Las dimensiones morales del desarrollo
David M. Smith
Queen Mary and Westfield College
University of London
Department of Geography
Mile End Road
London e1 4ns
u.k.
Tel. (98171) 975 54 00
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Resumen
Promover el desarrollo es un proyecto moral, relacionado con
cierta concepción del bien humano. Sin embargo, pocas veces se indaga el
contenido moral de los problemas del desarrollo. La primera parte de este
artículo destaca algunas dimensiones morales de varios aspectos del desarrollo,
incluyendo necesidades y derechos humanos, justicia distributiva y el variable
papel del espacio geográfico. En la segunda parte se presentan dos estudios de
caso donde se exploran las bases morales de estrategias nacionales específicas.
El primer caso es el Reino Unido, para el que se analizan la Cana de los
Ciudadanos y el reporte de la Comisión de Justicia Social, en un contexto de
creciente desigualdad social. El segundo caso es Sudáfrica, con el análisis del
Programa de Reconstrucción y Desarrollo introducido para combatir la pobreza y
la desigualdad racial en los años posapartheid. Aunque estos contextos
son diferentes, −en ambos
casos los propósitos morales se enfrentan con restricciones políticas y
económicas, dando lugar a preguntas sobre la definición de calidad de vida. El
artículo concluye con algunas reflexiones sobre la tensión entre particularidad
y universalidad en los planteamientos sobre el desarrollo.
Introducción
En su libro Empowerment: The Politics of Alternative
Development, John Friedmann (1992) intenta proporcionar lo que describe
como un marco moralmente informado. Desarrollo alternativo es "la continua
lucha [...] por las exigencias morales de la clase pobre desprovista de poder
frente a los poderes hegemónicos existentes" (Friedmann, 1992:8). Proponer
una alternativa a la estrategia de crecimiento maximizado a largo plazo que
domina la prevaleciente teoría del desarrollo "tiene más que ver con
moralidad que con técnica" (Friedmann, 1992:10). Sus planteamientos
fundamentales son que toda persona tiene derecho a adecuadas condiciones
materiales de vida y a ser un sujeto políticamente activo en su propia
comunidad, basándose en tres pilares: derechos humanos, derechos ciudadanos y
florecimiento humano. Los primeros dos son ejes del discurso moral moderno,
mientras que el tercero puede rastrearse desde los escritos clásicos sobre la
calidad de vida.
Lo asombroso de este planteamiento no es tanto su contenido
como su novedad. Si el desarrollo implica alguna idea de progreso o
mejoramiento humano, entonces su promoción es un proyecto profundamente moral.
Sin embargo, rara vez se explicita esta dimensión moral. Las teorías oficiales
a las que Friedmann opone su alternativa quizás aparecen crecimiento con igualdad,
e incluso aseguren que uno lleva a la otra, pero en la práctica la equidad se
queda en gestos vagos hacia la reducción de la desigualdad o desequilibrio
social y regional. Es probable que cualquier estrategia de desarrollo esté
regida por ciertas consideraciones de justicia social, en el sentido de
búsqueda de alguna (re)distribución de los beneficios del crecimiento
económico, pero pocas veces se aclara la justificación moral de los resultados
de distribuciones particulares.
Todo esto refleja las limitadas
conexiones entre, por un lado, la teoría y práctica de la planeación del
desarrollo y, por el otro, la filosofía moral y política. Y los pocos vínculos
que aparecen en la literatura en general provienen de filósofos que abordan de
manera algo abstracta los grandes aspectos del desarrollo, como la justicia
internacional (e.g. Attfield y Wilkins, 1992; Thompson, 1992), y no de
planificadores en busca de bases morales para propuestas específicas. De ahí la
fuerza del argumento de Corbridge: "preguntarse por las fronteras entre la
filosofía política y moral y los estudios sobre el desarrollo, plantea serios
problemas para la praxis de este último” (Corbridge 1993:467).
El presente artículo llama la atención hacia algunas
dimensiones morales del desarrollo. Comienza considerando desde una perspectiva
moral varios de sus aspectos, incluyendo necesidades y derechos humanos,
justicia distributiva y la importancia del espacio geográfico. Luego se
exploran dos casos que recientemente han atraído bastante interés. El primero
es el Reino Unido, para el cual se revisan la iniciativa de Carta de los
Ciudadanos propuesta por el gobierno conservador y las propuestas de la
Comisión de Justicia Social fomentadas por el Partido Laborista, ambas vistas a
la luz de la creciente desigualdad en la sociedad británica. El segundo caso es
Sudáfrica, con su Programa de Reconstrucción y Desarrollo introducido por el
Congreso Nacional Africano para guiar el desarrollo de los años inmediatamente
posteriores al apartheid. Aunque los contextos de estos dos casos
difieren en aspectos importantes, ambos revelan conflictos similares entre
propósitos morales y restricciones políticas y económicas, en el contexto de
proyectas del mejoramiento de calidad de vida. El artículo concluye con algunas
reflexiones sobre la tensión entre particularidad y universalidad en los
planteamientos sobre el desarrollo.
Dimensiones
morales de algunos problemas del desarrollo
Los juicios morales (o éticos) se ocupan de lo que es bueno o
malo, lo que está bien o mal: lo que debe o no debe hacerse. Bueno y malo
generalmente se aplican a las personalidades o estilos de vida de la gente,
mientras que bien y mal se aplican a sus acciones. Sin embargo, estos términos
tienen un uso muy general en la lengua inglesa (y española), de modo que bueno
o malo se pueden referir a una actuación musical o a una comida, por ejemplo,
mientras que bien o mal pueden describir la manera en que se tocaron unas notas
o al hecho de elegir una comida. Si bien no pueden trazarse límites firmes,
referirse a los juicios sobre lo que está bien o mal como juicios morales o
éticos, les otorga una fuerza especial. Pueden carecer del imperativo absoluto
de los mandamientos establecidos por algún dios o poder terrestre al que se
debe completa obediencia (excepto a aquellos que reconocen tales fuentes de
poder), pero son de un orden distinto a la ejecución técnica o al gusto. Así,
se esperaría que las propuestas de desarrollo cimentadas en argumentos morales
tuvieran mayor convicción que los argumentos basados en convenciones sociales,
opiniones profesionales o los caprichos de un gobernante, por ejemplo.
La significancia -y dificultad- del juicio moral en el contexto
del desarrollo puede ejemplificarse brevemente regresando, a los fundamentos de
Friedmann. La idea de derechos implica el derecho que tienen los
individuos (o grupos) a algo, lo cual conlleva obligaciones en cuanto a lo que
algunos (otros) deben o no deben hacer, es decir, asegurar que impere el bien o
impedir que se infrinja. Sin embargo, no es necesariamente obvio quiénes
podrían ser estos otros, como se explicará más adelante: Se trata de otros
individuos, como los miembros de la familia, de una comunidad local, de alguna
agencia del estado. Saber quiénes son derechohabientes también es un problema,
como lo implica la distinción entre derechos humanos y derechos ciudadanos:
todos los seres humanos califican para los primeros, mientras que los segundos
son exclusivos de los miembros de jurisdicciones políticas particulares. La
noción de florecimiento humano evoca alguna elevada condición del ser, lo cual
produce variadas y a veces opuestas especificaciones sobre qué significa vivir
bien. Esto da lugar a la cuestión de si se puede decir algo universal del
florecimiento humano, más allá de la especificidad geográfica e histórica de
los distintos lugares, tiempos y culturas.
El desarrollo en tanto progreso o mejoramiento humano, y los
planes que lo promueven, evidentemente implican a personas particulares, en
sitios particulares y momentos particulares, capaces de mejorar sus vidas de
acuerdo con su concepción de desarrollo. En este sentido, el desarrollo es
necesariamente contextual. Pero esta concepción no tiene que ser del todo, y ni
siquiera en gran medida, localista; de hecho, cuanto más los medios de
comunicación aumentan el conocimiento de las vidas de otras personas en otros
sitios, globalizando por lo menos algunos aspectos de la cultura, tanto más pueden
parecerse las aspiraciones de la gente. La interacción, o tensión, entre el
universalismo de un punto de vista cosmopolita y el relativismo de la
particularidad local es lo que subyace a la dificultad, o desafío, de
aproximarse al desarrollo en el moderno estilo de teoría general sin olvidar la
diferencia contextual destacada por el pensamiento posmoderno. Este artículo
espera demostrar que, como ocurre en otras disyuntivas o dualidades, la
distinción entre lo particular y lo universal del desarrollo se disipa con una
investigación más cercana.
Necesidades humanas
Las necesidades humanas son un punto de partida obvio para la
teoría y práctica del desarrollo. La noción de necesidad está imbuida de mayor
urgencia que los simples deseos o ganas de algo. A menudo reviste la fuerza
moral de una autoridad objetiva externa a la cual el individuo está vinculado,
como cuando un doctor asegura que un paciente necesita un tratamiento
particular, en oposición a la subjetividad de un individuo que asegura necesitar
un trago o algún otro objeto de deseo personal. Las necesidades particularmente
urgentes a veces se denominan básicas, y la satisfacción de las necesidades
básicas de la gente se considera una prioridad para el proceso de desarrollo. A
la idea relativista de que las necesidades humanas son contextuales, exclusivas
de lugares y tiempos particulares, se opone el argumento universalista de que
todas las personas comparten las mismas necesidades básicas.
Sin embargo, los intentos por definir conjuntos de necesidades
humanas universales (o básicas) revelan diferencias. Kekes, por ejemplo,
identifica como independientes de contexto los requerimientos mínimos del
bienestar humano:
Estos requisitos están definidos por necesidades universalmente humanas,
históricamente constantes y culturalmente invariantes creadas por la naturaleza
humana. Muchas de estas necesidades son fisiológicas: alimento, vivienda,
descanso y demás; otras necesidades son psicológicas: compañía, esperanza y
ausencia de horror y terror en la vida personal, entre otras; aún otras
necesidades son sociales: orden y predictibilidad en la sociedad, seguridad,
cierto respeto, etc. (Kekes, 1994:49)
Kekes se refiere a la satisfacción de estas necesidades como
valores primarios, en oposición a los valores secundarios, que derivan de la
satisfacción de necesidades que varían con las tradiciones e ideas de lo que es
un buen nivel de vida. Compárese esto con un punto de vista más restrictivo:
No causa controversia que los seres humanos necesitan alimento apropiado,
casa y vestido adecuado a su clima, agua limpia e higiene y algún cuidado
paterno y de salud. Cuando no se satisfacen estas necesidades básicas la gente
a menudo se enferma y muere prematuramente. En cambio, causa controversia la
necesidad humana de compañía, educación, política y cultura, o alimento
espiritual, pues por lo menos varias vidas largas y no evidentemente atrofiadas
se han vivido sin estos bienes (O'Neill,
1991:279).
