Disciplina y
control de los ciudadanos-trabajadores en la era neoliberal
Discipline and
control of the citizens-laborers in the neoliberal era
Wacquant, Loïc (2010), Castigar
a los pobres: el gobierno neoliberal de la inseguridad social, Gedisa, Barcelona, isbn: 978-849-784-155-9, 446 pp.
El sociólogo Loïc Wacquant plantea que el Estado neoliberal emplea tres
grandes estrategias para tratar la marginalidad y la pobreza. La primera
consiste en socializar el desempleo y subempleo mediante políticas asistencialistas
que apuntan a reducir la visibilidad de las diferencias de clases. Se trata
esencialmente de políticas sociales de corte higienista que buscan embellecer
el paisaje urbano limpiando la obscenidad de una pobreza áspera y provocadora. Medicalizar a los pobres es la segunda estrategia. Así, se
considera a las poblaciones vulnerables de las urbes como enfermos activos o
potenciales: alcohólicos, drogadictos, depresivos o locos, pero también
poblaciones más susceptibles de sufrir patologías crónicas e infecciosas: vih-sida, obesidad, diabetes, etc. La
tercera vertiente del Estado contemporáneo para combatir la pobreza es la
penalización. El proceso de normalización de las conductas conlleva la
promulgación de decretos que tipifican y penalizan los hábitos de los que menos
recursos económicos tienen: “La penalización funciona como una técnica para
la invisibilización de los ‘problemas’ sociales
que el Estado, como palanca burocrática de la voluntad colectiva, ya no puede o
no quiere tratar desde sus causas, y la cárcel actúa como un contenedor
judicial donde se arrojan los desechos humanos de la sociedad de mercado” (p.
25). A estas tres grandes estrategias se debe agregar la política neoliberal
que promueve la responsabilidad individual y la sumisión al libre
mercado. Wacquant menciona que el Estado
desarrolla una serie de estrategias represivas a partir de la construcción ad
hoc de representaciones falseadas de la inseguridad pública, por lo que
este último se enfoca en: atacar las incivilidades –es decir, las premisas
individuales del desorden que rompen con la moral–, aumentar el número de leyes
y reglamentos, estigmatizar categorías de la población, consolidar la
vigilancia y acción policiaca, castigar con severidad y perdonar nada y a
nadie.
Ahora
bien, el pensador europeo no concibe una voluntad única, consciente y
omnipotente detrás de estas políticas represivas, que sería como una
intencionalidad maquiavélica libre de actuar. Al respecto Wacquant
escribe:
rechazo
enérgicamente la opinión conspirativa de la historia que atribuía el desarrollo
del aparato punitivo en las sociedades avanzadas a un plan deliberado ejecutado
por dirigentes omniscientes y omnipotentes, sean políticos, empresarios o la
diversa gama de personas que se benefician del mayor despliegue e intensidad
del castigo y de los programas de supervisión destinados a los derechos urbanos
propios de la desregulación (p. 26).
El
autor de Castigar a los pobres opina que esta situación contemporánea de
liberación del ciudadano-trabajador de sus antiguas garantías y el concomitante
encierro de los marginados, es producto de una batería de iniciativas políticas
y consensos construidos en torno a cierto tipo de inseguridad. Wacquant plantea que esos procesos supraindividuales e
incluso supracolectivos se articulan sobre la base de
una filosofía política acéfala de tratamiento de las clases bajas, cuyos
enunciados se vienen difundiendo de manera subliminal en las élites. La tesis
de este libro, escribe Wacquant, “es que Estados
Unidos está abriendo camino hacia una nueva clase de Estado híbrido, diferente
del Estado ‘protector’, en el sentido que se da a ese término en el Viejo
Mundo, y del Estado ‘minimalista’ y no intervencionista que se atiene al
discurso ideológico que le cuentan los defensores del mercado” (p. 81).
