel reporte, es: ¿quiénes son los interesados en revisar esta
propuesta y quiénes tienen la capacidad para entenderla y/o formular una opinión
informada al respecto?
El
contexto
La
identificación de problemas no es una cuestión trivial, y merece consideraciones
no sólo epistemológicas sino también contextuales.
Me referiré a estas últimas. Algunos señalan que en estos tiempos, aun sin
aceptar que se vive una situación de riesgo globalizado, estamos ante una
crisis general y permanente; más aún cuando nuestras grandes urbes alcanzan
poblaciones millonarias y extensiones de miles de kilómetros cuadrados. En todo
caso, las mega-ciudades, como la ciudad de México, no sólo presentan conocidos
riesgos magnificados, sino también nuevas pautas de conflicto político,
económico, social y cultural antes no vistas o no consideradas.[9]
Quisiera enumerar algunos de los riesgos y las
nuevas pautas conflictivas relacionados con la política urbana y el proceso de
toma de decisiones:
1.
En la actualidad, no sólo en las ciudades primarias o capitales, sino también
en todas las grandes ciudades, se aprecia un incremento considerable en el
número de participantes en las decisiones de política urbana: burócratas,
grupos vecinales, sindicatos, empleados de servicios públicos, etcétera.
2.
Existen innumerables conflictos de índole diversa entre y dentro de las zonas
urbanas o barrios en que se divide la ciudad.
3.
Proliferan funciones y organismos públicos encargados de éstas tanto en el
gobierno de la ciudad como en los de los municipios contiguos que integran la
metrópoli.
4.
Crece el número de problemas y éstos se politizan y entran en la agenda del
gobierno de la ciudad.
5.
La fragmentación burocrática y espacial crea conflictos permanentes.[10]
6.
Ha crecido la desconfianza entre ciudadanos y funcionarios públicos, o entre
gobernantes y gobernados.
7.
Los niveles superiores de gobierno intervienen cada vez más en asuntos urbanos
y locales, en parte debido a la importancia y escala de estos problemas.
8.
Predominan los problemas sociales y económicos sobre los problemas físicos.
9.
Crece la expectativa de que el gobierno puede resolver los problemas, aunada a
la percepción de que aquél es el único responsable de éstos.
10.
Hay mayor conciencia ciudadana y preocupación de la población en general acerca
de los problemas y las crisis.
11.
La ciudadanía ejerce cada vez mayor presión sobre el gobierno de la ciudad y
los funcionarios responsables. Por su parte, éstos actúan en situaciones
inestables[11] y con agendas sobrecargadas de problemas.
No
pocos de estos aspectos tienen que ver con una cada vez más educada –es decir,
politizada y consciente– ciudadanía, pendiente de su bienestar y del desempeño
de los que administran el “hogar público”.[12] Pero una evaluación del desempeño de los
gobiernos urbanos en países en desarrollo muestra, en general, que los
funcionarios no tienen una orientación clara hacia el mejoramiento de las
condiciones de bienestar de la población y de la calidad del medio físico
urbano; su desempeño deja mucho que desear y muestra prácticas corruptas,
agresivas e irresponsables, no sólo por lo anterior, sino también porque los
recursos a su alcance son pocos y cuentan con poca preparación y bajos niveles de
calificación; la burocracia urbana no está profesionalizada y el puesto se
obtiene por recomendación o vínculos extraños; y la administración está sobrada
en personal y es poco productiva, pero está, además, mal remunerada.[13]
Los
motivos
El
análisis político del proceso urbano y de las motivaciones de los agentes sociales
se centra en la estructura y ejercicio del poder. En términos de estructura,
¿quién, en efecto, maneja, controla, gobierna la ciudad?, sería la pregunta
inicial; y ¿cuál es la relación entre gobernantes y gobernados?, es la cuestión
central relativa al ejercicio del poder, en el marco del control político y el
cumplimiento de funciones en la gestión del proceso urbano.
Con relación al primer punto, y desde una
perspectiva de sociología política, encontraríamos dos propuestas: aquella que señala
que las ciudades son controladas por una estructura de poder “elitista”,
unificada, que opera tras bambalinas y es capaz de subordinar a sus propios
intereses al aparato formal de gobierno; y, la segunda, que sugiere que el
control sobre la ciudad se divide entre grupos diversos que compiten entre sí
en un contexto “pluralista”.