De modo que la compañía, entre otras cosas, puede o no ser
una necesidad esencial. Así, lo que se requiere para llevar una vida humana
satisfactoria está evidentemente sujeto a interpretaciones alternativas.
Una posibilidad es definir las necesidades humanas
universales en un sentido mínimo, simplemente en relación con la supervivencia
física. Esto es aún más restrictivo que la formulación de O'Neill, que pretende
evitar la muerte prematura más que permitir la supervivencia diaria, para lo
cual los requerimientos básicos son los mismos que para cualquier criatura no humana.
El argumento de una definición más amplia, que incluye cuestiones como
educación y alimento espiritual, descansa sobre propuestas que toman en cuenta
la naturaleza distintiva del ser humano.
Doyal y Gough (1991) proporcionan un análisis particularmente
completo del concepto de necesidad humana. Se acercan más a Kekes que a O'Neill
al asegurar que nuestra constitución mamífera determina la necesidad de
factores como el alimento y calor necesarios para sobrevivir y mantener la,
salud, mientras que nuestras actitudes cognitivas y experiencias infantiles
moldean las necesidades de relaciones cercanas y de apoya, entre otras (Doyal y
Gough, 1991:37). Su hostilidad al relativismo se expresa en la noción de que
todas las personas comparten una necesidad obvia: evitar daño serio. Esto
implica más que el fracaso en la supervivencia física: la participación
deficiente en el medio social predominante. De esto se siguen dos necesidades
básicas: salud física, para continuar viviendo y funcionando eficazmente, y la
autonomía o habilidad personal suficiente para tomar decisiones informadas en
cuanto a qué hacer y cómo hacerlo en un contexto social determinado. Las
necesidades básicas a su vez requieren la satisfacción de ciertas necesidades
intermedias: nutrición adecuada, vivienda, seguridad y educación, entre otras.
Los satisfactores, es decir, los bienes y servicios que cubren estas
necesidades intermedias, sí pueden ser particulares de cada cultura, en
oposición a la universalidad de las necesidades mismas. Esto es parecido al
planteamiento de Sen (1992) sobre la pobreza, a la que considera absoluta o
universal en tanto limita el funcionamiento de la gente, pero relativa en
relación con las comodidades necesarias para aliviarla.
El universalismo de Doyal y Gough se logra con lo general de
la noción de evitar daño serio. Sin embargo, el énfasis en el funcionamiento
dentro de un medio social determinado (culturalmente variable) subraya su idea
de que la vida humana consiste en más que la simple supervivencia física o incluso
la longevidad. Esta posición es apoyada por otros que aseguran derivar
conjuntos de necesidades a partir de la naturaleza humana o de los
requerimientos para el florecimiento humano (e.g. Brown, 1986: 159; Griffin,
1986: 86-87). También es interesante notar el carácter social o de relación
personal (y no material) de dos ideas mínimas sobre qué significa ser humano
y no cualquier otra criatura viva: poder aparecer en público sin sentir
vergüenza (de Adam Smith, ver Sen, 1992:116), y la susceptibilidad al dolor
particular de la humillación (Rorty, 1989:92).
O'Neill quizás tenga razón al asegurar que se puede vivir sin
evidente atrofio satisfaciendo sólo las recurrentes necesidades de la
supervivencia. Pero garantizar la supervivencia generalmente implica relaciones
de cooperación con otra gente; se extiende bastante más allá de la nutrición
infantil y la consiguiente atención a la salud, e incluso éstas requieren
instituciones sociales de mantenimiento y regulación. Cuanto más específicos
seamos al definir las necesidades humanas en este sentido más amplio, tanto más
difícil será sostener una posición universal, pues contextos distintos pueden
requerir distintas respuestas individuales e institucionales. También hay que
considerar que aquellas que pueden plantearse como necesidades humanas básicas
podrían representar para las sociedades humanas existentes exigencias políticas
y económicas tales que resulten inaceptables, independientemente de la fuerza
de su justificación moral.
Derechos humanos
El paso de las necesidades humanas a los derechos humanos es
muy pequeño en la teoría, aunque bastante grande en la práctica. Si hay ciertas
cosas que se necesitan universalmente para vivir una vida humana, entonces
seguramente todas las personas, en todas partes, las deberían tener por
derecho. Sin embargo, la noción de derechos humanos (o ciudadanos) plantea
importantes y difíciles problemas en cuanto a qué son (dependiendo, por
ejemplo, de si las vidas que sostienen deben ser mínimas, decentes o
florecientes), cómo deben priorizarse, dónde se aplican, quiénes son derechohabientes
y quiénes tienen las consiguientes obligaciones.
Friedmann (1992:10) continúa su fundamentación del derecho
material y político refiriéndose a la Declaración Universal de Derechos Humanos
adoptada en 1948 por la Asamblea General de la ONU. Señala la distinción entre
derechos civiles y políticos por un lado, y derechos sociales y económicos por
otro. Además de reflejar las categorías política y material de Friedmann, esta
distinción es adoptada por otros influyentes defensores de los derechos, como
Gewirth (1994), quien propone que los derechos a la libertad y al bienestar son
rasgos genéricos y condiciones necesarias de la acción exima, y como tales, son
universalmente válidos. También hacen eco a las dos necesidades básicas de
salud y autonomía propuestas por Doyal y Gough (1991).
En 1966 la ONU consolidó la distinción al producir el
Convenio de derechos civiles y políticos y el Convenio de derechos económicos,
sociales y culturales. Bajo el encabezado civil y político toda la gente tiene
derecho a: vida, libertad y seguridad personales, libertad de pensamiento,
conciencia y religión, trato equitativo ante los juzgados, ser considerado
inocente hasta que sea probada la culpabilidad, libertad de reunión y
participación en asuntos públicos; no ser sujeto a tortura, esclavitud, trabajo
forzado o interferencia arbitraria de la privacidad, familia, hogar o
correspondencia. Los derechos económicos, sociales y culturales para todos son:
condiciones de trabajo justas y favorables, formación de sindicatos, nivel de
vida adecuado, educación, disfrutar de los mayores niveles de salud física y
mental alcanzables, participar en la vida cultural y disfrutar de los
beneficios del progreso científico. Cualquiera que de hecho goce de todos estos
derechos podrá realmente florecer.
Sin embargo, una dificultad fundamental de esta clasificación
es que aquellas cosas que, para simplificar, se etiquetan como derechos a la
libertad y derechos al bienestar, pueden entrar en conflicto. La manera en que
se priorizan es en gran medida un asunto de filosofía política. Esto se puede
ilustrar con una de las más influyentes declaraciones de principios de justicia
dentro de la tradición liberal occidental y con una revisión propuesta desde
una perspectiva marxista. En su teoría de la justicia, Rawls (1971:302-303)
proporciona los siguientes principios y prioridades:
Primer principio
Toda persona tendrá el mismo derecho al más extenso sistema de libertades
básicas, compatible con un sistema similar de libertades para dos.
Segundo principio
Las desigualdades sociales y económicas han de ser acomodadas de modo que
ambas:
1) beneficien a los más desventajados… y
b) queden vinculadas a funciones y posiciones abiertas a todos en
condiciones de una justa igualdad de oportunidades.
Aquí se prioriza la libertad sobre las consideraciones de
desigualdad social y económica.
En una reformulación que sostiene que
las perspectivas liberales y marxistas pueden no ser ejes separados, Peffer
propone las siguientes prioridades:
1. Se han de cubrir los derechos básicos de seguridad y subsistencia de
todos: se debe respetar la integridad física de todos y a todos se debe
garantizar un nivel mínimo de bienestar material, incluyendo la satisfacción de
las necesidades básicas, es decir, aquellas que han de ser cubiertas para
seguir siendo un ser humano que funciona normalmente.
2. Ha de haber un máximo sistema de libertades básicas equitativas,
incluyendo libertad de expresión, y reunión, libertad de conciencia y
pensamiento, libertad personal junto con el derecho de poseer propiedad
(personal) y estar libres de detención y embargo arbitrarios (definidos por la
ley en vigor).
3. Ha de haber (a) igualdad de oportunidades para obtener posiciones y
cargos sociales, y (b) igualdad de derecho a participar en todos los procesos
de toma de decisiones - sociales dentro de las instituciones de las cuales se
forma parte.
4. Las desigualdades sociales y económicas se justifican si y sólo si
benefician a los más desventajados... pero no han de exceder niveles que socaven
de forma seria el valor equitativo de la libertad o la dignidad. (Peffer,
1990:14)
Aquí la diferencia crucial es la prioridad de la seguridad
económica y social, a partir del reconocimiento de las necesidades humanas
básicas, sobre el derecho a la libertad.
Esta distinción a menudo se asocia con la que se hace entre
liberalismo y socialismo. El primero prioriza la libertad sacrificando el
bienestar material de algunos, mientras que el segundo prioriza la satisfacción
de necesidades materiales con cierto detrimento de la libertad individual. Pero
la situación no se limita al conflicto entre filosofías políticas, pues en
algunos aspectos los derechos a la libertad son más fáciles de manejar que los
derechos al bienestar porque son asimétricos, como diría O´Neil (1991:296). Por
ejemplo, el derecho negativo a no ser ejecutado, herido u obligado es
fundamentalmente distinto al derecho positivo a tener ciertos bienes y
servicios.
En relación con la libertad, todo individuo es
derechohabiente, y cada uno está obligado a no interferir con la libertad
ajena. Los arreglos necesariamente institucionales se basan en leyes para la
especificación y protección de las libertades a las que cada individuo tiene
derecho. En relación con los derechos al bienestar, sin embargo, aunque los
derechohabientes son evidentemente todas las personas en tanto individuos, no
está claro quién está obligado a satisfacer las exigencias implicadas. Por
ejemplo, si todos tienen derecho al alimento, vestido y vivienda necesarios
para sobrevivir, y a otras cosas que pueden ser necesarias para florecer,
¿quién (o qué agencia) está obligado a proporcionarlas? ¿Han de ser otros
individuos o grupos particulares (como la familia o comunidad local), o un
gobierno local, o el gobierno nacional o alguna agencia internacional? Estas
cuestiones son las que vuelven los derechos al bienestar tanto más difíciles de
definir, y de exigir, que los derechos a la libertad, incluso sin una
justificación filosófica que priorice una u otra.