De
hecho, la creciente precarización del empleo está estrechamente relacionada con
una mayor represión de los pobres. Asimismo, en 1996 se promulgó la Personal Responsability and Employment Opportunity Act y las represivas
leyes Megan. La reducción del mercado de trabajo y el incremento proporcional
de la experiencia profesional y nivel de estudio para ocupar los puestos
vacantes, la incertidumbre en cuanto al aumento de la duración del tiempo de
trabajo semanal, la multiplicación y diversificación de las tareas a realizar,
el aumento constante del rendimiento para alcanzar metas siempre más elevadas,
la competencia interna como mecanismo de estimulación del personal y la
renovación periódica del contrato laboral, son todos elementos anxiógenos que fragilizan al trabajador. En Las fuentes
de la vergüenza, Vincent
de Gaulejac mostró, de forma pertinente, las causas
múltiples de la ansiedad de los trabajadores vulnerables y sus consecuencias en
la vida cotidiana. El Estado federal norteamericano y, junto con él, las
autoridades políticas de los países occidentales promueven una flexibilización
del empleo con el fin de otorgar más facilidades a los empresarios para
contratar, explotar y despedir a los trabajadores. Se normaliza el trabajo
precario y flexible con el fin de poder usar más libremente a los trabajadores
y desecharlos cuando se decida. Es importante mencionar también la moda del outsourcing y el auge de las agencias de colocación
para el trabajo temporal –por ejemplo, Manpower Inc.
es el tercer empleador más grande de Estados Unidos–. Se responsabiliza a cada
trabajador de su carrera, de su desempeño, de los puestos que ocupa o pierde:
asistimos hoy en día a la glorificación del individualismo meritocrático.
Se proporcionan cursos de empleabilidad y talleres de preparación para la vida
cotidiana con la doble finalidad, por parte del Estado, de reeducar a los más
vulnerables, así como de poder culparlos de su pobreza económica. Al margen de
las cifras oficiales del desempleo, están las estimaciones realistas de las
personas subempleadas y de las que se dedican al mercado informal. Las
necesidades de sobrevivir orillan a jóvenes y adultos a aceptar condiciones
deplorables de trabajo, e incluso incursionar en mercados ilegales. En México,
en el año 2010 las cifras oficiales arrojaban una tasa de desempleo de 5.6%, y
12.7 millones de personas dedicados al mercado informal (es decir, 25.8% de la
población económicamente activa). En Estados Unidos 40% del total de
trabajadores tienen contratos precarios y 5.8% de la masa laboral está
constituida por indocumentados. Vivir mal es un hecho social ampliamente
compartido más allá de las fronteras y las nacionalidades. En el destacado
documental Délits flagrants,
Depardon filma la confrontación de un juez parisino
con un anciano magrebí, humilde y analfabeto, arrestado por el simple hecho de
querer sobrevivir apostando con cartas. En Estados Unidos, en Francia y en
muchos países más se combate a los perdedores de la economía de mercado: se les
encierra.
El
profesor de Berkeley estima que el encarcelamiento es una técnica de regulación
de la marginalidad: se encierra a quienes no tienen actividad lucrativa o cuya
actividad económica es ilegal. “Lejos de mitigarlo, el Estado caritativo
norteamericano es el principal responsable de la feminización y la
infantilización de la pobreza; activamente perpetúa tanto sus duras realidades
como sus persistentes mitos, es decir, tanto los fundamentos materiales en que
se erige como las pervertidas representaciones en las que vive” (p. 134). Todo
indica que lo punitivo surgió con fuerza a fines de los noventa para acompañar
el incremento del trabajo desocializado. Es
interesante notar que los criminólogos y expertos en temas de seguridad pública
insisten todos en separar las causas sociales de la responsabilidad individual
en materia delictiva. Según ellos, el crimen tiene su único responsable: el
criminal, sin importar las causas y condiciones estructurales. La gran mayoría
de los profesionales del tratamiento institucional de la violencia rechazan
atacar las causas genéricas de la delincuencia, como la precariedad del empleo,
la disminución de las garantías laborales y sociales, las restricciones en
cuanto al acceso a la salud y las discriminaciones educativas.
El también autor de Las cárceles de la miseria
recuerda que en Estados Unidos 90% de los beneficiarios de la asistencia social
son mujeres, mientras 93% de los reos son varones: “Esto confirma que los
‘clientes’ principales de la asistencial y de la carcelaria del Estado
neoliberal son, esencialmente, los dos géneros de la misma población
arrinconada en las fracciones marginalizadas de la clase trabajadora
postindustrial” (p. 157). El gobierno norteamericano emprendió un ataque
ideológico contra el principio de asistencia pública, pero al mismo tiempo
consolidó una estructura de oportunidades cerrada para los menos favorecidos:
“La pobreza del Estado social en el marco de la desregulación necesita y exige
la grandeza del Estado penal” (p. 49), sentencia Wacquant,
quien reconoce que existe un problema sobre lo que es y lo que debe ser la
asistencia social. Actualmente, la asistencia social es condicionada por la
calidad moral de los beneficiarios. Podemos ilustrar esta situación en el caso
de México con el Programa Oportunidades, cuyo objetivo oficial es combatir la
pobreza otorgando becas escolares, siempre y cuando las madres de familia y su
prole se muestren obedientes, no falten a la escuela, sean puntuales en las
reuniones, acepten trabajar gratuitamente para los demás, etcétera.