Es posible rechazar parcialmente la primera
propuesta con base en resultados empíricos que señalan que el poder no se
acumula o traslapa, y más bien se dispersa entre diferentes centros o medios de
poder en un sistema complejo y multifuncional. Sin embargo, también es cierto
que en ocasiones una élite adquiere y concentra tal poder que domina las
discusiones cuando entran en juego sus intereses sectoriales en el ámbito
local. Esto es especialmente válido en casos en donde el poder se ejerce para
vetar una decisión o mantener el statu
quo y preservar valores,
mitos y procedimientos dominantes o establecidos. De esta manera se logra
evitar que algunas cuestiones urgentes o importantes entren en la agenda
política de los tomadores de decisiones.
Población no organizada y agentes políticos
Los
anteriores aspectos afectan a aquellos –generalmente a la población pobre– que
no tienen recursos suficientes para librar batallas políticas, administrativas
o jurídicas. Esta situación se ha prestado para reflexionar sobre el papel de
los planificadores o tomadores de decisiones y el de los ciudadanos no
organizados o sin poder, en una situación de desigualdad no sólo económica sino
también política. La respuesta podría estar en:
1)
la presencia de los partidos políticos, como una fuerza importante en la
política urbana;
2)
la figura poderosa (a veces paternalista y en ocasiones autoritaria) del
gobernante;
3)
la aparición de líderes cívicos (oportunistas o auténticos);
4)
el fortalecimiento de organizaciones no gubernamentales o altruistas; y
5)
el llamado planificador defensor, partidario de una causa, un grupo, un área o
una zona (advocacy planner).
Todos
estos agentes interpretan las necesidades de la población desorganizada de
diversa forma, pero no siempre la traducen en demanda efectiva. Algunos sólo
son capaces de movilizar a la población para protestar o respaldar alguna
causa, pero no tienen interés o son incapaces de mantener la cohesión del grupo
y, por tanto, no logran constituir un verdadero movimiento social.
La población desorganizada, sin embargo, encuentra
en la arena de la política electoral una posibilidad de cambiar las cosas, es
decir, su suerte; si bien como minoría estaría en desventaja y sus demandas
pudieran no tener respuesta en este procedimiento que, por otro lado, permite,
en principio, expresar preferencias y respaldar plataformas o posiciones
políticas en el marco formal del proceso democrático. En el caso de México, las
elecciones han resultado centrales a partir de los cambios iniciados con las reformas
políticas y electorales después de las elecciones generales de 1988, cuando el
partido dominante obtuvo en el D.F. menos de un tercio del total de votos para
su candidato presidencial.
En otra escala, en el espacio comunitario,
residencial, o vecinal, los problemas y las respuestas son diferentes. La
capacidad organizativa, la demanda efectiva y la articulación de problemas, son
posibles y han permitido, a una ciudadanía organizada, obtener respuesta de los
gobiernos locales o urbanos que les ofrecen la posibilidad de compartir el
control de los recursos. Esta relación entre gobernantes y gobernados puede
tomar muchas formas, pero exige voluntad política y un esfuerzo gubernamental de
descentralización, no sólo del control administrativo en la prestación y
dotación de servicios públicos, sino también del control político del espacio
urbano sobre el que se gobierna.
En esta matriz formada por dos ejes:
descentralización de funciones administrativas y descentralización del poder
político, se obtienen al menos cuatro modelos de gobierno posibles:[14]
1)
Modelo centralizado.
2)
Modelo de gobierno comunitario.
3)
Modelo de gobierno representativo.
4)
Modelo burocrático.
Los
modelos 2, 3 y 4 se relacionan con los tres aspectos que, según Castells,[15] son los que justifican una movilización
política local: i) el conflicto sobre el
consumo colectivo, con el 4; ii) el conflicto de la
identidad cultural, con el 3; y iii)
la demanda de autogestión local, con el 2. El 1 es el que ha estado presente durante
el tiempo que persistió el nombramiento de regentes por parte del Ejecutivo
Federal, cuando el Distrito Federal era un Departamento.
Conclusiones
El
análisis propuesto de la relación entre gobernantes y gobernados y el interés
por los resultados de la participación pública, ciudadana, en el ámbito de la
política, deben permitir evaluar, por una parte, la capacidad de los ciudadanos
como individuos, o bien como grupos organizados, para obtener respuesta a sus
demandas o influir en las decisiones y acciones que lleva a cabo el Gobierno;
y, por la otra, los logros que de la asignación de recursos o dotación de
bienes y servicios por parte de la autoridad se obtienen en favor del bienestar
de la población.
La posibilidad de influir, definir o
determinar el proceso político a partir de la “voluntad popular”, sería una
buena definición teórica de democracia, pero en la práctica habría que
contestar preguntas más prácticas y evaluar resultados concretos.
En síntesis, no sólo se trata de quién obtiene
qué
(recursos) y cuándo,
sino también dónde,[16] de la “bolsa pública”.