Hay otras razones por las cuales es probable que en la
práctica los derechos a la libertad se defiendan antes que los derechos al
bienestar. Algunas son económicas, en relación con el costo de proporcionar de
hecho los bienes y servicios necesarios para implementar los derechos al
bienestar. Algunas son políticas, y reflejan como filosofía prevaleciente el
liberalismo y el actual alejamiento de los beneficios universales asociados con
un estado benefactor. Así, mientras a la mayoría de la gente en la mayor parte
del mundo se le garantizan por ley (aunque no necesariamente se defiendan en la
práctica) algunas libertades elementales, esto deja de ser cierto incluso para
los más básicos medios de subsistencia. Esto nos lleva a preguntarnos por el
grado de libertad de que gozan algunas personas, si su principal preocupación
en la vida es sobrevivir en lugar de florecer.
Justicia social
A quién se le deben adjudicar cuáles beneficios (y cuáles
cargas) particulares es un asunto de justicia social o distributiva. Así, las
distintas especificaciones de derechos planteadas por Rawls y Peffer están
contextualizadas en forma de teorías de justicia. También los arreglos
institucionales responsables de la producción y distribución material,
incluyendo los derechos de propiedad y otras relaciones sociales de producción,
pueden ser sujetos del discurso de la justicia social. El problema aquí, tanto
para el "desarrollo" como para cualquier empresa humana que deba
determinar quién obtiene qué, dónde y cómo, es que hay distintas y a veces
opuestas aproximaciones a la justicia social (ver revisiones en Brown, 1986;
Campell, 1988; Kymlicka, 1990 y Smith, 1994, caps. 3 y 4).
Antes de Rawls (1971) el pensamiento en torno a la justicia
social estaba dominado por el utilitarismo. Esta teoría moral general sostiene
que la gente debe actuar de modo que maximice la suma total de felicidad,
satisfacción, bienestar o alguna cualidad humana semejante. Mientras se logre
maximizar la utilidad, la distribución no importa, a menos que se asuma una
utilidad marginal decreciente (en dinero, por ejemplo), de modo que el
bienestar agregado aumente por las transferencias de ricos a pobres. Por lo
tanto, el utilitarismo puede condonar situaciones altamente desiguales,
mientras que el enriquecimiento de los ricos y el empobrecimiento de los pobres
no reduzca el bienestar global. El desafío de Rawls al utilitarismo fue en gran
medida igualitario, aunque sujeto al llamado principio de diferencia
(establecido en (b) en su segundo principio, citado más arriba), que permite la
desigualdad mientras sea en beneficio del grupo más desventajado de la
sociedad.
El libertarismo, por su parte, es indiferente a la
distribución mientras que la gente sea libre de utilizar como desee propiedades
adquiridas de manera justa, y mientras exista la misma libertad para todos
(e.g. Nozick, 1974). El marxismo concibe la moralidad y la justicia como
aspectos internos de sociedades o modos de producción particulares, a cierto
nivel, aunque asegura el derecho más amplio de la fuerza de trabajo a no ser
explotada y privada del valor de su producto (para una discusión más amplia al
respecto ver, por ejemplo, Peffer, 1990). Algunas versiones del feminismo se
oponen a la teoría moral predominante de la tradición universalista, y exigen
aproximaciones contextuales o de relación atacando además la hegemonía
masculina y las estructuras patriarcales de dominación y represión (ver por
ejemplo Benhabib, 1992; Hekman, 1995). El comunitarismo considera a la justicia
simplemente como una virtud correctiva que entra en juego cuando se derrumban
los valores comunitarios de mutualidad y reciprocidad (ver Sandel, 1982).
Finalmente; los pensadores posmodernos consideran que tal diversidad de
perspectivas es inconmensurable y socava la posible superioridad de cualquier
teoría general de justicia social.
Existe, sin embargo, una idea de que todas las teorías
actuales sobre la sociedad justa, más que basarse en valores últimos opuestos,
tienen el mismo fundamento: la igualdad (Kymlicka, 1990:45). Todas requieren,
en algún aspecto importante, que la gente sea tratada con igualdad. Así, además
del forzado igualitarismo del liberalismo de Rawls, el utilitarismo requiere
que cada individuo valga por igual en la suma de la satisfacción, el
libertarismo enfatiza la igualdad de libertades, el marxismo es fuertemente
igualitario en su distribución de acuerdo con la necesidad de cada uno, el
feminismo propone la igualdad entre géneros, mientras que en el comunitarismo
la igualdad está implícita en la concepción del individuo como miembro de una
colectividad más amplia y en el respeto por igual a distintas tradiciones
culturales. De acuerdo con Sen "las principales teorías éticas de arreglo
social comparten todas una defensa de la igualdad en términos de alguna
variable central, aunque las variables seleccionadas a menudo difieran de una
teoría a otra" (Sen, 1992:3).
Si bien existe la tentación de cerrar el asunto con el
reconocimiento de la igualdad como ingrediente común, aceptando lo
inconmensurable de los distintos criterios o variables, existe también otra
posibilidad de aproximación a la justicia social, que consiste en tratar de
establecer alguna concepción universal mínima de los objetos de distribución,
respecto a los niveles de vida, y preguntarse por qué habría de prevalecer la desigualdad.
Si no hay argumento moral convincente para nada que no sea igualdad (entre
individuos definidos por clase, género, raza o territorio), y a la vez
prevalece una situación de desigualdad, entonces prosigue un argumento a favor
de la justicia social como proceso de igualación (ver Smith, 1994, cap. 5).
Hay (por lo menos) tres argumentos poderosos a favor de la
igualdad en cuanto a niveles de vida, independientemente de cómo se definan
(Smith, 1997). El primero, planteado en relación con las necesidades humanas
universales consideradas antes, es la semejanza entre todos los humanos en
algunos aspectos naturales importantes, en contra del énfasis posmoderno en las
diferencias. El segundo es la igualdad de valor moral entre todos los
individuos -un punto central del pensamiento de la Ilustración, que apoya las
afirmaciones de que los derechos humanos discutidos previamente son
universales. El tercero es el carácter moralmente arbitrario de la mayoría, si
no es que de todas, las fuentes de desigualdad, dependientes como son de la
probabilidad de nacer en un sitio o en una raza particular, por ejemplo, y de
la subsiguiente buena o mala fortuna.
Frente a estas tres consideraciones se necesitan argumentos
morales muy fuertes para defender niveles de vida desiguales. Quizás el
argumento más convincente lo haya proporcionado el principio de diferencia
de Rawls. Su concepción general de la justicia requiere que todos los bienes
sociales primarios (libertad y oportunidad, ingreso y riqueza y las bases de la
dignidad) sean distribuidos equitativamente, a menos que una distribución
desigual "favorezca a los más desventajados" (Rawls, 1971:303). En
una elaboración posterior, citada más arriba, las desigualdades sociales y
económicas se han de acomodar de acuerdo con el principio de diferencia, es
decir, que "proporcionen el mayor beneficio a los más desventajados".
Incluso si se considera que la buena suene socava el crédito moral de casi
cualquier logro individual, el principio de diferencia aún puede considerarse
una concesión pragmática, pero moralmente defendible, al hecho de que los
ingresos desiguales, entre otras cosas, pueden obrar en beneficio de todos y en
particular de los pobres.
El perdurable atractivo del principio de diferencia de Rawls
se refleja en la literatura actual. Por ejemplo, para Doyal y Gough, "las
desigualdades serán toleradas en tanto beneficien a los más desventajados por
medio de la provisión de aquellos bienes y servicios necesarios para optimizar
la satisfacción de necesidades básicas"(Doyal y Gough, 1991:132). Las
disparidades que surgen de las barreras al progreso, y de beneficios como la
herencia en el capitalismo, llevan a Miller (1992:187) a exigir que la
desigualdad trabaje en beneficio de los más desventajados, con la defensa moral
de la "igualdad de oportunidades, que todo partidario de la libertad
social aceptaría después de una reflexión adecuada". La idea de desarrollo
alternativo sostenida por Friedmann (1992), que enfatiza las exigencias morales
de la clase baja carente de poder, también tiene un tono claramente rawlsiano.
La pregunta crucial para la práctica del desarrollo es qué
exactamente debería ser el objeto de la justicia distributiva, aquello que se
igualará bajo el imperativo de Rawls (asumiendo que esta concepción de justicia
social tiene convicción moral). Si ha de referirse a los niveles de vida, como
se propuso antes, entonces es imposible evitar la definición de dichos niveles.
Como lo plantea Walzer: "estamos distribuyendo cierto tipo de vida, y
saber qué es justo en la distribución depende de lo que sea ese 'tipo' o, más
bien, de lo que signifique una vida así para la persona que la vive"
(Walzer, 1994:24). Pero si la definición se basa en una determinada cultura o
concepción de lo que es un buen nivel de vida, se socava su universalidad y la
posibilidad de considerar la justicia distributiva dentro de una escala amplia
o incluso global. De ahí lo atractivo de un planteamiento como el de Doyal y
Gough (1991), con su énfasis en la distribución de lo necesario para que
la gente evite un daño serio, o el énfasis de Sen (1992) en sustentar las
capacidades humanas. Esto podría implicar la provisión equitativa de algunos
bienes y servicios, poniendo los demás productos de la sociedad ya sea en la
competencia mercantil (en el capitalismo), o en una asignación central de
acuerdo con algún tipo de prioridades colectivas (en el socialismo). Sin
embargo, igualar los recursos para evitar un daño serio a escala global dejaría
poco lugar a las desigualdades substanciales que se requieren para sostener
indulgencias particulares. En otras palabras, dados los límites de los recursos
globales, satisfacer las necesidades básicas de todos aquí y ahora, sin tomar
en cuenta la provisión para las generaciones futuras, dejaría poco lugar para la
desigualdad.