El sociólogo francés ve en las reformas legislativas
estadounidenses de 1996 el paso del welfare al
workfare. Es la promoción institucional de la
idea de mérito, metas personales y colectivas que alcanzar, así como la
filosofía de la competencia moral. El Poder Ejecutivo federal de Estados Unidos
se propuso “corregir las conductas supuestamente inadecuadas y aberrantes, que
serían la causa principal de la pobreza persistente” (p. 160). El Estado se
liberó de sus obligaciones pasadas al separarse de un gran número de familias
necesitadas con diferentes tipos de argumentos, donde la falta de méritos es el
principal. La estigmatización institucional de las madres solteras, de las
madres menores de edad afrodescendientes, limita
seriamente su inserción social. Juzgadas como depravadas, inmaduras e
irresponsables, las madres solteras son marginadas en una sociedad puritana que
intenta mantener los principios de un orden moral. Asimismo, el discípulo de
Bourdieu asevera atinadamente que “El tratamiento penal de la pobreza tiene una
carga moral positiva, mientras que la cuestión de la asistencia está
irremediablemente ‘mancillada’ por la inmoralidad” (p. 101). De hecho,
conservadores y demócratas ven en la asistencia pública una plaga que retrasa
la expansión económica y perjudica las finanzas públicas. En este contexto, se
alaba la autoayuda y se invocan de manera reiterada las virtudes de la
providencia. Con frecuencia políticos y altos funcionarios de la administración
pública exaltan el altruismo caritativo que siembra los valores de solidaridad
y sacrificio entre los pobres.
Otro elemento que caracteriza la reducción de los
apoyos gubernamentales es el churning, es
decir, el aumento de la severidad de los requisitos para beneficiarse de la
ayuda pública, así como el incremento de la complejidad y tardanza de los
trámites burocrático-administrativos. Recibir apoyos gubernamentales es haber
logrado vencer una desgastante carrera de obstáculos. Aunado a lo anterior, se
tiende a disminuir las ayudas e incrementar de manera inversamente proporcional
el compromiso de las y los beneficiarios. La noción de corresponsabilidad que
ha invadido el léxico de los estadistas y edificadores de programas, se
inscribe directamente en el contexto antes descrito. Las y los beneficiarios
deben ser merecedores de los apoyos que pretenden recibir, deben de mostrar y
demostrar de forma continua que son moralmente irreprochables. Tienen por
obligación enseñar que carecen de empleo pero que sí buscan integrarse en un
mercado laboral deprimente, deben mostrar que tienen niños menores a su cargo
pero, al mismo tiempo, deben emplear un método de contracepción, y también
deben certificar que sí pagan sus impuestos y sus facturas cuando aumentan cada
vez más los gastos de las familias pobres. Además, existe la imagen,
aparentemente contradictoria, de la beneficiaria como ganadora de la infraclase (underclass)
por el hecho de recibir apoyos gubernamentales, pero siempre perdedora en la
sociedad por su estatus y el color de su piel. Para ser merecedora, la mujer
pobre debe emplear correctamente su tiempo realizando todas las tareas que le
son encomendadas. Lejos de estar ausente de los programas asistenciales, la
filosofía del workfare se expande de manera
capilar mediante el trabajo comunitario gratuito, los grupos de autoayuda y las
actividades individuales o colectivas poco remuneradas. Predomina el principio
de la donación/contradonación. El workfare
ataca a los denominados parásitos de la sociedad, pues considera que no
son merecedores de la ayuda del Estado. Cabe recordar que el pensador ultraliberal Herbert Spencer planteaba ya, hace un siglo,
la eliminación natural de los ociosos, viciosos e inútiles.