La distancia entre teoría y práctica pudiera
atribuirse, aunque como señalé antes no únicamente, a los problemas de escala entre
las necesidades localizadas y la política y administración pública urbana. Esto
se circunscribe al ámbito local, en donde es posible hacer coincidir las
acciones públicas con las demandas efectivas de la comunidad por medio del
activismo comunitario, y éste no sólo se inicia una vez que se toman decisiones
(correctas o incorrectas, a favor o en contra) sino también, idealmente, desde la
definición de los problemas y su incorporación a la agenda política.
Entonces, y para terminar:
1.
El impacto o resultado de la asignación de recursos y dotación de bienes y
servicios, en función de la capacidad comunitaria de influir en las decisiones
y acciones públicas al respecto, puede ser evaluado o medido, y en todo caso
fomentado o inducido, a partir de:
2.
La capacidad de los ciudadanos para obtener respuesta a sus demandas e influir
en las decisiones y acciones públicas será efectiva en función de que:
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[1] Ponencia elaborada para el Encuentro
Internacional sobre Participación en la Gestión del Medio Ambiente, organizado por la Secretaría del
Medio Ambiente del Gobierno del Distrito Federal y el Centro Internacional para
el Desarrollo (ciid/idrc-Canadá), celebrado en la
ciudad de México los días 16 al 18 de noviembre de 1998.
[2]
Esto es especialmente válido cuando la participación de la población se
da de manera desinformada o sin responsabilidad. Tudela (citado en Tamayo,
1998) lo relaciona con la inercia que los paradigmas convencionales llevan
consigo, perpetuando soluciones técnicas aplicables a ciertos casos, pero no
necesariamente a otros, sin “[...] asimilar la existencia de opciones
diferentes, y sin comprender las principales implicaciones sociales y
ambientales de cada uno de ellos”, llegando a “demandar sólo lo que se conoce”
y no lo que es apropiado. Esto, por supuesto, se aplica a las decisiones de
política pública debido tanto a ignorancia como a irresponsabilidad.
[3] C. Tilly,
citado en Tamayo, 1997.
[4] Véase Graizbord
(1990), para una discusión sobre la relación entre evaluación de impacto ex-post y consideraciones ex-ante en el proceso de planeación y
elaboración de políticas.
[5] Una institución puede entenderse de
diversas maneras: como una regla significativa (derecho de propiedad), una
práctica social, pública o privada (toma de decisiones democráticas, herencia,
casamiento, familia), un arreglo (niveles de gobierno) o una organización (la
universidad, la institución planificadora).
[6] Véanse las críticas al modelo pigouviano de transacción vía el mecanismo del mercado en Bowers, 1997.
[7] Una explicación de las opciones “salida”
y “voz” que tienen los individuos ante un desempeño deliberado de las
diferentes organizaciones que producen bienes o servicios, se encuentra en Hirschman, 1970. La “voz”, como intermediación o
interlocución, es propuesta de manera inteligente en términos de proceso para
constituir demandas y de fortalecimiento ciudadano por de la Peña, 1998.
[8] Véase Davidoff (1965), entre otros autores que se refirieron
a este grupo de planificadores activistas que surgieron en la década de los
sesenta durante el malestar social de esos tiempos en los Estados Unidos.
[9] Véase Yeates,
1977.
[10] Véase Graizbord,
1989, para las implicaciones espaciales de la fragmentación política en la zmcm.
[11] La inestabilidad propia de los
gobiernos del mundo en desarrollo se refiere, además de a los acostumbrados
golpes de estado, a la ausencia de procesos e instituciones que garanticen la
alternancia en el poder, el llamado a cuentas, la permanencia de servidores
públicos profesionales independientes del cambio de dirigentes políticos,
etcétera.
[12] Como lo llama Daniel Bell (1977).
[13]
Fried y
Rabinowitz (1980) señalan éstas y otras
características desde una perspectiva de análisis del desempeño administrativo
y burocrático urbanos.
[14] La relación entre ambas formas de
descentralización da lugar a cuatro posibilidades: 1) reducida descentralización
del control público y de la prestación y manejo de servicios públicos; 2) una
total descentralización en ambos casos, pasando por 3) servicios centralizados
con una descentralización política, 4) o bien un manejo descentralizado de los
servicios sin descentralizar el control político, como sería el caso de
mantener u obtener representación en las instancias de decisiones o la
posibilidad de decidir sobre la operación y el funcionamiento de un servicio,
en los últimos dos casos, respectivamente.
[15] M. Castells,
citado en Radisson, 1985.
[16] Smith, 1977, entre otros. Véase también Harvey, 1977, para entender la importancia del dónde como parte del “ingreso real”.