Definir calidad de vida no es en absoluto la única dificultad
de una práctica del desarrollo guiada por el igualitarismo. También es
importante tener en mente distinciones como la de igualar entradas (e.g. las
inversiones), productos (e.g. servicios particulares) y resultados (los efectos
sobre la vida de la gente), o la de igualar oportunidades, capacidad de
aprovecharlas y sus resultados en relación con alguna concepción de nivel de
vida. Estas distinciones, y las relaciones entre ellas, tendrán todas su
particularidad local, comunitaria o nacional, requiriendo a veces la
desigualdad respecto a una (e.g. invertir en servicios creadores de
capacidades) para promover la igualdad respecto a otra (e.g. oportunidades
reales). Sin embargo, es probable que el principal obstáculo sea la hostilidad
ideológica al igualitarismo en sí, a pesar de los puntos morales a su favor.
Espacio geográfico: sitio, territorio, fronteras y distancia
El espacio geográfico está profundamente implicado en varios aspectos
morales del desarrollo. El espacio es una dimensión importante de la inequidad
asociada al desarrollo desigual, término que a menudo implica la desigualdad
espacial. La variada dotación de recursos sobre la tierra, las capas
diferenciadas de inversión en capacidad productiva e infraestructura, y la
organización espacial de los flujos de capital, bienes y comunicaciones, son
los factores en mayor medida responsables de los patrones de desarrollo que la
planeación busca modificar. Todo esto se comprende lo suficiente como para no
requerir mayor elaboración.
Menos familiar es el papel del espacio en los tres
fundamentos de Friedmann: derechos humanos, derechos ciudadanos y florecimiento
humano. La importancia del territorio en la perspectiva moralmente informada de
Friedmann es tal, que vale la pena citarla. En respuesta a la tendencia de los
economistas de ignorar el análisis territorial, Friedmann dice:
Nos interesa la territorialidad no por alguna oscura metafísica espacial,
sino porque la gente habita estos espacios, y es esta gente de carne y hueso
quien padece los altos y bajos de la economía. La gente no es una categoría
abstracta de fuerza de trabajo que se mueve mecánicamente en el momento
correcto y en las proporciones correctas hacia cualquier sitio donde surjan
oportunidades económicas. Son seres sociales, vinculados, que viven en
familias, hogares y comunidades y que interactúan con vecinos, parientes,
amigos y conocidos. A lo largo del tiempo la gente que habita sitios
particulares produce patrones típicos de habla y prácticas rituales y sociales
con las cuales se siente cómoda, "como en casa" (Friedmann 1992:40).
El desarrollo alternativo implica que la gente desventajada
adquiera poder, y la primera de varias bases del poder social identificadas por
Friedmann es un espacio vital defendible:
Como base territorial de la economía familiar, el espacio vital defendible
incluye el espacia físico donde los miembros del hogar cocinan, comen, duermen
y aseguran sus posesiones personales. En un sentido más amplio, se extiende más
allá del espacio llamado "hogar" hacia el vecindario inmediato, donde
se llevan a cabo la socialización y otras actividades vitales, principalmente
en el contexto de la economía moral de las relaciones no mercantiles.
(Friedmann 1992:67-68)
Insiste en la territorialidad del desarrollo alternativo por
las siguientes razones:
El territorio coincide con el espacio vital, y la mayoría de la gente busca
ejercer cierto grado de control autónomo sobre estos lugares.
La territorialidad existe a todas las escalas, de la más pequeña a la más
grande, y somos simultáneamente ciudadanos de varias comunidades territoriales
a diferentes escalas: nuestras lealtades siempre están divididas.
El territorio es una fuente importante de vínculos humanos: crea un bien
público, vinculando el presente con el pasado en tanto fundamento de las
memorias comunes (historia) y con el futuro en tanto destino común.
La territorialidad nutre una ética de cuidado y atención de nuestros
conciudadanos y del medio que compartimos con ellos (Friedmann, 1992:133).
Estos pasajes enfatizan el rico y variado papel que desempeña
el territorio en los asuntos humanos. En primer lugar, tener un sitio en el
mundo es una necesidad humana tan básica como cualquier otra: la gente debe
ocupar un espacio. El espacio particular al cual la gente regresa regularmente
cubre necesidades de supervivencia física y seguridad, además de las
necesidades psicológicas de relación con otra gente. El lugar se liga
estrechamente con la identidad y cultura individuales y grupales de las
personas, y se vuelve parte de lo que las hace ser lo que son, lo que fueron
sus antepasados y lo que serán sus descendientes. En esto hay fuertes ecos del
comunitarismo, así como un reconocimiento de la ética del cuidado, que
ha sobresalido en algunas críticas y extensiones feministas del pensamiento
moral predominante (e.g. Tronto, 1993; Hekman, 1995). El apego al territorio es
esencial para una concepción amplia del florecimiento humano que incorpore
aspectos sociales, económicos y políticos de la vida.
Ante todo esto se podría argumentar que las diversas
necesidades humanas asociadas al territorio son universales, de donde se
desprenderían algunos derechos universales. Algunos ejemplos serían el derecho
positivo al terreno necesario para el hogar y la comunidad, y el derecho
negativo a que los asentamientos individuales y colectivos no sean destruidos
sin un adecuado proceso de ley y una muy buena causa. La cuestión es que en la
práctica estos derechos, como otros mencionados antes, están lejos de ser
universales. Esto ocurre porque los ciudadanos de algunos territorios
(jurisdicciones políticas locales y nacionales) no tienen disposición, y quizás
tampoco posibilidad, de cumplir con las obligaciones que estos derechos
implican. Sin disposición, a causa del tipo de obligaciones implicadas
que pueden amenazar los derechos de propiedad de aquellos con bastantes bienes
y poder político. Sin posibilidad, porque incluso un Estado fuertemente
igualitario y redistributivo puede no tener los recursos suficientes para
proporcionar derechos de bienestar que incluyan vivienda y vecindarios decentes
y seguros para todos.
Esto nos lleva a otro importante conjunto de problemas
morales, en cuanto al derecho que tienen aquellos con la buena suerte de
habitar cierto territorio y obtener beneficio exclusivo (literalmente) de sus
recursos, ya sean naturales o producidos por la actividad humana. Un derecho
tal podría restringir el derecho de las personas a moverse libremente de un
sitio a otro en busca de mejores oportunidades. Walzer (1983:31 y 63) afirma
que "el principal bien que distribuimos es la pertenencia a alguna
comunidad humana", y que "es sólo en tanto miembros, que hombres y
mujeres pueden aspirar a compartir todos los demás bienes sociales [...]
posibilitados por la vida comunitaria". Aunque un territorio particular
sea vital para una comunidad, y de hecho un constituyente de la identidad
colectiva de las personas, no es obvio que cualquiera tiene derecho de entrada,
aun si el lugar de nacimiento es cuestión de buena o mala suerte. Este asunto
es un aspecto del conflicto general entre derechos locales y algún bien más
amplio, o lo que a veces se describe como el dilema entre soberanía y moralidad
(e.g. Beitz, 1991:246).
Los comunitaristas tienden a defender las fronteras y a
abogar por la cohesión y distinción cultural que supuestamente encierran. Esto
a su vez puede reforzar regionalismos y sentimientos de chauvinismo local o
nacional, manifiestos en la hostilidad hacia distintos tipos de extranjeros.
De ahí que generalmente se priorice la soberanía y exclusividad territorial
sobre la libertad de desplazamiento (en Bader, 1995, aparece un resumen de los
debates recientes sobre la libertad de desplazamiento en la teoría moral, y en
Black, 1996, uno sobre inmigración y justicia social). La simpatía común hacia
los asilados políticos, a diferencia de aquellos extranjeros llamados casi
peyorativamente migrantes económicos, refleja una poderosa moralidad del
derecho (o no derecho) de entrar y permanecer en un territorio ajeno.
Un último asunto que se puede abordar, sólo brevemente, es el
alcance espacial de la beneficencia o responsabilidad. En breve, ¿qué tanto
debemos cuidar de los demás? Por un lado está la restringida responsabilidad
hacia los más cercanos y más queridos, reflejada en la ética parcialista de
cuidar de los tuyos, ya sean parientes, miembros de la misma comunidad
local o compatriotas. Por otro lado está la propuesta universalista de que
debemos a los desconocidos distantes la misma consideración que a la gente
cercana que nos rodea. Esto no es sólo un punto de debate entre filósofos de la
moral, pues la manera en que se responda este dilema en la práctica tiene una
importante repercusión en asuntos como el grado y alcance de la ayuda de países
ricos a países pobres.
Marilyn Freidman (1991) cristaliza los problemas implicados
aquí. La parcialidad parece ser un sentimiento humano natural, esencial para la
integridad personal y para un buen nivel de vida, pero se contradice con una de
las tradiciones dominantes de la filosofía moral moderna: la imparcialidad, el
trato por igual a todos los que estén bajo las mismas circunstancias. Señala
que a veces los más necesitados de cuidado y atención parciales (e.g. las
relaciones locales) pueden no recibirlos porque su familia, amigos o vecinos
son pobres y tienen las mismas necesidades: parte de la realidad del desarrollo
espacialmente desigual. La capacidad desigual para cuidar a la gente allegada
reproduce, y quizás exacerba, los ya existentes patrones espaciales de
desarrollo desigual. De esto se sigue un argumento a favor de una distribución
más equitativa de lo necesario para prodigar cuidados, cosa que suena como los
requisitos de la imparcialidad.
Esto nos lleva de regreso al argumento de la justicia social
como igualación. Los laudables sentimientos humanos expresados en estrategias
como cuidar de la gente cercana o atender a la comunidad adquieren fuerza moral
al punto de que se igualan a la capacidad de cuidar y a la posibilidad efectiva
de ser cuidado. He ahí, de nueva cuenta, el poder de lo que Corbridge (1993)
considera un argumento a favor de una idea mínimamente universal de la
necesidad humana y de nuestras consiguientes responsabilidades, cubriendo las
necesidades de los desconocidos distantes por derecho. En referencia al
grado en que nuestras vidas están cada vez más conectadas con las de personas
distantes, en conjuntos de relaciones económicas y políticas globalizadas, se
señala que no existe razón lógica por la cual las fronteras morales habrían de
coincidir con las de nuestra comunidad cotidiana. De modo que "para
cumplir con un compromiso activista con el localismo político o de desarrollo,
no es necesario excluir una política más amplia de desarrollo formada por las
preocupaciones 'abstractas' de la filosofía moral" (Corbridge, 1993:466).