Para
Wacquant, el laissez-faire (dejar hacer) y el laissez-passer (dejar pasar) son las dos vertientes de las
políticas sociales contemporáneas, las cuales explican el descompromiso del
Estado en cuanto a educación, salud y bienestar, y su magnanimidad
irresponsable en materia de reducción de las garantías sociales y laborales. En
su obra, el sociólogo explica detalladamente cómo y por qué el Estado pasó de
ser paternalista, protector y caritativo a ser un Estado Centauro represor. Al ultraliberalismo económico corresponde la ultrarrepresión de las incivilidades mediante la máxima de tolerancia
cero. En México, la estrategia del Estado pasó de ser un combate de la
pobreza a un combate de los pobres. Esta censura oficial de discursos y
actividades no adecuadas llegó, en un caso reciente, al encarcelamiento de dos tuiteros veracruzanos por difundir información no verídica
sobre el ataque de una escuela por narcotraficantes, y la subsiguiente
promulgación, por parte del Poder Ejecutivo estatal, del delito de perturbación
del orden social. Según Bourdieu y Wacquant, las variantes que pueden encontrarse en cada país
y en cada entidad federativa corresponden en realidad a una interpretación
tópica de un pensamiento único en materia de seguridad pública; discurso
hegemónico basado en afirmaciones que mezclan oraciones seudoacadémicas
y creencias populares. Las autobiografías del ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, las obras
apologéticas de conocidos zares anticrimen y los manuales de influyentes
asesores en materia de seguridad pública son materiales ampliamente difundidos
que alimentan ese pensamiento único.
Al
adoptar los principios del Consenso de Washington, Europa emprendió una nueva
estrategia punitiva que tiende a criminalizar a todos aquellos que no cumplen
con el modelo del ciudadano-trabajador. Las libertades están bajo vigilancia
con el espionaje de las zonas sensibles y de sus habitantes. Los
cambios a la legislación permitieron un aumento del número de delitos e incluso
autorizaron encarcelar a menores infractores a partir de los 13 años de edad.
Los jóvenes que ni estudian ni trabajan –los denominados ni-nis–, los jóvenes que se reúnen en bandas afuera de sus
tristes moradas para hacer de su desamparo el vector de una sociabilidad
incierta, esos jóvenes son, de un lado y del otro del Atlántico, blancos
predilectos de las políticas judiciales. A partir de estereotipos fenotípicos y
socioeconómicos, el Estado construye un mapeo de la inseguridad. Las palabras
inventan criminales y circunscriben territorios baldíos de la legalidad. La
delincuencia y su combate son hoy en día la materia de seminarios, simposios,
diplomados e institutos especializados. La invención de la inseguridad
corresponde a la conexa invención de un mercado de la seguridad privada y
pública, personal y colectiva. Los buenos ciudadanos deben sentirse siempre
amenazados en sus personas y bienes, por lo que son invitados a colaborar con
la policía para reforzar la red de vigilancia. En la ciudad de México, por
ejemplo, los módulos vecinales de policía fueron rebautizados como red
ciudadana con la idea de eufemizar la represión, haciendo del ciudadano un policía
diletante y del policía un elemento
clave de la vida de barrio. Delatores anónimos y ciudadanos con
mentalidad policiaca son bienvenidos, e incluso en ciertas ocasiones,
retribuidos por sus servicios. Se ofrecen recompensas y se garantiza el
anonimato de los denunciantes. De manera general, tanto en los comités
vecinales como en los grupos de autodefensa rural creados por la Secretaría de
la Defensa Nacional, el ciudadano es invitado en ser un ejemplo de abnegación y
un militante defensor de los principios de libertad y propiedad privada.
En Estados Unidos la guerra contra las drogas se
enfoca sobre todo en el arresto y castigo de los dealers
de la calle, la gran mayoría de ellos afrodescendientes
o latinos, quienes buscan en esta actividad ilícita una insegura fuente de
ingreso. La racialización de los infractores es
consecuencia de una racialización institucionalizada
de los problemas. En resumen, escribe Wacquant, “el
gueto funciona como una prisión etnorracial: encierra
a una categoría deshonrada y reduce gravemente las oportunidades de vida de sus
miembros en apoyo de la ‘monopolización de los bienes simbólicos y materiales o
las oportunidades’ ejercidas por el grupo dominante que vive en sus
alrededores” (p. 293). En las cárceles de Estados Unidos a los delincuentes se
les separa, trata y encierra según el color de su piel y la gravedad de su
delito. De igual manera, en México los presos son separados en cárceles,
pabellones, pisos y celdas según su delito y el color de su piel. Los aparatos
policial, judicial y carcelario reproducen día con día toda una serie de
distinciones discriminantes de los pobres. Un caso actual es la etnocárcel chihuahuense de Guachochi
–ciudad controlada por narcotraficantes mestizos–, en la cual están hacinados
casi exclusivamente indígenas tarahumaras.