El
caso del Reino Unido
Los casos de estudio nacionales pueden ayudarnos a revelar
algo, tanto de la como de la generalidad, de los aspectos morales de los
problemas del desarrollo. En este caso se resume la reciente evidencia de la
creciente desigualdad en Gran Bretaña, tendencia que comparte con la mayoría de
los países industrializados. Luego se revisan dos aproximaciones bastante
distintas a la cuestión del derecho. Se concluye con un breve examen de algunas
restricciones a la búsqueda de justicia social.
Desigualdades en ingreso y riqueza
En una investigación nacional detallada (Rowntree, 1995), la
fundación Joseph Rowntree reveló que la desigualdad de ingresos en el Reino
Unido había aumentado rápidamente entre 1977 y 1990, alcanzando el punto más
alto desde la segunda guerra mundial. Entre 1977 y 1992 el 20-30% de la
población más pobre no logró beneficiarse del crecimiento económico, lo contrario
a la tendencia posterior a 1945; el 10% más pobre se empobreció aún más, en
términos relativos y absolutos. A partir de 1977 se triplicó la proporción de
población con menos de la mitad del ingreso nacional promedio. Así, en las
últimas dos décadas se ha visto un cambio dramático a partir de las tendencias
más igualizadoras de los años sesenta y setenta.
En cuanto a la riqueza, las grandes desigualdades nacionales
heredadas se estrecharon rápidamente hasta mediados de los setenta, cuando se
estabilizaron. El 10% más rico de la población poseía en 1976 50% de la riqueza
total, y en 1992 aún 49%. El 50% más pobre de la población aún posee sólo 8% de
la riqueza total; la mitad de los hogares tiene un activo líquido (no en
inmuebles) menor a 500 libras esterlinas (más o menos 6,000 pesos mexicanos al
tipo de cambio de 1997). La riqueza todavía tiene una distribución mucho más
desigual que el ingreso.
El reporte Rowntree atribuye las crecientes diferencias a
múltiples causas. Más gente se ha hecho dependiente de los beneficios de la
seguridad social pública, en gran medida a causa del alto nivel de desempleo y
la creciente población jubilada. La diferencia de ingresos entre los
beneficiarios y los trabajadores se ha ampliado. Entre estos últimos, los
salarios por hora para los peor pagados apenas han variado en términos reales
desde 1978, mientras que los salarios medios han aumentado 38% y los altos 50%.
Otros factores incluyen un aumento tanto de familias con dos miembros que
trabajan, como de aquéllas con ninguno, y un aumento en el empleo por cuenta
propia con ingresos relativamente bajos.
Se llama la atención hacia grupos y áreas
desproporcionadamente desfavorecidas. Se distingue a los pensionados y a
ciertas minorías étnicas (dentro de la llamada población no blanca), así como a
los niños de las familias de bajos ingresos. Se subraya el vínculo entre grupos
y áreas: una gran proporción de grupos étnicos con ingresos bastante inferiores
al promedio nacional vive en zonas desprovistas, y los niños de familias pobres
generalmente viven en barrios donde la mayoría de la población también es pobre
y las zonas tienen bajos niveles de provisión de servicios y oportunidades de
desarrollo. Otras observaciones sobre la geografía de la situación incluyen el
hecho de que algunas partes del país parecen atrapadas en una espiral de
deterioro, mientras crecen las diferencias substanciales entre barrios
afluentes y carentes. Como la vivienda pública está altamente nucleada, la
polarización de los grupos de ingreso por ocupación lleva a una concentración
de gente de bajos ingresos en vecindarios particulares. Así, el reporte
Rowntree (1995) considera que para muchas áreas del Reino Unido los estándares
y oportunidades de vida de los más pobres son inaceptablemente bajos para una
sociedad tan rica como la británica.
La investigación Rowntree buscaba los efectos sociales
generales de los cambios distributivos. Concluía que, aunque sería posible
justificar una creciente desigualdad con la idea de que los efectos benéficos
del crecimiento económico aumentarían los niveles de vida de los más pobres, no
hay evidencia de que esto haya ocurrido en Gran Bretaña. No hay señal de
derrame de riqueza ni de una igualdad promotora del crecimiento. Así, lo
observado no pasó la prueba de Rawls del principio de diferencia de la justicia
social.
El autor de una crítica a las instituciones económicas
británicas (Hutton, 1995) sugirió que hay desigualdad porque los ricos y el
Partido Conservador así lo quieren, y porque "son muy débiles las fuerzas
morales y sociales que se les oponen" (The Guardian, 13 de febrero, 1995).
Los responsables del reporte Rowntree apelaron al egoísmo de la clase alta,
señalando que la proximidad física de ricos y pobres en las ciudades y pueblos
británicos era una de las razones por las que los ricos debían reconocer que la
creciente desigualdad y fragmentación social les podía hacer daño. Se los había
citado así: "Más allá de argumentos morales o sentimientos de altruismo,
todos comparten un interés por la cohesión social. A medida que crece la brecha
entre ricos y pobres, los problemas de los grupos marginales rezagados
repercuten en la mayoría acomodada" (The Guardian, 10 de febrero,
1995). De modo que tanto moralidad como prudencia parecían apuntar en la misma
dirección: las ventajas colectivas de la igualdad, o sea, del angostamiento de
la brecha entre ricos y pobres.
La Carta de los Ciudadanos
Cuando en noviembre de 1990 John Major remplazó a Margaret
Thatcher como dirigente del Partido Conservador y, por lo tanto, como primer
ministro, una de sus primeras iniciativas políticas fue la Carta de los
Ciudadanos. Los años ochenta bajo Thatcher se caracterizaron por la
reorganización institucional -privatización o comercialización del sector
público. La Carta de los Ciudadanos se centra en una detallada especificación
de los derechos o garantías individuales en relación con la provisión de varios
tipos de servicios.
John Major explica la Carta (The Citizen's Charter, 1994, p.
3) como sigue:
Mi objetivo con la Carta de los Ciudadanos es sencillo pero ambicioso:
quiero elevar el nivel de los servicios públicos, y quiero que los servicios
públicos respondan mejor a las necesidades y deseos de la gente que los usa. A
través de la Carta de los Ciudadanos quiero otorgar más poder a los ciudadanos
para que obtengan de los servicios la calidad que merecen. La Carta de los
Ciudadanos no implica más acción
estatal. Implica el derecho de los ciudadanos a estar informados y hacer
sus propias elecciones.
El tono parece dotar al ciudadano de poder contra el Estado,
enfatizando la importancia de una elección individual bien informada. El
equilibrio del poder pasará de las instituciones y personal que proporcionan
servicios, a los usuarios individuales, con los derechos y exigencias de
autonomía profesional posiblemente conferidos.
Lo más que el texto se acerca a una justificación moral para
la Carta de los Ciudadanos es decir que los servicios públicos afectan a diario
las vidas de la gente, cubren algunas de sus necesidades más básicas y a menudo
son más requeridos por los miembros más vulnerables de la sociedad. Tiene ecos
de algunos temas actuales del discurso del desarrollo y de la justicia social,
en particular el énfasis en las necesidades básicas y el reconocimiento (casi
rawlsiano) de la posición de los más desfavorecidos. Sin embargo, la parte
substancial es evidentemente la de los derechos de la ciudadanía nacional.
En cuanto a la estrategia, queda claro que se buscará el
valor monetario, continuando con las políticas (thatcherianas) de sujetar los
servicios públicos a la competencia, bajo el supuesto de que siendo públicos
son inherentemente menos eficientes que los privados, por lo menos mientras no
se pruebe lo contrario. Se enfatiza el que los servicios públicos traten a las
personas como clientes valiosos, término que vuelve a invocar los valores del
sector privado. De modo que se ha descrito la Carta de los Ciudadanos como
"un instrumento para la creación de una Gran Bretaña de consumidores que
hacen elecciones en mercados o cuasi-mercados" (Hudson y Williams,
l994:296).
La Carta se aplica a todos los servicios públicos: escuelas,
hospitales, ferrocarriles, caminos, ayuntamientos, policía y bomberos. También
se aplica a los servicios privatizados, como electricidad, gas, teléfono y
agua; y al correo, agencias de beneficencia, oficinas de recaudación de
impuestos, juzgados y demás. Se han publicado casi cuarenta cartas
independientes, especificando los criterios para cada servicio.
Un ejemplo ilustrativo es la Carta de los Pacientes (The
Patient's Charter, 1999, que cubre el Servicio Nacional de Salud (National
Health Service, o NHS). Aquí se distingue entre los derechos "que todo
paciente recibirá en todo momento", y las expectativas, o "niveles de
servicio que el NHS está tratando de alcanzar", pero que pueden no
lograrse en "circunstancias excepcionales". En cuanto al acceso a los
servicios de salud, los derechos incluyen: recibir atención de acuerdo no con
la posibilidad de pagar, sino con la necesidad clínica; ser registrado con un
MP (médico practicante) y poder cambiarlo fácilmente; recibir atención médica
de emergencia en cualquier momento, y ser remitido a un especialista aceptable
para el paciente cuando el MP lo crea necesario. También se establecen los
derechos y expectativas específicos para los servicios de MP, servicios
hospitalarios y servicios comunitarios, entre otros.
El resultado más controversial de la Carta de los Pacientes
fue la publicación de datos, popularmente conocidos como tablas de liga,
sobre el nivel de desempeño de cada hospital. Estas tablas cuantifican el
desempeño a partir de la rapidez de la atención en consulta externa, la
inmediata evaluación de pacientes accidentados o de urgencias, la priorización
de pacientes cuyas operaciones se han cancelado, las altas a pacientes el mismo día de la
operación y la admisión sin demora de los pacientes no urgentes (The Patient's
Charter, 1994). Tales datos permiten hacer comparaciones precisas del
funcionamiento hospitalario en distintos sitios. Sin embargo, el interés se
centra en los tiempos de espera, que son fácilmente medibles (y posiblemente
manipulables), mientras que ninguno de los indicadores se refiere a los resultados,
es decir, la eficacia o conveniencia de las atenciones recibidas, que son mucho
más difíciles de expresar en términos numéricos.
Así como con las tablas de liga publicadas en relación
al desempeño de las escuelas (principalmente resultados de evaluaciones), los
datos del sistema de salud presentan dificultades de interpretación por las
condiciones locales que influyen en la efectividad de los servicios. Aunque se
cuestiona seriamente la eficacia de estas tablas para mejorar el desempeño, por
lo menos abren el tema de las variaciones espaciales en ciertos aspectos de la
prestación de servicios, dando lugar a dudas sobre el nivel de equidad de un
servicio público como el NHS, que supuestamente debe ser igualmente accesible
para todos cuando y donde se necesite. En este sentido, los indicadores de
desempeño sirven para monitorear un importante aspecto de la justicia social.
La Comisión de Justicia Social
La Comisión de Justicia Social se estableció en diciembre de
1992, a instigación del fallecido John Smith (entonces dirigente del Partido
Laborista). Esto marcó el quincuagésimo aniversario de la publicación de Social
Insurance and Allied Services (Seguro Social y Servicios Aliados, o Reporte
Beveridge), que se convirtió en la base del estado de bienestar
británico. El reporte Beveridge, escrito con ánimo de reconstrucción
nacional luego de que la segunda guerra mundial siguiera a la depresión de los
treinta, había identificado cinco grandes males: carencia, ignorancia,
enfermedad, miseria y ociosidad. Las instituciones estatales de bienestar
público establecidas para combatir estos problemas, incluyendo el NHS y un
amplio sistema de beneficios universales en forma de derechos de seguro social,
fueron un tema de consenso político virtualmente incontrovertido durante tres
décadas. La antipatía del gobierno de Thatcher hacia el sector público y sus
poderosos sindicatos entró en resonancia con el giro neoconservador de la
política occidental en general, de modo que una renovada fe en el libre mercado
llevó a la consideración de alternativas privadas a la provisión pública. Otra
cuestión importante, que ningún gobierno de ninguna tendencia ideológica podía
ignorar, era el creciente costo del bienestar público, con el aumento del
desempleo y de la población jubilada, a medida que parecía llegar a su fin la
época de prosperidad general posterior a la guerra.
De modo que la Comisión de Justicia Social se estableció en
un contexto económico, político y social bastante distinto al que prevalecía
cuando nació el estado de bienestar. Algunos cambios significativos parecían
inevitables, incluso desde la perspectiva de la izquierda, aunque fuera
solamente porque el Estado estaba beneficiando a parte de la población que ya
era capaz de cuidar de sí misma (la clase media). La idea del Partido Laborista
parecía ser que reorganizar el sistema de beneficencia para alcanzar mejor a
los más necesitados, sería más convincente si se cimentaba en la consideración
explícita de la moralidad y justicia social, junto con la concepción informada
del estado de la nación y su lugar en un mundo cambiante.
Al comienzo se reconocieron cuatro principios jerárquicos de
justicia social (IPPR, 1993: i):
1. El fundamento de una sociedad libre es la igualdad de valor entre todos
los ciudadanos.
2. A todos los ciudadanos les corresponde, por derecho de ciudadanía, ser
capaces de cubrir sus necesidades básicas -ingreso, alimentación, vivienda,
educación y salud.
3. La autonomía y dignidad personales son inherentes a la idea de igualdad
de valor, aunque su cumplimiento depende del mayor acceso posible a las
oportunidades.
4. Las desigualdades no son necesariamente injustas, aunque aquellas que lo
sean deben ser reducidas y en lo posible eliminadas.
Estos principios reflejan algunas de las nociones de
desarrollo progresivo abordadas en la primera parte de este artículo, y
muestran cómo ideales generales semejantes pueden alimentar las consideraciones
de justicia distributiva en Gran Bretaña. Sin embargo, también es importante
notar el vínculo explícito entre justicia social y éxito económico, o
supervivencia en un mundo competitivo, más cercano a la prevaleciente teoría
del desarrollo, que asocia igualdad con crecimiento. Así, "la justicia
social no es simplemente un ideal moral, sino una necesidad económica"
(IPPR, 1993:19).
Las propuestas prácticas sugieren transformar el estado de
bienestar de red de seguridad para periodos problemáticos, en trampolín para la
oportunidad económica, incluyendo un mejor acceso a educación y capacitación.
Se enfatiza la promoción de opciones, de por vida, en la balanza de empleo,
familia, educación, diversión y jubilación. Se propone nutrir a las
instituciones sociales, desde la familia hasta el gobierno local, para que
proporcionen un ambiente social confiable (PPR, 1994:20-21). La Comisión pasa
su atención, de los cinco grandes males identificados por Beveridge, a lo que
se describe como las cinco grandes oportunidades: aprendizaje, trabajo, buena
salud, ambiente seguro e independencia financiera a lo largo de toda la vida
(IPPR, 1993:50-52).
En esta búsqueda de una nueva dirección para el país,
parecían ofrecerse tres futuros distintos. La Comisión rechazó la total libre
empresa de la llamada Gran Bretaña de los "desreguladores", por ser
un futuro de extremos, donde los ricos se vuelven más ricos y los pobres más
pobres. También rechazó lo que se describió como la Gran Bretaña de los
"niveladores", donde se protege a los pobres del continuo deterioro
económico con una justicia social lograda vía la redistribución primaria de un
sistema de impuestos y beneficios. Lo que decidió apoyar se describe como la Gran
Bretaña de b s "inversionistas", el escenario de los que favorecen la
inversión en un sentido amplio:
Los inversionistas combinan la ética de la comunidad con la dinámica de la
economía de mercado. Consideran que la extensión de la oportunidad económica no
es sólo fuente de prosperidad económica sino también base de la justicia
social. Esto exige instituciones sociales, familias y comunidades fuertes, que
permitan a la gente y a las compañías crecer, adaptarse y tener éxito, Invertir
en la gente es la principal prioridad. Los inversionistas ven en la seguridad,
y no en el temor, la base de la renovación. Sostienen que si queremos extender
la justicia social debemos comprometernos con el cambio, ya sea en el trabajo o
en el hogar, en el gobierno local o en toda Europa (IPPR, 1994:4).
Debajo del detalle del reporte final de la Comisión (IPPR,
1994) se puede distinguir un núcleo filosófico con tres ideas centrales (White,
1995). La primera es el énfasis en las dotaciones, de modo que la justicia
social se logra no por el instrumento convencional de redistribución de
ingresos, sino igualando la distribución de dotaciones productivas, como
habilidades u oficios (o las capacidades de Sen), que determinan las
oportunidades del ciudadano de obtener ingresos y riqueza. La segunda es la
noción de que a través de la dispersión de habilidades u oficios la justicia no
ahuyenta el rendimiento económico, sino que lo sustenta. La tercera es un
énfasis en la reciprocidad, donde los derechos se equilibran con la
responsabilidad de los ciudadanos de aportar algo a la comunidad a cambio de
las oportunidades que les fueron ofrecidas. Este contenido moral es raro en el
debate de la política británica actual.
Justicia social, política y economía de mercado
En el contexto de creciente desigualdad de Gran Bretaña, la
Carta de los Ciudadanos y la Comisión de Justicia Social proporcionan
acercamientos contrastantes al desarrollo nacional. La Carta se concentra en la
detallada identificación e instrumentación de niveles específicos de provisión
de servicios como derecho de la ciudadanía, dentro de lo cual predominan los
arreglos institucionales existentes. Como ejercicio de técnicas y
organizaciones, la Carta no ha sido difícil de poner en marcha. En algunas
esferas se ha reunido evidencia numérica de mejoría en relación con objetivos
determinados, y el conocimiento de derechos específicos ha ofrecido a la gente
argumentos para protestar por la ineficiencia de la provisión real.
Sin embargo, la Carta se acerca de manera muy débil a la
justicia social. Incluso su concepción de mejores servicios es extremadamente
limitada. La vida no se reduce a la puntualidad hospitalaria ni a la proporción
de trenes que llegan tarde, ni siquiera para los pacientes o los pasajeros. Lo
que la Carta no cubre es significativo; por ejemplo, no hay un derecho al
empleo para los desempleados y no hay un derecho a vivienda para los
indigentes. Incluso en el campo de la salud, la Carta de los Pacientes se
aplica sólo al sector público (NHS): aquellos que pueden pagar servicios
privados no aparecen en las largas listas de espera de los hospitales. Hasta se
puede argumentar que centrar la opinión pública en las minucias numéricas del
desempeño aleja la atención de las principales fallas de los servicios públicos
y permite a los ricos desentenderse del asunto. Las estructuras que generan y
exacerban la desigualdad permanecen prácticamente intactas.
La Comisión de Justicia Social implica un proyecto mucho más
ambicioso, tanto en términos filosóficos como políticos. Se cimienta en una
reflexión seria sobre la moralidad y la justicia social, algo apenas
perceptible en el limitado discurso de derechos de la Carta de los Ciudadanos.
Sin embargo, el particular contexto político de Gran Bretaña planteó
dificultades para la Comisión. Esto se refleja en el intento de combinar el
idealismo de dedicarse a una justicia social igualitaria, con la meta más
pragmática de contribuir a la política del Partido Laborista cortejando a un
electorado cuya preocupación por sus intereses individuales ha sostenido por
años a un gobierno conservador neoliberal. De ahí los términos en que se
expresan algunas de sus propuestas, sobre todo el llamado a la prudencia y el
escenario de la Gran Bretaña de los inversionistas. La Comisión subestima el
potencial de conflicto entre la justicia social y otros valores, como el
rendimiento, y no logra afirmar del todo la importancia de la justicia como
valor en sí misma (White, 1995:205 y 207). Smith (1995:214) ofrece la siguiente
interpretación para señalar el error de asumir la interdependencia de justicia
y rendimiento:
Una de las principales razones por las que la Comisión utiliza el lenguaje
(devaluado) de la economía para hablar de justicia es que se quiere preparar
para retirarse en silencio del ideal de igualdad esencial y sustituido por el
de igualdad de oportunidad. [...] la igualdad de oportunidad está íntimamente
vinculada con la igualdad de condición [...] Precisamente, la ventaja de los
niños de clase media es que tienen más posibilidades que los niños de la clase
baja de aprovechar las mismas oportunidades.
Así, la igualdad de oportunidades no debe perseguirse como un
ideal en sí mismo, sino como parte de una estrategia más amplia de igualación
que incluye capacidades y niveles de vida. Es dudoso que el énfasis de la
Comisión en igualar la distribución de dotaciones productivas lleve a políticas
efectivas para sobrepasar la herencia de desigualdades en las posibilidades de
la gente de aprovechar las aún desiguales oportunidades.
Al centro del problema al que se enfrenta el Partido
Laborista al querer promover la justicia social, está la naturaleza de la
actual economía de mercado y de la sociedad que ha ayudado a formar. La
Comisión es bastante crítica del mercado:
La justicia social se opone a los fanáticos de la economía de mercado, que
olvidan que un mercado es una realidad social necesitada también de confianza,
orden, buena voluntad y otras formas de apoyo, apoyo que las personas
razonablemente se abstendrán de proporcionar a menos que consideren que el
orden bajo el que viven las toma en cuenta y les ofrece oportunidades justas
dentro de lo posible (IPPR,
1994:19).