Ahora
bien, se busca convencer al ciudadano de clase media de que el crimen está en
sus puertas, de que es susceptible de ser atacado en cualquier momento por
malhechores, él y su familia. El Estado represor requiere un control de la
información para difundir el mensaje de la inseguridad y anclarlo en las
conciencias individuales. Asimismo, programas televisivos exaltan la eficacia
policiaca para identificar, perseguir y neutralizar a los seudodelincuentes
–mediante su arresto o su homicidio ante las cámaras–. La fuerza de la ley
pretende mostrar que todos los delincuentes son cazados implacablemente hasta
caer en manos de una policía honrada y todopoderosa. Esta repetida difusión de
una representación maniquea del mundo social donde están los malos de un lado y
por el otro los buenos (el Estado, la policía y los ciudadanos delatores),
refuerza los prejuicios racistas y clasistas. Es menester señalar que los
delitos de cuello blanco (desvío de recursos, enriquecimiento ilícito y
falsificación de documentos, entre otros) son castigados en muy pocos casos y
de serlo, las personas son condenadas a penas leves que cumplen en centros de
detención semiabiertos. Esta magnanimidad de la
justicia estadounidense resulta obscena cuando se conoce el monto
multimillonario de los fraudes bancarios y fiscales que se cometen cada año,
fraudes que llegan incluso a provocar estrepitosas bancarrotas de consecuencias
mundiales.
En
la ciudad de Nueva York la disminución de los índices de criminalidad
correspondieron a un aumento de los arrestos de los trabajadores subempleados
que sobreviven difícilmente por debajo de la línea de pobreza. El historial
común de los enjuiciados es haber padecido fracturas familiares con divorcios o
abandono, una escolaridad caótica e interrumpida, haber sido traumatizados por
abusos y violencias físicas, así como haber sido víctima de armas de fuego. El
auge del gran gobierno carcelario fue posible gracias a la privatización
del encierro. La deslocalización de las agencias del ministerio público y de
las prisiones obedece a una territorialización de la
delincuencia. En Estados Unidos existe un mercado interno de intercambio y
transferencia de los reclusos. Por otro lado, el hacinamiento provoca una
saturación de la administración penitenciaria y un burning
out del personal, responsable de errores en 20 a
40% de los expedientes. Debido a la sobrepoblación carcelaria, varias ciudades
de Estados Unidos fletaron barcos penitenciarios e incluso, en un caso sonado,
obligaban a los reos a dormir en autobuses debido a la saturación de las
celdas. Las prisiones son incubadoras de enfermedades infecciosas, el callejón
sin salida de las prostitutas y drogadictos, el refugio de los indigentes y la
casa de los locos. La política de vaciamiento de los hospitales psiquiátricos
en la década de los ochenta provocó un incremento de la población encarcelada.
Arrojados a las calles, los enfermos mentales constituyen desde entonces una amenaza
para la paz social. El mismo Estado que los liberó de sus salvaguardias médicas
los manda ahora encarcelar con el fin de sanear el paisaje público. Este higienismo punitivo contribuye a mezclar indistintamente
personas provenientes de los bajos fondos de la sociedad. Una parte
significativa de los reos sufren trastornos mentales pero solamente una
irrisoria minoría recibe tratamiento psiquiátrico, con el argumento falaz de
que el policía y el celador son eficaces terapeutas en los tiempos neoliberales.
Imposibilitados muchos de ellos para ejercer un oficio remunerado, condenados
al oprobio de una sociedad capitalista que glorifica a los ganadores y pisotea
a los perdedores, los locos encarcelados son víctimas de las peores infamias.
Los cuerpos de esos pobres son lacerados sin cesar por tempestades de
ignominias aceptadas, si no es que fomentadas por las autoridades
penitenciarias. Debemos agregar también el hecho de que los prisioneros
estadounidenses son susceptibles de servir de conejillos de indias para
experimentos médicos a cambio de una reducción de su condena.
Se ha normalizado la vigilancia posterior a la
condena con el fin de que el ex convicto haga muestra de su buena conducta
mediante la obediencia, disciplina y sumisión. En el año 2000, 3.84 millones de
estadounidenses estaban bajo supervisión de la justicia penal, incluido el
total de los reclusos, de quienes estaban en libertad condicional y de los ex
convictos a prueba. De hecho, el aparato policial y de justicia posee
expedientes penales de más de 30 millones de personas, lo que corresponde a una
tercera parte de la población masculina adulta de Estados Uidos.
El registro de los infractores de la ley se ha convertido en un gigantesco
nicho de mercado en el cual participan, con enormes ganancias, las más grandes
empresas de informática: “El crecimiento geométrico de las bases de datos
policiales y judiciales forma parte de un movimiento más amplio de extensión y
diversificación de la vigilancia policial ‘encubierta’, que se ha vuelto proactiva
y difusa con los años, a raíz del número de agentes y agencias involucradas y,
con ellos, el número y la diversidad de sus objetivos” (p. 207). El historial
de las personas, sus datos antropométricos y biométricos están en posesión no
solamente de las agencias federales y estatales de investigación, sino que esta
información personal es compartida y vendida a empresas y particulares. Con la
finalidad de informar a los ciudadanos-de-bien de la amenaza virtual de
los ciudadanos-de-mal, bases de datos pueden ser consultadas por
Internet e incluso en ferias, convirtiéndose en una atracción lúdica como
cualquier otra. Buscar delincuentes sexuales en su barrio se ha convertido en
una actividad rutinaria que convoca el morbo, el repudio y la ira. Los depredadores
sexuales, como se llama a todos aquellos que poseen material pornográfico,
practican la sodomía, son exhibicionistas, violan y matan a menores,
sistemáticamente son repudiados y acosados: “La execración hiperbólica del
pedófilo desconocido en la escena pública sirve tanto para purificar
simbólicamente a la familia como para reafirmar su posición establecida como
refugio contra la inseguridad, incluso cuando la aceleración de las tendencias
neoliberales en la cultura y la economía intentan socavarlo” (p. 332), asevera
con acierto el autor de Castigar a los pobres. Arrinconados como
verdaderos parias sociales, los denominados depredadores sexuales se ven
obligados a huir y vivir en la clandestinidad. La histeria social de una
sociedad puritana en sus fundamentos y principios, exige de sus chivos
expiatorios el pago eterno de sus culpas.
Finalmente,
podemos concluir que esta obra sobre el tratamiento institucional de la
marginalidad en Estados Unidos contiene una estimulante reflexión para entender
el doble proceso de extensión del liberalismo económico y castigo más severo de
los pobres. Lejos de circunscribirse a un solo país, esta moda política de
corte neoliberal se ha exportado a numerosas naciones, México incluido. De esa
forma, las cohortes de perdedores, víctimas de la injusticia económica, son
considerados a priori una amenaza para el orden establecido. No es falso
afirmar que en la actualidad el Estado libra un implacable combate contra lo
incorrecto, un combate contra los pobres.
Bibliografía
De Gaulejac, Vincent (2008), Las
fuentes de la vergüenza, Marmol-Izquierdo
Editores, Buenos Aires.
Wacquant, Loïc (2000), Las
cárceles de la miseria, Manantial, Buenos Aires.
Recibida: 20
de febrero del 2012.
Aceptada: 21
de febrero de 2012.
Bruno Lutz
Universidad
Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco
Correo-e:
brunolutz01@yahoo.com.mx
Bruno Lutz. Es profesor-investigador titular en la
Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Xochimilco, y miembro del Sistema
Nacional de Investigadores (sni).
Es licenciado en sociología y maestro en antropología por la Universidad París iii, y doctor
en ciencias sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana (uam). Sus
líneas de investigación son: la relación del Estado con los campesinos, las
organizaciones rurales, y las formas sociales de dominación. Ha dictado más de
veinte conferencias magistrales sobre temas de teoría sociológica y sociología
rural. También ha impartido seminarios de posgrado en México y Uruguay;
actualmente da clases en el doctorado de ciencias sociales y en la licenciatura
en sociología en la uam.
Ha coordinado varios libros, el último: Balance y perspectivas del campo
mexicano, a más de una década del tlcan y
el movimiento zapatista, vol. iii, Migraciones y movilidad laboral, iis-unam-amer,
México (2010). También ha publicado una cuarentena de artículos científicos en
revistas nacionales e internacionales, los últimos son: “El rumor del nopal
chino en México: construcción institucional y efectos sociales de informaciones
tergiversadas”, Comunicación y Sociedad, 17, Guadalajara, pp. 179-204
(2012); “El capital social a discusión. Caso del desarrollo rural en México”, Pampa,
7 (7), Buenos Aires, pp. 69-93 (2011); “Liberación del labrador y construcción
del hombre nuevo en el México rural, 1920-1940”, en Les Colloques
du Bicentenaire des indépendances
d’Amérique Latine, cd-rom, Cultures
France-iheal (2011).