Pero asegurar, como lo hace la Comisión, que los mercados
deben ser los sirvientes y no los patrones del interés público, plantea la
cuestión de cómo podría lograrse eso:
El estado actual de la sociedad británica se ha desarrollado
a partir de una distribución altamente desigual de la riqueza o activos
productivos. El proceso de democratización y la búsqueda de igualdad de
oportunidades se han visto parcialmente frustrados por las instituciones que
facilitan la perpetuación del privilegio heredado.
Durante mucho tiempo, a partir de la revolución industrial,
la economía elevó los niveles de vida de la clase trabajadora, pero la
tendencia actual de los mercados capitalistas es aumentar la desigualdad y la
polarización socioeconómica. Si bien estas fuerzas parecen estar fuera del
control de las naciones individuales, su efecto se puede mejorar (o empeorar)
con las políticas de desarrollo doméstico, y de ahí la importancia de los
debates políticos actuales.
Es instructivo considerar la reacción de un expositor del
fundamento moral de las instituciones mercantiles y defensor de un estado de
bienestar posibilitador, al estudio Rowntree sobre la desigualdad (The
Guardian, 17 de febrero, 1995):
El reporte de la fundación Joseph Rowntree [...] es una acusación
devastadora a las políticas de libre mercado seguidas durante los Últimos 15
años [...] Las políticas neoliberales han acelerado y agravado las poderosas
tendencias de desigualdad producidas por los cambios en la economía mundial.
[...] allí donde las políticas de desregulación y eliminación del estado de
bienestar se han aplicado de manera más despiadada es donde la desigualdad ha
tenido el aumento más espectacular.
Apelando a los sentimientos comunitarios que han comenzado a
entrar en el discurso político británico, como se refleja en el reporte de la
Comisión de Justicia Social, Gray (1992) se refiere al "impresionante
poder del mercado desregulado para desgarrar el delicado tejido de relaciones
de confianza y civismo que sostiene la cohesión social". Concluye así:
La ráfaga de cambio económico que está arrasando al mundo descalifica
cualquier regreso a las viejas formas de democracia social. Nos enfrentamos a
la tarea de idear nuevas instituciones y políticas que puedan contener las
poderosas tendencias de desigualdad que los libres mercados han dejado sueltas.
Si se quiere diseñar estas estrategias para que hagan más que
simplemente contener tendencias actuales, y si se las quiere defender con
verdadero convencimiento, se necesitan fundamentos y dirección morales. Esto
requiere reconsiderar qué es un buen nivel de vida, yendo bastante más allá del
tipo de buena sociedad evocada por la Comisión de Justicia Social (IPPR, 1994,
cap. 8), con su insistencia en fortalecer las familias vía la reforma de los
beneficios, regeneración de las comunidades, mejoramiento de la vivienda,
descentralización estatal y promoción del servicio comunitario voluntario. Se
requieren cambios substanciales y, para la mayoría de la gente, inimaginables,
en los estilos de vida prevalecientes. No es difícil sostener una causa moral
para una forma de vida más cooperativa, sensible y cohesiva, menos dominada por
la obtención y el consumo, en la cual el hecho de extender el cuidado de los
otros más allá de la familia, la comunidad local o incluso la nación, restringe
de manera bastante estricta la desigualdad. Lo difícil es convencer a la clase
alta que un estilo de vida tal podría ser mejor tanto para ellos mismos como
para los menos afortunados.
El
caso de Sudáfrica
Sudáfrica presenta un ejemplo más convencional de estrategia
de desarrollo dirigida a aliviar la extensa y extrema pobreza característica de
las partes más pobres del mundo. Pero también tiene sus propios rasgos
distintivos, principalmente la discriminación y desigualdad racial heredada por
el apartheid. A primera vista el problema moral de base es bastante
claro: la raza es un accidente de nacimiento y no una identidad elegida, y no
puede producir crédito ni rechazo moral, por lo cual no debería afectar las
oportunidades de vida. La evidente prioridad de la Sudáfrica posapartheid
es la eliminación de la desigualdad racial, así como la severa pobreza que
aqueja a gran parte de la población negra o africana. Sin embargo, las
políticas de desarrollo dirigidas a la igualación enfrentan problemas, algunos
de los cuales son parecidos a los de Gran Bretaña.
Desigualdad racial
Con el apartheid la población sudafricana fue
clasificada en cuatro grupos raciales: la mayoría africana (como tres cuartas
partes de la población total de aproximadamente 42 millones), los blancos, los
mestizos y los asiáticos o indios. Las cifras de las fuentes oficiales
(compiladas en el Survey anual del Instituto Sudafricano de Relaciones
Raciales y en el South Africa Official Yearbook) revelan marcadas
desigualdades en varios indicadores económicos y sociales, con los blancos en
las mejores posiciones y los africanos en las peores. Por ejemplo, el ingreso
mensual promedio por familia de los blancos es más de cinco veces más alto que
el de los africanos, y también más alto que el de los indios y mestizos. La
tercera parte de las familias africanas vive en la pobreza, de acuerdo con el
criterio prevaleciente de mínimo nivel de vida. La diferencia entre nacer
blanco o africano son aproximadamente doce años de esperanza de vida. Las
disparidades raciales en la vivienda muestran que las casas de los blancos
tienen un valor promedio diez veces mayor que el de las casas de los africanos,
y de éstas menos de 40% tiene luz eléctrica y drenaje (datos del Household
Survey [censo de vivienda] de 1994).
La brecha entre los niveles de vida de blancos y negros fue
subrayada por un agregado nacional del Índice de Desarrollo Humano de la ONU, o
HDI (O´Donovan, 1995), que combina indicadores de esperanza de vida, ingreso
per cápita en términos de poder de compra y nivel educativo en términos de
alfabetismo adulto y escolaridad media. El valor del índice para los países más
desarrollados se acerca a uno, mientras que para los menos desarrollados es de
cero. Sudáfrica en conjunto llega a 0.677, puntaje comparable con Paraguay,
China o el vecino Botswana, y ocupa la posición 86 entre 173 países. La
Sudáfrica blanca llega a 0.901, que la coloca en la posición 19, mientras que
la Sudáfrica negra (la población africana) obtiene 0.500 y se coloca en la
posición 119. Los puntajes de la población india y mestiza fueron 0.836 y 0.663
respectivamente.
También el alcance de las disparidades regionales en
Sudáfrica se ilustra con el HDI. De las nueve regiones administrativas el
puntaje más alto corresponde al Cabo Occidental (0.862) y el más bajo al
Transvaal Norte (0.470). La ONU considera que los países con un HDI de 0.8 o
mayor tienen un nivel alto de desarrollo humano, mientras que un HDI entre 0.5
y 0.8 corresponde a un nivel medio y uno menor a 0.5 a un nivel bajo. De modo
que Sudáfrica cubre todo el espectro de desarrollo humano, de alto a bajo. El HDI
de las áreas no urbanas es sólo 57% del de las zonas urbanas, lo cual enfatiza
el problema de la pobreza rural (principalmente africana) y la brecha que debe
ser eliminada si ha de prevalecer la igualdad racial y espacial.
El Programa de Reconstrucción y desarrollo
El apartheid terminó por fin en 1994, cuando el
Congreso Nacional Africano (ANC) fue elegido como partido mayoritario en un
gobierno interino de unidad nacional. El principal documento de la estrategia
de desarrollo del ANC, el Programa de Reconstrucción y Desarrollo o RDP (ANC,
1994, se convirtió en la política oficial del gobierno con la publicación de un
White Paper (RSA, 1994). En su prólogo, el presidente Nelson Mandela
reconoció de la siguiente manera las metas principales: "Al centro del
Gobierno de Unidad Nacional está el compromiso de abordar realmente los
problemas de la pobreza y la fuerte desigualdad evidente en casi todos los
aspectos de la sociedad sudafricana" (RSA, 1994:i).
El RDP se describe como un marco coherente de políticas
socioeconómicas. Está guiado por los siguientes principios básicos: un programa
integrado y sustentable, un proceso dirigido por el pueblo, paz y seguridad
para todos, construcción nacional, vinculación de la reconstrucción, desarrollo
y democratización. Estos reflejan las circunstancias distintivas de la
reemergencia sudafricana después del apartheid: control central del
gobierno, lucha política violenta, des-unidad nacional y ausencia de derechos
democráticos para la mayoría de la población.
Se hace un gran énfasis en cubrir las necesidades humanas
básicas. "La primer prioridad es comenzar a satisfacer las necesidades
básicas de la gente -empleos, tierra, vivienda, agua, electricidad,
telecomunicaciones, transporte, un ambiente limpio y sano, nutrición, atención
a la salud y bienestar social" (ANC, 1994:7). No se requiere una
indagación filosófica profunda para identificar estas necesidades y los
sectores de la población a los que se aplican, y Mandela (1994:293) ha
reconocido su universalidad: "los pobres de cualquier parte son más
parecidos que diferentes".
La priorización de las necesidades básicas implica gastar más
en servicios públicos para los pobres o reubicar los recursos existentes para
compensar las desigualdades raciales del pasado. Se espera que esto aumente las
posibilidades de que las personas hasta ahora desprovistas, en su mayoría
africanos, aprovechen las oportunidades creadas en principio (aunque no
necesariamente en la práctica) por la abolición de la discriminación racial.
Sólo entonces puede haber esperanza de reducir las diferencias en los niveles
de vida; en un proceso de igualación racial.
El documento continúa: "El objetivo central de nuestro
RDP es mejorar la calidad de vida de todos los sudafricanos, y en particular la
de los sectores más pobres y marginados de nuestras comunidades" (ANC,
1994:15). Esto se podría interpretar como una invocación a la justicia
rawlsiana, en términos de beneficios para los más desventajados, pero con la
cláusula adicional de que no ha de haber perdedores -consistente con el
criterio de Pareto de la economía neoclásica, por el cual el bienestar global
aumenta si algunos mejoran, con tal de que nadie empeore. También se hace
referencia a lograr la igualdad a través de la redistribución. Todo esto sugiere
cierta ambivalencia dentro de la RDP en cuanto a la concepción subyacente de
justicia social. Por un lado está la concepción subyacente de justicia social.
Por un lado está el compromiso con una tendencia redistributiva y de
necesidades básicas que beneficie a los más desventajados. Por el otro está la
aspiración a una mejor vida para todos. Aunque sea comprensible la política de
prometer ganancias para todos, sobre todo durante el sensible periodo
transitorio, hay serias dudas de la viabilidad, y la moralidad, de esa
estrategia.
Para lograr sus ambiciosos objetivos el RDP parece depender
de una versión de la estrategia predominante de crecimiento con igualdad.
Inmediatamente después del citado fragmento del prólogo del White Paper,
con su promesa de abordar los problemas de la pobreza y la desigualdad, Mandela
asegura: “Esto será posible sólo si la economía sudafricana se coloca
firmemente en una senda de crecimiento económico alto y sustentable” (RSA,
1994: i). Tan sólo mantenerse al parejo del crecimiento poblacional requiere un
crecimiento económico aproximado de 3% anual, en sí misma una meta exigente.
Cuanto más lento sea el crecimiento, tanto más se requerirán medidas
redistributivas para satisfacer las necesidades básicas de los pobres. De ahí
los compromisos del White Paper con la disciplina financiera y
monetaria, la estabilidad económica, los incentivos a la inversión, la
creciente competitividad internacional y la reducción del sector público. Todo
esto suena más como una estrategia de desarrollo económico apoyada por el FMI o
el Banco Mundial, que como alternativa tipo Friedmann basada en otorgar poder a
los excluidos.
Fine y Van Wyk (1996:20) consideran que el RDP está dividido
entre dos polos de radicalismo y ortodoxia. Si bien se priorizan las necesidades
de los pobres y se promete igualdad vía la redistribución, el programa no logra
desafiar a los poderes económicos prevalecientes que se beneficiaron de un
régimen de mano de obra negra barata y no regulada. Fine y Van Wyk concluyen:
La visión de un estado posapartheid productor de creativas e innovadoras
alternativas tanto al comunismo soviético como al desenfreno del libre mercado,
tanto a oriente como a occidente, se desvanece rápidamente a medida que el
estado emerge sucumbe ante el poder del dinero y se organiza sobre los
lineamientos de la racionalidad capitalista. La retórica de que el RDP está
‘dirigido por la gente’ oculta el poder del capital, independientemente del
apartheid
(Fine y Van Wyk 1996:22).
El costo de una estrategia de desarrollo independiente y
alternativa puede ser la alineación de aquellas fuentes de capital sobre las
que supuestamente descansa el crecimiento acelerado.
Perspectivas de igualdad
El RDP se ha adoptado y promovido en gran medida como
estrategia unificadora, caso sin debate político. Sus objetivos centrales
–aliviar la pobreza y desigualdad racial− tienen una convicción moral tan
evidente que producen una aceptación
virtualmente universal. La suposición subyacente es la cooperación, en
lugar del conflicto, entre Estado, fuerza de trabajo y capital. Se espera que
los tres trabajen juntos en un espíritu de unidad nacional, para promover el
crecimiento económico del que surgirá la eliminación de la pobreza y el
establecimiento de la igualdad racial.
Una interpretación más realista sería reconocer los
conflictos de interés y las contradicciones políticas. En particular, hay una
seria inconsistencia entre, por un lado, la satisfacción de las necesidades
básicas de los millones hasta ahora excluidos del acceso a cuestiones como
vivienda decente, educación y atención a la salud, y, por el otro, el continuo
mejoramiento de los niveles de vida prevalecientes en la minoría adinerada. La
inevitabilidad de cierto nivel de redistribución se ilustra con los hechos de
que en el campo de la educación, el crecimiento del sector terciario se tendrá
que restringir si se quiere abrir el sector primario a todos, y de que en la
atención a la salud, procedimientos tan caros como los trasplantes de órganos
deben ceder ante medidas que extiendan de manera más amplia los beneficios de
los limitados recursos. Estos son casos específicos de igualdad a través de la
redistribución: no la transferencia directa de activo de ricos a pobres, sino
la reorientación del gasto público de acuerdo con nuevas prioridades. Como
diría Friedmann (1992), si se han de cubrir las necesidades básicas de los que
hasta ahora no tenían poder, se debe sustentar una concepción de justicia social
que conlleve pérdidas por parte de los poderes hasta ahora hegemónicos.
Incluso en las actuales circunstancias de consenso nacional,
será enorme la tarea de igualamiento racial. Los datos sobre el actual nivel de
diferencias y el ritmo de cambio de los últimos años destacan que ni siquiera
en tres décadas sería posible lograr la igualdad entre los antiguos grupos
raciales (Smith, 1994:241-242). Si la aspiración de la mayoría negra es,
comprensiblemente, llegar a los niveles de vida que ha disfrutado la minoría
pudiente (en su mayoría blancos), y si esto es lo que supone que el gobierno
debe cumplir en poco tiempo, entonces habrá una decepción masiva.
En el fondo de este problema está el hecho de que los niveles
de vida que la minoría se podía conceder bajo el apartheid, y durante el
anterior régimen colonial, eran los de la burguesía europea occidental. Este
trasplante de un estilo de vida literalmente extranjero representa parte del
legado cultural de colonialismo. Además de ser ajenos, tales estándares son
insustentables, en tanto no son accesibles para todos. En sentido moral, no
puede ser correcto un estilo de vida que inevitablemente excluye, seguirá
excluyendo, a la mayoría de la población.
Esta conclusión nos lleva a la necesidad de repensar la
definición de calidad de vida, si es que ha de tener sentido la aspiración del
RDP de mejorarla para todos los sudafricanos. En el contexto del estilo de vida
prevaleciente en la minoría acaudalada, es incoherente concebir la justicia
social sólo en términos de (re)distribución. Por lo tanto, se requiere una
concepción alternativa de calidad de vida, para sustituir el materialismo
individualista posesivo que predomina en la clase pudiente, tanto en Sudáfrica
como en otras partes del mundo actual.
Conclusiones
No es ninguna coincidencia que estudios de caso como los del
Reino Unido y Sudáfrica concluyan de manera semejante. Ambos cuestionan la
definición de calidad de vida, punto que durante dos milenios ha atraído la
atención de filósofos morales, teólogos y uno que otro político. La cuestión de
la distribución no puede divorciarse de lo que significa vivir bien, pues
algunos estilos de vida excluyen la posibilidad de justicia social (Smith,
1997). Ambos casos subrayan las restricciones a la justicia social impuestas
por las instituciones económicas y políticas del capitalismo actual y por la
ideología de las relaciones de mercado, que parecen estar en proceso de
universalización.
Estos dos estudios de caso proporcionan una base para
regresar al dilema moral decisivo: particularidad versus universalidad
en las estrategias del desarrollo. La discusión al principio del artículo apoyó
una concepción mínimamente universal de la necesidad humana, consistente con la
supervivencia y la posibilidad de florecimiento humano. Aunque en países como
Sudáfrica la satisfacción de estas necesidades básica es un problema severo, no
deja de tener relevancia en Gran Bretaña. Se podría desplegar la fuerza de la
noción de derechos, enjaezada al criterio de pertenencia del concepto de
ciudadanía, para tratar de asegurar la provisión de los recursos que
satisficieran las necesidades de la gente. El fin del apartheid en
Sudáfrica implica el derecho de todos a los beneficios de una ciudadanía
completa, antes exclusiva de una minoría definida racialmente. En Gran Bretaña,
la Carta de los Ciudadanos es un intento de garantizar que los supuestos
derechos de la ciudadanía conlleven el real cumplimiento de obligaciones por
parte de las agencias estatales. Así, las ideas generales de necesidades y
derechos encuentran su aplicabilidad particular en estos distintos contextos.
De cómo similar, la noción de justicia social como medio de
igualamiento, con sus pretensiones de universalidad, encuentra su expresión
particular en ambos casos. En Gran Bretaña, el énfasis de la Comisión de
Justicia Social está en promover la igualdad de oportunidades en sectores
marginados de una población dividida por una estratificación ocupacional que
recubre los privilegios de clase heredados. En Sudáfrica falta mucho por hacer
para construir las instituciones y servicios necesarios para estimular
posibilidades, de modo que finalmente se sobrepase la desigualdad de
oportunidades legada, por una legislación de discriminación racial. Sin
embargo, el fin último deberá ser el mismo: el igualamiento de los niveles de
vida, sujeto al principio (rawlsiano) de beneficios para los más desventajados.
Por último, el florecimiento humano. Contra el posible
argumento relativista de que países como Gran Bretaña y Sudáfrica, por su diferencia
de culturas (o de mezclas de diversidad cultural), inevitablemente llegarán a
concepciones distintas de calidad de vida, existen dos posibilidades
universalizadoras. Una, que resulta ser incorrecta, prescribe que ambos países
(o sea todos los países) deben converger, tanto interna como colectivamente, en
el estilo de vida de alto consumo masivo característico de la mayoría de la
población británica y de la minoría sudafricana afluente. Este espejismo de
afluencia capitalista universal es un error en sentido moral, porque en un
mundo de recursos limitados es inevitablemente excluyente, y porque la inclusión de la competencia se opone a
algunas valiosas relaciones humanas fundadas en cooperación, mutualidad y reciprocidad.
La otra posibilidad puede ser correcta: un estilo de vida que satisfaga las
necesidades de subsistencia básica y seguridad de todos, con una pequeña
cantidad de comodidades y donde todos contribuyan como iguales en la
deliberación de lo que se debe hacer.
Un estilo de vida así incluiría a todas las personas, con
cierta redistribución de recursos, y su modestia dejaría poco lugar para la
desigualdad. La cuestión moral de definir un buen nivel de vida no ha perdido
su pertinencia, aunque quizás sea más fácil de resolver en la teoría que en la
práctica.
Agradecimientos
El estudio de caso del Reino Unido está basado en un trabajo
presentado en el Segundo seminario geográfico Gran Bretaña- Georgia, del Queen
Mary and Westfield College de Londres, en julio de 1995 (Smith, 1996). El
estudio de caso de Sudáfrica se basó en material presentado en la Primer
Conferencia Internacional de Geografía de la Universidad de Durban-Westville en
Durban en julio de 1995, y en el Tercer Simposio sobre la Geografía de
Sudáfrica, Royal Holloway, en Londres, en septiembre de 1995. Se agradece el
apoyo financiero de la Academia Británica y del Consejo Británico.
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